A las ocho de la mañana, en la cocina mal iluminada por una bombilla demasiado débil, Elsa tuvo de pronto la sensación de encontrarse en un pintoresco albergue de algún país primitivo.
Le había ocurrido muchas veces, cuando hacía con Bob aquellos viajes exóticos que él tenía la gentileza de regalarle un par de veces al año con cualquier pretexto: la tienda de Chicago había hecho el mes anterior una caja inusitada; la Casa Real inglesa acababa de mostrar en una rimbombante carta su interés por algunos modelos de la nueva colección de corsetería de alta calidad; la cadena Secret Body Corporation Ltd. fue elegida, en otoño de 1965, Empresa del Año en el estado de Utah, «por ofrecer en sus escaparates de ropa íntima femenina un homenaje al recato de la mujer y a los valores de la familia, rechazando el fácil y deplorable recurso de apelar a los bajos instintos»… Los viajes los organizaba Bob, pero los destinos los elegía Elsa, siempre en función de alguna interesante incomodidad que pudiera aliviar un poco su apetito de situaciones arriesgadas. En realidad, Elsa y Bob viajaron durante toda su vida en común —hasta que él murió de un fulminante derrame cerebral en 1986—, con todas las comodidades accesibles, pero, cuando llegaban a algunos de aquellos lugares casi inventados y llenos de insectos muy temperamentales, en los que no había un solo hotel aceptable, Robert Sheenan Jr. y señora alquilaban por una o dos semanas la vivienda del cacique local por una cantidad con la que habría podido comprarse el país entero, y entonces Elsa no sólo corroboraba que habían ido a parar a un país pobre y de costumbres incongruentes, sino que se emocionaba ante la idea de haber viajado en el tiempo hacia atrás hasta el punto de, tal vez, no poder realizar jamás el viaje de regreso. Ahora, aquella mañana de principios de octubre de 1999, en la cocina de La Desembocadura, Elsa Sheenan sentía lo mismo.
Elsa y Magdalena, frente a frente en torno a la vieja y robusta mesa cortijera que había aguantado con mucha gallardía el peso de los años, esperaban sin dar la menor muestra de impaciencia a que María Buena, que acababa de reclamar con muy malas pulgas su papel de sirvienta fiel y escrupulosa, terminara de resolver sus desconciertos con la vajilla, la cubertería, la cafetera último modelo, la jarra de leche, el microondas y unos esponjosos bizcochos de plantilla —que tal vez dejaron de fabricarse antes de la guerra civil— para poder serviles el desayuno. Irene entró sofocadísima:
—My God!, mami, ¿cómo te encuentras?
—Si no fuera porque no conviene comerse la perdiz antes de cazarla, yo diría que en la gloria —dijo Elsa, con esa expresión en los ojos, tan parecida al letargo, que ella ponía siempre para dar a entender que estaba haciendo un esfuerzo por ser ecuánime—. Aunque tal vez un poco mareada.
Elsa y Magdalena sonrieron a la vez. Siete décadas atrás, aunque físicamente fueran tan distintas y hubiese entre ellas una diferencia de edad de doce años, cualquiera que las viese sonreír de aquella forma, con aquella desconcertante mezcla de candor y desapego, habría comprendido sin la menor duda que eran hermanas.
—Voy a avisar al médico —dijo Irene—. Por favor, mami, no te rindas. Por favor.
—Irene, hija, siéntate —dijo Elsa—. Has dormido como un lirón. ¿Hueles a algo?
Irene, intranquila, se fijó en María Buena trajinando con el servicio del desayuno y dijo:
—A café recién hecho.
Magdalena sonrió de nuevo y Elsa, con una mirada digna de un monarca dadivoso, le dio el visto bueno a aquella sonrisa tan comprensiva que parecía más propia de una persona distraída que de una persona solidaria.
—Te habrás dado cuenta de que lo ha adivinado —le dijo Elsa a su hermana—. No huele. Y a saber con qué pintas me ve.
