4
Mujer que me mira, peca

Leonel Antunes de Almeida sólo hizo dos cosas en su vida que le exigieran un poco de esfuerzo: jugar al tenis y casarse con Magdalena Medina Osorio. Se decía que también le había dado una vez en Madrid su merecido a un moroso sinvergüenza, pero eso nunca llegó a demostrarse.

Portugués rubio de porte atlético y ojos verdes como la uva moscatel, Leonel Antunes de Almeida tenía veinticinco años —cuatro menos que Magdalena— en la primavera de 1948, cuando la pareja se conoció en Estoril, en la residencia de los Cronenberg, millonarios norteamericanos de origen judío que tenían, entre otros planes que rayaban en lo psicodélico, el vistoso proyecto de lograr en su desértica finca de La Quinta, a escasas millas de Palm Springs, viñedos de todas las variedades europeas más prestigiosas, incluidas por supuesto las del vino verde, el oporto y, desde luego, el moscatel y la manzanilla. Los Cronenberg —ella, una mujer alta y esquelética cuyas facciones, hechuras y ademanes recordaban los de la duquesa de Windsor, pero con los tintes, afeites, floripondios y pedrerías de Zsa Zsa Gabor; él, un señor bajo y gordito, obsesionado con disimular la calvicie con una elaboradísima combinación de mechones de su propio pelo superviviente en los occipitales, y coleccionista de sellos de oro grabados con los escudos nobilísimos de las mejores familias del Viejo Continente, sellos que lucía, de acuerdo con su estado de ánimo, en sus meñiques gordezuelos y rojizos como virilidades recién circuncidadas— tenían el degenerado empeño de emular a Randolph Hearst, magnate de la prensa cuyo monstruoso castillo —construido como una quimera delirante en San Luis Obispo, en las montañas próximas a Santa Bárbara— acumula en sus estancias los productos del despojo de ruinas griegas y romanas, catedrales medievales, palacios barrocos, mansiones renacentistas, templos faraónicos y fortalezas orientales. Pero, sin duda por la obsesión agrícola tan típica de los descendientes de Abraham, los Cronenberg habían decidido volcar su extravagante exhibicionismo económico en conseguir una especie de inmensa criatura del doctor Frankenstein en el campo de la viticultura, desafiando el despiadado clima de La Quinta. A Leonel lo conocieron en una fiesta de Nochevieja en el Casino, y lo invitaban a diario para tenerlo suelto por la casa, y por los jardines, piscinas y canchas de tenis de la finca, como un juguete decorativo.

Jesús Medina García, el padre de Elsa y Magdalena —y de Carlos, Tomás y Juan, los tres hermanos varones de las niñas de Medina—, no sólo no creía en los milagros, sino que además se irritaba sobremanera frente a los desatinos, pero una última punzada de cautela le aconsejaba, ante situaciones estrambóticas o seriamente insensatas, no tomar decisiones demasiado radicales si implicaban aunque fuera el más remoto peligro para sus hijos o la pérdida de la más dudosa oportunidad comercial. Por eso nunca cumplió su constante amenaza de quemar a Vladimir —después de que una vez su mujer le insinuara que, de hacerlo, podría convocar desgracias sobre la familia—, y por eso tres o cuatro veces al año visitaba a los Cronenberg en Estoril, con el fin de discutir las increíbles posibilidades de trasplantar al desierto californiano cepas seleccionadas y variadas de las viñas de los Medina. En abril de 1948, Jesús hizo el viaje en compañía de su hija menor, que ya tenía veintinueve años y no encontraba en su círculo de amistades un pretendiente con bastante encanto o con bastantes agallas, y Magdalena, a su regreso a La Desembocadura, le había escrito a Elsa: «Antes de continuar leyendo, pon el frasco de las sales a mano. ¿Preparada? Tu hermanita a lo mejor ha encontrado a su príncipe azul. A papá le produce escandalosísimos ataques de ictericia —de hecho, el médico se los está tratando—, y ya sabes que de Portugal ni viento ni casamiento, pero es guapísimo. Te mantendré informada».

