CUANDO empezó el siguiente baile, Demonio se encontraba, por gentileza de la señora Pemberton, al otro extremo del salón, bien lejos de donde estaba Flick. Segundos después de que abandonaran el baile, la esposa del párroco se abalanzó sobre ellos y, con energía invencible, insistió en llevarse a Demonio para poder presentárselo a otros invitados.
Con «otros invitados» se refería, ni más ni menos, a las respetables matronas del distrito. Demonio no pudo evitar sonreír cuando descubrió lo que querían esos «ocho invitados» era hablar con él para alentarlo sutilmente a que cortejase a Flick.
—Es una chiquilla deliciosa y muy segura de sí misma. —La señora Wallace, de los Hadfield-Wallace de Dullingham, asentía con aire experto—. Teniendo en cuenta su experiencia, sin duda habrá notado usted que no es una mujer muy corriente.
Demonio sonrió, encantado de dejar que intentaran convencerle del acierto de su elección. No necesitaba que lo convenciesen, pero no le vendría mal para su campaña contar con el apoyo de las matronas.
Gracias a su estatura, Demonio podía seguir contemplando el éxito supremo de Flick. Mientras las damas seguían exponiendo sus argumentos, Demonio empezó a impacientarse: sabía bien cuáles eran las razones que había detrás de sus reacciones, y en ese preciso momento esas razones rodeaban a Flick como si fueran abejas en un panal.
A los hijos de las matronas no parecía importarles lo más mínimo hacer el ridículo por causa de la joven, y a sus amantes madres no les resultaba difícil prever el desarrollo de la bochornosa situación. Por tanto, obraba en su propio interés que Demonio bailase con Flick hasta la extenuación y la pusiese fuera del alcance de sus alelados vástagos; dichos vástagos podrían entonces recuperarse y concentrarse en el auténtico asunto de la temporada inminente: encontrar una esposa adecuada.
Flick, huelga decirlo, era más que adecuada, pero las damas ya habían aceptado que sus hijos no lograrían clasificarse como candidatos, al igual que habían aceptado que sus hijas no tenían la menor oportunidad de atraer la atención de Demonio. Por lo tanto, lo mejor para todos era emparejar a Demonio y a Flick rápidamente para sacarlos de la competición antes de que causasen más estragos en los planes matrimoniales de las respetables damas.
Esa era su estrategia. Teniendo en cuenta que sus planes coincidían por completo con los suyos, Demonio estaba más que dispuesto a tranquilizarlas en cuanto a sus intenciones.
—Sus conocimientos en materia de caballos son impresionantes. —Hizo el comentario con naturalidad y admiración a un tiempo—. Y, claro está, es la pupila del general.
—Cierto —asintió la señora Wallace—. Es de lo más apropiado.
—Una circunstancia muy feliz —convino la señora Pemberton.
Convencido de que se habían entendido muy bien, Demonio hizo una elegante reverencia y se despidió. Recorrió el flanco de la sala con los ojos puestos en las parejas que bailaban, pero no vio a Flick.
Se detuvo y miró con más detenimiento: ella no estaba allí.
Localizó al general, que estaba charlando con un grupo de caballeros avanzados en edad, pero Flick no estaba con él.
Maldijo para sus adentros a los gallinas de quienes no se podía esperar que mantuviesen entretenida a una chica ingeniosa e inteligente, y se acercó con la máxima celeridad al otro extremo del salón, donde la había visto por última vez. Una vez allí, empezó a preguntarse qué se le había podido pasar por la cabeza. Su desaparición no podía tener nada que ver con Bletchley y la organización, ¿o sí?
Al pensar que alguien podía haberla identificado, seguido y luego secuestrado sintió un escalofrío. Enseguida pensó que eso era absurdo; era una idea descabellada, imposible. La puerta principal se encontraba justo detrás del grupo de casamenteras, y estaba seguro de que Flick no había pasado por allí. Sin embargo, las demás puertas sólo conducían a otros recintos de la casa, no al exterior.
¿Dónde diablos se había metido?
Mientras buscaba de nuevo entre la multitud, un destello atrajo su atención. La cortina de encaje que cubría uno de los ventanales ondeaba con la brisa: el estrecho marco estaba entreabierto. Demonio no podía colarse por esa abertura, pero Flick era mucho más menuda que él.
Tardó cinco minutos en volver a recorrer el salón, sonriendo, saludando y rechazando invitaciones para charlar. Al llegar al vestíbulo, se deslizó por la puerta principal y se dirigió al lateral de la parroquia.
