—¿TE apetece dar una vuelta?
Flick dio un respingo y se volvió; el jarrón que llevaba en las manos estuvo a punto de ir a parar al suelo… Pero Demonio extendió un brazo ágilmente y lo sujetó con la mano rozando con sus dedos los de Flick.
Ella se puso a temblar. Apartó las manos de repente y lo dejó a él con el jarrón. De pie, bajo la luz del sol que se filtraba por los ventanales de la galería, lo miró al tiempo que unas frases inconexas se le enredaban en la lengua. Quiso recriminarle que la hubiese asustado… de nuevo. Quiso regañarlo, o al menos fruncir el ceño, pues todavía no lo había perdonado por su conducta del día anterior. Pero, sobre todo, quiso preguntarle qué había querido decir con el comentario que había dejado caer al marcharse.
—¿Dar una vuelta? —La cabeza todavía le daba vueltas.
Él se encogió de hombros bajando ligeramente las pestañas.
—Una vuelta por las pistas, media hora o así.
Ella inspiró hondo. Habían pasado veinticuatro horas desde que él se había ido, veinticuatro horas en las que no había logrado pensar en otra cosa que en él. Flick se acercó a las ventanas y vio lucir un espléndido sol de primavera, al tiempo que la oleada de calor intenso que venía experimentando últimamente le recorría de nuevo la espina dorsal.
—La brisa es cálida. No necesitarás una rebeca.
Mejor, porque no tenía ninguna que quedase mínimamente bien con el atuendo que llevaba puesto: un vestido de muselina blanca salpicado de margaritas doradas y púrpuras. Flick asintió con gesto decidido.
—Está bien, me apetece salir a dar un paseo.
Se volvió para mirarlo: aún estaba sujetando el jarrón.
—¿Dónde quieres esto?
Le indicó el fondo de la galería.
—Puedes dejarlo en esa mesa de ahí, iré por mi sombrilla y me reuniré contigo en la entrada.
No esperó a que él asintiera: se dirigió a su habitación con paso vigoroso, con el corazón más liviano, a pesar de que aún no lo había mirado a los ojos. Tenían que superar aquel estúpido escollo en su amistad, aquel obstáculo del día anterior. Un paseo sería un buen comienzo.
Pero cuando Demonio enfiló el camino de entrada a la mansión, ya de regreso, Flick ya no estaba tan segura de si había sido un buen comienzo, ni de qué era lo que había comenzado. Había supuesto que, simplemente, recuperarían la grata amistad de la que habían disfrutado hasta entonces, tenía la esperanza de que, una vez desapareciese la inevitable incomodidad inicial, reencontraría en los ojos de Demonio el brillo burlón que tantas veces había visto en ellos.
Pero, en cambio…
Ladeando la sombrilla, estudió el rostro de Demonio mientras lo veía conducir la calesa hacia la casa. Las sombras de los árboles próximos atenuaban sus facciones, pero nada podían hacer para suavizar las líneas patriarcales de su nariz y su barbilla. El suyo era un rostro anguloso, de pómulos marcados que ensombrecían la extensión de sus mejillas, y una frente ancha bajo la que se abrían unos ojos enormes. Un rostro duro, cuya austeridad sazonaba la atractiva y sensual línea de sus labios finos, así como la perturbadora languidez de sus espesas pestañas.
En realidad, nunca lo había mirado de ese modo, tan detenidamente. Hasta entonces Flick había creído que conocía el rostro de ese hombre, pero ya no estaba tan segura de ello. Recolocó su sombrilla y apartó los ojos de Demonio y miró hacia delante cuando abandonaron la arboleda y avanzaron junto al césped. Ya se veía el final del camino y Flick todavía no entendía por qué las miradas burlonas de aquel hombre habían dejado paso a miradas mucho más directas, mucho más inquietantes. Mucho más intensas. Todavía tenía que decidir adónde creía él que iban a llevarles, porque sólo entonces podría decidir si estaba de acuerdo o no.
Demonio obligó a los caballos a tomar la curva bien cerrada para que la calesa se detuviera en seco frente a la escalinata. Soltó las riendas y se bajó del vehículo, ocultando su sonrisa de satisfacción, al percibir las miradas de perplejidad que Flick seguía lanzándole.
Demonio rodeó la calesa y ayudó a Flick a bajarse; cuando estuvo en el suelo, le soltó la mano y subió los escalones junto a ella. Al levantar la vista, sus miradas se encontraron y le dedicó una expresión afable y cortés.
—Si no te importa, dile al general que estoy haciendo averiguaciones sobre los caballos que mencionó ayer. Le informaré mañana.
Ella escrutó sus ojos y luego asintió.
—Sí, claro.
Él compuso una sonrisa plácida.
—Espero que hayas disfrutado de nuestro paseo.
—Oh, sí. Ha sido muy agradable, gracias.
Demonio intensificó su sonrisa.
—Que hayas disfrutado son gracias suficientes para mí. —Extendió el brazo por detrás de Flick e hizo sonar la campanilla. A continuación la miró a los ojos un instante y luego se inclinó con una cortesía exquisita—. Entonces me voy. Adiós.
Se volvió y bajó los escalones, mientras ella lo despedía con actitud titubeante. La puerta principal se abrió cuando él acababa de subirse a la calesa y se disponía a empuñar las riendas. Antes de marcharse le lanzó una última mirada a Flick, que seguía de pie en las escaleras con la sombrilla abierta contemplando su marcha.
Los labios de Demonio dibujaron una sonrisa. No le resultaba difícil imaginar la expresión del rostro de Flick, la perplejidad en sus grandes ojos azules. Sonriendo aún más, fustigó a sus caballos y se fue en dirección al Heath.
Regresó a la mansión a la mañana siguiente, hacia las once, con el pretexto de ver al general.