El deslumbramiento que le produjo a Magdalena la primera visión de Leonel —en la puerta de la gran terraza de poniente de la casa de los Cronenberg, en un leve y vaporoso contraluz, vestido con unos amplios pantalones bombachos de lino blanquísimo y un blanquísimo niqui que resaltaba con verdadera osadía sus bíceps y sus pectorales, y con una raqueta de tenis en la mano— le duró dieciocho años, once meses y cuatro días —hasta aquel 11 de marzo de 1967 en que ella se había emborrachado por última vez, en un desesperado e inútil intento por mantenerse aturdida y feliz a causa del amor—, y durante todo ese tiempo, antes y después de la boda, Leonel fue el hombre más envidiado, deseado y disfrutado de la ciudad. Sin embargo, cuando Magdalena aceptó sin aspaviento ni decaimiento alguno que aquel hombre era un verdadero desastre y que le daban lo mismo los apaños que se buscase por ahí, Leonel pasó como por ensalmo a ser cada vez menos solicitado, a provocar la indiferencia o el hastío de tantas mujeres que lo habían encontrado irresistible, a descubrir al cabo de muy poco tiempo que ya no causaba aquel deshonesto y decisivo efecto en la mujer que cometía la temeridad o la imprudencia de mirarlo, con desprecio o descuido de su virtud. Y es que Leonel se había aficionado enseguida a sentarse en La Rondeña —en un velador junto al gran ventanal de la cafetería, en invierno, o en alguna de las mesas dispuestas en el exterior, en verano, que ocupaban la mitad de la acera— y, después de castigar con su aplomo de guapo disponible a toda señora o señorita que pasara por delante de él, se decía a sí mismo en voz alta, o le decía al primero que se prestase a escucharle: «Mulher que me olha, peca». Y lo decía siempre en portugués, convencido sin duda de que su guapura era una cuestión patriótica y merecía que los homenajes se los hiciera en la lengua de Camões. Durante casi diecinueve años, a Magdalena le hizo mucha gracia aquella chulería de su Leo que conocía y comentaba todo el mundo, y se lo contó a Elsa en tantas cartas que su hermana acabó por escribirle que estaba perfectamente al tanto de los éxitos pecaminosos de su marido, y que no era preciso que insistiese más.

A las pocas semanas de aquel viaje de Jesús Medina y su encantadora hija Magdalena a Estoril en abril de 1948, los Cronenberg les devolvieron la visita y se hicieron acompañar por el joven galán que tan evidente y animosa impresión había causado en la ya no tan joven, pero todavía lozana e interesante, «heredera andaluza». Lo de «heredera andaluza» lo decía sin parar la señora Cronenberg desde que Jesús Medina le presentó a su hija en un saloncito privado del Gran Hotel, donde se sirvió un té quizás algo heterodoxo desde el punto de vista protocolario, pero muy útil para establecer un clima de confianza y crear las bases de un espíritu de mutua colaboración, y ni Magdalena ni su padre —cada uno por razones diferentes— se sintieron en la necesidad de aclarar un malentendido que podía llevar al llamativo tenista a creer que tenía a punto de caramelo nada menos que a la gran heredera única de un imperio vinícola andaluz.

