Capítulo 5

ESA misma noche, después de cenar, Demonio se retiró al salón de su casa para reflexionar sobre las repercusiones de lo que habían descubierto. Con el ceño fruncido, se paseó por delante de la chimenea, donde una pequeña fogata danzaba alegremente.

Sin embargo, sus pensamientos no eran tan alegres. Estaba completamente absorto en ellos cuando oyó un golpecito en la ventana, cubierta por las cortinas. Atribuyó el ruido a algún insecto o a un gorrión extraviado, y siguió paseando de un lado a otro de la habitación enfrascado en sus pensamientos.

Oyó de nuevo el golpeteo, esta vez más insistente.

Demonio se detuvo. Levantó la cabeza y se quedó mirando la ventana para, acto seguido, atravesar la habitación mientras soltaba unos cuantos tacos. Después de correr las cortinas, vio el mismo rostro que envenenaba sus sueños.

—¡Maldita sea! ¿Se puede saber qué diablos haces aquí?

Flick le lanzó una mirada hostil y luego articuló:

—¡Déjame entrar! —Y le hizo señas con las manos para que le abriese la ventana.

Demonio vaciló unos instantes y luego, mascullando una sarta de epítetos, liberó el pestillo y abrió la ventana.

Apareció en el alféizar una mano enguantada.

—Ayúdame a entrar.

Contra toda lógica, lo hizo. Flick iba vestida con pantalones bombachos; no era su habitual atuendo de mozo de cuadra sino lo que parecían ser unos pantalones viejos y desastrados de Dillon, que, para desesperación de Demonio, le sentaban demasiado bien. Flick se encaramó al alféizar y entró en la sala. Tras soltarle la mano, él cerró la ventana y echó las cortinas.

—Por el amor de Dios, no hables tan alto, sabe Dios lo que pensará la señora Shephard si te oye…

—No me oirá. —Quitándole importancia a sus palabras con un ademán, Flick se acercó al sofá y se sentó en uno de los brazos—. Ella y Shephard están en la cocina, ya lo he comprobado.

Demonio se la quedó mirando fijamente y ella le respondió con una mirada cándida. Muy despacio, Demonio se metió las manos en los bolsillos de los pantalones para resistir la tentación de ponérselas encima.

—¿Lo haces a menudo, salir así vestida, por la noche?

—Pues claro que no, pero sin llamar a la puerta no sabía si te encontraría. Por suerte, he visto tu silueta a través de las cortinas.

Demonio apretó los labios con fuerza; de nada serviría regañarla explicándole que llamar tranquilamente a su puerta y pedirle a su ama de llaves, una mujer de aspecto respetable y mirada perspicaz, que la condujese hasta el salón habría sido, como mínimo, desaconsejable. Seguro que ella no opinaría lo mismo. Decidió dar media vuelta y atravesar la habitación; lo mínimo que podía hacer, dadas las circunstancias, era poner distancia física entre ambos.

Al llegar junto la chimenea, se volvió para mirarla y apoyó la espalda en la repisa.

—¿Y a qué debo el placer de esta grata visita?

Flick entrecerró un poco los ojos.

—He venido a hablar de la situación, por supuesto.

Demonio enarcó una ceja.

—¿La situación?

Flick le sostuvo la mirada un momento, bajó la vista y, con determinación, se quitó los guantes.

—En mi opinión, lo que hemos descubierto hoy pone encima de la mesa un buen número de cuestiones. —Tras colocarse los guantes sobre uno de sus muslos, levantó las manos y señaló sucesivamente las puntas de los dedos—. Primero y más importante: si van a amañar otra carrera, ¿deberíamos informar de ello a las autoridades? Aunque —continuó con el siguiente dedo— cabe tener en cuenta que si se lo decimos a los comisarios eso pondrá sobre aviso al contacto, y desaparecerá junto con la trama que lo relaciona con la organización. Y si eso ocurre, perderemos cualquier posibilidad de salvar a Dillon. O, aún peor —pasó al siguiente dedo—, si informamos a las autoridades y estas interrogan al contacto, puede ser, según lo que nos dijo Dillon, que este se limite a implicarlo, y es muy probable que lo señale a él como el instigador de la trama, protegiendo de este modo a la organización de ser descubierta.

Flick levantó la cabeza y observó la figura de Demonio, que estaba apoyado en la chimenea: era esbelta y alargada, rebosante de elegancia. Si en algún momento Flick había albergado alguna duda respecto a que la intención de él era impedirle que participase en las investigaciones, acababa de quedar disipada con la actitud que estaba teniendo: todo en él rezumaba reluctancia. Tenía los ojos y la atención fijos en ella, pero no mostraba ninguna inclinación a responder. Ladeó la barbilla.

—¿Y bien? ¿Vamos a informar a las autoridades?

Él siguió estudiándola con detenimiento, imperturbable, pero no dijo nada. Frunciendo los labios, Flick arqueó una ceja.

—Repito, ¿qué vamos a hacer?

—No lo he decidido todavía.

—Mmm —ella hizo caso omiso de la brusquedad de sus palabras—. Ese hombre le ofreció al jinete ciento veinticinco libras, una pequeña fortuna para un jinete de carreras. No hay muchas posibilidades de que el jinete se eche atrás.

Él se encogió de hombros y ella lo interpretó como un asentimiento.

—Lo que significa —continuó— que tu caballo lleva todas las de ganar. —Se quedó mirándolo fijamente con los ojos abiertos como platos—. Eso te coloca en una posición bastante incómoda, ¿no te parece?

Demonio se enderezó y, antes de que pudiese abrir la boca, ella siguió hablando.

—Es un dilema terrible: con el deber de ayudar a Dillon por un lado, y tus obligaciones para con el Jockey Club por el otro. Supongo que es un enfrentamiento entre lealtad y honor. —En el mismo tono neutro, preguntó—: ¿Por cuál de los dos te decantarás?

Con las manos hundidas en los bolsillos, se la quedó mirando para, acto seguido, bajar la vista y empezar a pasear por delante del fuego.

—No lo sé. —Le lanzó una mirada teñida de irritación—. Lo estaba pensando cuando apareciste por la ventana.

