Olía a papas con alcauciles cuando Elsa Sheenan entró en La Desembocadura. Durante más de cincuenta años había viajado por todo el mundo con un ánimo, si no estrictamente aventurero, sí lleno de incansable curiosidad, y ese terco interés por lo desconocido, que en realidad era una forma apacible de rebeldía contra su destino en exceso afortunado, no excluyó jamás las temeridades culinarias. No sólo los platos más refinados e imaginativos de los restaurantes más prestigiosos —por los que siempre habría optado de haber tenido que elegir entre uno de ellos y cualquier deslumbrante joyería—, sino los más primitivos o estrambóticos, los más enigmáticos o desafiantes, los más rudos o resbaladizos, habían encontrado siempre la voluntariosa disposición de Elsa Sheenan a probar sabores no ya nuevos y extraños, sino a todas luces preocupantes. Junto al género mejor catalogado y más cotizado y los ingredientes más caros y de mayor aprecio, las carnes más inesperadas, los pescados y mariscos más asombrosos, las legumbres y verduras más irreconocibles, y las combinaciones más arriesgadas, así como las salsas más abruptas o armoniosas y las especias más feroces o sutiles, se habían ido concentrando como soldados de fortuna en el intrépido paladar de aquella mujer empeñada en contrariar —siempre que se le presentaba la ocasión, por deslucida que pareciese— la feliz y decorosa rutina de su vida. Pero a la hora del regreso, después de tantos años de ausencia, el que se había convertido en el aroma preciso de su memoria era aquel cálido y tembloroso olor de un guiso adormilado de papas con alcauciles.
Pensó: «Magdalena estará cocinando».
Resultaba evidente, sin embargo, que Irene no había sentido ningún olor. Lo primero que había hecho Elsa Sheenan cuando su olfato descubrió el olor del guiso, con la agilidad y el tino con que un perro de caza descubre entre la retama una tórtola malherida, fue cerrar los ojos y concentrarse un instante en aquel súbito resplandor de los tiempos lejanos, pero inmediatamente miró a su hija y comprendió que Irene no olía nada. «La estética dichosa», pensó. Y es que Elsa llevaba años convencida de que las innumerables y no siempre consecutivas operaciones de estética facial a las que su hija venía sometiéndose desde 1976, semanas antes de cumplir los cuarenta años, le habían causado estragos en los cinco sentidos, como si, al ir estirándole la piel y corrigiéndole derrumbes y deterioros, hubieran ido también desencajándole el hervor secreto de las mejillas, la misteriosa estructura del paladar, la delicada red de vericuetos del oído, el alambicado juego de luces y sombras de la vista, y, desde luego, la trama de altísima precisión en la que se cultiva el olfato. Irene no olía, o quizás lo hiciera con creciente arbitrariedad y a destiempo. Elsa incluso albergaba la desoladora sospecha de que su hija no sentía ya la turbación o el consuelo de un beso o una caricia, de que todo lo que comía y bebía le sabía a nada o a lo mismo, de que ningún sonido le despertaba la nostalgia o el deseo.
Tampoco parecía ver demasiado bien o con suficiente confianza. Porque allí estaba Irene, al parecer sumida en el desconcierto, con la mirada fija —y perpleja, como un arpón que hubiera ido a clavarse en un blanco imprevisto— en la figura de caoba rubia y oscurecida por el tiempo, de tamaño natural y vestida con uniforme de gala, de Vladimir «el Cosaco», que allí seguía, en el vestíbulo de La Desembocadura, como único e impertérrito defensor de sus legendarios y extraviados dominios.
—¿No hueles? —le preguntó Elsa a su hija, no con ánimo de reproche, sino con el irremediable desconsuelo que le producía el temor de que Irene, al ignorar o repudiar aquel olor, la hubiese abandonado por fin a su última soledad.
—Es exacto a como me lo imaginaba —murmuró Irene—, como si hubiera vivido con él toda mi vida.