La visita a La Desembocadura no contribuyó, desde luego, a deshacer la confusión. Siempre fue una casa grande y hermosa, y los muebles eran muy bellos y de excelente calidad. Lorenza y María Buena sabían comportarse cuando querían como ceremoniosa ama de llaves y discreta y eficaz primera doncella, respectivamente. Al no existir por entonces en la ciudad un hotel de categoría que estuviese en consonancia con los millones y el tren de vida de los Cronenberg, el matrimonio aceptó la invitación de Jesús Medina y Carmen Osorio de Medina, sin olvidar a su encantadora hija Magdalena, y ocupó la alcoba que siempre había sido de Elsa y a la que se trasladó lo mejor del resto de los dormitorios, consiguiendo un efecto sin duda muy parecido al de una gran viña con cepas de las mejores variedades europeas, efecto que los Cronenberg supieron apreciar en todo su valor. Leonel, sin embargo, tuvo que hospedarse en una habitación —pagada, por supuesto, por Jesús Medina— del clásico y algo destartalado hotel Andalucía, por elementales razones de decoro. De hecho, de haber estado en sus manos, Jesús Medina se habría encargado de que aquel botarate resplandeciente encontrase enseguida en la ciudad entretenimientos mejores que el de engatusar a su hija, pero los Cronenberg parecían decididos a que el negocio de las cepas a trasplantar al desierto de California —cepas que Jesús Medina ya tenía apalabradas en secreto con viticultores dispuestos a desprenderse a bajo precio de sus viñedos de sospechosa calidad— fuera inseparable de su afán celestinesco, y cuando, al cabo de doce días de confortable negociación, se dio por firmado el acuerdo comercial —confiando ciegamente ambas partes en el compromiso verbal entre caballeros— y por concluida la gratísima estancia de los Cronenberg en La Desembocadura, Leonel y Magdalena ya se habían prometido mutua y solemnemente que volverían a encontrarse lo antes posible.

Fue la época en la que más cartas, y más expresivas, le escribió Magdalena a su hermana Elsa. No sólo le dio detallada cuenta de todos los tejemanejes alcahuetes de los Cronenberg —tanto durante los días que pasaron en La Desembocadura, como durante los meses posteriores, llenos de invitaciones a la «queridísima heredera andaluza» a la mansión de Estoril, y de viajes imprevistos e innecesarios «al encantador pueblito andaluz», con el fin de solventar inexistentes dificultades en el cumplimiento del difuso contrato, siempre en compañía de Leonel—, sino que le fue haciendo descripciones pormenorizadas de cuantas excursiones, conversaciones, planes de futuro y pequeñas pero siempre emocionantes discusiones tenía o hacía con su ya oficial pretendiente. Además, la inundó de fotografías en las que Leo aparecía en todas las poses imaginables, si bien en la mayoría de ellas lucía el inmaculado uniforme de tenista y empuñaba una fantástica raqueta de importación, hasta el punto de que Elsa llegó a pensar que aquel magnífico ejemplar de balarrasa lusitano no hacía otra cosa que pasarse de la mañana a la noche vestido de aquella guisa, sin haber jugado en su vida ni un solo set. Como si Magdalena le adivinara el pensamiento, a pesar de los kilómetros que las separaban y de los trece años que llevaban sin verse, a los pocos días de haber tenido por primera vez aquella traviesa ocurrencia recibió un carta de su hermana con sólo una foto de medio cuerpo de Leonel, en cuyo reverso había escrito: «Como puedes comprobar, Leo puede jugar al tenis con la derecha y con la izquierda, de esa manera no se le pone musculoso uno de los brazos de una forma excesiva y desproporcionada, y consigue mantener esa figura fuerte, pero armoniosa, que tú misma apreciarás en la foto. Para todo lo demás es zurdo».

Desde luego, Elsa no podía negar que el barbián de Leonel tenía un cuerpo estupendo. Y una cara fuera de serie. Quizás no fuese demasiado alto, sobre todo teniendo en cuenta que Bob medía más de seis pies, pero Magdalena, que no era una mujer menuda, le llegaba a los hombros, y eso suponía que el portugués le sacaba la cabeza a la mayoría de los hombres del «encantador pueblito andaluz». Tampoco era rubio a la manera de Bob, con esa cualidad aguada que daba la impresión de difuminar un poco no sólo el color del pelo y de la piel, sino el propio contorno del cuerpo y, sobre todo, de las manos, que a veces parecían sin rematar. El de Leonel era un rubio tostado, que apenas se aclaraba en los meses de invierno, y todos sus miembros parecían bien cocidos y consistentes, y desde luego prometían de cara al futuro, por extenso que el futuro fuese, un magnífico estado de conservación. En cuanto a la cara y, sobre todo, los ojos, Elsa sólo había visto algo igual en las películas. A Elsa le recordaba un poco a Ramón Novarro, el actor de cine de origen español que había causado estragos con la película Ben-Hur cuando el cine todavía era mudo, pero con el pelo más claro y brillante, los labios más carnosos y descansados, y aquellos ojos verdes incomparables, de gato de lujo; aquellos ojos que, según le contó Magdalena en una de sus cartas, rebosante de orgullo, había hecho exclamar a María Buena, la primera vez que los vio: «Son tan verdes que parecen de estraperlo». Y es que todo el mundo estaba de acuerdo en que en la ciudad, donde los ojos claros la verdad es que nunca han escaseado —tanto entre la gente bien como entre el pueblo llano, que de pronto te sale una gitana del Barrio Viejo con unos ojos violetas igualitos a los de Elizabeth Taylor, o un camperito de La Colonia con unos ojos como esmeraldas que quitan el sentido—, ojos tan verdes y brillantes como los de Leonel no se habían visto en la vida. Eran ojos extranjeros, ojos de contrabando, como había dicho María Buena.