Jacobs le abrió la puerta; Demonio cruzó el umbral y se encontró con que la esposa del párroco, la señora Pemberton, una mujer de gran corazón, estaba dando un sermón. Su púlpito era el salón delantero y su público, la señora Fogarty y Jacobs, quien, según advirtió Demonio, había dejado la puerta principal abierta. Dedujo que la señora Pemberton debía de estar a punto de marcharse.
Con la llegada de Demonio la señora Pemberton perdió el hilo de su discurso, pero volvió a recuperarlo cuando lo reconoció.
—¡Señor Cynster! ¡Perfecto!
Demonio contuvo una mueca de dolor. La señora Pemberton se dirigió a él muy animadamente.
—Acabo de preguntar por el general y me han dicho que «no se le puede molestar». —Lanzando a Fogarty una mirada cargada de severidad, la señora Pemberton depositó su mano sobre el brazo de Demonio—. Tengo un mensaje muy importante para él; le agradecería a usted profundamente que se lo dijera la próxima vez que tenga el placer de verlo.
La señora Pemberton no tenía un pelo de tonta. Demonio tomó la mano que ella le tendía, y la estrechó.
—Estaré encantado, señora. —No podía negarse.
—Excelente. Bueno, lo que quiero decir es… —Miró a la señora Fogarty fijamente—. Gracias, no la molestaré más, señora Fogarty.
La señora Fogarty le lanzó a Demonio una mirada elocuente y, a continuación, hizo una reverencia y se retiró.
La señora Pemberton se volvió y fijó su mirada en Jacobs.
—El señor Cynster me acompañará a la puerta. Por favor, transmítale mis saludos a la señorita Parteger cuando llegue.
Jacobs no recibió sus palabras con agrado, pero no tuvo más remedio que inclinarla cabeza, cerrar la puerta y retirarse él también.
La señora Pemberton dejó escapar un suspiro y miró a Demonio.
—Ya sé que sólo intentan proteger al general, pero de verdad… No puede permanecer encerrado en su biblioteca a todas horas, sobre todo siendo el tutor de una jovencita.
Con un ademán elegante, Demonio señaló el asiento tapizado que ocupaba el hueco del fondo del salón. La señora Pemberton accedió a sentarse. Colocando las manos sobre su regazo, lo miró y él se sentó junto a ella.
—El propósito de mi visita es hacer que el general comprenda el alcance de sus obligaciones para con la señorita Parteger. Hasta ahora todo ha ido razonablemente bien, pero ahora la chica ha cumplido una edad en la que convendría que él adoptase un papel más… activo.
Demonio arqueó las cejas con aire inocente, animándola a seguir. La señora Pemberton frunció los labios.
—Esa joven debe de haber cumplido ya los diecinueve y apenas sale de esta casa, al menos no en el sentido social. Nosotras, las señoras del distrito, hemos hecho todo lo posible, hemos enviado montones de invitaciones a Hillgate End, pero hasta ahora el general siempre se ha negado a moverse. —La señora Pemberton sacudió el mentón con firmeza—. Me temo que eso no es bueno. Sería una verdadera lástima que una joven tan preciosa se marchitara y acabara convirtiéndose en una solterona sólo porque el general no sale de su biblioteca y no realiza correctamente sus labores de tutor.
—Ya… —exclamó Demonio, evasivo.
—Tenía especial interés en hablar con él porque voy a organizar un baile en la parroquia, sólo para los jóvenes de la localidad, dentro de tres noches. Nosotras, las demás señoras y yo, creemos que es absolutamente necesario que el general ponga más empeño en que la señorita Parteger socialice algo más. ¿Cómo si no va a encontrar marido la pobrecilla? —Extendió las manos a modo de súplica, pero, por fortuna, no esperaba una respuesta—. El baile en la parroquia sólo será un modo de empezar, sin demasiada gente para no abrumar a la chiquilla. ¿Le transmitirá mi mensaje al general? Y tal vez, si puede, explíquele que necesita prestar más atención al futuro de la señorita Parteger.
Demonio la miró y asintió enérgicamente.
—Veré qué puedo hacer.
—¡Bien! —La señora Pemberton sonrió mientras Demonio la acompañaba hasta la puerta—. Entonces, me marcho. Si la ve, dígale a la señorita Parteger que he venido.
Mientras la señora Pemberton se marchaba, Demonio hizo una reverencia a modo de despedida y se quedó pensando en sus últimas palabras.
Decidió que le diría a la señorita Parteger que había venido, pero no de inmediato. Se volvió y se encaminó con aire despreocupado hacia la biblioteca.
Al cabo de media hora encontró a Flick en el salón de la parte de atrás. Estaba recostada entre los cojines del sofá, con las piernas recogidas bajo la falda del vestido y con un plato de nueces peladas en la mesa que tenía junto a ella. Estaba completamente absorta en la lectura de un libro, y, sin apartar la mirada de la página, extendió la mano para coger una nuez; sin perderse una sola línea, se llevó la nuez a los labios y se la metió en la boca.
Con el sermón de la señora Pemberton resonándole todavía en los oídos, examinó el vestido azul que en esos momentos ocultaba los encantos de la señorita Parteger. Si bien su vestuario no obtendría el calificativo de «elegantísimo», no había, a su juicio, nada malo en la sencillez de sus vestidos: recalcaba, subrayaba y enfatizaba la belleza del cuerpo que los lucía.
Lo cual —ya lo había decidido— era, definitivamente, de su gusto.
El cuerpo, la belleza y los vestidos sencillos.
Apartándose del marco de la puerta en el que estaba apoyado, se incorporó y entró en la habitación.
Flick levantó la vista con un sobresalto.