Desde luego, Irene no se refería al olor, sino a Vladimir. Nunca lo había visto, ni siquiera en fotografía, porque —aunque a veces las cartas que Magdalena estuvo escribiéndole durante toda su vida a su hermana Elsa iban acompañadas de fotos o postales que daban fe de cómo eran o iban cambiando los miembros de la familia, o de cómo se iba transformando la ciudad— en la casa de estilo español de Del Mar, la pequeña y elegante localidad del condado de San Diego en la que Elsa vivió durante treinta y siete años con Robert Sheenan Jr., y en la que continuó viviendo tras la muerte de su segundo marido a pesar del reproche de los recuerdos, jamás se recibió una foto de la imponente escultura de madera del oficial cosaco de aparatosos bigotes y porte solemne que, según la emocionante leyenda familiar, diezmaba selectiva y precozmente, de generación en generación, con su beso incurable, la por lo demás adocenada estirpe de los Medina. Cierto que Irene siempre se había burlado de aquel prodigio, demasiado novelesco y exótico para una mujer educada en el apabullante sentido práctico y el moderno e impetuoso paganismo de California, pero ahora daba la impresión de estar paralizada por la incredulidad ante la repentina revelación de que también ella, como Elsa le había dicho siempre, fue besada, el día de su nacimiento, por el cosaco Vladimir.
Lo único que no encajaba en la leyenda era la edad de Irene. Estaba a punto de cumplir sesenta y tres años, de modo que se había alejado hasta lo grotesco del tiempo inclemente pero deslumbrante que acoge para siempre a los muertos jóvenes y hermosos, a pesar de que las cada vez más audaces operaciones de cirugía plástica se empeñaran sin descanso, y con éxito más que discutible, en fabricarle sobre el rostro una copia de la juventud. Elsa, en algún momento, llegaba a pensar: «Puede que no sea una insensatez o una manera de castigarse por tanto fracaso matrimonial, sino un cochino truco del destino para que por fin pueda cumplirse a rajatabla la condena que le corresponda por el beso del cosaco». A ella misma aquellas cavilaciones terminaban por parecerle exageradas, cuando no atrabiliarias hasta la ridiculez, pero jamás consiguió quitarse del todo de la cabeza la idea de que aquel lunar confuso que Irene tenía sobre la clavícula izquierda, con la enigmática imprecisión de un barco abandonado en tiempos remotos en alta mar, no era sino la marca de nacimiento que había implantado una tormentosa y lacerante rareza en aquellos Medina que Vladimir había ido eligiendo en su condición de sicario de la fatalidad, y los había conducido con implacable prontitud a la desdicha y a una muerte temprana. Por tener una marca así, Elsa Sheenan había hecho a lo largo de su vida un buen puñado de cosas extraordinarias.
Irene se había casado y divorciado tres veces, y por ello se había llamado de forma consecutiva Irene Bradley, Irene Schiff e Irene Rush, y tal vez en esos apellidos bárbaros, y desde luego en su propio apellido de soltera —Sheenan—, que se había empeñado en rescatar después de que se rompiera su último matrimonio, quizás como una manera de obligarse a sí misma a no intentarlo de nuevo, estuviese la explicación de que la marca de nacimiento estampada sobre su clavícula izquierda, además de estar desplazada algunos centímetros —según la leyenda que Elsa había oído de labios de su propia madre, el día que mataron a Genaro Medina Jones, Vladimir besaba en la base del cuello, junto a la clavícula izquierda, no sobre ella—, pareciese también desdibujada y, tal vez, desactivada. En realidad, Elsa siempre había mantenido en secreto —porque comprendía que no era de recibo— la extravagante sospecha de que Irene no era del todo hija de Robert Sheenan Jr., ni del todo hija de Álvaro Soto, su primer marido, sino de los dos, como si el embarazo, acaecido en los días en que el adulterio irrumpió con desordenada fiereza en las vidas de Elsa y Robert, hubiera sido consecuencia de una atropellada mezcla de espermas, sin precedentes en la historia de la obstetricia. En aquellos días inflamados de gozo y desesperación, Elsa llegaba a veces a hacer el amor con Álvaro y Robert con apenas una hora de diferencia, y cuando, tres semanas después de conocer su embarazo, abandonó abruptamente a Álvaro para huir a América con Bob, su instinto continuaba siendo incapaz de discernir si la criatura que llevaba en las entrañas era hijo de uno u otro, y esa confusión, que juzgaba contraria a la sabiduría de la naturaleza, la llevó a especular, siempre en secreto, que quizás fuese hija de ambos.