«Bob tiene los ojos celestes», había escrito Elsa en el reverso de una fotografía que ella y su marido se hicieron a bordo de una barcaza, en el mercado flotante de Bangkok, donde la intensidad de la luz hacía que la mirada de Bob pareciese casi incolora. Habían ido a la capital de Tailandia en uno de esos viajes impulsivos que Bob justificaba después con rebuscados motivos de satisfacción comercial, pero las fechas, a mediados de noviembre de 1949, coincidieron con las de la boda de Magdalena y Leonel. La invitación para el enlace matrimonial —participada en el encabezamiento del tarjetón por Jesús Medina García y Carmen Osorio de Medina, y por Martha y Samuel Cronenberg en su intrigante función de protectores de Leonel— llegó a la casa de Del Mar a principios de agosto, con tiempo sobrado para que los Sheenan organizasen el viaje, pero los arrebatos aventureros de Elsa fueron siempre imperativos, y desde luego era cierto —como le escribió, compungidísima, a Magdalena— que no se dio cuenta de la fatal coincidencia hasta que no estaban en medio del océano, a bordo del Golden Shark, pues en lo último en lo que ella pensaba entonces era en la desmedida cantidad de tiempo necesaria para trasladarse de un extremo a otro del planeta. Magdalena le aseguró, en una carta escrita la víspera misma de la boda, que no se lo perdonaría jamás, y que los ojos celestes de Bob eran, bien mirados, corrientitos.

De la boda le llegaron noticias tardías, pero exhaustivas. Y, sin embargo, a pesar de que en la larguísima y exultante carta de Magdalena se amontonaban, no siempre con el orden debido, hasta los menores detalles de la ceremonia, del convite, del vestido de novia, de los vestidos de las invitadas, de los regalos y, por supuesto, del espléndido viaje de novios por toda la geografía de Portugal, obsequio de los Cronenberg, todo palidecía ante las continuas frases de celebración de lo maravillosamente bien que todo el mundo, «y gracias, en gran medida, a nuestro querido Caudillo», había terminado por recibir a Leo. Cuatro interminables párrafos tuvo que saltarse Elsa, muerta de curiosidad, para descubrir el carácter y el alcance de la intervención de Franco en la felicidad conyugal de su hermana.