—Estás estupenda —dijo Magdalena, y resultaba evidente que era sincera.
—No lo dudo, querida. Pero tampoco me hago ilusiones tontas. Además, Irene nunca ha sido zalamera. Pero supongo que esa manía que tiene por rejuvenecerse la obliga a verme a mí también mucho más joven.
—Llega un momento en que la edad carece por completo de importancia —y Magdalena volvió a sonreír, consciente de que acababa de decir una estupidez, pero reconfortada por su buena voluntad.
—Lo que has dicho es una estupidez, Magdalena, aunque comprendo que es una estupidez misericordiosa. Pero fíjate en María Buena: por culpa de su edad, es probable que no desayunemos hoy hasta las siete de la tarde.
Elsa empezaba a ponerse nerviosa a falta del café bebido que durante toda su vida había tomado nada más levantarse, antes de encerrarse en el cuarto de baño durante más de una hora y salir preparada para enfrentarse con cardenalicia parsimonia a un desayuno en condiciones.
—La edad sólo importa si te empeñas en hacer lo que ya no puedes hacer —dijo Magdalena, con la misma misericordia que antes—. Por ejemplo, venirte desde California en tus condiciones, por más que, gracias a los cuernos del pobre Álvaro, puedas permitírtelo.
—O si estás emperrada en quitarte veinte años en el quirófano del mismo cirujano plástico que dejó a Nancy Reagan con síndrome premenstrual después de la toma de posesión de su marido —dijo Elsa, dando por no oída la última parte de la frase de su hermana—, o a martillazo limpio si es necesario, pero tu madre sigue aún lo suficientemente viva. Porque si Irene se empeña en tener la edad que dice que tiene, pero me ve conforme a la edad que tengo, alguien que haga los cálculos llegará a la conclusión de que ella nació cuando yo tenía setenta años, como mínimo.
—Pobre Álvaro —dijo Magdalena, y se notaba que lo sentía de verdad—. No ha vivido para ver cómo se le parece…
—Ya ves —Elsa se esforzaba ahora en dar la impresión de que hablaba sola, en voz alta—, me pide que no me rinda. ¿A quién se le ocurre pedirle semejante esfuerzo a una persona de mi edad? Anda, Irene —miró a su hija con ojos de mujer paciente—, ayuda a María Buena a poner de una vez el pajolero desayuno y siéntate después con nosotras, por favor.
El café seguía caliente y aromático como por un milagro, como si estuviese acabado de hacer, y Elsa recordó que el tiempo, en efecto, había dejado de existir. Irene lo había dispuesto todo sobre la mesa cortijera —incluido el mantel de algodón tostado, y con hojas de encina de color lila bordadas en los ribetes, que Elsa y Magdalena le habían regalado a su madre en uno de sus cumpleaños, poco antes de la boda de Elsa—, con una eficacia que ella misma debió de considerar sorprendente, porque se había quedado en una especie de trance beatífico por la satisfacción. Así y todo, sentada junto a su madre, acertó a decir:
—Debería avisar al médico.
—Salvador Rivera sigue haciendo milagros —dijo Magdalena, encantada como siempre de cooperar—. Pero sería un desperdicio, creo yo.
—Sería, sobre todo, una faena, darling. —Elsa se dio cuenta de que utilizaba con su hermana y su hija los apelativos cariñosos en inglés cada vez que decidía que no había motivos para enfadarse—. Me fastidiaría la fiesta.
—¿Una fiesta? ¿Qué fiesta? ¡Pues sí que estamos todas para fiestas! —Magdalena no había sido capaz todavía ni de peinarse, desde luego—. Ni todos los milagros juntos de Salvador Rivera conseguirían que María Buena lograra hacerse cargo de organizar una fiesta, por Dios.