—¡Ah! ¡Hola! —Empezó a componer una de sus inocentes sonrisas de bienvenida, pero cuando Demonio se detuvo ante ella, recapacitó, y el tenor de su saludo de bienvenida cambió. Le sonrió de todos modos, pero de un modo más controlado, observándolo con cautela.
Le devolvió la sonrisa con complacencia, pues en su fuero interno se sentía satisfecho de que al fin empezase a verlo con otros ojos.
—Ya he terminado de hablar de caballos con el general. Me ha invitado a almorzar y he aceptado. Hace un día precioso, ¿quieres venir a dar un paseo hasta que esté listo el almuerzo?
Lo tenía de pie frente a ella, con toda su presencia, pidiéndole que fuese a dar un paseo con él… lo cierto es que Flick no tenía opción. Si bien una parte de su mente se dio cuenta de ello, la otra estaba encantada, ansiosa por explorar la nueva relación, extrañamente excitante y no demasiado segura, que había surgido entre ambos. Flick no la entendía, y todavía tenía que decidir adónde creía él que le llevaba, pero la verdad es que se moría de ganas de saberlo.
—Sí, venga. Vamos a dar un paseo.
Le ofreció la mano y dejó que la ayudara a levantarse. Al cabo de unos minutos estaban en el césped, paseando el uno junto al otro.
—¿Alguna novedad respecto a Bletchley?
Demonio negó con la cabeza.
—Lo único que ha hecho es sondear a algunos de los jinetes.
—¿Nada más?
Negó con la cabeza de nuevo.
—Al parecer se están concentrando en la jornada de Craven, y para eso todavía faltan varias semanas. Sospecho que la organización ha dado a Bletchley tiempo suficiente para organizarlo todo, es posible que sus jefes no entren en escena todavía.
—¿Crees que esperarán a que falte muy poco para la jornada de carreras para poder comprobar los avances de Bletchley?
—Esperarán a que falte poco, pero no muy poco. Se necesita tiempo para colocar a todos los implicados en sus puestos para obtener la máxima tajada de una carrera amañada.
—Ya… —Reflexionando sobre sus palabras y sobre la probabilidad de que Dillon todavía tuviese que permanecer escondido en la casa en ruinas varias semanas más, Flick frunció el ceño.
—¿Has estado alguna vez en Londres?
—¿En Londres? —exclamó, sorprendida—. Sólo cuando viví con mi tía después de la muerte de mis padres. Creo que no estuve allí más que unas cuantas semanas.
—Confieso mi sorpresa de que nunca hayas sentido el deseo de ir a la capital a ser el centro de todas las miradas.
Flick volvió la cabeza y escudriñó su rostro; para su sorpresa, no lo decía en broma, tenía la mirada fija y su expresión era franca, bueno, todo lo franca que podía ser.
—Pues… —Vaciló unos instantes y luego se encogió de hombros—. La verdad es que nunca se me ha pasado por la cabeza. Está tan lejos y es todo tan desconocido. Si te soy sincera —dijo, enarcando las cejas—, no sé qué quiere decir exactamente eso de ser «el centro de todas las miradas».
Demonio sonrió.
—Que la sociedad se fije en ti por cómo vas vestida o por tus hazañas.
—¿O por tus conquistas?
Sonrió aún más.
—Eso también.
—Ah, bueno. Entonces eso explica mi falta de interés. No me interesa demasiado ninguna de esas cosas.
Demonio no pudo contener su mueca burlona.
—Una jovencita a la que no le interesan los vestidos ni las conquistas… querida, vas a romper los corazones de las casamenteras.
La expresión que vio en su rostro cuando se encogió de hombros dejaba claro que no le importaba lo más mínimo.
—Pero —prosiguió Demonio— me sorprende que no te guste bailar. A la mayor parte de las mujeres a las que les gusta montar a caballo también les gusta bailar.
Ella hizo un mohín.
—No he dedicado demasiado tiempo a eso. Por aquí no se organizan muchos bailes, ¿sabes?
—Pero sí están los bailes de rigor. Recuerdo vagamente que hace unos años mi tía abuela siempre me estaba insistiendo para que asistiese.
—Bueno, sí, sí se celebran los típicos bailes de vez en cuando. Suelen mandarnos invitaciones, pero el general está siempre tan ocupado…
—¿Llega a ver las invitaciones?
Flick levantó la vista, pero no supo cómo interpretar la mirada azul de Demonio. Y, pese a todo… ladeó la barbilla.
—Yo me encargo de su correspondencia. Es inútil molestarlo con esa clase de invitaciones, nunca ha asistido a esos eventos.
—Ya veo. —Demonio la miró a la cara, o a lo que se veía bajo su halo dorado. Sin previo aviso, la tomó de la mano. Con movimiento rápido, la levantó y la hizo girar sobre sí misma, sin sorprenderse de que, a pesar de estar asustada, reaccionase con calma, con elegancia y con pie firme; con una facilidad innata.
Cuando se detuvo, mientras cesaba la ondulación de su falda, Demonio la miró a los ojos.
—En mi opinión —murmuró, soltándole la mano—, te gustará mucho bailar.
Flick disimuló su preocupación y se preguntó si habría hecho ese comentario con voluntad críptica. Antes de que tuviera tiempo de averiguarlo, la campanada que anunciaba la hora del almuerzo resonó por todo el jardín.
Demonio le ofreció el brazo.
—¿Vamos a reunirnos con el general?
Y eso hicieron. Sentarse a la mesa del comedor con el general a su derecha y Demonio enfrente se estaba convirtiendo en una situación cómoda y familiar. Flick se relajó; sus nervios, que en los días anteriores se habían tensado cada vez que Demonio rondaba cerca, se apaciguaron. Empezó a charlar con su efervescencia habitual, y, de algún modo, tuvo la sensación de que por fin tenía la situación bajo control.
Hasta que el general soltó su tenedor y la miró fijamente.