Allí, de pie junto a Irene en el vestíbulo de La Desembocadura, frente a la figura impasible de Vladimir, volvió de repente a pensarlo: «Tal vez esa mezcla imposible de sangres tenga la culpa».
Y enseguida comprendió que ella y su hija acababan de llegar a un lugar movedizo y sigilosamente mutante en el que había vivido «de cuerpo presente» —expresión que solía utilizar, ante la aprensión de todo el que la escuchaba, para referirse al tiempo de su infancia, adolescencia y juventud que había pasado, hasta casarse con Álvaro Soto, en Casa Medina, como también llamaba la gente a La Desembocadura—, o encarnada en sus propios e ingobernables recuerdos, durante los noventa y dos años que acababa de cumplir. Esa certeza —tan acogedora, quizás por parecerse tanto a un vértigo suave y tibio— de encontrarse en una casa temblorosa y voluble, en un momento inventado al reclamo de su memoria y dilatado por el deseo de recuperar no tanto la historia de su vida como la historia de sus sueños, había cristalizado de pronto en algo que acababa de decirse a sí misma en silencio: la palabra «imposible». «Tal vez esa mezcla imposible de sangres tenga la culpa».
La posibilidad de que todo lo vivido y por vivir fuera una fantasía dolorosa había inquietado a Elsa Sheenan desde antes de conocer la leyenda del beso de Vladimir, casi desde que tuvo uso de razón —y sin duda por eso había optado por disfrutar de la vida todo lo que pudiera, incluyendo la alegre insensatez de correr riesgos en las situaciones en apariencia más anodinas—, pero el aspecto sonámbulo y desorientado que ahora aquejaba a Irene, y la falta de claridad y decisión del lunar sobre su clavícula izquierda, tan reveladoras en el momento de encontrarse por fin cara a cara con el cosaco, obligaban a Elsa a admitir que la biografía desnortada de su hija podía deberse tanto a la extrañeza de su concepción como a una desgana del destino. Sonaba tan extravagante como la teoría de los espermas mezclados, pero Elsa pensó que tal vez había inventado a Irene con el único propósito de verla algún día allí, encarada a la condena que ella hubiese querido padecer. Toda la vida de Irene —y su figura y sus facciones, y su color de pelo y de ojos, y el tono de su piel, y desde luego el lunar dudoso en su clavícula izquierda— quizás no fuera sino un exceso de la contrariedad de Elsa por haber sido rechazada por Vladimir. Por supuesto, Elsa, en aquel instante, no consideraba penoso que su propia hija le pareciera irreal. También adivinaba que era irreal y excesiva la cálida y aromática luz natural que había en el vestíbulo, y también eso le resultaba emocionante.
Recordaba muy bien la pesadumbre con que su hermana Magdalena, en aquellas cartas sinceras pero cautelosas, le iba informando de las continuas tropelías municipales que iban cometiéndose alrededor de La Desembocadura: el espantoso polideportivo de brutales tapias de color pimienta que habían cegado para siempre la hermosa vista del canal y el Coto que se disfrutaba desde el porche grande; el desgraciado edificio de apartamentos que tapaba casi por completo el resplandor ensangrentado del sol de poniente; una iglesia moderna hasta la desidia y cuya torre cortaba sin piedad el paisaje de tejados escalonados que se acurrucaban unos junto a otros como excursionistas a la hora del descanso, y que Elsa recordaba con tanta precisión, después de contemplarlo durante tantos años, cuando subía a la azotea de la cocina; un hotel de torpe imitación mahometana que dejaba en sombras, durante toda la mañana, buena parte del jardín trasero y el porche chico… Al término de tanto desafuero, Magdalena le había escrito a Elsa: «Ahora todo está muy oscuro, sobre todo el vestíbulo».