Elsa se asombró de que su hermana hubiera sido capaz de entender sus palabras literalmente, porque, después de todo, celebrar una soirée —como se decía cuando eran jóvenes— resultaba tan descabellado que lo normal hubiese sido entender que, para Elsa, agonizar era una fiesta, como París para el botarate de Hemingway. De todas formas, prefirió consolar a María Buena, que se había quedado tristísima al ver que Magdalena la declaraba incapacitada para el servicio fino y enredoso, desde luego con toda la razón del mundo.
—No te preocupes, María Buena —le dijo, con esa misericordia que era marca de la casa de las hermanas Medina—, no vas a pasar a mejor vida gracias a mí. Ahora hay profesionales a los que se contratan para que se encarguen de todo. Tú supervisarías.
María Buena no tenía ninguna obligación de sonreír con una misericordia que, a fin de cuentas, consideraba sólo al alcance de sus señoritas, así que dejó que los ojos se le llenaran de lágrimas desoladoras, y procuró que nadie pudiera adivinar lo recompensada que se sentía cuando Magdalena reconoció sentirse culpable.
—No quería ofenderte, María Buena, por Dios —dijo Magdalena, tan arrepentida que sonreía con la mayor sinceridad—. La edad es fatal para todo.
La vieja criada se había sentado en una sillita de enea junto al frigorífico, sin compartir con «las niñas de Medina» ni la mesa ni el desayuno, tal como Elsa la había recordado siempre. Y eso que el frigorífico —un modelo bastante moderno— era una novedad absoluta en la cocina de La Desembocadura: Elsa recordó, en efecto, uno de aquellos encantadores albergues —en los que a veces ella y Bob cometían la temeridad de instalarse— que parecían arrancados de la Prehistoria, pero en los que se incrustaban, como dientes metálicos en la dentadura pulcra y venerable del jefe de una tribu, chirriantes electrodomésticos importados, casi nunca recientemente, de la lejana civilización. «A lo mejor María Buena está embalsamada», pensó Elsa de pronto, y sonrió ante su propia ocurrencia de que quizás aquella viejísima mujer —convertida tal vez en momia sentada en una silla de enea, pero que a veces cobraba vida como un autómata achacoso— fuese un milagro más de Salvador Rivera.
Pero entonces Elsa descubrió, desconcertada, que no conseguía recordar a Salvador Rivera con precisión.
—¿Vive todavía ese hombre?
—¿Qué hombre? —¡Era tan típico de Magdalena tener la cabeza en otra cosa…!
—Salvador Rivera. Es de tu edad.
—Pues claro que sigue vivo. Incluso más que tú. Desde luego, no está en las últimas.
Elsa no conseguía imaginárselo. O, tal como se lo imaginaba, resultaba tan poco creíble que desentonaba hasta en los desbarajustes cadenciosos de la agonía: una especie de enano con cara de chiquillo astuto y responsable, y vestido de la cabeza a los pies con la fúnebre formalidad de un adulto abonado prematura y permanentemente a las exigencias de una vida y un aspecto severos, incluido uno de aquellos sombreros oscuros, de fieltro rígido y en forma de hongo, que se pusieron de moda entre los hombres de las buenas familias de la Baja Andalucía en la época del desembarco de Alhucemas. Salvador Rivera, por extemporáneo que pareciese ya desde niño, no podía andar por ahí, a estas alturas, vestido de semejante guisa y con aquella cara de gazapillo resabiado.