Iluminaba su mirada una pizca de curiosidad, y ella sonrió.

—He venido para ayudarte. —Hizo caso omiso de su resoplido burlón—. Tenemos que sopesar las cosas, reflexionar sobre nuestras opciones.

—No veo ninguna opción. —Siguió paseándose, con la mirada clavada en el suelo—. El hecho de que uno de mis caballos esté implicado es irrelevante, sólo empeora las cosas. Habiendo descubierto un intento de amañar una carrera, mi deber como miembro del Jockey Club está claro. Debería informar al comité.

—¿Hasta qué punto es incuestionable ese deber?

La miró con dureza.

—Tanto como cualquier deber. No podría, honestamente, dejar que se celebrase una carrera amañada.

—Mmm. Estoy de acuerdo en que no podemos dejar que llegue a celebrarse una carrera amañada, eso por descontado, pero… —Dejó que sus palabras se apagasen por sí solas, sin apartar de Demonio su mirada interrogativa.

Él se detuvo y la miró. Luego enarcó una ceja.

—Pero puedo… —Se interrumpió, mirándola fijamente, y luego inclinó levemente la cabeza— podemos retener la información, de forma legítima, hasta que se aproxime la fecha de la carrera, para darnos más tiempo para seguir al contacto hasta su organización, ¿no es eso?

—Exactamente. Esa carrera es el mes que viene, para el que faltan más de dos semanas. Y los comisarios podrían cancelarla aunque se lo dijésemos minutos antes de que se celebrase.

—Eso no es exactamente así, pero si retenemos la información hasta la semana antes de la carrera eso nos dejaría cinco semanas para localizar a la organización.

—¿Cinco semanas? Eso es mucho tiempo.

Demonio reprimió una mueca cínica. El rostro de Flick resplandecía con una expresión triunfal; aunque en parte era a sus expensas, no tenía ningún deseo de ensombrecerla. Cuando Flick apareció por la ventana él sólo pensaba en singular, mientras que ahora estaba hablando en plural. Lo cual era lo que ella pretendía: para eso había venido.

Entonces Flick se sentó, encaramándose con aire victorioso en el brazo del sofá, balanceando una bota y con una sonrisa de satisfacción en la mirada. Estaba realmente desconcertado ante la comprensión que Flick demostraba tener del honor y las responsabilidades que conllevaba la posición de Demonio. Comprendía el mundo de las carreras, el colectivo y sus tradiciones… una cualidad que nunca había encontrado en ninguna mujer.

Sin embargo, hablar de aquellos asuntos con una persona tan dulce e inocente se le hacía extraño. Sobre todo a última hora de la noche, y en su salón.

Y sin ninguna carabina.

Reanudó sus pasos, esta vez hacia ella.

—Y bien… —dijo la joven con entusiasmo—, ¿cómo encontramos al hombre que hemos visto esta tarde? ¿No deberíamos tratar de localizarlo?

Se detuvo junto a ella, mirándola a los ojos.

—Y vamos a hacerlo. En estos momentos, tres de mis hombres están recorriendo toda la ciudad, buscando en posadas y tabernas.

Flick le sonrió.

—¡Estupendo! ¿Y luego?

—Y luego… —La tomó de la mano, que ella le entregó gustosamente, y la ayudó a levantarse con delicadeza—. Luego lo seguiremos. —Sosteniendo su mirada, bajó el tono de voz hasta hablar en susurros—. Hasta que averigüemos todo lo que necesitamos saber.

Atrapada en su mirada con la mano en la suya y los ojos muy abiertos, musitó un:

—Ah…

Él compuso entonces una luminosa sonrisa. Le envolvió los dedos con la mano y al cabo de sólo un instante sintió cómo se estremecía.

—Encontraremos al contacto y lo seguiremos. —Bajo sus pestañas la mirada de Demonio se posó en los labios de Flick, suaves, brillantes, de un rosa suculento—. Hasta que nos conduzca a la organización, y entonces les diremos a los comisarios todo lo que necesiten.

Cuando utilizaba el plural, no se refería a ella, pero no pensaba decírselo hasta el día siguiente: no había necesidad de estropear la noche.

Alzando las pestañas, volvió a capturar la mirada de Flick, maravillándose con la luminosidad de sus ojos azules. Ambos estaban de pie, con las manos entrelazadas, mirándose a los ojos, a escasos centímetros de distancia, y ella tenía el sofá a sus espaldas. De manera inconsciente, Demonio movió ligeramente los dedos, acariciando la parte posterior de los dedos de la joven.

Flick abrió aún más los ojos, y sus labios se separaron ligeramente. Empezó a respirar con dificultad…

Y entonces pestañeó y entrecerró los ojos. Arrugando la frente, se zafó de la mano de Demonio.

—Ahora me voy.

Demonio, también pestañeando, la soltó.

Ella se apartó a un lado y se dirigió hacia la ventana.

Él la siguió, muy de cerca.

Flick se volvió para mirarlo a la cara, con los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada.

—Supongo que te veré mañana en los establos.

—Supones bien.

Agitó nerviosamente las manos en un intento de apartar las cortinas y él extendió el brazo para descorrerlas.

Ella trató en vano de abrir la ventana de guillotina; él se colocó detrás de ella y puso ambas manos en sendas manillas, una a cada lado de la parte inferior de la ventana.

Atrapándola entre sus brazos, entre la ventana y su cuerpo, sus dedos rozaron los de ella, aferrados a las manillas. Flick inspiró hondo y apartó las manos de improviso para, acto seguido, quedarse paralizada al darse cuenta de que él la rodeaba por completo.

Muy despacio, Demonio tiró de la ventana hacia arriba… hasta abrirla por completo.

A medida que él iba incorporándose, ella hacía lo propio. Con la columna completamente rígida, Flick volvió la cabeza y lo miró directamente a los ojos.

—Te deseo buenas noches.

Sus palabras estaban impregnadas de hielo y escarcha. Luego se volvió hacia la ventana y se sentó sobre el alféizar; detrás de ella, Demonio sonrió, despacio e intensamente.

La joven pasó las piernas al otro lado y se deslizó adentrándose en la oscuridad.

—Adiós.