Elsa miró hacia las vidrieras altas por las que entraba la luz aquella mañana de octubre. Y la luz tenía el mismo color y el mismo brillo que sesenta y cuatro años atrás, cuando Elsa salió de la casa para irse a vivir con Álvaro, después de una noche de bodas que ella se había empeñado en pasar en su alcoba de La Desembocadura, a pesar de que a toda la familia aquello le pareciese una cosa feísima, una obscenidad que mantuvo desvelados y nerviosos no sólo a sus padres y a sus hermanos Tomás y Magdalena, que aún estaban solteros, sino también a María Buena —la muchacha que acababa de entrar a servir en la casa y en quien era evidente la perturbación de un primer amor repentino e irremediable— y, sobre todo, a Lorenza, la vieja tata virgen y parsimoniosa, que se pasó la noche entera haciendo infusiones para que todo el mundo se tranquilizara. Elsa y Álvaro no hicieron viaje de novios porque también ella se negó —«Quizás más adelante»—, con el pretexto de que España no estaba como para viajecitos —la matanza de Casas Viejas, en enero del año anterior, había llenado de recelos agresivos e impaciente rencor toda la provincia, y la vacilante Reforma Agraria obligaba a Álvaro, ya apurado por las dificultades de las cosechas de sus fincas, a no pensar en dispendios—, y para salir al extranjero hacía falta, además de dinero despreocupado, tiempo para elegir bien y preparar el viaje con esmero y todo tipo de precauciones. Esa ventolera de cordura, tan incongruente con el carácter fantasioso y enredador de Elsa, llamó mucho la atención de toda la familia Medina, de su reducido círculo de amistades, y de sus innumerables conocidos, pero todos la achacaron a algún misterioso efecto del compromiso matrimonial o a un anticipado milagro del sacramento del matrimonio. En realidad, Elsa parecía presentir que aquél no era el hombre con el que estaba destinada a recorrer mundo e inventar constantes aunque casi siempre modestos peligros, y que no merecía la pena desperdiciar con él la más liviana aventura. Pero sí era el hombre que la llevó a despedirse definitivamente de su vida en La Desembocadura —si bien, hasta que huyó con Bob, volvería muchas veces de visita—, y por eso, antes de cruzar la puerta principal, hizo aquellas dos cosas tan reñidas con la premeditación: darle una alegre palmada en el culo a Vladimir el Cosaco, y dirigir una mirada conmovida a las vidrieras altas por las que entraba aquella luz limpia y caldeada que ahora, al cabo de tantos años, volvía a inundar el vestíbulo, aunque ya no existiese.
Pero no era sólo la luz la que parecía resucitar aquella mañana del regreso. Allí seguía aquel olor del guiso de papas con alcauciles, que había asaltado la memoria de Elsa Sheenan con la fulgurante perspicacia de un pachón perdiguero. Irene continuaba aturdida por el viaje y por la sorpresa de barruntar que toda su vida podía haber sido una ficción, y que hasta aquel momento, al comprobar hasta qué punto Vladimir el Cosaco se parecía al personaje quimérico fabricado por su imaginación, no se le había presentado la oportunidad de existir de veras y por su cuenta, independizada de los deseos y la permanente e inexplicable inquietud de su madre, pero a Elsa empezaba a resultarle casi desalmado el que su hija no percibiese aquel olor, tan leal que había logrado salvar las hostiles murallas del tiempo.