Magdalena, en sus cartas, nunca le había enviado a Elsa fotos de Salvador, aunque sí había mostrado un curioso interés por mantenerla informada de los avatares biográficos y, sobre todo, profesionales de su devoto y sigiloso amigo de la infancia: «Salvador Rivera se ha ido a Madrid a estudiar medicina»; «Salvador Rivera ha vuelto este verano de vacaciones, como todos los años, y la verdad es que tiene un aspecto rarísimo, es como si fuera creciendo por partes y la cabeza y los brazos llevasen la delantera»; «Parece que Salvador Rivera le habla a una de las niñas de Rendón, que ya sabes que son contraparientes nuestros por parte de tía Carmela, la mujer de tío Santiago Medina, a quien papá por cierto ha dejado de hablarle y nadie sabemos por qué»; «Salvador Rivera ha terminado la carrera con muchísimos sobresalientes cum laude, o algo así»; «Salvador Rivera se casó ayer con Marilurdes Rendón; de los Medina, sólo nos invitaron a Leo y a mí, y la ceremonia y el convite fueron discretísimos, sólo para los muy allegados, y eso que han pasado ya cinco años de lo que le pasó al pobre primo Bonifacio»; «Dicen que Salvador Rivera ha conseguido la curación milagrosa de un hijo de Sagrario Bermúdez, que cayó de la meningitis y había sido desahuciado por los mejores médicos de Sevilla, y Sagrario dice que eso hay que ponerlo por escrito para que sirva cuando a Salvador haya que beatificarlo»… Era como si Magdalena, celebrando por carta los éxitos de Salvador, tratase de saldar secretas deudas contraídas con quien siempre, desde que con seis o siete años jugaban juntos en el jardín trasero de La Desembocadura, la había no ya amado, sino venerado sin esperanzas.
Por desgracia, el pobre Anselmo, el novio silencioso y tuberculoso de María Buena, no aguantó hasta que Salvador Rivera terminase la carrera y pudiese curarle, y allí seguía ella, tal vez momificada dentro de su eterno uniforme negro de sirvienta de toda confianza, albergando acaso la esperanza de que algún día el médico reverenciado por todos —desde la encopetada gente bien hasta la modesta gente del barrio— acabase por lograr la resurrección del novio malogrado.
Salvador Rivera, entonces ya un quinceañero de arrebatos desmadejados pero llenos de agazapada energía, se lo prometió muchas veces: «Cuando sea médico, te curaré a Anselmo, no te preocupes». Pero Anselmo, que se libró de ser movilizado y combatir en la guerra civil en el bando nacional a causa de la hirviente ruina de sus pulmones, murió antes de que Salvador pudiese ni siquiera empezar los estudios de medicina. Durante cinco años, Anselmo y María Buena habían pelado la pava con más silencios que palabras —porque él no era desde luego un dechado de elocuencia— en el porche chico, hiciese frío o calor, y María Buena había ido aliviando los tuberculosos ímpetus carnales de su novio con manejos que ella trataba heroicamente de mantener en los aledaños de la decencia, y sólo en los últimos meses de vida del muchacho —cuando la enfermedad era ya tan visible que producía escalofríos y confusos remordimientos en todos los que veían a Anselmo acercarse a la casa al atardecer, con estricta puntualidad, por la calzada de los Infantes—, el padre de Elsa concedió permiso a la pareja para pasar a la cocina. Anselmo murió en casa de su madre en marzo de 1939, pocas fechas antes del implacable día de la Victoria. Después del entierro, María Buena juró olvidarse de amores para siempre y se consagró de por vida al servicio de los Medina, ganándose a pulso el nombre de María Buena por comparación con otra María, con quien compartió durante algún tiempo las tareas del cuerpo de casa y que fue expulsada y pregonada como ladrona por haberle robado a Carmen Osorio, señora de Medina, cien pesetas de las de entonces, razón indiscutible por la que pasó a la crónica doméstica de los Medina Osorio con el ignominioso apodo de María Mala.
Elsa recordó que, alguna vez, antes de abandonar La Desembocadura para casarse con Álvaro Soto, dándole vueltas a la historia de María Buena, se había preguntado: «¿Habrá cosacos que besen a los pobres y los hagan desgraciados?». Porque, si ser feliz y llevar una vida decente y sin apuros le parecía el colmo del aburrimiento, ser desdichado o pecador por las buenas, sin que pueda echársele la culpa a una maldición emocionante y lujosa como una película sobre la vida de Catalina de Rusia, era no sólo de pésimo gusto, sino una prueba espeluznante de la injusticia social.