El jardín al que se abría el ventanal del salón estaba desierto. Había luna llena, y una incesante luz plateada iluminaba un sendero de guijarros y los macizos de flores que flanqueaban una extensión de césped muy bien cuidado. Frunciendo el ceño, Demonio examinó las zonas sombrías, pero no había rincones ni bancos debajo de las frondosas ramas… no había ningún ángel vestido de azul en comunión con la noche.
El jardín estaba sumido en un profundo silencio, y las suaves melodías que brotaban de los violines apenas arañaban la quietud de la noche. Una punzada de miedo le aguijoneó la columna vertebral y luego le atacó el corazón. Cuando estaba a punto de dar media vuelta y volver sobre sus pasos para comprobar, antes de empezar a asustarse de veras, que Flick no había vuelto al salón, su mirada se posó sobre un seto que adornaba un costado del césped.
Junto a él, entre el césped y el muro verde oscuro, vio un sendero. El seto era muy alto y Demonio no veía lo que había al otro lado. Sigilosamente, se aproximó al muro, mirando a su alrededor y recordando vagamente que por allí había un pequeño patio…
Había una abertura en la sombra, un hueco en el seto. Demonio se asomó… y la vio.
El patio era un cuadrado empedrado con un arriate central elevado donde se erigía un viejo magnolio que extendía sus ramas por encima de un pequeño estanque. Flick se paseaba despacio por delante del estanque, mientras la luz de la luna se derramaba sobre el azul de su vestido, tiñéndolo de un plateado irreal.
Demonio la observó, paralizado por el oscilar de sus caderas, por la elegancia ingenua con que se volvía al dar media vuelta. Entonces se dio cuenta de cuánto la habían afectado unos temores para él desconocidos, y reconoció la tensión que lo había atenazado y que, con la visión de Flick, una oleada de alivio había atenuado.
Flick percibió su presencia y, al alzar la vista, se detuvo en seco y, por un instante, tensó todos sus músculos. Sin embargo, cuando lo reconoció, recuperó su expresión relajada. No dijo nada, se limitó a arquear una ceja.
—Con ese vestido y bajo esta luz pareces un hada plateada. —«Ven a robar el corazón de este mortal», pensó. Su voz era solemne y reveladoramente grave.
Si Flick se percató de ello, se esforzó por disimularlo. Simplemente se miró el vestido, sujetándose la falda.
—Es un azul muy pálido. Me gusta.
A él también le gustaba, era del mismo azul pálido y puro que sus ojos. El vestido bien valía el precio que Demonio había pagado por él. Por supuesto, Flick nunca había llegado a averiguar que él se había encargado de costear el vestido. Clotilde era una modista excelente, y Demonio pensó que debía enviarle alguna muestra de agradecimiento adicional.
Demonio vaciló un instante… pero allí estaban, solos bajo la luz de la luna, mientras los violines susurraban distantes en la oscuridad. Sin prisas, avanzó con la mirada fija en ella.
Flick lo vio acercarse, inmenso, elegante… peligroso. La luna teñía de plata su pelo, endureciendo sus facciones bajo su intensa luz. Las secciones angulares parecían más duras, como de piedra pálida. Sus ojos se escondían bajo la sombra de sus tupidas pestañas.
Flick no alcanzaba a comprender que su presencia le resultara tan tranquilizadora e inquietante a la vez. Sus nervios se tensaban, sus sentidos se afilaban… El ansia que le había acompañado mientras bailaban regresó todavía con más fuerza.
Había abandonado el salón para estar tranquila, a solas, para respirar aire fresco, y esperar que se calmase el trajín de su cerebro, el calor de su piel. Había salido a pensar. A pensar en él. Por un lado, Flick se preguntaba si lo habría interpretado correctamente, y, por el otro, estaba convencida de ello. Pero todavía no acababa de creérselo.
Era como un cuento de hadas.
Y ahora, él estaba allí… Le flaquearon las piernas incluso antes de formular ese pensamiento. Bruscamente, recordó que estaba molesta con él. Cruzando los brazos, ladeó la barbilla. Cuando él se acercó, lo miró entrecerrando los ojos.
—Has estado conspirando con la señora Pemberton. Foggy me ha dicho que le envió el mensaje al general a través de ti.
Se detuvo delante de ella.
—La señora Pemberton habló de ti como de una posible futura solterona, y eso no me pareció una buena idea.