Patatas de La Colonia, alcachofas, cebolla, ajo y perejil —todo crudo y todo picado—, y aceite de oliva, una cucharadita de pan rallado para que la salsa espese, y sal al buen juicio: ésos eran los ingredientes elementales y baratos que se necesitaban para armar aquel guiso capaz de cobijar durante décadas, en su olor acogedor como los brazos de un confesor afectuoso, la solera de la memoria. Lorenza, tan sabia en la cocina como ignorante en el gusto que desatan los hombres, decía siempre, cuando retiraba del fuego la olla con cualquier guiso o potaje: «Ya está en su punto, sólo tiene que adormilarse un poco». Diez minutos de reposo bastaban para que se asentara el sabor, y para que el olor tuviera aquella hondura delicada, capaz de conjurar los devastadores incendios que provoca el olvido.
—Cómo me recuerda a Álvaro… —dijo Magdalena.
A pesar de que aquellas palabras sonaron en el vestíbulo de La Desembocadura de un modo repentino y sin que ruido o movimiento alguno las anunciase, y pese a que las dos hermanas llevaban tanto tiempo añorándose por culpa de la separación, Elsa no miró a Magdalena, sino a Irene, y no pudo evitar un gesto de burlona incredulidad.
—Darling —dijo—, hace años que mi hija a quien de veras me recuerda es a Nancy Reagan. Cuando Nancy Reagan se convirtió en primera dama, por supuesto. Supongo que es porque frecuentan al mismo cirujano.
Era la primera vez que Magdalena veía a Irene, porque Elsa siempre había procurado olvidarse de enviar las fotos de su hija que, sobre todo al principio, Magdalena le reclamaba en sus cartas. Seguramente, temía leer a vuelta de correo esa misma frase: «Cómo me recuerda a Álvaro…». Magdalena había visto pocas veces a Robert Sheenan, porque, nada más reconocer la ilicitud fanática de aquel amor con una mujer casada y seis años mayor que él, el joven californiano comenzó a dejarse ver en la ciudad lo menos posible, como si la inevitable clandestinidad del adulterio hubiera contaminado al resto de sus quehaceres, por lo demás nada imprescindibles ni perentorios. Pero Magdalena, que acababa de cumplir quince años, tuvo tiempo suficiente para sentirse impresionada por la belleza asténica y algo despintada de aquel muchacho que podía pasar por un barbilampiño y romántico galán de Hollywood fotografiado con mucho difusor, y no se había privado de proclamarlo con la falta de mesura de todos los adolescentes, y tal vez por eso, porque sospechaba en su hermana un enamoramiento instantáneo y duradero como sólo puede durar el amor en los desengaños precoces, Elsa nunca había imaginado a Magdalena diciendo, al ver una fotografía de Irene: «Cómo me recuerda a Bob…».
Magdalena bajaba con dignísima dificultad la hermosa escalera del vestíbulo, y sonreía con la confianza que siempre había puesto en el buen ánimo.
—Leo todavía duerme —dijo—. Y María Buena tiene ya tantos achaques que es una más a cuidar, pero Sandra no vendrá hasta pasado mañana.
Era un modo muy honesto y muy típico de Magdalena de dar la bienvenida, aunque Elsa y ella llevasen sin verse más de sesenta años. Lo que quería decir era que tanto vejestorio junto de repente en la casa se convertiría enseguida en un engorro para todos ellos, y que resultaba muy conveniente empezar a sonreír cuanto antes.
Elsa la veía ahora con claridad, y le pareció envidiable el porte que conservaba a pesar de la edad.
—Estás haciendo papas con alcauciles —dijo Elsa, y el hecho de que su sonrisa estuviese cargada de ironía no debería impedir que Magdalena apreciase en ella también un cariñoso agradecimiento—. No queremos interrumpirte.
—Ya veo que chocheas —dijo Magdalena, y no había en sus palabras la menor destemplanza—. Es demasiado temprano para ponerse a guisar. Y, además, espero que no supongas que cocino en el dormitorio o en el cuarto de baño, como si esto fuera una chabola de La Colonia. ¿Desde cuándo, en esta casa, la cocina ha estado en el piso alto?