El café seguía conservándose caliente, y mantenía intacta la intensidad de aquel aroma que siempre le había servido a Elsa para aceptar, cada mañana, que le tocaba empezar a vivir otro día sin penalidades conmovedoras ni sobresaltos escandalosos, por culpa del desdén de Vladimir el Cosaco.
—Vladimir no lleva calzoncillos —dijo entonces Irene.
Elsa y Magdalena volvieron a sonreír a la vez. Pero, ahora, la sonrisa de Elsa estaba empapada de melancólica picardía, mientras la de su hermana parecía sostener —con mucho estilo, desde luego, como toda verdadera señora sostiene una cesta con fruta, o una ligera sombrilla una mañana de sol encabritado— una notable dosis de perplejidad.
—No puede ser —dijo Magdalena—. Estoy segura de que nadie le ha metido mano a ese hombre desde que papá mandó que se los pusieran.
Elsa, risueña, lo recordaba como si el tiempo jugase de verdad a su favor. La primera vez, todo el mundo lo encontró muy divertido. Sus padres estaban desayunando en el comedor chico y Lorenza, con sus aires de reina virgen dignamente venida a menos, permanecía de pie junto al aparador, con las manos cruzadas un poco más abajo de la cintura, atenta a cualquier ocurrencia o necesidad de los señores. Elsa, que acababa de cumplir seis años, entró dando trompicones, aturdida todavía por un sueño que había sido profundo pero turbulento, y que se había interrumpido de pronto, acuciado por la necesidad que tenía la niña de contar su descubrimiento de la tarde anterior. «Vladimir no lleva calzoncillos», dijo, y todos se echaron a reír y celebraron mucho su inocente y desenvuelta curiosidad. Cierto que Lorenza, a partir de aquel momento, empezó a santiguarse con mucho ahínco cada vez que pasaba junto a la libidinosa figura de caoba, y Elsa una vez le preguntó: «¿Por qué te santiguas, si no es un santo?». Lorenza le contestó que ella no había dicho que fuera un santo. «Tampoco es el demonio», le dijo la niña. «Tampoco he dicho que sea el demonio», dijo Lorenza. «Entonces, ¿por qué te santiguas?». «Por si acaso». Y Lorenza siguió santiguándose, hasta el día de su muerte, siempre que pasaba cerca de Vladimir, mientras en la impetuosa imaginación de Elsa se incrementaban las ganas de probar aquellas peligrosas maravillas a las que tanto miedo le tenía la criada, y que andaban sueltas por la casa porque el cosaco no llevaba calzoncillos.
Doce años después, la escena se repetiría casi con total exactitud. Sólo que entonces la protagonista fue Magdalena, que estaba a punto de cumplir también seis años, y Elsa desayunaba con sus padres, muy formalita, siempre bajo la mirada alerta de Lorenza. Magdalena entró también dando trompicones en el comedor chico, medio narcotizada todavía por el sueño, impaciente por contar lo que Elsa la había incitado a descubrir la tarde anterior, y también dijo: «Vladimir no lleva calzoncillos». No se oyó más que la risa de Elsa. Lorenza se santiguó, y Elsa, al ver que la sola invocación del obsesivo desnudo interior de Vladimir era capaz de convocar en el brazo estremecido de la criada la señal de la cruz, acaso como arma inútil contra una pecadora soledad, adivinó lo que su padre iba a decir, con la sorda y rutinaria irritación de la que hacía gala cuando se sentía obligado a imponer su autoridad de señor de la casa: «Carmen, que le pongan hoy mismo unos calzoncillos a ese mamarracho. Cualquier día de éstos mando que lo quemen».