La voz de ella llegó flotando hasta él. En apenas unos segundos se había convertido en una sombra más, y luego se desvaneció.

Demonio acentuó su sonrisa, curvando los labios tan victoriosamente como lo había hecho ella. La chica no le tenía ninguna aversión, más bien al contrario… las señales habían estado ahí, y él las había leído con toda claridad. No sabía por qué se había apartado de él con tanta brusquedad, por qué se había zafado de su abrazo, pero no sería difícil volver a atraerla hacia él.

Y entonces…

Se quedó de pie junto a la ventana durante cinco largos minutos, con una sonrisa de expectación dibujada en sus labios, contemplando la noche y soñando despierto… antes de que la realidad se impusiese de golpe, como un mazazo… Lo paralizó, le dio escalofríos… Y apagó el fuego que ardía en su interior.

Con el rostro grave, se paró en medio del salón y se preguntó qué diablos le estaba pasando.

Se levantó antes del alba y se dirigió al hipódromo, a sus establos, a ver a Carruthers, que no se alegró en absoluto al saber que ya no contaba con los servicios del mejor mozo de cuadra que había contratado jamás. Tras negarse por primera vez a presenciar los entrenamientos, Demonio se fue haciendo caso omiso de Carruthers, que no dejaba de refunfuñar y enfiló la carretera que iba a su casa, la misma que conducía a la casita en ruinas.

El manto de niebla fina que envolvía los setos y cubría los prados fue tornándose dorado a medida que el alba coloreaba el cielo. Flick surgió de la niebla dorada: era un soñoliento mozo de cuadra subido a lomos de la cansina jaca, rumbo al inicio de una nueva jornada. Demonio sofrenó a sus caballos castaños y esperó a que ella lo alcanzara.

Cuando detuvo a la jaca junto a la calesa Flick ya estaba frunciendo el ceño, y tenía en la mirada una expresión de absoluta suspicacia. Demonio asintió con la cabeza a modo de saludo, con suma cortesía.

—He comunicado tu renuncia a Carruthers, no espera volver a verte por los establos.

Flick frunció aún más el ceño, y habló en su favor que no preguntase el porqué.

—Pero…

—Es muy sencillo: si no hubieses renunciado al trabajo, no me habría quedado más remedio que despedirte. —Buscó sus ojos y enarcó una ceja—. Creí que preferirías renunciar.

Flick escudriñó su mirada, su rostro.

—Dicho así, no me queda otra elección.

Las comisuras de los labios de Demonio se torcieron levemente hacia arriba.

—Ninguna.

—¿Qué historia le has explicado a Carruthers?

—Que tu madre enferma ha fallecido y tienes que irte a vivir con tu tía en Londres.

—Así que ¿ni siquiera puedo pasearme por las inmediaciones?

—Exactamente.

Dio un resoplido de rabia, pero sin demasiada convicción. Al fin y al cabo, ya habían dado con el contacto de Dillon. La mente de Flick iba a toda velocidad.

—¿Y qué me dices de la identidad del contacto? ¿Han descubierto algo tus hombres?

Como estaba a escasa distancia de Demonio, Flick detectó su vacilación: intentaba sopesar rápidamente sus palabras antes de hablar.

—Sí, lo hemos localizado. —La miró atentamente—. Gillies está ahora mismo haciendo las labores de investigación; tiene instrucciones precisas de no perderse detalle. Si aceptases vestirte adecuadamente, tal vez podríamos conversar en un tono más convencional, ¿qué te parece?

Ella arqueó las cejas con aire interrogante.

Demonio le dedicó una sonrisa brillante, una invitación burlona y deslumbrante al coqueteo.

—Ve a casa y cámbiate. Pasaré a recogerte a las once y te llevaré a dar una vuelta por las pistas.

—Perfecto, así podremos hablar de cómo seguir adelante sin correr el riesgo de que alguien nos oiga. —Flick tiró de las riendas, y la jaca dio media vuelta y emprendió de nuevo camino hacia la casita—. Estaré lista a las once.

Su voz llegó flotando hasta Demonio. Las riendas descansaban lánguidamente en sus manos, y Demonio permaneció sentado bajo la luz del sol, cada vez más intensa, observando cómo Flick se iba alejando de él. Con una amplia sonrisa en los labios, tiró de las riendas y puso en marcha su calesa.

Tal como había prometido, cuando Demonio detuvo a sus caballos ante las escaleras de la puerta principal de Hillgate End, Flick estaba lista y esperando, vestida de muselina finísima, protegiéndose del sol con una sombrilla.

Después de soltar las riendas, Demonio se bajó de la calesa. Con el rostro iluminado y una sonrisa en los labios, Flick se acercó con entusiasmo. Era demasiado esbelta para dar brincos, sus movimientos eran más bien gráciles, como si se deslizara. Demonio la observó mientras se acercaba y, con absoluto arrobamiento, cayó presa de su hechizo.

Por fortuna, ella no se dio cuenta, no tenía ni idea. Convencido de ello, Demonio le devolvió la sonrisa. Tomándola de la mano, se inclinó con elegancia y la guio hasta el coche. Ella se subió al vehículo y, cuando Demonio se volvió para seguirla, vio a una sirvienta bajando los escalones a toda prisa.

—Devolveré a la señorita Parteger por la tarde, puede decírselo a Jacobs.

—Sí, señor. —La sirvienta hizo una reverencia.

Encaramándose a la calesa, Demonio tomó asiento y se encontró con la mirada inquisitiva de Flick.

—La señora Shephard ha preparado una cesta de comida, así que no hace falta que volvamos a almorzar.

La joven compuso una expresión de sorpresa y luego asintió con la cabeza.

—Al parecer, hoy va a hacer un día precioso: un picnic es muy buena idea.

Tirando de las riendas, Demonio puso en marcha la calesa y obvió mencionar de quién había sido la idea.

Cuando enfiló el camino de entrada y los caballos franquearon la puerta, Flick ladeó la sombrilla y lo miró.

—Entonces ¿tus hombres han localizado a nuestra presa?

Demonio asintió y tomó el desvío a Dullingham con elegancia.

—Se hospeda en el Ox and Plough.

—¿En el Ox and Plough? —Flick frunció el ceño—. Me parece que no lo conozco.