Su voz profunda acarició la piel de Flick y luego se filtró en ella, consiguiendo que su enfado se desvaneciera al instante. Flick se esforzó por no temblar y siguió insistiendo:
—Pues no sé qué puede hacer una noche como esta al respecto. —Señaló hacia la casa—. Lo que es seguro es que no voy a encontrar un marido ahí dentro.
—¿Ah, no?
—Ya los has visto. ¡Son muy jóvenes!
—Ah… ellos.
Su voz se hizo aún más grave y Flick sintió que la red de fascinación se tejía a su alrededor de nuevo. Demonio curvó ligeramente los labios, y esbozó una leve sonrisa alimentando la atracción de Flick por él.
—No —dijo con un susurro ronco—. Estoy de acuerdo. Decididamente, no deberías casarte con ninguno de ellos.
El silencio que siguió se prolongó durante largo rato. Demonio levantó las pestañas y la miró a los ojos.
—Aunque existe una alternativa.
No dijo nada más, pero el significado de sus palabras estaba claro, escrito en los ángulos de su rostro, en sus ojos. La miró fijamente. La noche los envolvía con su manto de oscuridad, llena de vitalidad y a pesar de ello tan silenciosa que Flick podía oír los latidos de su propio corazón.
Entonces oyeron la música.
Unos tímidos compases flotaron por el césped y los alcanzaron tras acariciar los setos. Eran las primeras notas de un vals. Demonio ladeó un poco la cabeza y, a continuación, sin apartar la mirada de los ojos de Flick, extendió las manos.
—Ven, bailemos este vals.
La red se cernía sobre ella, y sintió su roce brillante mientras la atrapaba en su trama. Sin embargo él no la oprimía con ella, le correspondía a Flick elegir dar un paso adelante, aceptar.
Flick se preguntó si se atrevería. Sus sentidos querían acercarse a él: sabía qué se sentía al estrecharse contra su pecho cálido, al dejar que sus brazos la rodearan con fuerza, que sus caderas se encajaban en sus poderosos muslos. Y, sin embargo…
—No sé cómo.
Respondió en un tono de voz asombrosamente sosegado, y los labios de Demonio se curvaron un poco más.
—Yo te enseñaré —empezó a decir, con una pizca de malicia en su sonrisa— todo lo que necesitas saber.
Flick consiguió dominar el temblor que se estaba apoderando de su cuerpo. Sabía muy bien que no estaban hablando de un simple vals: no era esa la invitación grabada en su mirada, el desafío que imponía su voz. Esas manos, esos brazos, ese cuerpo… ella sabía lo que le estaban ofreciendo y, en el fondo de su alma, también sabía que nunca más podría negarse, no sin probarlo, sin tocarlo… sin conocerlo.
Dio un paso adelante, mientras levantaba los brazos y ladeaba el rostro hacia él. Demonio la atrajo hacia sí, rodeándola con el brazo con actitud posesiva y estrechándole la mano derecha con su izquierda. Se fue acercando hasta que ambos se tocaron, hasta que la seda del corpiño de Flick le acarició la chaqueta. Él compuso una sonrisa radiante.
—Relájate y déjate llevar.
Demonio dio un paso atrás y luego otro a un lado y, sin tener tiempo a pensárselo, Flick se encontró dando vueltas y más vueltas. Al principio, los pasos de Demonio eran tímidos, pero cuando Flick hubo atrapado el ritmo, ambos dejaron que la música les poseyera, que la simple energía del baile les guiara, y giraron, oscilaron y se balancearon sin descanso.
Luego la música se ralentizó, y ellos también aminoraron el ritmo. Él se acercó imperceptiblemente, y Flick apoyó la sien contra su pecho.
—¿No hay una regla que dice que se supone que no puedo bailar un vals a menos que alguien lo apruebe?
—Eso sólo se aplica en la ciudad, en los bailes de sociedad formales. Las jovencitas tienen que aprender a bailar el vals en alguna parte, de lo contrario ningún caballero querrá bailar con ellas.
Flick contuvo un suspiro burlón, pues no lo había pisado ni una sola vez. Daban vueltas muy despacio, al son de la música, suave y lenta.
Fascinada por el vaivén de la seda deslizándose entre ambos, y por el calor que emanaba del cuerpo de Demonio, se acercó aún más a él.
Demonio no retrocedió. Le apretó la mano y se la llevó a su espalda. La abrazó con más fuerza, y desplegó la mano por debajo de su cintura, acercándose tanto a Flick que en lugar de dos personas parecía que bailara sólo una.