Magdalena tenía razón. En ninguna de sus cartas, siempre escuetas pero de una precisión y un puntual respeto a la verdad libres de toda sospecha, había indicado que las importantes obras que se habían realizado en La Desembocadura hubiesen afectado a la distribución de «lo principal» —incluidas la cocina, el cuarto de desahogo y las habitaciones del servicio—, sino sólo a «lo falso», ese conjunto de edificaciones anexas que, al otro lado del jardín trasero, albergaba los lavaderos, las cocheras, una curiosa sucesión de grandes despensas comunicadas entre sí, y el espacioso recinto rectangular que en tiempos fue la accesoria. La cocina seguía sin duda donde siempre, al fondo del pasillo que salía del vestíbulo por detrás de la escalera, y el único aroma que podría a aquellas horas invadir razonablemente la casa entera sería el del café recién hecho para el desayuno.
—¿Habéis desayunado? —preguntó Magdalena, y se acercó a su hermana y la besó en la mejilla con un afecto a todas luces sincero, pero rutinario, como si hubiera estado con las recién llegadas la tarde anterior, merendando en La Rondeña, una confitería con servicio de mesas y con fama en toda la provincia por sus excelentes tortas de aceite.
—Cuando yo vivía de cuerpo presente en esta casa —dijo Elsa—, era obligatorio desayunar antes de las nueve. Veo que ha llegado el anarquismo.
—Eso fue hasta que murió papá —Magdalena le hablaba ahora a Irene, después de cogerse de su brazo con la decisión de quien por fin consigue acceder a un derecho usurpado durante años—. Tu madre se quedaba tantos días sin desayunar que ahora es capaz de ser disciplinada sólo para fastidiarnos. Seguro que te mueres de ganas de tomar un buen café.
Irene no dijo ni que sí ni que no. En realidad, parecía seguir la conversación con mucho desinterés.
—Seguro que Irene prefiere desayunar con Vladimir, ¿verdad, sweet heart? —Elsa esperó durante un segundo alguna reacción de su hija, que no se produjo, y después miró a Magdalena y le guiñó un ojo, reclamando su pícara complicidad—. Se ha quedado muy impresionada al conocerle.
—Está apolillado —dijo Magdalena—. Pero la verdad es que todavía da el pego si vuelves a casa un poco piripi.
—A tu edad —dijo Elsa, fingiendo una elegante preocupación—, no deberías volver a casa en esas condiciones.
—Tengo ochenta años, Elsa —Magdalena no trataba de reivindicar su estado de buena conservación, sino sólo dejar constancia de que no olvidaba ni intentaba emborronar un poco el número de sus cumpleaños—. Y hace veinticinco que ningún hombre me da el pego. La última vez que me emborraché, el 11 de marzo de 1967, Leo ya no logró convencerme de que seguía siendo el príncipe azul con el que estaba segura de llevar casada desde 1949. Y hasta hoy.
—¡Tengo unas ganas locas de conocerle de cuerpo presente! —y, en esto, Elsa era sincera a más no poder; había visto montones de fotos de Leonel Antunes de Almeida que su hermana estuvo enviándole durante treinta años más o menos, sin duda hasta que Magdalena había considerado que su clamorosamente guapo marido ya empezaba a estar para pocas y muy seleccionadas exhibiciones fotográficas, y aquella estratégica interrupción del envío de las fotos había empantanado en la imaginación de Elsa la figura atlética y la cara deslumbrante de un Leo apetitoso a rabiar—. ¿Cómo está?
—Dormido.
Magdalena sonrió con una placidez muy próxima al estado de bienaventuranza.
—Hace mucho que adiviné que tu marido tiene un excelente gusto para los horarios —dijo Elsa.