—Esta mañana ha venido la señora Pemberton.
—Ah.
Flick ya lo sabía, por eso precisamente había corrido a refugiarse en el salón de la parte de atrás, pero le sorprendía que el general lo supiese, pues ella, Foggy y Jacobs hacía ya mucho tiempo que habían acordado que se asegurarían de que las damas de la sociedad local no importunasen al general con sus exigencias. Examinó la habitación, pero Jacobs se había retirado. ¿Habría llegado a molestar la señora Pemberton al general pese a todas sus precauciones?
—Bueno —prosiguió el anciano—. Al parecer, va a ofrecer un baile para los jóvenes del lugar. A nosotros los viejos se nos permite ir a mirar. —Advirtió la mirada perpleja de Flick—. Creo que deberíamos asistir, ¿no te parece?
A Flick no se lo parecía, pues preveía toda clase de complicaciones, incluyendo la posibilidad de que el general descubriera cuántas invitaciones de naturaleza similar había rechazado en tiempos recientes. Miró a Demonio y de repente le vino la inspiración.
—La verdad, no tengo ningún vestido apropiado para la ocasión.
El general se echó a reír.
—Ya sabía que dirías eso, de modo que he hablado con la señora Fogarty y me ha dicho que hay una modista muy buena en High Street. Mañana te acompañará a que te hagan un vestido.
—Ah. —Flick parpadeó. El general le sonrió, con una pregunta esperanzada en los ojos—. Bueno… gracias.
Satisfecho, le dio una palmadita en la mano.
—Me apetece muchísimo asistir a ese baile. Tengo la sensación de que hace siglos que no hago una cosa así. Solían gustarme mucho los bailes cuando vivía Marjorie. Ahora soy demasiado viejo para bailar, pero me muero de ganas de sentarme a ver cómo bailas.
Flick se lo quedó mirando. Un sentimiento de culpa por haberlo privado de un entretenimiento inocente durante tantos años le remordió la conciencia, pero lo cierto es que no acababa de creerlo. A él no le gustaba la vida social, ya había expresado su opinión sobre las mesdames locales y sus actividades en numerosas ocasiones. Flick no lograba entender por qué se le había metido en la cabeza esa idea.
—Pero… —dijo, aferrándose a su último pretexto— no conozco a ninguno de los caballeros locales lo bastante bien como para formar pareja de baile con ellos.
—Bah, no te preocupes por eso. Demonio se ha ofrecido a acompañarnos, será tu pareja y te enseñará unos cuantos pasos y todo eso. Justo lo que necesitas.
Flick no opinaba lo mismo. Con expresión perpleja, miró a Demonio y él le sostuvo la mirada. La muchacha descubrió en sus ojos una sonrisa más elocuente que cualquier palabra: ¡había sido él quien le había metido esa idea en la cabeza al general!
Demonio tenía los ojos azules, pero Flick vio un destello rojo en ellos. Lo cierto es que la tenía atada de pies y manos: hiciera lo que hiciese, el general no iba a dar su brazo a torcer. Y, como bajo su capa externa de complacencia el general estaba extremadamente preocupado por la falta de experiencia social de ella, Flick acabó accediendo con una dulzura que no casaba en absoluto con su carácter.
Su torturador, como cabía esperar, se batió en una estratégica retirada en cuanto hubo conseguido su objetivo. Flick apretó los dientes con fuerza: ahora tendría que aprender a bailar nada menos que… ¡con él! Con el pretexto de que quería llegar temprano a los entrenamientos de la tarde, Demonio se levantó de la mesa y se marchó.
Toda su hostilidad desapareció en cuanto él se hubo marchado. Siguió charlando con tranquilidad con el general al tiempo que tomaba nota mentalmente de decirle al protegido de este lo que pensaba de su estratagema manipuladora, y muy especialmente de sus consecuencias, haber preocupado aún más al general, en cuanto estuviese un momento a solas con él.
Pero ese momento no llegó hasta que acudieron al salón de la parroquia, bajo la mirada atenta de todo el mundo. Flick estaba de pie, con la cabeza erguida y las manos entrelazadas, junto a la silla del general, y Demonio, imponente, esbelto y rabiosamente elegante, junto a ella.
Todos tenían puesta la mirada en ella que, si bien desconcertada, no estaba sorprendida: también a ella la había asombrado el aspecto que ofrecía. Lo único que había hecho era ponerse el vestido nuevo y el collar y los pendientes de aguamarina que le había regalado el general en su último cumpleaños, pero cuando se miró al espejo lo que vio fue toda una revelación.
Según lo estipulado, había acudido a la modista en compañía de Foggy, una súbita conversa al concepto del baile. La modista, Clotilde, se había mostrado asombrosamente dispuesta a dejar a un lado todos sus encargos para diseñar un vestido adecuado para ella. Adecuado, había insistido Clotilde, significaba de seda azul claro, exactamente el mismo color de sus ojos. Tras calcular el coste del tejido, Flick puso algún reparo y sugirió como alternativa una gasa fina, pero Clotilde desechó la idea de inmediato y le ofreció un precio que no pudo rechazar. Accedió a que el vestido fuese de seda, y se llevó una nueva sorpresa.
El vestido susurraba a su alrededor, y se deslizaba sobre su piel como no lo hacían los algodones finos a los que estaba acostumbrada. Se adhería a su cuerpo, se desplazaba y se deslizaba, y era fresco y cálido a la vez. En cuanto al aspecto que tenía enfundada en el… no reconoció a la hermosa mujer esbelta y de pelo dorado que la miraba con unos inmensos ojos azules.
El color del vestido resaltaba sus ojos, parecían más grandes, más alargados, y el tejido insinuaba unas curvas en las que, hasta entonces, no se había fijado.