A Demonio le ardía la mano, al igual que los muslos, que presionaba contra los de Flick cada vez que daban un giro. Flick, cuyos pechos estaban en contacto con la chaqueta de Demonio, apoyó la mejilla en su torso y se dispuso a oír los latidos de su corazón.
Al final, con un último compás que ambos pasaron por alto, la música cesó. Sus pies fueron deteniéndose despacio hasta que finalmente dejaron de moverse. Durante un instante que parecía eterno, se limitaron a permanecer de pie, inmóviles.
Luego él levantó ligeramente la cabeza de Flick y la miró a los ojos. Su tentación, su promesa la rodeaban por completo, como un velo reverberante, como un brillo que teñía su piel. Flick era consciente de que no se lo imaginaba, pues no sabía lo suficiente para imaginarse algo así. Sabía lo que había ocurrido allí, lo que era y lo que podía llegar a ser.
Aunque no sabía por qué.
De modo que lo miró a sus ojos de espesas pestañas y decidió preguntárselo.
—¿Por qué haces esto?
Él se sumergió en sus ojos y luego enarcó una ceja.
—Pensaba que era evidente. —Al cabo de un momento, afirmó—: Te estoy cortejando, te estoy haciendo la corte, como quieras llamarlo.
—¿Por qué?
—¿Por qué va a ser? Porque quiero que seas mi esposa.
—¿Por qué?
Él vaciló y luego le soltó la mano. Deslizó los dedos por debajo de su barbilla y le levantó el rostro. Cubrió los labios de ella con los suyos.
Comenzó como una caricia suave, pero eso no satisfizo a ninguno de los dos. Sería imposible discernir quién de los dos intensificó el beso: los labios de él de repente se volvieron más duros, más firmes, más exigentes, y los de ella le correspondieron tornándose más suaves, más cautivadores, más sugerentes…
Con gran atrevimiento, Flick separó los labios sólo un poco y luego un poco más, y cuando Demonio se aprovechó de ello ella lo recibió con entusiasmo. Ladeando la cabeza, él la probó y luego, como un conquistador, simplemente tomó más.
Ella se estremeció, se entregó y lo acogió con toda su alma. Abrazándola con fuerza, Demonio dejó la impronta de su carne dura en la suavidad de la suya. Ella lanzó un suspiro y sintió que él se la bebía entera: su aliento era de él y era de él el de ella; la cabeza le daba vueltas mientras el beso se prolongaba.
Una vez más, fue ella quien dio el siguiente paso, quien, con toda su inocencia, levantó los brazos, deslizó las manos en la nuca de él y hundió su cuerpo contra el suyo. Sintió en el pecho de Demonio un ruido sordo, un gemido que no llegó a aflorar a sus labios.
El beso se tornó hambriento.
Caliente y voraz.
Los labios de Demonio abrasaron los de ella, y su avidez era inmensa, tórrida y lacerante. Flick lo percibía con claridad, allí, bajo su fachada de control sereno y elegante. Más audaz que nunca, se lanzó a responderle.
Demonio se quedó paralizado.
Un minuto después Flick estaba de pie, tambaleándose, dejando que el aire fresco corriera entre los dos. Los pechos le dolían, tenía una sensación extraña y toda la piel le ardía. Parpadeó y lo miró: respiraba con la misma dificultad que ella, aunque se recobró más rápidamente. A Flick, la cabeza todavía le daba vueltas.
Apartó las manos del cuerpo de la joven, era imposible leer sus ojos.
—Deberíamos volver —dijo.
Antes de que Flick tuviera tiempo de pensar, mucho antes de que pudiese recuperar el control y decidir, ya estaban de nuevo en el salón de baile. Se mezclaron con los demás invitados mientras Flick trataba por todos los medios de recobrar la serenidad mental. Demonio, a su lado, volvía a ser el de siempre, el caballero elegante, correcto y… con un total dominio de sí mismo; los labios de Flick, en cambio, seguían temblando, y su aliento aún era irregular. Y le dolía, hasta los huesos, esa sensación de haber sido rechazada.
A la mañana siguiente, con una pila de libros bajo el brazo, Flick salió por la puerta lateral, mirando hacia abajo mientras se ponía los guantes… y se dio de bruces con una pared de ladrillo.
—¡Ay! —Se quedó sin aliento. Por fortuna, la pared estaba recubierta de poderoso músculo y tenía unos brazos que la rodearon, evitando así que tanto ella como los libros cayeran al suelo.