—No tienes por qué conocerlo. Es un antro de mala muerte situado en la carretera principal, al norte de Newmarket.

—¿Ha descubierto tu hombre el nombre del contacto?

—Se hace llamar por el nada envidiable nombre de Bletchley.

—¿Y es de Londres?

—Por su acento, eso parece. —Demonio sofrenó el paso de los caballos cuando la aldea de Dullingham apareció en el horizonte—. Gillies juraría que Bletchley nació oyendo las campanadas de la iglesia de Bow, en Cheapside.

—Lo que indica —dijo Flick, volviéndose impulsivamente hacia él— que la organización tiene su cuartel general en Londres.

—Eso siempre ha sido una posibilidad. Al fin y al cabo, la base de operaciones más probable de cualquier grupo de hombres ricos y codiciosos es Londres.

—Ya…

Como Flick no continuó hablando, Demonio la miró. Tenía la frente arrugada y la mirada perdida, estaba ensimismada. No era difícil seguir su hilo de pensamiento. Estaba pensando en la organización y en la posibilidad de viajar a Londres para desenmascararlos.

Satisfecho con su ensimismamiento, Demonio decidió no interrumpir sus pensamientos. Cuando dejaron atrás los caseríos de Dullingham, mantuvo a los caballos a un trote regular y no apartó la mirada de los setos que flanqueaban la carretera en busca del pequeño sendero que recordaba de años atrás. Apareció a su izquierda, de modo que aminoró el paso e hizo girar a los caballos.

El sendero estaba plagado de surcos, y, pese a los resistentes cojinetes de la calesa, las sacudidas hicieron que Flick volviera en sí. Agarrándose a la baranda delantera, parpadeó y miró a su alrededor.

—¡Santo cielo! ¿Dónde…? ¡Oh, qué maravilla…!

Demonio sonrió.

—Es un paraje muy bucólico.

El sendero iba a parar a un camino; Demonio condujo a los caballos hacia una zona de hierba.

—Dejaremos la calesa aquí —explicó, al tiempo que señalaba con la cabeza hacia donde unos sauces, iluminados por el sol, extendían sus brazos de cortina de espigas por encima de un arroyo gorgoteante. El sonido del riachuelo inundaba el silencio campestre, la luz del sol se reflejaba en el agua y un arco iris se desplegaba en el aire. Entre los sauces asomaba una extensión de hierba exuberante.

—Podemos extender la manta junto al arroyo y disfrutar del sol.

—¡Oh, sí! Ni siquiera sabía que este sitio existía.

Demonio se apeó de la calesa y ayudó a Flick a bajar; luego, de la parte posterior del vehículo, extrajo la cesta del almuerzo, repleta de comida, y una manta de cuadros. Flick sostuvo entonces la manta en sus brazos y caminó junto a él hasta alcanzar la extensión de hierba.

Dejó a un lado su sombrilla y sacudió la manta. Demonio la ayudó a desplegarla y luego la cogió gentilmente de la mano cuando ella se disponía a sentarse. Esperó a que Flick se acomodase y luego, con elegancia indolente, tendió su figura alargada y esbelta junto a ella.

Había oído a las criadas cuando contaban que sus pretendientes hacían palpitar sus corazones con el repiqueteo de las campanas en domingo. Hasta entonces, esa descripción siempre le había parecido del todo absurda. Sin embargo esa mañana había cambiado de opinión: el corazón le palpitaba a toda velocidad. Decididamente, como el repiqueteo de las campanas en domingo.

Alargó el brazo para coger la cesta que Demonio había dejado a sus pies y la colocó justo entre los dos, para separarlos de algún modo. Era una reacción ridícula —sabía que con él no corría ningún peligro—, pero la solidez de la cesta hacía que se sintiera mucho mejor. Extrajo las servilletas de lino que la señora Shephard había metido entre la comida, y luego el pollo asado, varias lonchas de ternera y unos panecillos tiernos y crujientes. Cuando se dispuso a hablar tuvo que aclararse la garganta.

—¿Prefieres pechuga o muslo?

Levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de Demonio, de un azul encendido.

¿Encendido?

Pestañeó y lo miró de nuevo, pero Demonio ya había apartado la mirada; tenía el brazo extendido y se disponía a alcanzar la botella que asomaba de la cesta.

—Un muslo, de momento.

Su voz sonaba ligeramente… tensa. Con expresión ceñuda, Flick lo observó mientras descorchaba la botella. El tapón cedió sin dificultad y él levantó la vista, pero ya no descubrió nada extraño en sus ojos, ni tampoco en su expresión: sólo vio en ellos el placer que sentía por vivir ese momento. Demonio extendió la mano esperando a que Flick le alcanzara las copas; dejando a un lado todas sus dudas, Flick rebuscó entre la cesta.

Encontró dos copas alargadas y se las dio; el vino emitió un sonido sibilante en las copas. Flick tomó en sus manos la que Demonio le ofreció y se quedó estudiando las diminutas burbujas que ascendían por el líquido de color dorado.

—¿Champán?

—Exacto. —Tras levantar la copa en alto, Demonio tomó un trago—. Un brindis muy apropiado en honor de la primavera.

Flick dio un sorbo; las burbujas le hacían cosquillas en el paladar, pero el líquido fluyó por su garganta muy plácidamente. Se lamió los labios.

—¡Qué rico!

—Sí. —Demonio se obligó a sí mismo a apartar la mirada de sus labios, aquellas curvas de un rosa brillante que tanto ansiaba probar con sus propios labios. Estremeciéndose ante la intensidad de ese deseo, aceptó el muslo de pollo que ella le tendía envuelto con delicadeza en una servilleta.

Sus dedos se rozaron y Demonio percibió el temblor de los de ella, sintió en cada rincón de su cuerpo el estremecimiento incontrolable que recorrió el cuerpo de Flick. Concentrándose en el muslo de pollo, le dio una dentellada y luego fijó la mirada en los prados que se extendían tras el arroyo mientras ella se entretenía —intentaba tranquilizarse— colocando sobre la manta el resto del almuerzo. No fue hasta que ella tomó aliento, tomó un sorbo de champán y empezó a comer, cuando él la miró de nuevo.