Demonio, en cambio, sí se había fijado, y mucho, en esas curvas, en sus ojos, en ella. Cuando Flick bajó las escaleras para encontrarse con él, que la esperaba en la entrada, Demonio empezó a parpadear y luego, muy despacio, le sonrió. Demasiado intensamente para el gusto de Flick. Demonio se adelantó unos pasos, la ayudó a bajar los últimos peldaños y luego la acompañó con la mano para que diera una vuelta entera delante de él.
Cuando dejó de girar la miró a los ojos, tomó su mano y le rozó las puntas de los dedos con los labios.
—Estás preciosa —murmuró, con los ojos azules encendidos.
Flick se sintió como un plato apetitoso al que Demonio estuviera a punto de comerse. Por fortuna, el general apareció en ese momento y corrió hacia él.
El trayecto hasta Lidgate consistió, como de costumbre, en una charla sobre caballos, pero en cuanto entraron en la parroquia, por un acuerdo tácito, ya no volvió a hablarse más de ese tema. La señora Pemberton les dio una efusiva bienvenida, y se alegró especialmente de la presencia de Demonio.
Flick lo miró de reojo: estaba inspeccionando la sala, que se iba llenando despacio a medida que iban llegando los invitados. El general le daba mucha importancia a la puntualidad, de manera que fueron de los primeros en llegar. Sin embargo, los demás invitados no tardaron en acudir; desde que pusieron los pies en la parroquia estuvieron tan ocupados devolviendo cortésmente los saludos que les dedicaban los demás que no tuvieron ocasión de conservar.
Y todos los miraban. La mitad tenían los ojos puestos en ella y los demás, en él. Y no era de extrañar: Demonio iba vestido de negro, un color que le daba a su pelo claro el resplandor de un rubio brillante y realzaba el azul de sus ojos. El corte severo de su chaqueta, el chaleco de satén perla y los pantalones ponían de relieve su altura, la amplitud de sus hombros y sus piernas largas y fuertes. Siempre tenía un aspecto elegante, pero por lo general de un modo indolente y despreocupado. Aquella noche, era la imagen del típico libertino londinense, de la cabeza a los pies, un depredador llegado directamente de los bailes de sociedad para hacer gala de sus malas artes en el salón de la parroquia.
Flick sonrió para sus adentros al pensarlo.
Demonio se volvió instintivamente hacia ella, como si le hubiera leído el pensamiento, y arqueó una ceja con aire burlón. Ella vaciló unos instantes, pero estando tan cerca del general no podía reprenderle tal como se merecía por haberla metido en aquello: en aquella sala, en aquel vestido y en aquella situación. Con una mirada muy elocuente, levantó la barbilla y apartó la vista bruscamente.
La señora Pemberton apareció delante de ellos.
—Permítanme que les presente a la señora March y a su familia de Grange.
La señora March asintió con aprobación a la reverencia de Flick, sonrió con agradecimiento a la elegante inclinación de Demonio y a continuación se volvió para hablar con el general.
—Y esta es la señorita March, a quien todos conocemos como Kitty.
Una chica joven ataviada con un vestido blanco se ruborizó e hizo una reverencia.
—Y su amiga, la señorita Avril Collins.
La segunda jovencita, una morena vestida de muselina amarilla, hizo una reverencia con bastante más aplomo.
—Y Henry, que esta noche es el acompañante de su hermana y de la señorita Collins.
Henry era a todas luces un March, rubio como su hermana. Se puso colorado como un tomate y se inclinó para realizar la reverencia más rígida que Flick había visto en su vida.
—Es un en… norme p… placer, s… señorita Parteger.
La señora Pemberton se alejó y, al cabo de un segundo, volvió con la señora March y se llevaron al general adónde los invitados de mayor edad estaban reunidos para charlar y contar chismes.
—Y dígame, ¿hace mucho tiempo que vive por aquí?
Flick se volvió y vio a Henry March mirándola con gesto grave. También a su hermana, que había estado observando su vestido de seda azul, parecía interesarle la pregunta. No así a Avril Collins, que se mostraba descaradamente interesada en Demonio.
—Casi toda mi vida —respondió Flick, con la mirada clavada en el rostro de Avril Collins—. Vivo con el general en Hillgate End, al sur del hipódromo.
Los labios protuberantes de Avril —que, por supuesto, llevaba pintados de carmín— esbozaron una leve sonrisa.
—Yo sé —dijo con una risita entrecortada mientras levantaba un dedo y daba un golpecito en la chaqueta de Demonio— que usted vive en Londres, señor Cynster.
Flick miró a Demonio a los ojos. Él sonrió, aunque de un modo distinto al que ella estaba acostumbrada: era una sonrisa cortés, pero fría y distante.
—En realidad sólo paso temporadas en Londres. El resto del año vivo cerca de Hillgate End.
—El general lleva un registro de los antecedentes y el pedigrí de los caballos, ¿no es cierto? —comentó Henry March, dirigiéndose a Flick—. Eso debe de ser apasionante. ¿Lo ayuda usted con el registro de los caballos?
Flick sonrió.
—Es interesante, pero yo no le ayudo demasiado. Por supuesto, de lo único que se habla en casa es de caballos.
La expresión radiante de Henry indicaba que vivir en semejante casa sería para él como estar en el cielo.
—¡Bah, caballos…! —exclamó Avril arrugando la nariz, al tiempo que le lanzaba a Demonio una mirada abiertamente sugerente—. ¿No le parecen las más aburridas de las criaturas?
—No. —Demonio la miró a los ojos—. Yo me dedico a la cría de caballos.
Flick casi sintió lástima por Avril Collins; a propósito, Demonio dejó que el silencio se prolongara hasta rozar la incomodidad y luego se volvió hacia Henry March.