Carmen Osorio sabía muy bien que su marido no cumpliría jamás la amenaza de quemar a Vladimir, pero sabía igualmente que había llegado el momento de cubrirle con mayores garantías las secretas vergüenzas a la figura del cosaco. Y no porque la precoz curiosidad de su hija Magdalena le preocupase más que la de su primogénita, que no sólo había descubierto y proclamado la desnudez última de Vladimir a la edad en que la mayoría de las niñas abandonaban el desparpajo de la inocencia y se cohibían ante las turbaciones que conlleva el uso de razón, sino que continuaba mostrando un apego nervioso —e imprevisible, como la evolución de alguna enfermedad todavía mal diagnosticada— a los supuestos poderes perturbadores del hierático soldado ruso de caoba. Lo que tenía a Carmen Osorio alarmada desde hacía algunos meses era el difuso presentimiento de que Vladimir estaba a punto de ejecutar una de sus sentencias fatales en el seno de la familia Medina y, aunque ni por asomo se le ocurrió comentarlo con nadie, ni siquiera con su confesor, interpretó la apresurada fogosidad con que Magdalena había comunicado su hallazgo como un indicio más de que la fatalidad iba acortando sus plazos de cumplimiento. Y pensó que quizás los calzoncillos sirvieran para retrasar o aliviar la condena.
La operación de ponerle los calzoncillos a Vladimir resultó más complicada de lo que Carmen Osorio pudo prever. Como la prenda debía ser nueva —por nada del mundo cabía pensar en utilizar unos calzoncillos de su marido o de Miguel, el chofer, por más que esta última posibilidad llegara a parecerle viable, de no ser porque se horrorizó cuando no tuvo más remedio que imaginarse pidiéndole la ropa interior al circunspecto conductor del Hispano de la familia—, mandó recado a Cinta, la costurera, para que, aunque no fuese su día de costura en Casa Medina, se pasara por allí a primera hora de la tarde, para una labor urgente que le sería bien remunerada. El encargo se lo hizo sin excesivas explicaciones y, a la hora de fijar la talla de la prenda, le dijo a Cinta, logrando parecer que improvisaba con el mayor candor, que «más o menos, como si fueran para Vladimir», de forma que la costurera interpretó que la señorita Carmen se proponía hacer una curiosa obra de caridad con algún indigente o muy escaso de vestimenta interior, o muy escrupuloso y exigente a la hora de aceptar ese tipo de socorro. Carmen Osorio utilizó un corte de algodón denso y suave que su marido solía traerle de sus viajes a Portugal, y confió en la experiencia y el buen cálculo de la costurera para que los calzoncillos le cayeran a Vladimir con decorosa perfección y no hubiese que andar con ajustes ni composturas. Por supuesto, Lorenza se negó en redondo a saber nada del asunto, e incluso sufrió un conato de alferecía cuando su señora la amenazó con ponerla de patitas en la calle si no se dejaba de melindres de rancia beata solterona y no echaba una mano en la tarea de adecentar de una vez al cosaco por dentro. Pero cuando Carmen vio a Lorenza medio desmayada y empapada de sudor, y resoplando como una vieja yegua a la que está a punto de estallarle el corazón después de una carrera muy cruel, comprendió que tendría que arreglárselas con otra ayuda. Se le ocurrieron dos posibilidades: el sacristán de la parroquia de Santo Tomás, acostumbrado a vestir las imágenes de Jesús Nazareno y María del Mayor Dolor, que eran cada año la sensación de los desfiles procesionales de la Semana Santa local, y Herminio López, el practicante. Al primero lo desechó porque, si bien adivinaba que habría aceptado el encargo de mil amores, la posibilidad de que se enterara el padre Leandro, confesor de toda la familia Medina, era tan grande y alarmante que mejor evitarla por entero, porque Carmen Osorio no se sentía con fuerzas para soportar con cristiana mansedumbre las barrocas y encebolladas reprimendas del cura, a