—¿Cómo está Dillon?

Ella se encogió de hombros.

—Parece que bien. —Al cabo de un momento, añadió—: La verdad es que no he hablado con él desde la tarde en que nos confesó la verdad.

Demonio volvió a mirar al arroyo para ocultar su satisfacción: estaba encantado de oír que todavía no se había reconciliado con él.

—¿Quién más sabe que está allí? —Miró a Flick y arrugó la frente—. ¿Cómo obtiene comida?

Ella se había terminado el pollo y él la observó mientras se chupaba los dedos, deslizando por ellos su lengua rosada y húmeda; luego se lamió los labios… y lo miró.

Él logró no temblar, no mostrar reacción alguna.

—La única persona que sabe que Dillon está allí, aparte de nosotros, es Jiggs. Es un criado, lleva sirviendo en Hillgate End desde… ¡Huy! Diez años como mínimo. Jiggs le lleva comida cada dos días. Me ha dicho que siempre sobra un poco de asado o de pastel de carne en la despensa. —Arrugó un poco la nariz—. Estoy segura de que Foggy también sabe que Dillon está en algún lugar de por aquí.

—Es muy probable.

Comieron y bebieron en silencio, rodeados del tintineo del arroyo y del zumbido de los insectos, como si fuera una sinfonía de primavera. Con el estómago lleno, Demonio se sacudió las manos y luego se echó por completo sobre la manta. Cruzó los brazos por detrás de la nuca y cerró los ojos.

—¿Le has dicho a Dillon lo que hemos descubierto?

—No le he dicho nada de nada.

Demonio entornó los ojos y se dispuso a observar a Flick: ella recogió las migas de pan y empezó a colocarlo todo dentro de la cesta.

—Creo que no sería buena idea decirle que hemos encontrado a su contacto, por si se le ocurre hacer alguna tontería, como ir a la ciudad a visitar a ese hombre. No le conviene que alguien lo reconozca y acaben deteniéndolo para interrogarlo justo ahora que estamos haciendo progresos.

Demonio tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar un resoplido de cinismo. Dillon no era un hombre temperamental, era perezoso e indolente. La que, con los ojos bien abiertos, se atrevería a entrar en lugares a los que personas más prudentes y sabias no osarían ni acercarse, completamente convencida de su capacidad para provocar los acontecimientos, para hacer que pasasen las cosas, para desenmascarar a la organización, era Flick.

Lealtad, devoción… y un buen trasero, esas eran sus señas distintivas.

La idea se filtró en su cerebro y captó toda su atención; la proyectó por completo en su ángel disfrazado.

Abriendo un poco más las pestañas, escudriñó su rostro: en aquel preciso instante era todo ángel, una creación salida de sus sueños más recientes. La luz del sol le transformaba el pelo en gloria centelleante, enmarcando su rostro en llamaradas de oro. Tenía las mejillas un tanto arreboladas, por el calor del día y del champán. Mientras contemplaba los prados, sus ojos, de un azul suave, grandes y amplios, cobraban vida con inteligencia inocente.

Demonio bajó la mirada hacia la esbelta columna de su cuello, hacia los firmes promontorios que colmaban el corpiño de su recatado vestido, que en su cuerpo lo último que parecía era recatado. La caída del vestido le ocultaba la cintura, las arrugas disimulaban caderas y muslos, pero habiéndola visto tantas veces en pantalones no necesitaba la evidencia para evocar su visión.

Con una sonrisa en los labios, cerró los ojos y se relajó sobre la manta. Esperó hasta que Flick acabó de recoger el contenido de la cesta, se abrazó las rodillas y, con la copa medio vacía en una mano, se quedó quieta disfrutando de la vista.

—Se me ha ocurrido —murmuró entonces Demonio— que ahora que ya hemos identificado a Bletchley y vamos a seguir todos sus pasos y que ya no tienes que cambiarte de ropa ni de caballo mañana y tarde, sería aconsejable que no fueras en ningún momento a la casa en ruinas, por si Bletchley o alguno de sus secuaces decide cambiar las tornas y seguirnos a nosotros con la esperanza de dar con Dillon. Puesto que es crucial para nuestro plan mantener a Dillon escondido y a salvo, lo último que queremos es conducir a la organización hasta él.

—Por supuesto que no. —Flick se quedó pensativa unos instantes—. Le enviaré un mensaje por medio de Jiggs. —Con la mirada perdida en el arroyo, entrecerró los ojos—. Le diré que ya no tiene sentido que trabaje en el establo, que creemos que ronda por allí un miembro de la organización y que no queremos ponerle a él en peligro. —Él asintió con la cabeza—. Eso lo mantendrá quietecito en la casa.

Flick le dio un sorbo a su copa de champán y abandonó todo pensamiento sobre Dillon. Se encontraba a salvo en la casa en ruinas, y podría permanecer allí hasta que ella y Demonio hubiesen resuelto el embrollo en el que los había metido a todos. En una tarde tan maravillosa como aquella, se negaba a pensar ni un minuto más en Dillon. Se apoderó de ella una sensación de placentera tranquilidad. La envolvía una curiosa calidez, como el fulgor de una fogata lejana. No era la brisa, pues sus rizos no ondeaban al viento, ni tampoco el sol, porque no afectaba a todo su cuerpo de una forma tan inmediata; era más bien como una oleada cálida que la invadía por entero, dejándola relajada y extrañamente a la expectativa.

Pero ¿a la expectativa de qué? No le preocupaba, en absoluto: teniendo a Demonio, tan robusto, físicamente tan poderoso, a su lado, no había nada que pudiera amenazarla.

El momento era perfecto, sereno… y extrañamente intrigante.

Había algo en el ambiente, lo percibía en cada poro de su cuerpo, y le resultaba extraño, porque ya no era una chiquilla fantasiosa. Sin embargo, sí sentía una curiosidad acuciante, en este caso, un interés acuciante. Fuera lo que fuese lo que flotaba en el ambiente, titilando como el encantamiento de un hada bajo la luz de mediodía, perteneciente a este mundo pero no lo bastante sustancial para que lo percibieran ojos humanos, ella quería saberlo, entenderlo.

Lo estaba experimentando en ese momento.