Y es que Magdalena le echaba la culpa de los recelos que, a pesar de lo guapo que era, despertaba Leonel en la familia y entre las amistades de los Medina a su condición de forastero, «pues, a fin de cuentas, querida hermana, tu Bob también llegó del extranjero y ya ves el estropicio que organizó». De hecho, Leonel era el segundo extranjero de verdad y soltero que había puesto los pies en la ciudad en los últimos diez años, y el tercero, que estaba casado pero no lo parecía, fue —seis o siete años después— un tal Hemingway, «un escritor americano que dicen que es muy famoso y que ha venido a casa de los Ordóñez, que ya sabes que veranean desde hace mucho en un chalet de los grandes del final de La Calzada, y parece que el escritor está por los huesos, artísticamente hablando, de Antonio, pero también se lleva divinamente con la madre, la Juana, y jalea mucho el arte que tiene la hermana pequeña, Anita, que baila flamenco como los ángeles». Si a ello se le añadía el padrinazgo de los Cronenberg, que también resultaba de lo más raro, Leonel era visto como un elemento de cuidado que no podía traerle a Magdalena nada bueno, aparte del lucimiento que suponía ir colgada del brazo de semejante monumento. Pero, a finales de octubre de ese año, Franco hizo su primer viaje oficial fuera de España, precisamente a Portugal, «a pesar del odio de los enemigos de nuestro país», y fue recibido, en la que a partir de entonces Magdalena llamaría siempre «nuestra nación hermana», con todos los honores y muchísimo cariño. Eso bastó para que la llegada definitiva de Leonel con apenas dos maletas de tamaño mediano, pero con su radiante aureola portuguesa, quince días antes de la boda, estuviese rodeada de vigorosas e innumerables muestras de afecto y gratitud, y despejase del corazón de Magdalena los nubarrones de incomprensión que se habían conjurado para empañar su felicidad.

La aureola portuguesa le duró a Leonel diecinueve años menos treinta y cuatro días, el tiempo que tardó Magdalena en desembarazarse del sonambulismo feliz en el que había terminado de caer del todo la noche de bodas, y del que la despertó una borrachera que hizo de beso liberador para la Bella Durmiente, pero al revés.

Elsa no llegó a saber nunca, a pesar de las muchas veces que intentó sonsacar a su hermana en sus cartas de aquellos años, si fue como consecuencia del pudor o del éxtasis, pero todo lo que Magdalena consintió en aclararle sobre su primera noche con Leonel fue: «No sólo usa las dos manos para jugar al tenis». La engañosa sobriedad de la frase, y el hecho de que durante mucho tiempo a Magdalena le fuera imposible ser coherente por completo en lo que escribía, avivó la imaginación de Elsa, que pasó muchas horas en vela, en contra de su voluntad, figurándose las maravilla que podía hacer Leonel con las dos manos, y no sólo con una raqueta. Desde luego, el virtuosismo ambidiestro de Leonel se prolongó por lo menos hasta los últimos y volubles días del invierno de 1967, porque bastaba con ver cómo Magdalena se refería a él en sus cartas: «Leonel ha empezado a trabajar con papá y tiene ideas maravillosas, parece mentira que jamás haya pisado antes una bodega, aunque el pobre papá ya tiene una edad que no le permite ser atrevido»; «Leonel ha tenido que pasar unos días en Madrid para arreglar un desagradable asunto con un espantoso individuo, que ha abusado de su caballerosidad y osadía en los negocios y nos adeuda por lo visto una pequeña fortuna, y se ha portado como un héroe; aunque le haya sido imposible cobrar una sola peseta, le ha dado al canalla su merecido, de hombre a hombre»; «Papá prefiere que Leo se dedique a una cosa muy moderna que se llama “relaciones públicas”, para lo que tiene cualidades natas y que va a ser buenísima para el negocio»; «Leo se ha comprado un descapotable rojo, porque dice que las relaciones públicas eso es lo que tienen, que hay que vestirlas mucho, y la semana pasada causó sensación. Ha venido un circo con un gran artista capaz de conducir un automóvil con los ojos vendados, y Leo lo contrató para conducir así por toda la ciudad el descapotable rojo, con él en el asiento de al lado, muy valiente, y un gran cartel de propaganda de nuestra manzanilla La Veneciana»… Luego, por la noche, ponía evidentemente a funcionar las dos manos, y a Magdalena después le salían aquellas cartas rebosantes de veneración conyugal.