quien el aliento le olía cada vez peor conforme se le iban desbocando los penitenciales improperios. Quedaba, pues, el practicante. Herminio López era uno de aquellos enfermeros hábiles y responsables en quienes todo el mundo confiaba ciegamente no sólo para vendarse esguinces o ponerse inyecciones, sino también para la cirugía menuda: sajar diviesos, rebañar callosidades, abrir y dilatar heridas ocasionadas por contusión o por arma blanca para limpiarlas y curarlas y, sobre todo, coserlas con gran pulcritud, de forma que no quedasen llamativas y desagradables cicatrices. Por tanto, era a su modo un virtuoso de las tijeras, la aguja y el hilo, y aceptó por puro aprecio a doña Carmen Osorio y su distinguida familia la asombrosa encomienda de ajustarle unos calzoncillos de corte sobrio y perfecto a aquella escultura, de caoba y de tamaño natural, de un varón de estatura crecida, constitución sólida y elegante, rasgos nobles, porte altivo, y lujoso uniforme de oficial al servicio de los zares. Como no era posible vestirle la prenda interior por los pies, porque formaban parte de la peana e incluso las altas botas de piel se abotonaban ingeniosamente para salvar ese problema, fue necesario levantar y sujetar los faldones de la casaca, desabrochar los amplios y fruncidos calzones, bajarlos hasta las rodillas y operar entre la cintura y los muslos del cosaco, encajando la prenda abierta por la bragueta y reponiendo después la costura delantera y la del tiro bajo. El trabajo lo hizo el practicante de noche, cuando todos se habían retirado a dormir, a excepción de Carmen Osorio, que se refugió en el gabinete y trató de concentrarse en la lectura de una novela sobre voluntariosas muchachas casaderas de Nueva Inglaterra. Pero a Carmen Osorio le parecía oír, aunque fuera imposible por la distancia, las manipulaciones casi quirúrgicas del practicante en la intimidad de Vladimir y, en un pasaje de la novela en el que las muchachas cortaban flores en el jardín de su espléndida residencia, tuvo que cerrar el libro de golpe porque lo que las deliciosas manos juveniles arrancaban con temblorosa delicadeza, una y otra vez, no eran precisamente rosas frágiles y perfumadas. Por eso, cuando el practicante subió por fin al gabinete, a comunicar que había cumplido el encargo, encontró a Carmen Osorio empeñada en el rezo de un rosario sobrado de avemarías y jaculatorias por culpa de la falta de concentración, pero Herminio no consiguió reprimirse y dijo: «Es un buen mozo». Carmen Osorio sabía muy bien a lo que se refería, y no sólo por la cara de golosa admiración que se le había puesto, sino porque de eso mismo hablaba siempre, con la misma expresión de quien no puede evitar relamerse, Genaro Medina Jones cada vez que visitaba a sus parientes en La Desembocadura.
No era, pues, nada seguro, como había dicho Magdalena, que nadie le hubiese metido mano a Vladimir desde que Jesús Medina le ordenase a su mujer que le pusieran calzoncillos al cosaco.
—Acuérdate, Magdalena —dijo Elsa—. Carlos, Tomás y sus amigos no paraban de bromear con lo que Vladimir tiene entre las piernas. Y siempre he creído que si tío Genaro Medina Jones venía tanto por casa era sólo por eso.
—Tío Genaro Medina Jones de quien estaba locamente enamorado era de papá, lo sabíamos todos. —Y Magdalena parecía considerar esa circunstancia la cosa más normal y amena del mundo—. Y no creo que ni él, ni Tomás ni Carlos, ni todos aquellos chicos odiosos que se pasaban el día entero potreando en casa, se atrevieran a dejar a Vladimir con sus cosas a la intemperie.
—Nunca estuvieron ni estarán a la intemperie, Magdalena. Ese uniforme tan completito es el colmo de la decencia.
—Como si estuvieran a la intemperie, Elsa —protestó Magdalena—. De hecho, cuando mamá me dijo que Vladimir ya llevaba calzoncillos me quedé muchísimo más tranquila. Irene, hija, ¿estás segura de que ahora no los lleva?