El zumbido de las abejas, el murmullo del arroyo y ese algo indefinido y excitante la tenían, de algún modo, presa de un silencio ensimismado.

Demonio se incorporó despacio y alargó el brazo hacia la cesta. Flick se volvió y vio que extraía la botella. Demonio rellenó su copa y luego observó la de ella, casi vacía. La miró y escudriñó brevemente sus ojos; luego le sirvió el resto de la botella.

El líquido burbujeó; Flick sonrió y tomó un sorbo.

Las burbujas le hicieron cosquillas en la nariz y estornudó. Él levantó la vista y, con la mirada, Flick le expresó que no había motivo de preocupación. Mientras Demonio devolvía la botella a su sitio y colocaba luego la cesta junto a la manta, Flick tomó otro sorbo con más cuidado. Demonio se tumbó de nuevo, apoyándose esta vez sobre el codo y sujetando la copa con la mano que le quedaba libre.

—Y dime —dijo ella, cambiando de postura para mirarlo de frente—, ¿cómo vamos a seguir a Bletchley?

Con la mirada fija en el arroyo, Demonio dio un largo trago de champán, volvió la cabeza y miró a Flick a los ojos, fingiendo indiferencia ante la extensión de piel marfileña, ante las cálidas colinas que prometían toda suerte de placeres terrenales y que ahora tenía a escasos centímetros de su rostro.

—No va a ser difícil. Tenemos a Gillies y a dos mozos de cuadra turnándose en las labores de vigilancia. Es una ciudad muy pequeña, ahora ya sabemos qué aspecto tiene y dónde se hospeda, así que vigilarlo no nos resultará complicado.

—Pero… —Flick frunció el ceño mirando a uno de los sauces—, si no averiguamos algo pronto, ¿no se dará cuenta? Si ve siempre a los mismos hombres acechándolo, empezará a sospechar. Los mozos de cuadra de Newmarket siempre tienen cosas que hacer.

Flick sintió que un cálido rubor le recorría los hombros y luego los pechos. Miró a Demonio; estaba concentrado en su copa, como ensimismado, y las pestañas le ocultaban los ojos. Luego levantó la vista hacia el arroyo.

—No te preocupes. Seguramente estará en el Heath durante los entrenamientos de la mañana y de la tarde, yo lo vigilaré allí y en High Street. —Apuró su copa—. Gillies y sus hombres lo vigilarán en las posadas y las tabernas, no será tan fácil reconocerlos entre la multitud.

—Sí, puede ser. —Flick estiró sus pies oprimidos por las medias bajo el sol—. Yo también ayudaré. En las pistas de entrenamiento y en High Street. —Se encontró con los ojos de Demonio cuando este la miró—. No sospechará de una jovencita como yo.

Se la quedó mirando un momento, como si hubiese perdido el hilo de la conversación, y a continuación murmuró:

—Es probable que no. —La miró más atentamente y luego levantó una mano—. No te muevas.

Flick se quedó tan inmóvil que dejó de respirar. Una fuerza le atenazaba los pulmones y el corazón empezó a palpitarle cada vez más deprisa. Permaneció temblorosamente inmóvil mientras los dedos de él se deslizaban por los rizos que le cubrían una oreja, y le alborotaban los tirabuzones intentando quitarle… algo. Cuando retiró la mano y le mostró una hoja alargada que depositó encima de la hierba, ella inspiró hondo y esbozó una débil sonrisa.

—Gracias.

La miró a los ojos.

—Ha sido un placer.

Había pronunciado las palabras en tono grave, casi gutural; su voz hizo vibrar algo en su interior. Con la mirada atrapada en la de él, sintió que un pánico aturullado se apoderaba de ella. Bajó la vista y dio un sorbo apresurado de champán.

Las burbujas le hicieron cosquillas de nuevo, y esta vez estuvo a punto de atragantarse. Se le humedecieron los ojos, y aunque se daba aire con la mano, no conseguía aquietar su respiración.

—No estoy acostumbrada a esto. —Alzó su copa—. Todo esto es nuevo para mí.

Demonio la miraba directamente a los ojos. Levantó ligeramente los labios.

—Sí, ya lo sé.

Flick se sentía extrañamente contenta e inconfundiblemente mareada. Distinguió cierto brillo en la expresión de Demonio, una complicidad que no supo cómo interpretar.

Demonio observó en sus ojos que la confusión la iba dominando poco a poco y apartó la mirada: no sabía cuánto interés, cuánta intensidad de su nueva y curiosa obsesión por la inocencia transmitían los suyos. Señaló la escena nemorosa que se desplegaba ante ellos y miró a Flick, con una expresión serena y controlada.

—Si no has estado nunca aquí, entonces no habrás paseado por el sendero que hay junto al arroyo. ¿Quieres que vayamos?

—Oh, sí. Venga, vamos.

Tomó la copa casi vacía de ella, la apuró de un sorbo y la metió en la cesta junto con la suya. Luego se levantó y le tendió las manos a Flick.

—Ven. Iremos a investigar.

Flick extendió los brazos y él la ayudó a ponerse en pie y la condujo hacia un sendero algo abandonado que serpenteaba paralelo al arroyo. Pasearon juntos; Flick caminaba unas veces junto a él y otras unos pasos más adelante, y ladeaba la sombrilla cada vez que le impedía ver la cara de Demonio con claridad. Él se lo agradeció, porque la sombrilla también le privaba de la visión de su rostro. Vieron a la madre de unos patitos con su diminuta prole, que la seguía con paso desesperado; Flick señaló el pintoresco grupo, lanzó una exclamación y luego sonrió. Una trucha de lomo reluciente quebró la superficie ondulada del arroyo en busca de una suculenta mosca; un martín pescador surgió de entre las sombras y los maravilló con su plumaje llameante. Flick se agarró al brazo de Demonio con entusiasmo y luego suspiró cuando el pájaro voló hasta el riachuelo.

—Allí hay una libélula de color bronce.

—¿Dónde? —preguntó Flick, escudriñando la orilla.

—Por allí. —Él se inclinó hacia ella y ella hizo lo mismo, aún más cerca, siguiendo el dedo que señalaba la libélula sobrevolando un juncal. Absorta en aquella imagen, Flick inspiró profundamente y contuvo la respiración, y Demonio hizo lo mismo.