Jesús Medina murió ocho años después de la boda de su hija Magdalena —y no puede descartarse en absoluto que las cualidades natas de su yerno para las relaciones públicas fueran ajenas al fatal desenlace—, y a los dos años apenas de la muerte de su mujer, Carmen Osorio, cuyo corazón no pudo soportar, según sus dos o tres mejores amigas, las continuas y amargas desavenencias que se producían en el hogar, puesto que, por si fuera poco el impacto de las relaciones públicas, Magdalena y Leonel no podían permitirse montar casa propia. El testamento fue, a pesar de todo, piadoso: el negocio de las bodegas y las viñas correspondió a partes iguales a los tres hijos varones, y una generosa cantidad depositada en el banco quedó para Elsa y Magdalena, que compartían además la propiedad de La Desembocadura. Como había previsto Jesús Medina, Elsa retiró su parte del dinero, pero quiso conservar la casa y se comprometió a abonar periódicamente la mitad de las cantidades que fueran necesarias para su mantenimiento y para al menos una persona de servicio, lo que, con un poco de suerte, podía asegurarles a Magdalena y Leonel un techo seguro y digno y unos cuidados elementales durante toda su vida. Elsa no acudió a los funerales de su madre ni a los de su padre —las irreparables pérdidas les sorprendieron a Bob y a ella en Kapurtala invitados por la maharajaní Anita Delgado, y en una semana de desgarradoras músicas étnicas que se celebró aquel año en Baden Baden, respectivamente—, pero les escribió a sus hermanos una carta conmovedora, con una posdata para Magdalena en la que le prometía con la mano en el corazón contribuir equitativamente a la conservación y los gastos de la casa mientras ella viviese, y a obligar por testamento a Bob, si la sobrevivía, o a su hija Irene a hacer lo mismo, hasta que fuera necesario. Era lo que Jesús Medina supuso que iba a ocurrir. Claro que también Jesús Medina dio por supuesto que la importante cantidad en metálico que, depositada en el banco, podía rendir intereses capaces de asegurar una vida si no lujosa, al menos respetable, se esfumaría en un santiamén en manos de su jacarandoso yerno, a menos que Magdalena se librase de pronto de aquel risueño y suicida sonambulismo sentimental.

Cuando, después de la borrachera de marzo de 1967, Magdalena volvió en sí, ya era demasiado tarde. Quedaba algún dinero, pero insuficiente para cubrir las necesidades básicas del matrimonio durante un par de años. Se negó a firmar un solo talón más y dio orden al banco por escrito de que no se le concediese a Leonel ni el más modesto crédito, puesto que ella declinaba toda responsabilidad. Cierto que, en un descuido suyo, Leonel vendió a una almoneda el hermoso reloj de pared que había en el descansillo de la escalera y otras piezas, más llamativas que realmente valiosas, del mobiliario de La Desembocadura, pero Magdalena le amenazó con ponerlo de patitas en la calle, sin más equipaje que su eterno conjunto de tenista —que seguía luciendo con esforzado garbo y asombrosa confianza en sí mismo, incluso a horas y en circunstancias de lo más impertinentes—, si volvía a echar algo en falta, y Leonel comprendió que no tenía ningún lugar adonde ir. Su forzosa y repentina falta de prodigalidad hizo que las mujeres, automáticamente, dejasen de pecar a tontas y a locas en cuanto le miraban, y así resultaba imposible asegurarse un apaño que pudiese recogerle si se producía la catástrofe conyugal. Y lo más misterioso de todo era que los Cronenberg, tras regalarles aquel suntuoso viaje de bodas, habían cortado de manera brusca y radical el enigmático patrocinio y habían sustituido a Leonel, como adorno viviente y radiante en la finca de Estoril, por un magnífico ejemplar viril de Cabo Verde cuya especialidad era, por lo visto, el submarinismo a cuerpo gentil, de forma que andaba a todas horas en taparrabos, y con unas elegantes gafas de bucear, por la mansión, los jardines, las piscinas y las canchas de tenis, dejando a su paso un musculoso resplandor negrísimo y ambulante. Ante tal cúmulo de adversidades, todas tan descabelladas que resultaba insensato confiar en alguna solución, Magdalena intentó hacer con el poco dinero que le quedaba encaje de bolillos, pero al poco tiempo no tuvo más remedio que echar mano de la ayuda de los alquileres.