—Soy el dueño de las caballerizas que hay al oeste de la carretera de Lidgate. Venga a vernos alguna vez si le interesan los caballos. Si yo no estoy allí, mi capataz le mostrará el lugar. Sólo tiene que mencionar mi nombre.
—G… gracias —tartamudeó Henry—. Eso me en… en… encantaría.
La señora Pemberton se presentó con otro grupo de jóvenes. La nueva ronda de presentaciones permitió que Kitty March se llevase a su desdichada amiga. Kitty tiró de la manga de la chaqueta de su hermano, pero este la miró frunciendo el ceño y luego volvió a concentrarse en su evidente adoración de Flick.
La misma actitud adoptaron los dos miembros masculinos del nuevo grupo, ambos jóvenes caballeros de fincas vecinas. Un tanto desconcertada por sus conmovedoras miradas, Flick hizo todo lo posible por entablar una conversación racional, pero todos sus intentos fracasaron ante sus expresiones bobaliconas y sus respuestas torpes.
Aunque su torpeza no era nada comparada con la estupidez y la sosería de sus hermanas. Flick no estaba segura de qué era lo que le ponía más nerviosa.
—No —dijo, armándose de paciencia—, no voy a todas las carreras. El Jockey Club le envía todos los resultados al general.
—¿Y usted le pone los nombres a todos los potrillos que nacen? —preguntó una de las chicas, mirando a Demonio con ojos desorbitados.
Lanzando un suspiro de resignación, arqueó las cejas.
—Supongo que sí.
—¡Oh! ¡Qué emocionante! —La joven se llevó las manos al pecho y las entrelazó—. Pensar nombres bonitos para todos esos potrillos tan tiernos, que no dejan de tambalearse sobre sus temblorosas patas…
Flick se volvió de inmediato para dirigirse a su grupo de admiradores.
—¿Alguno de ustedes viene a Newmarket a ver las carreras?
Se esforzó por encontrar temas de conversación en los que aquellos jóvenes pudieran aportar algo más que dos palabras. La mayoría de dichos temas tenían que ver con las carreras, los caballos y los carruajes. Al cabo de unos minutos, Demonio aportó un comentario a la conversación del grupo de Flick, y transcurrido otro minuto, ya había conseguido juntar los dos grupos; eso no alegró demasiado a las jóvenes damas, pero, a pesar de todo, no se marcharon.
Lo cual fue una lástima, pues la señora Pemberton volvió a aparecer con una nueva remesa de admiradores y admiradoras para Flick y para Demonio. Ella se encontró hablando con cinco hombres, mientras que Demonio tenía en sus manos —en sentido figurado— a seis jóvenes damiselas. Y una joven dama no tan joven ni tan inocente.
—Qué deliciosa sorpresa encontrar a un caballero como usted en una reunión como esta… Por si no sabe cómo me llamo, mi nombre es señorita Henshaw.
Al oír esa voz ronca, Flick se volvió rápidamente.
—Y usted… usted monta esa yegua tan bonita, ¿no es cierto? La de los jarretes blancos.
Distraída, Flick se volvió para responder a uno de los recién incorporados.
—Sí. Esa es Jessamy.
—¿Y practica el salto con ella?
—No mucho.
—Pues debería. He visto caballos con su misma constitución física en los hipódromos; lo haría muy bien, hágame caso.
Flick negó con la cabeza.
—Jessamy no es…
—Permítame el atrevimiento, pero usted, al ser mujer, no debe de saberlo. Créame: tiene buenas patas y mucha resistencia. —El jovial joven, seguro de sí mismo e hijo de un potentado local, le sonrió; era la personificación del varón condescendiente—. Si quiere podría disponer de un jinete y un entrenador para usted.
—Sí, pero… —empezó a decir uno de sus mayores admiradores—. Vive con el general, que es quien lleva el registro genealógico de los caballos.
—¿Y qué? —El joven jovial y seguro de sí mismo arqueó una ceja con desdén—. ¿Qué tienen que ver los viejos registros genealógicos con esto? Aquí estamos hablando de caballos.
Se oyó una risa gutural por donde se encontraba Demonio. Flick apretó los dientes.
—Para su información —el tono de su voz puso fin a cualquier discusión e hizo parpadear al joven jovial y seguro de sí mismo—, Jessamy es una inversión. Como yegua de cría, posiblemente posee la mejor línea genealógica de este país. Puede estar seguro de que no pienso ponerla en peligro en ninguna carrera de obstáculos.
—Ah —fue lo único que acertó a decir el joven jovial y seguro de sí mismo.
Flick se volvió para encargarse de la señorita Henshaw, la de la voz gutural… y se encontró con una mujer de cabello negro, una belleza deslumbrante que no dejaba de reír y de sonreír apoyándose en todo momento en Demonio y acercando el rostro a escasos centímetros del suyo. Flick se percató al instante de que era mucho más alta que ella, de manera que su cara, levantada hacia arriba, quedaba mucho más próxima a la de Demonio, y sus labios mucho más cerca de los de él…
—¡Y ahora, queridos amigos…!
Todos los presentes se volvieron hacia donde estaba la señora Pemberton, que dio unas cuantas palmadas para atraer la atención.
—Ahora —repitió cuando todo el mundo se quedó en silencio—, ha llegado el momento de que encontréis pareja para el primer baile.
Hubo un instante de silencio y a continuación cierto alboroto: todos los jóvenes varones estaban tomando posiciones. Un coro de invitaciones y aceptaciones inundó el aire.
Flick se encontró frente a tres jóvenes ansiosos… que habían dejado a un lado al joven jovial y seguro de sí mismo.
—Mi querida señorita Parteger, ¿querría usted…?
—Le ruego, si tiene usted la bondad…
—¿Me haría el honor de concederme…?