Inspiró hondo, mientras sus pechos se henchían contra la chaqueta de Demonio, y a continuación se apartó con un soplo los rizos que le tapaban los ojos. Su soplido alborotó los rizos que le cubrían ligeramente la oreja.
El cuerpo de Demonio se puso rígido. Completamente.
Deshizo el abrazo con gesto torpe, la agarró de los antebrazos y la apartó de sí.
Ella parpadeó y él la miró con gesto hosco.
—¿Adónde vas?
Su tono de voz, el de alguien que tiene derecho a saber, estaba condenado a provocar la ira de la joven: alzando la nariz con gesto altivo, pasó por su lado y siguió su camino.
—A la biblioteca pública.
Demonio estuvo a punto de soltar una palabrota, se dio media vuelta y la siguió.
—Te llevaré en mi calesa.
¡Ni siquiera le había preguntado si quería que la llevara! ¡Ni tampoco dedicado un «Buenos días, querida. ¿Cómo estás?»! ¿Qué pasaba entonces con lo ocurrido la noche anterior? Sin dejarse impresionar, Flick siguió mirando adelante con tozudez, resistiéndose implacablemente al impulso de mirarlo mientras él le daba alcance.
—Soy perfectamente capaz de devolver y escoger mis novelas yo misma, gracias.
—Eso ya lo sé.
Su tono era igual de obstinado que el de ella.
Flick abrió la boca para protestar… y vio el par de caballos negros enganchados a la calesa. Su rostro se dulcificó y sus ojos se iluminaron.
—¡Oh, qué bellezas! —Su tono era reverente, un digno homenaje a los animales perfectos que piafaban con impaciencia en la gravilla—. ¿Son nuevos?
—Sí. —Demonio la siguió mientras ella se encaminaba hacia los caballos para examinarlos y admirar sus atributos. Cuando Flick se detuvo a tomar aliento, Demonio añadió con aire despreocupado—: Había pensado en llevarlos a dar un paseo para que se acostumbren al tráfico de la ciudad.
Con ojos clavados en el lomo reluciente de los animales, la joven, presa todavía de la admiración, no le prestaba ninguna atención. Aprovechando el momento, Demonio la tomó de la mano y la ayudó a subir al vehículo.
—Yerguen la cabeza de un modo tan majestuoso… —Se acomodó en el asiento—. ¿Cómo es su rendimiento?
Sin esperar una respuesta, siguió hablando como una experta amazona; cuando hubo terminado con todas sus preguntas y exclamaciones, ya estaban avanzando por el camino. Demonio mantenía la mirada fija en los caballos, esperando a que ella se diera cuenta y lo reprendiera por haberse aprovechado de la situación. Sin embargo, en lugar de eso, Flick dejó los libros en el asiento, entre Demonio y ella, y se recostó lanzando un leve suspiro.
Como el momento de paz se alargaba inesperadamente, Demonio se atrevió a mirarla de reojo: estaba sentada plácidamente, con una mano en la baranda y la mirada clavada no en los animales, sino en las manos de Demonio.
Observaba cómo sujetaba las riendas, cómo deslizaba los dedos por las correas de cuero. Sus ojos despedían un brillo ansioso y se dibujaba una expresión nostálgica en su rostro.
Demonio miró hacia delante y, al cabo de un momento, apretó la mandíbula.
Nunca había dejado que una mujer condujera sus caballos.
Pese a ser nuevos, el par de caballos negros estaban bien adiestrados; habían demostrado tener muy buen comportamiento. Además, él iría sentado junto a ella.
Aunque… si los conducía una vez, ella daría por sentado que dejaría que lo hiciese más veces.
Cuando montaba, Flick manejaba las riendas incluso con más delicadeza que él.
Al salir del camino de la mansión, enfiló la carretera de Newmarket con la calesa pero, en lugar de sacudir las riendas, dejó escapar un largo suspiro y se volvió hacia Flick.
—¿Quieres llevar las riendas un rato?
La expresión de su rostro sirvió de recompensa por todas sus posibles dudas: una sorpresa absoluta dio paso a una alegría ansiosa, que sin embargo se atenuó rápidamente.
—Pero… —Lo miró directamente, mientras la esperanza batallaba con la frustración inminente—. Nunca he conducido un par de caballos.
Se obligó a sí mismo a encogerse de hombros.
—No es tan distinto de un solo caballo. Ten, aparta esos libros y acércate.