—Lamento no poder decir lo mismo del tuyo —dijo Magdalena, y la beatitud de la sonrisa no se le deterioró en absoluto—. Me refiero al pobre Álvaro, por supuesto. Si no hubiese tenido la manía de madrugar tanto, no se habría metido en su cama constantemente aquel joven americano tan encantador.
Y, acercando la cara a la de Irene, como si de veras intentase hablarle en voz baja y con la cautela de lo confidencial, añadió:
—Por cierto: no sabes cómo me recuerdas a Álvaro…
Irene había crecido convencida de que Robert Sheenan Jr. era su padre, pero no mostró emoción alguna al oír por segunda vez a Magdalena resaltar, con el tono de voz que todo el mundo puede imaginarle a la verdadera inocencia, su asombroso parecido con el primer marido de su madre.
—¿Le pasa algo? —preguntó Magdalena, alarmada.
—Es la estética —dijo Elsa—. La cirugía plástica, quiero decir. Se ha hecho tantas operaciones en la cara que yo creo que, de cuello para arriba, ni disfruta ni padece. Y ahora, por lo que se ve, tampoco puede gesticular. Desde luego, lo que es oler, no huele. ¡Mira que no sentir este olor a papas guisadas con alcauciles!
Elsa aspiró hondo por la nariz, y entornó los ojos, y luego suspendió un instante la respiración, como si de esa forma sujetara bien aquel aroma imperioso del pasado.
—No huele a nada, Elsa —dijo Magdalena con mucha tranquilidad—. Hace mil años que en esta casa no se hacen guisos; somos un trío de la tercera edad y nos bastan unas verduritas y cosas a la plancha. Y también es demasiado pronto para el restaurante. En La Piriñaca no empezarán a trabajar hasta dentro de un par de horas.
La Piriñaca. Algunos años atrás, en una de sus cartas, Magdalena le había escrito: «Hemos alquilado las cocheras. Van a poner un restaurante de lujo, y dicen que quieren darle importancia a la cocina tradicional andaluza. Me lo ha dicho Guadita Atienza, su hijo Pablo es por lo visto uno de los socios». Meses después, con otra carta, llegó una postal que los dueños del negocio habían editado y en la que se veía la fachada algo remilgada del restaurante, y Elsa pensó: «Si no han tenido cuidado, en la casa habrá tufo a comida el día entero».
Pero si en La Piriñaca tampoco estaban cocinando aún, aquel olor de las papas con alcauciles no existía más que en el corazón aturdido y en la memoria ávida de Elsa, y no se trataba por tanto de un caso más de huellas del recuerdo grabadas para siempre en un olor que el olfato identifica de pronto, sino de un olor fabricado, como un licor de fermentación instantánea, por el insoslayable deseo de recordar. Elsa, agobiada por el descubrimiento como si la empujara hacia un precipicio cuya implacable proximidad trataba de ignorar a toda costa, dijo:
—El viaje ha sido agotador —y se esforzó en imaginar que aquel cansancio irrazonable era una valla protectora contra el vacío y contra el vértigo del tiempo.
—Ya me lo imagino —dijo Magdalena—. La pobre Irene parece rendida.
—¡Y yo estoy muerta! —dijo Elsa, sin poder disimular ya el coraje que le daba la cariñosa displicencia con la que estaba recibiéndola su hermana.
Pero Magdalena sonrió como si le resultara encantador que Elsa conservase intacto el temperamento, y aquella sonrisa candorosa siempre había funcionado en Elsa como un calmante.
—Bueno —admitió—, la verdad es que aún no estoy muerta del todo… Pero necesito descansar un poco. Me ahogo.
Magdalena le dijo que su habitación estaba preparada.
En una confortable habitación de The Rainbow House, el lujoso geriátrico que se levanta como un nido de cigüeñas sedentarias en las colinas de La Jolla, a pocas millas de Del Mar y San Diego, Irene Sheenan intenta ponerse cómoda en la butaca que hay junto a la cama de Elsa y hojea con desganada pesadumbre el National Geographic, sin darse cuenta de que su madre ha empezado a agonizar.