Flick parpadeó ante sus rostros aniñados… todos parecían tan jóvenes… Aunque no necesitaba levantar la mirada para saber que la seductora señorita Henshaw estaba haciendo revolotear sus pestañas con los ojos clavados en Demonio, quería hacerlo. Quería…
—La verdad —dijo una voz profunda y grave muy cerca de su oído derecho— es que el primer baile de la señorita Parteger es mío.
Demonio le cogió la mano con firmeza. Flick levantó la vista y lo vio sonriendo a sus jóvenes admiradores con un aire de superioridad aplastante. No había la más mínima probabilidad de que le disputasen el honor.
El alivio que sintió Flick fue bastante significativo, pero sus razones no eran muy claras. Por suerte, no tenía que pensar en eso. Demonio la miró y enarcó una ceja. Ella inclinó la cabeza con elegancia mientras él le soltaba suavemente la mano y la depositaba encima de su manga; mientras se la llevaba al centro de la sala, los demás iban retrocediendo. La pista de baile no tardó en despejarse.
El baile iba a ser un cotillón. Mientras Demonio se disponía a formar una figura, Flick susurró:
—Conozco la teoría, pero la verdad es que nunca he bailado nada que se le parezca.
Él dibujó una sonrisa tranquilizadora.
—Limítate a copiar lo que haga la otra señora. Si sales en la dirección equivocada, yo te rescataré.
Pese a todo, pese a la mueca de desdén que Flick le dedicó, aquella promesa le pareció muy reconfortante.
Adoptaron sus posiciones, y empezó la música. A pesar de todas sus preocupaciones, Flick logró seguir el ritmo enseguida. Los giros, las inclinaciones y los vaivenes eran muy repetitivos, así que no resultaba tan difícil no perderse. Además, la mano de Demonio era muy tranquilizadora: cada vez que le apretaba ligeramente los dedos, Flick recobraba el equilibrio, aunque no lo hubiese perdido.
Cuanto más bailaba más segura se sentía, al menos lo bastante como para conseguir no arrugar la frente y sonreír cada vez que su mirada se encontraba con la de él. Cuando Demonio la impulsó para que diese el giro final, Flick le sonrió por encima de su hombro y a continuación se inclinó y exageró su reverencia, a la que él respondió con un saludo igualmente exagerado.
Demonio la ayudó a incorporarse y se preguntó si Flick se daría cuenta de lo mucho que le brillaban los ojos, de lo maravillosamente natural y espontánea que resultaba su alegría. Era tan distinta a las demás damas de la sala… todas pendientes de medir sus palabras y sus expresiones, cuando no de emplearlas recurriendo a una astucia maquiavélica. Flick no tenía reparos en mostrar cuánto estaba disfrutando, y eso no era demasiado habitual entre las damas que frecuentaban los bailes de sociedad. La euforia, aunque fuese sincera, no figuraba entre las costumbres aceptadas en aquellos eventos.
Y, sin embargo, así era Flick; ante su sonrisa radiante y sus ojos risueños Demonio no pudo sino responder con otra sonrisa igualmente sincera.
—Y ahora —dijo, e inhaló profundamente para atraerle luego hacia sí y mirarle a los ojos—, tenemos que regresar a nuestras obligaciones.
Ella se echó a reír.
—¿Y qué obligaciones son esas?
Las obligaciones a las que aludía consistían en bailar con el resto de jóvenes que se habían concentrado en el salón de la parroquia con ese propósito. Acababan de volver al flanco de la sala cuando alguien tomó a Flick de la mano con la intención de que le concediera el siguiente baile. Su otra mano seguía apoyada en el brazo de Demonio. Flick lo miró, y él le dedicó una sonrisa tranquilizadora, le apretó ligeramente los dedos y la soltó.
Mientras daba vueltas y más vueltas por la sala, Flick vio a Demonio, también dando vueltas, en compañía de la hija del párroco. Con la mirada perdida entre la multitud, se volvió para sonreír con agrado a su pareja de baile, Henry March.
Los bailes se sucedieron, pero entre uno y otro siempre se dejaba tiempo suficiente para que las parejas conversaran un poco, para que se conocieran mejor, para que diesen sus primeros pasos en sociedad. A. fin de cuentas, el baile se había organizado para eso. Los miembros más mayores de la concurrencia estaban sentados al fondo de la sala, sonriendo y asintiendo, observando con benevolencia a sus vástagos relacionándose entre ellos.
Una vez cumplido su deber como anfitriona, la señora Pemberton se dejó caer en una de las sillas que había junto al general. Por suerte, el general estaba conversando muy animadamente con el párroco, y la señora Pemberton no los interrumpió. Con gran alivio, Flick apartó la mirada. Demonio, de pie a su lado, apoyó su peso en la otra pierna. Flick lo miró y él le devolvió la mirada. Y arqueó una ceja con complicidad. Ella se sumergió en sus ojos, intentando identificar lo que traslucían, y a continuación levantó la nariz con gesto altivo y apartó la vista. Y trató por todos los medios de hacer caso omiso del escalofrío que le recorría todo el cuerpo cada vez que Demonio movía la mano y sus dedos rozaban los de ella, arropados por las ondulaciones de la falda del vestido.
Los bailes que siguieron fueron un calvario para Flick: cada vez le costaba más concentrarse en los pasos. En cuanto a sus ojos, descansaban en su compañero en contadas ocasiones. Girando, dando vueltas, lanzaba miradas a través de la multitud, a través de la masa en movimiento constante. Buscando, tratando de localizar…
Vio a Demonio, que estaba bailando con Kitty March. Flick se relajó.
Sin embargo, en el siguiente compás había cambiado de pareja: era la señorita Henshaw. Flick chocó entonces con otra señora y estuvo a punto de aterrizar sobre su trasero.
—Creo —murmuró, avergonzada, sin necesidad de fingir el temblor de su voz— que será mejor que me siente y espere al próximo baile.