—Yo ahora no estoy segura de nada —dijo Irene, pero no parecía que estuviese aquejada por la resignación o el desaliento, sino más bien intrigada por tanta y tan entretenida confusión—. Desde luego, no los llevaba anoche.
Elsa pensó entonces que acaso su hija había vuelto de repente a tener seis años, la edad en que ella y Magdalena indagaron por primera vez bajo los abombados pantalones de Vladimir. Quizás había desabrochado Irene los botones sin duda anacrónicos de la bragueta con manos y mirada infantiles, con el corazón saltándole de emoción como ante cualquier primera aventura clandestina de la niñez, y había hecho el mismo descubrimiento que su madre y su tía hicieron tantos años atrás, como si el tiempo y sus enrevesados afanes no hubieran existido y el cosaco conservara por dentro la desnudez de Adán en el Paraíso. Tal vez fue —el de Irene— un retorno fulgurante y efímero a una infancia inexistente, y a lo mejor había logrado conservar, bajo la máscara fabricada por la cirugía estética y el caparazón que envuelve las emociones conforme se acumulan los años, un rescoldo de la candorosa y expeditiva curiosidad que parecía distinguir a todas la mujeres de la familia.
«Y a tío Genaro Medina Jones», se dijo Elsa, recordando de pronto la gran revelación que le había hecho su madre el día en que a Genaro Medina Jones lo asesinaron en una de las habitaciones para huéspedes del convento de Madre de Dios.
Siempre lo habían llamado así: con su nombre y sus dos apellidos, pero pronunciando el Jones a la española, como al cabo del tiempo todo el mundo en la España de la posguerra pronunciaría el nombre de jotas rotundas de aquella actriz norteamericana, Jennifer Jones, que se lucía en los papeles apasionados y pecaminosos. También era apasionado y pecador, pero muy divertido, tío Genaro Medina Jones, en realidad un pariente algo lejano, primogénito de Valentín Medina —hermano del abuelo de Elsa y primer dueño de La Desembocadura, cuando aún se llamaba Villa Leonor— y de Vivien Jones, una inglesa a la que se culpaba en la familia Medina de la torcida desvergüenza de su hijo; sólo ella pronunció siempre su apellido como correspondía a su lengua materna, y el hecho de que jamás lograra que nadie en su tierra de adopción hiciera lo mismo tenía que ver, sin duda, con el rechazo que su origen y su carácter provocó desde el primer momento no sólo en la familia de su marido, sino en la buena sociedad local. El rechazo se acrecentó después, por lo afeminado que le había salido Genaro. Para todo el mundo, así como la reina Victoria Eugenia de Battenberg había traído a la familia real española la desgracia de la hemofilia, Vivien Jones había traído a la familia Medina la desgracia de la homofilia.
Cuando a La Desembocadura llegó la noticia, a finales del verano de 1928, del descubrimiento del cadáver de Genaro Medina Jones en la parte dedicada a hospedería del convento de las monjas redentoristas, desnudo junto a la puerta de la celda, en medio de un charco de sangre, con una puñalada en el corazón, Carmen Osorio palideció como si acabara de pisar el borde de un precipicio, hasta entonces camuflado apenas en sus presentimientos, y dijo: «Estaba segura. Lo sabía desde hace más de tres años. Ha sido el beso del cosaco». Y Elsa, que estaba en aquel momento junto a su madre y acababa de cumplir la mayoría de edad, no descansaría hasta saberlo todo sobre los efectos del beso de Vladimir, una leyenda que hasta entonces había flotado con un halo de romántica incertidumbre entre los miembros de la familia Medina de generación en generación —y que había seducido a Elsa para siempre, nada más cumplir ella seis años—, pero que de pronto se revelaba no sólo como una invitación a la aventura, sino como una mina de dolor, y como el voraz privilegio que destinaba a sus elegidos a una vida breve y desventurada.