El aroma que manaba del cuerpo de la joven lo recorrió de arriba abajo, un aroma dulce y fresco que nada tenía que ver con los empalagosos perfumes a los que estaba acostumbrado y a los que era totalmente inmune. Su fragancia era liviana, etérea, y le recordaba a la lavanda y a la flor de manzano, la esencia de la primavera.

—Ah… —La libélula remontó el vuelo y Flick dejó escapar el aire.

A Demonio le daba vueltas la cabeza.

Ella se volvió hacia él; estaba tan cerca que le acariciaba las botas con la falda, y si volvía a inspirar tan profundamente, sus pechos acabarían rozándole la chaqueta. La proximidad de Demonio la cogió por sorpresa: con los ojos muy abiertos, Flick levantó la mirada, separó los labios y dio un silencioso respingo cuando se le aceleró el corazón. Lo miró directamente a los ojos y… por un instante, justo antes de caer en la perplejidad más absoluta, la percepción de lo que estaba ocurriendo tiñó el azul suave de la mirada de Demonio.

Él se percató de ello, pero estaba demasiado ocupado tratando de ocultar sus propios deseos como para intentar interrumpir el momento. Durante las últimas horas se había maravillado de ella, de su inocencia, de la frágil belleza de una mujer intacta, que no había despertado todavía al amor. Había visto y percibido en ella los primeros atisbos de ese despertar, de la toma de conciencia de él, de sí misma y de la sensualidad que manaba de ambos.

La sensualidad era algo con lo que había convivido a diario durante los diez últimos años, si no más. Y experimentarla de nuevo, a través de la mirada inocente de ella, había acrecentado su deseo, en nada inocente.

Ella lo miró fijamente a los ojos; entre ambos, el pulso de la floreciente primavera palpitaba con más fuerza que nunca. Demonio sentía aquel pálpito en sus huesos, en su sangre… y en sus entrañas.

Ella también lo sentía, pero no sabía lo que significaba. Cuando él no dijo nada, ella se relajó, sólo un poco, y sonrió tímidamente, pero sin sentir ninguna clase de temor.

—Tal vez deberíamos regresar.

Él sostuvo su mirada un instante y luego se obligó a sí mismo a asentir.

—Tal vez sí.

Su voz era ahora más grave; lo miró con indecisión. Haciendo caso omiso, Demonio la tomó de la mano y la guio de vuelta por el sendero.

Para cuando regresaron a la extensión de hierba, la perplejidad de Flick había aumentado. Con aire distraído, lo ayudó a doblar la manta y luego, tras recoger su sombrilla, lo siguió hasta la calesa.

Después de colocar la cesta y la manta en el vehículo, Demonio regresó junto a ella, que estaba de pie ante la calesa, con la mirada clavada en la hierba donde habían almorzado. Levantó la vista cuando él se detuvo a su lado. No dijo nada, pero la expresión hosca ensombrecía sus ojos. Él se dio cuenta de ello y no le costó ningún esfuerzo leer en su mirada sus preguntas mudas.

Sabía muy bien lo que Flick estaba sintiendo, la desconcertante incertidumbre, la confusión nerviosa… Era una mujer transparente, tan confiada que no le importaba mostrar su vulnerabilidad ante él. Demonio sabía cuál era la clase de preguntas que acosaban su mente, las preguntas que se moría de ganas de formular. Y también sabía cuáles eran las respuestas.

Ella esperó, zambulléndose con la mirada en los ojos de Demonio, aguardando algún indicio que le explicase qué era aquello que estaba sintiendo. Su mirada era exigencia y súplica a un tiempo, un claro deseo de saber.

Tenía la cabeza inclinada hacia él y erguía con firmeza su barbilla afilada. Sus labios rotundos, teñidos de un rosa delicado, lo invitaban a acercarse, y el azul suave de sus ojos, enturbiado por el primer envite del deseo, prometían el cielo y mucho más.

Si se hubiese parado a pensar nunca se habría arriesgado, pero la telaraña de su inocencia lo atrapaba, lo atraía, le aseguraba que aquello era fácil, sencillo, sin complicaciones…

Con los ojos clavados en los de ella, levantó muy despacio una mano y la puso debajo de su mandíbula. Ella contuvo el aliento; muy despacio, moviéndose aún con una lentitud extrema, Demonio le acarició el labio inferior con la yema del pulgar. Con el contacto se le erizó la piel, a ella… y también a él. Instintivamente, Demonio hizo un esfuerzo sobrehumano por controlar sus demonios. Sus miradas se fundieron, y en los ojos de Flick dominaba incansable la curiosidad.

Demonio inspiró profundamente y empezó a bajar la cabeza muy lentamente, dándole a ella todo el tiempo del mundo para echarse atrás, pero, aparte de aferrarse con más fuerza a la sombrilla, la joven permaneció inmóvil. Desplazó la mirada hasta los labios de él y luego contuvo el aliento, que le obstruía la garganta. Pestañeó y cerró los ojos dejando escapar un suspiro en el momento en que los labios de Demonio se encontraron con los suyos.

Fue el beso más tierno que Demonio recordaba haber compartido jamás, una comunión de labios. Los de ella eran suaves, tan delicados como su aspecto, intensamente femeninos. Los rozó una, dos veces y luego los cubrió por completo, intensificando ligeramente la presión sobre ellos y teniendo presente en todo momento su juventud.

Estaba a punto de retirar sus labios, de poner punto final a la suave caricia, cuando los de ella se movieron bajo los suyos… en clara respuesta, ingenua e inexperta. Arrebatadora.

Le devolvió el beso, dulce y tímidamente, con una pregunta tan clara como la que había visto antes en su mirada.

Sin pensar, Demonio respondió, cerrando con fuerza la mano que le sostenía la mandíbula, sujetándole la cara mientras se aproximaba aún más, ladeando la cabeza mientras intensificaba el beso.

Los labios de ella se separaron bajo los de él, sólo un poco, lo suficiente para que él pudiera probarla. Recorrió el labio inferior con la punta de la lengua, acariciando la carne suave, y a continuación le acarició la lengua: los sentidos de ella, ya tensos, se estremecieron con fuerza.