Su pareja, un tal señor Drysdale, no tuvo ningún inconveniente en ayudarla a levantarse del suelo.
Cuando Demonio regresó a su lado al final del baile, tal como había hecho al final de cada pieza, Flick ya había recobrado la compostura. Nunca en toda su vida se había reprendido a sí misma con tanta dureza.
¡Era ridículo! ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿En qué estaba pensando? Le vigilaba como si estuviera celosa. Menuda idiota, poniéndose en evidencia de esa manera… Rezó porque Dios no se hubiese dado cuenta; de lo contrario se burlaría de ella sin piedad. Y se lo tendría merecido. No había nada entre ellos, ¡absolutamente nada!
Lo saludó con una tibia sonrisa y apartó la vista de inmediato.
Sus dedos encontraron los de ella en su regazo y tiraron de ellos. A Flick no le quedó más remedio que levantar la vista y encontrarse con su mirada. Una mirada seria, infinitamente penetrante.
—¿Estás bien?
La escudriñó con los ojos, y sabe Dios lo que encontró. Flick inspiró hondo y deseó con toda su alma poder escapar de aquella mirada.
—Sólo me he resbalado, no me he caído.
Un gesto de preocupación ensombreció los ojos de Demonio; apretó los labios, asintió y, muy despacio, retiró la mano.
—Ten más cuidado, al fin y al cabo es la primera vez que asistes a un baile.
Si se hubiera sentido dueña de sí le habría respondido como se merecía, pero el roce de sus dedos había ahuyentado toda su seguridad.
¿Nada? Si aquello, la luz que había ensombrecido los ojos de Demonio para encenderlos después, la sensación de protección, de fuerza que Flick sentía que manaba de él, el nudo que se le había formado en la garganta como respuesta y el ansia que sentía por él, más intensa cada día… si aquello no era nada… ¿qué ocurriría si hubiese algo?
Más consciente que nunca del latido de su corazón, del movimiento de su pecho acorde con su respiración entrecortada, Flick desvió la vista.
Tras dar los primeros pasos del siguiente baile, la joven notó el peso de la mirada de Demonio, concentrado en cada giro, en cada movimiento. Estaba esperándola cuando su pareja la devolvió al margen de la sala de baile. Como si fuese lo más natural, Flick se deslizó a su lado.
Demonio la escudriñó con la mirada, pero no dijo nada… Hasta que la música empezó a sonar de nuevo.
—Si no me equivoco, este es mi baile.
Su tono no admitía objeciones, ni por parte de ella ni por la de sus parejas potenciales. Flick inclinó la cabeza con elegancia, como si hubiese estado esperando oír esas palabras. Y puede que así fuera.
Para él, bailar con Flick por segunda vez cuando todavía quedaban señoritas con las que no había bailado confería al hecho una particularidad que no habría tenido de otro modo: entre todas las demás, la había preferido a ella. Pese a su falta de experiencia en aquellas lides, Flick lo sabía, y estaba convencida de que él también lo sabía.
Se trataba de un baile sencillo que no admitía la interacción con otras parejas: no necesitaban desviar su atención el uno del otro. Desde el instante en que empezó a sonar la música y sus dedos se rozaron, se fundieron en la mirada del otro. Flick apenas oía la música. Se movía por instinto, acompañaba los movimientos de Demonio, respondiendo a sus indicaciones sutiles más con sus sentidos que con sus pies.
Él la miraba a los ojos. El calor de sus ojos, azules como un cielo de verano, la envolvió. Y entonces lo supo: la estaba cortejando, de manera deliberada e intencionada. Con determinación, como sólo él sabía hacerlo. La estaba seduciendo, y aunque la idea pareciese tan rocambolesca que su juicio se negase a aceptarla, sus sentidos sí lo hacían. Su primer impulso fue dar un paso hacia atrás, hacia la seguridad, hacia un punto desde el que pudiese verlo todo y tratar de comprender. Sin embargo, mientras daba vueltas sin cesar, sin dejar ni un momento de mirarle a los ojos, se dio cuenta de que no encontraría nunca un lugar seguro, no existía un lugar donde poder esconderse del brillo incandescente de sus ojos… y lo último que deseaba era echar a correr.
Demonio le sostenía la mirada sin esfuerzo, sin imposición; Flick estaba fascinada, así que seguía dando vueltas y más vueltas. El delicado roce de sus dedos cada vez que la cogía de la mano, su caricia persistente, sutil, cuando la guiaba para que girase sobre sí misma… lo había planeado todo deliberadamente, y lo estaba ejecutando con determinación absoluta. Durante ese baile, Demonio tejió una red en torno a Flick, una red invisible a sus ojos, pero no a sus sentidos.
A Flick se le tensaron todos los nervios, y con cada latido de su corazón fue mejorando su percepción de lo que estaba pasando: Demonio escondía, tras sus roces, una promesa y una tentación, que se reflejaban en sus movimientos en el baile.
Flick se aproximó a él con aire tentativo y levantó la vista cuando él la atrajo hacia sí; sintió la tentación de rendirse, de rendirse a la evidencia de lo que él le estaba diciendo, de ceder y creerse que él quería convertirla en su esposa. Y que la tendría.
El baile siguió y ella se fue alejando hasta que el contacto entre ambos se redujo a un leve roce. Flick oyó entonces su promesa muda: si se rendía, disfrutaría de todos los placeres de la carne, los sentiría.
Demonio era un experto en transmitir ese mensaje, era un maestro en conseguir que la tentación fuese cada vez mayor, y la promesa brillase y reluciese como un lingote de oro.
Cesó la música y terminó el baile, pero la promesa no se desvaneció de los ojos de Demonio.
Cuando Demonio tomó su mano entre las suyas, se la llevó a los labios y le rozó con ellos la punta de los dedos, se sintió como Cenicienta.