Ella obedeció y se deslizó por el asiento hasta que los muslos de ambos se rozaron. Haciendo caso omiso de la oleada de calor que inmediatamente le recorrió las entrañas, Demonio transfirió las riendas a sus manitas sin dejar de tirar con fuerza del cuero hasta que estuvo seguro de que Flick las tenía bien sujetas.
—No. —Con movimiento experto, recolocó las riendas en la palma de la mano izquierda de la joven—. Así, para que puedas controlar los dos a la vez con una sola mano.
Ella asintió con tanto entusiasmo que Demonio se preguntó si sería capaz de decir algo más. Le pasó el brazo por detrás de ella para poder sujetarla si algo iba mal y se dispuso a observarla, mirando de vez en cuando hacia delante para comprobar el camino. Pero lo conocía bien, igual que ella.
Se presentaron ciertas dificultades para hacer girar a los caballos cuando tuvo que tomar una curva; Demonio apretó los dientes y consiguió dominar el impulso de saltar hacia delante y poner la mano encima de la suya. Sin embargo, a partir de entonces Flick se fue adaptando y poco a poco, a medida que iban pasando junto a los campos, ambos se relajaron.
Demonio descubrió que el hecho de que condujese una señorita tenía una ventaja que esperaba que no les haría acabar en una zanja del camino: podía limitarse a mirarla, a concentrarse en su rostro, en su figura, en este caso, inmaculada y elegante, vestida de batista. Con el movimiento, su pelo, aquellos adorables rizos de oro, ondeaba constantemente al viento, un marco vivo para su delicado rostro.
Su rostro estaba exultante de placer y expresaba un entusiasmo que Demonio conocía muy bien. Flick estaba encantada y radiante, y él se sentía decididamente satisfecho.
Flick le lanzó una mirada recelosa al pasar por los primeros establos que había junto al hipódromo. A partir de ahí, habría otros caballos, gente e incluso perros, toda clase de cosas que podían molestar a los caballos negros. Demonio asintió con la cabeza, se incorporó y le quitó las riendas de las manos con destreza. Volvió a colocar las riendas e hizo saber a los caballos que era él quien los conducía de nuevo.
Flick se recostó con un suspiro de euforia. Siempre había querido conducir una calesa. ¡Y los caballos negros de Demonio! Era el par de caballos jóvenes más perfectos que había visto en su vida; quizá no eran tan robustos ni potentes como sus zainos campeones, pero sus patas esbeltas y sus cuellos largos y arqueados los hacían extremadamente elegantes.
¡Y ella los había conducido! Se moría de ganas de decírselo al general. Y Dillon… ¡se pondría verde de envidia! Suspiró de nuevo y, con una sonrisa de satisfacción, miró a su alrededor.
Y entonces recordó cuáles habían sido sus primeras palabras y se dio cuenta de que había sido secuestrada. De que la había engatusado. La había atraído a su calesa con promesas tentadoras y la había llevado a la ciudad.
Miró de reojo a su captor, que tenía la atención puesta en el camino, con una expresión relajada pero impenetrable. No había duda de que lo tenía todo planeado, de que esa mañana había enganchado los caballos negros para engatusarla, estaba convencida de ello.
Por desgracia, después de haber disfrutado tanto, sería una grosería por su parte ponerle objeciones, de modo que se recostó hacia atrás y disfrutó del paseo un poco más, observándolo mientras capeaba el denso tráfico antes de detenerse frente a la biblioteca pública, justo a medio camino de High Street, en el centro de la ciudad.
Como solía ocurrir, el espectáculo de un par de magníficos caballos había atraído a un grupito de muchachos. Tras ayudarla a bajar de la calesa, Demonio escogió a dos de ellos y, dándoles instrucciones muy estrictas, los dejó a cargo de los caballos.
Flick se quedó algo sorprendida, pero era demasiado lista para demostrar su sorpresa. Con los libros a cuestas, se dirigió a la puerta de la biblioteca. Demonio echó a andar tras ella, extendió el brazo y le abrió la puerta.
Flick se adentró en aquel ambiente que le resultaba tan familiar: un amplio espacio delantero donde dormitaban dos caballeros entrados en años mientras leían sus libros de historia, y una serie de estrechos pasillos, flanqueados por hileras de estanterías abarrotadas de libros, que conducían a la parte de atrás de lo que antaño había sido una sala.
—Hola, señora Higgins —le susurró Flick a la mujer de aspecto matronil que presidía sus dominios desde detrás de una mesa que había junto a la entrada—. Vengo a devolver estos libros.
—Muy bien, muy bien. —Colocándose unos anteojos en la nariz, la señora Higgins examinó los títulos—. Y dime, ¿le ha gustado al general la biografía del comandante?