«Tenemos una oferta interesantísima por las cocheras, para poner un restaurante de comida típica de calidad. Con lo que están dispuestos a pagar por el alquiler podernos arreglar todos los techos, que ya no pueden esperar más», le había escrito Magdalena a Elsa a principios de 1970. Elsa le contestó a su hermana que no le hacía ninguna gracia ver La Desembocadura convertida en la mantenida de un comedor, por más lujoso que fuera el establecimiento, pero su hermana le respondió a vuelta de correo con una retahíla de razones entusiastas, pero furtivamente suplicantes, en favor del ventajoso alquiler, y Elsa comprendió que el dinero que iban a recibir todos los meses —y cuya mitad en buena ley le correspondía, aunque desde el principio renunció a reclamarla— no sólo serviría para el arreglo de las techumbres, sino para la manutención diaria y otras necesidades perentorias de Magdalena, su marido y la fiel y sacrificada María Buena, de forma que acabó dando su consentimiento. Y lo mismo ocurrió pocos años después, al comunicarle Magdalena que se había presentado la oportunidad de alquilar a muy buen precio la accesoria para una taller mecánico de motocicletas —«una verdadera plaga, así que el negocio está garantizado»—, con la condición, desde luego, de que la primera obra que realizaría el arrendatario, y por su cuenta, sería el tapiado de la puerta que comunicaba con el lavadero. Por último, en 1992, cuando Elsa ya se había instalado en The Rainbow House, le llegó la petición de Magdalena para que autorizase el alquiler de las enormes despensas comunicadas entre sí, con el fin de montar allí un pequeño y coqueto gimnasio, «ya sabes que es la última moda, todo el mundo quiere mantenerse en forma, y los dos chicos guapísimos y encantadores que están interesados en el local incluso me han insinuado que Leo, con lo deportista que siempre ha sido, hasta podría echarles una mano». «O quizás las dos», había pensado Elsa, e Irene, que estaba en aquel momento a su lado, observando la fruición con la que su madre seguía leyendo las cartas que llegaban de España, le preguntó qué era aquello tan divertido que tía Magdalena contaba.

Sólo unas palabras habían sido suficientes para recordarlo todo.

«Mulher que me olha, peca» —había dicho Leonel, y aquello bastó para que Elsa se acordase de pronto de todo lo que sabía de él, y de todo lo que sobre él había adivinado e imaginado.

Estaban en el gran salón del piso bajo, aquella enorme y elegantísima estancia que tanto había impresionado a los Cronenberg y que sólo se abría en ocasiones excepcionales, la última vez, para el convite de la boda de Magdalena. Elsa había querido comprobar su estado de conservación, con la peregrina idea de realizar las obras y arreglos que fueran necesarios para la fiesta que pensaba celebrar, y descubrió que mantenía todo su empaque, melancólicamente afianzado por el oleaje del tiempo. Había oído a Leonel entrar en el salón, y se había vuelto a mirarle.

—Deberías ir a todas partes acompañado de un confesor, querido cuñado —le dijo, intentando poner cara de Magdalena penitente—. No para ti, claro. Para tus víctimas.

—Mis víctimas no se confiesan, querida cuñada —dijo Leonel—. Disfrutan.

—Lástima que yo ahora no tenga tiempo —Elsa recuperó con asombrosa agilidad sus maneras de organizadora nata—. Hay que poner en marcha todo lo de la fiesta. Menos mal que este salón se conserva divinamente.

Pero Leonel no quería que se disolviese el clima de sensualidad que estaba seguro de haber conseguido con su celebérrima frase en portugués, de modo que susurró:

—Cuando hay calidad, la antigüedad es un lujo.

—Leonel Antunes de Almeida, para de decir tonterías —dijo Elsa, sin contemplaciones— y deja de coquetear conmigo. Aparte de que no está nada bien empeñarse en que una agonizante cometa pecado mortal, porque supongo que un pecado venial lo tomarías como una ofensa, me temo que ahora, al mirarte, ya sólo puede cometerse un pecado grave contra la caridad cristiana. ¿O es que ya no te miras en los espejos?

—Pregúntale a tu hija —dijo Leonel, herido en su orgullo.

Elsa se echó a reír.