Los dos temblaron, ella con un delicado escalofrío tras el que aproximó su pecho al de él, encajando sus caderas en los viriles muslos de Demonio. Con una confianza ciega, Flick dejó caer todo el peso de su cuerpo en él, en su fortaleza.

A Demonio le daba vueltas la cabeza y el corazón le latía muy deprisa. La necesidad de abrazarla, de encerrarla contra él y amoldarla a él, era casi insoportable.

Pero era demasiado joven, demasiado inocente, demasiado inexperta para eso.

Sus demonios aullaban y reclamaban a gritos su presa, pero él luchaba para ahuyentarlos con las pocas fuerzas que le quedaban, besándola sin embargo cada vez más apasionadamente.

Ajena a aquel problema, Flick se deleitaba en el súbito calor que se había apoderado de ella, en la embriagadora sensación de fuerza masculina que la rodeaba, en la firme presión de los labios de él sobre los suyos, en la caricia sensual de aquella lengua entre sus labios.

Aquello era un beso de verdad, la clase de beso sobre el que había oído reírse como chiquillas a las sirvientas, un beso que lentamente recorría cada rincón de su cuerpo. Era apabullante, exigente, pero tierno, una experiencia de los sentidos.

El hijo del párroco la había besado una vez o, mejor dicho, lo había intentado. Aquello no se había parecido en nada a esto, no había habido magia en el aire ni sensaciones escalofriantes que le erizaban el vello. Ni tampoco la excitación que poco a poco iba creciendo en su interior, como si el beso fuese un principio, no un final.

Aquella idea la intrigaba, pero los labios de Demonio, firmes, casi duros, fríos y abrasadores a la vez, acaparaban toda su atención, negándole cualquier posibilidad de pensar. Apoyada contra él, su única certeza era un sentimiento de gratitud: que él hubiese accedido a enseñarle a ella cómo podía ser, no sólo un beso, sino una gloriosa tarde del placer más sencillo. La clase de placer que un hombre y una mujer podían compartir, si el hombre sabía lo que se hacía. Le estaba inmensamente agradecida, por explicarle, por enseñarle, por guiarla en su ignorancia. A partir de entonces, en el futuro, ella ya sabría qué esperar, dónde colocar su listón.

En cuanto al momento presente, había disfrutado de su tutela, de aquella maravillosa tarde… y de aquel beso. Inmensamente.

El agradecimiento tan profuso y evidente que ella sentía hacia él lo apabullaba. Haciendo un gran esfuerzo por resistir a los poderosos instintos que durante tanto tiempo habían formado parte de él, Demonio se dio cuenta de que la mano con la que hasta entonces le había estado acariciando el rostro a Flick se posaba ahora encima de su hombro. Demonio levantó entonces su otra mano, cogió a Flick por ambos brazos y apartó con suavidad su cuerpo del de él. Entonces, con gran cuidado y una reticencia que sintió en lo más hondo de su ser, se retiró hacia atrás y puso fin al beso.

Demonio estaba respirando demasiado deprisa. La observó mientras parpadeaba y abría los ojos para revelar un azul mucho más brillante que antes. Ella lo miró a los ojos y él rezó para que no pudiese leer en ellos el estado en el que se encontraba. Trató de componer una sonrisa despreocupada.

—Bueno, ahora ya lo sabes. —Ella parpadeó. Antes de que pudiera pronunciar palabra, él la encaminó hacia la calesa—. Vamos, deberíamos volver a Hillgate End.

La condujo directamente de vuelta a casa. Para su sorpresa, Flick estaba completamente serena, sentada a su lado, con la sombrilla desplegada, sonriendo con dulzura al paisaje bañado por la luz del sol.

Si había alguien que no estaba demasiado sereno, al parecer, ese era él. Todavía se sentía confuso, con los nervios y los músculos temblorosos. Cuando traspasó con la calesa la puerta de Hillgate End, le invadió una cierta inquietud y su estado de ánimo se ensombreció.

No sabía muy bien qué había sucedido esa tarde, en particular quién o qué había desencadenado los acontecimientos. Desde luego, había sido él quien había organizado pasar una agradable tarde con un ángel, pero no recordaba haber decidido seducirla.

Las cosas no habían salido según lo previsto, lo cual no tenía por qué ser ninguna sorpresa: en su círculo, tenía categoría de amateur, pues nunca había coqueteado con ninguna chiquilla tan joven, tan intacta, tan rematadamente inocente. Esto constituía, cuanto menos, la mitad de su problema, la mitad de la razón por la que se sentía tan atraído por ella: era un bocado muy tierno para su paladar, tan hastiado; hacerla despertar a los avatares de la carne era un placer insólito, una dulce delicia.

Sin embargo, seducir a alguien tan joven e inocente entrañaba mucha responsabilidad, una responsabilidad pesada e inevitable que tan felizmente había logrado evitar hasta entonces. No quería cambiar, es más, no tenía ninguna intención de cambiar. Era feliz con su vida tal como estaba.

Recordó el sabor de los labios de ella, a manzana y a delicadas especias, y el recuerdo le tensó. Esforzándose para no soltar un taco, condujo a los caballos hasta la escalera delantera. Soltó las riendas y se bajó de la calesa para rodear el vehículo y ayudarla a bajar.

Flick se alisó la falda, luego se incorporó y sonrió… con una sonrisa magnífica, franca, sin rastro de malicia.

—Gracias por una tarde maravillosa.

Se la quedó mirando, percibiendo en cada rincón de su cuerpo la necesidad apremiante de besarla de nuevo. Tuvo que recurrir a toda su capacidad de concentración para mantener el semblante convenientemente impasible, para tomar la mano que le tendía, para estrecharla con suavidad… y para soltarla.

Despidiéndose con un gesto, volvió a subirse a la calesa.

—Te mantendré informada de cualquier novedad. Preséntale mis respetos al general.

—Sí, por supuesto.

Flick lo vio marcharse con una sonrisa en los labios. Mientras las sombras del camino de entrada lo acogían en su seno, una expresión ceñuda se apoderó del rostro de Demonio.

Y allí seguía cuando llegó a su casa.