—Sí, muchísimo. Me ha dicho que le pregunte si tienen más.
—Encontrarás todo lo que tenemos en el segundo pasillo, querida, a medio camino entre… —Las palabras de la señora Higgins quedaron flotando en el aire. Mirando hacia la puerta, levantó la mano despacio y se retiró los anteojos para ver mejor quién había entrado en su castillo.
—Me acompaña el señor Cynster —le explicó Flick. Volviéndose hacia Demonio, señaló las sillas del espacio de la entrada—. ¿Quieres esperar ahí?
Miró a los dos ancianos y luego volvió a mirarla a ella, con una expresión de perplejidad absoluta.
—Te acompañaré.
Así lo hizo, andando justo detrás de ella mientras avanzaba por los pasillos.
Flick intentó hacer caso omiso de su compañía y concentrarse en los libros, pero las novelas y los héroes literarios no podían competir con la presencia masculina que le iba a la zaga. Cuanto más se esforzaba por olvidarse de él, más penetraba en su mente, en sus sentidos… Cosa que era lo último que necesitaba.
Ya estaba suficientemente confusa con respecto a él.
Después de pasarse la noche reviviendo su segundo baile, aquel vals inolvidable y recordando todas y cada una de las palabras que había dicho bajo la luz de la luna, a la hora del desayuno había tomado la firme decisión de permanecer ajena a todo el asunto… y esperar, y ver.
Esperar a que él hiciese el próximo movimiento y ver si tenía más sentido que el que había hecho la noche anterior.
Flick tenía la profunda sensación de estar malinterpretando las cosas a causa de su falta de experiencia en el terreno del amor, de estar leyendo en sus palabras y en sus actos más de lo que Demonio pretendía. Estaba acostumbrado a coquetear con las sofisticadas damas de la alta sociedad londinense, y sin duda aquel segundo baile, el vals y sus cariñosas palabras a la luz de la luna —y por supuesto, aquel beso— no eran más que un simple coqueteo inconsecuente, el modo en que los hombres y las mujeres de su clase social se entretenían por las noches. Una forma sofisticada de bromear. Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía que sólo se tratase de eso.
En cuyo caso, lo último que debía hacer era darle importancia.
Con aire decidido, se detuvo ante la librería que contenía sus novelas favoritas, las de la señorita Austen y la señora Radcliffe. Haciendo caso omiso del sonido reprobatorio que oyó a sus espaldas, examinó las estanterías con obstinación.
Demonio apoyó un hombro en uno de los anaqueles, se metió las manos en los bolsillos y la observó con el ceño fruncido: si lo que quería eran historias de amor, ¿por qué diablos las buscaba en los libros?
El hecho era que no había reaccionado a sus planes como él esperaba. Mientras Flick estuvo extrayendo distintos libros y examinándolos, hasta que decidió devolver algunos y conservar otros, Demonio no le sacó los ojos de encima, y empezó a preguntarse si habría alguna forma de intensificar su campaña de seducción. Por desgracia, Flick era joven e inocente… y terca y testaruda, lo cual significaba que si tensaba demasiado la cuerda, si iba demasiado rápido, ella podía asustarse y ponerse difícil, y eso complicaría aún más las cosas. Demonio había domado un número suficiente de caballos rebeldes para conocer el valor de la paciencia; y, por supuesto, esta vez ni se planteaba la posibilidad del fracaso: le pondría el anillo en el dedo tardase lo que tardara en conseguirlo.
Se negaba a contemplar la posibilidad de una derrota. La última vez, cuando había aparecido en la mansión dispuesto a ofrecerse a sí mismo en sacrificio y contraer matrimonio ante el altar, no sabía lo que hacía. No se había parado a pensar, simplemente había reaccionado ante la situación por instinto. Al descubrir que Flick lo había arreglado todo para que no tuviese que someterse a semejante sacrificio, se había quedado paralizado, atónito, pero no de alegría. En realidad no le había hecho ninguna gracia, y esto, a su vez, todavía le había gustado menos.
Decididamente, eso le había hecho pensar. Se había pasado las siguientes veinticuatro horas haciendo precisamente eso: pensar, separar sus verdaderos deseos del disfraz de la conveniencia en que los había envuelto, para descubrir que, como de costumbre, su instinto no le había fallado.