—Querido, naturalmente que me he dado cuenta de cómo se te queda Irene mirando. Pero no te hagas ilusiones. No es porque se quede embobada con tu inmarchitable apostura. Es que no consigue identificarte del todo. Ten en cuenta que tanta cirugía plástica en las patas de gallo ha acabado por deteriorarle muchísimo la vista, y además la última foto tuya que vio fue la del clavel en la boca.

Corría 1974, y tanto Elsa como Leonel se acordaban muy bien de esa foto. Hacía mucho tiempo que Magdalena había parado casi por completo el envío de fotografías de Leo, sólo alguna toma lejana con algún motivo importante —los techos arreglados por fin, y Leo en el descansillo de la escalera, a una distancia misericordiosa; la vista desde el porche chico, con el nuevo aspecto que ofrecían la accesoria, el edificio de despensas y las cocheras, después de su conversión en taller, gimnasio y restaurante, respectivamente, y Leo al fondo del jardín, entre las piadosas sombras de las adelfas; Leo y la propia Magdalena, desenfocados por la caridad del fotógrafo, en la cocina de La Desembocadura, cuando instalaron la lavadora automática, un regalo de Elsa, que tardó semanas en cumplir con sus obligaciones, puesto que tuvo que venir un técnico de la Base de Rota para poner en marcha aquella máquina tan norteamericana…— y, cuando se recibió la foto del clavel, Elsa e Irene se quedaron estupefactas. Era un primer plano de Leo, con los estragos del oleaje del tiempo provocando un efecto nada parecido al lujo, y Leo mordía con una extraña expresión de ferocidad un clavel reventón que le daba a la cara el aspecto de una gárgola que acabase de destrozar un arriate de claveles. Por detrás, Magdalena había escrito: «Leo está orgulloso de ser portugués». Elsa e Irene estaban vagamente al tanto de la Revolución de los Claveles, y aquella exhibición revolucionaria del antiguo protegido de los Cronenberg les pareció, después del primer shock, enternecedora. Sin duda, Magdalena había hecho un último y conmovedor intento por redimirle.

—Aquella foto fue muy comentada —reconoció Leonel—. Pero es que no hace falta ser veinteañero para tener arrebatos.

Parecía acharado, y Elsa se compadeció.

—Los arrebatos han sido moneda corriente en esta familia —dijo—, no te preocupes. Pregúntale a Vladimir.

—Valiente mamarracho —dijo Leonel; de pronto, parecía convencido de nuevo de tener la altivez y el empuje de un revolucionario portugués, y Elsa se insultó en inglés en voz baja a sí misma por haber desperdiciado su compasión—. No sé qué le veis las mujeres, sobre todo teniendo en cuenta que, por lo visto, el muy bujarrón tampoco le hace ascos a los hombres.

Elsa se sentó, con una perfecta imitación del cansancio más bien interior, en una de las butacas que había junto al gran ventanal que daba al jardín delantero de la casa, y dijo:

—En eso pensaba yo hace un rato, querido Leonel. Vladimir seguramente habría hecho un papel estupendo con los Cronenberg.

Pareció que de repente Leonel se quedaba sin respiración, se puso palidísimo y consiguió decir a duras penas:

—Lástima que seas una señora y que estés a punto de palmarla. Yo he sido capaz de ir hasta Madrid para darle a un hombre su merecido.

Elsa exhibió esa sonrisa candorosa que siempre había hecho tan inconfundibles a las niñas de Medina. Luego dijo:

—Me dejaría pegar encantada, si no fuera porque tengo que estar en plena forma para que la fiesta sea un éxito. ¿No te haría ilusión echarme una mano? —Y, en cuanto se dio cuenta de lo que acababa de decir, dio un coquetísimo gritito lleno de pecaminosa picardía—. A lo mejor después me animo y dejo que me eches las dos…

Leonel se quedó sin habla y sin saber adónde mirar, como todo el que de pronto se sabe descubierto, y procuró dar media vuelta sin parecer demasiado achacoso, y salir al vestíbulo con una actitud lo más parecida posible a la dignidad. Y a Elsa no le costó ningún trabajo adivinar la asustada y envejecida mirada de odio que le dirigiría a Vladimir el Cosaco.