Quería casarse con aquella chiquilla, la razón era lo de menos, y el haberla comprometido de un modo tan inocente había sido una vía muy cómoda, si no perfecta, para conseguir su objetivo. Su deseo de casarse con ella no tenía nada de inocente, sus pensamientos, aun entonces, habían sido inducidos por el deseo. Su decepción había sido tan profunda que se había sentido verdaderamente herido, cosa que le había molestado aún más.
Ninguna mujer le había sumido en tal incertidumbre, nadie le había hecho sufrir de deseo sin tener garantía de alivio.
Su súbita vulnerabilidad —su necesidad de un ángel— era algo que quería solucionar lo antes posible. Una vez que se hubiese casado con ella y la hubiese metido en su cama, estaba seguro de que se sentiría mucho mejor, y que volvería a ser el mismo hombre seguro, decidido e independiente de siempre… razón por la cual no cejaría en su empeño hasta que ella aceptase casarse con él. Sólo rezaba porque no tardase demasiado tiempo.
Cargada con tres libros, Flick abandonó por fin aquella estantería y avanzó por el pasillo. Incorporándose de donde estaba apoyado, Demonio la siguió. Flick se detuvo para seleccionar un libro de cocina: Recetas del Renacimiento italiano.
—¿Es que tienes previsto invitar a cenar a algún conde italiano?
Flick lo miró.
—Es para Foggy, le encanta leer recetas. —El libro era grande y pesado y tuvo que hacer malabarismos con las manos para sostenerlo.
—Trae. —Demonio extendió el brazo para que le diera el libro.
—Ah, gracias. —Con una sonrisa de agradecimiento, le dio el libro de cocina y sus tres novelas.
Apretando los labios, Demonio le sostuvo los libros e intentó tranquilizarse a sí mismo diciéndose que no era probable que ninguno de sus conocidos, ni siquiera Reggie, entrasen y lo encontrasen recorriendo los pasillos, a la entera disposición de aquel ángel, cargado de libros de cocina y novelas románticas.
La siguiente parada de Flick eran las biografías.
—Al general le gusta leer las vidas de caballeros relacionados con el mundo de los caballos. El último libro que le llevé trataba de la vida de un comandante de caballería. —Arrugando la frente, examinó los estantes—. ¿Sabes de algún libro que pueda resultarle interesante?
Demonio miró los lomos de cuero con letras doradas.
—No leo demasiado.
—¿Ah, no? —Arqueando las cejas, levantó la vista—. ¿Y qué haces las noches tranquilas?
La miró a los ojos.
—Me gustan más las tareas un poco más activas.
Flick esbozó un gesto perplejo.
—Bien tienes que relajarte alguna vez.
Curvando los labios, intensificó su mirada y habló en tono grave:
—Las tareas a las que me refiero son muy relajantes.
Un leve rubor tiñó sus mejillas. Sostuvo su mirada un instante, enarcó una ceja altiva y apartó la mirada.
Sonriendo para sus adentros, Demonio volvió a mirar los libros. Al menos ya no lo consideraba un padre protector benevolente.
—¿Qué me dices de este? —Extendió el brazo por encima de la cabeza de Flick y extrajo un ejemplar.
—Coronel J. E. Winsome: Memorias de un capitán de caballería —leyó Flick mientras Demonio depositaba el libro en sus manos. La joven lo abrió y ojeó rápidamente la descripción de la portada—. ¡Oh, sí! Es perfecto. Trata sobre la caballería en la Guerra de la Independencia española.
—Excelente —exclamó Demonio—. ¿Podemos irnos ya?
Flick asintió, y Demonio soltó un suspiro de alivio.
Ella le guio hasta el vestíbulo de la entrada.
La señora Higgins frunció los labios con gesto reprobatorio cuando Demonio depositó los libros en su mesa. Flick fingió no darse cuenta y empezó a charlar alegremente mientras la señora Higgins anotaba la referencia de los libros en una tarjeta. Dando un paso atrás, Demonio echó un último vistazo a su alrededor: no volvería a aquel lugar, si podía evitarlo.
Uno de los ancianos caballeros de los mullidos sillones se había despertado; lanzó a Demonio una mirada recelosa y arrugó la frente con gesto grave.
Volviéndose de nuevo hacia Flick, Demonio le arrebató la pila de libros que ella acababa de tomar en sus brazos.
—Trae. Te llevaré a casa.
Flick sonrió, se despidió de la señora Higgins y echó a andar hacia la puerta; Demonio la siguió sin dejar de mirarle las caderas, decidido a hacer todo lo posible para curarla en un futuro próximo de cualquier necesidad de ficción romántica.