LOS siguientes días transcurrieron sin novedad. Flick soportó su impaciencia y se mantuvo en alerta permanentemente. Acudía mañana y tarde a los establos para realizar los entrenamientos, y luego, por las mañanas, se quedaba merodeando por las cuadras tanto tiempo como podía y, por las tardes, hasta que se marchaban los mozos. Al cabo de tres días, el único personaje sospechoso que había visto resultó ser el primo de uno de los chicos, que había ido a visitarle desde el norte del país, y la única información sorprendente de la que se había enterado tenía que ver con las actividades de cierta camarera pelirroja.
Tal como le había advertido, Demonio asistió religiosamente a todas las sesiones de entrenamiento… y también la observó religiosamente. Cada día que pasaba la mirada vigilante de Demonio le parecía más penetrante. Cuando esa mañana Flick oyó que Demonio le decía a Carruthers que pasaría la tarde en los demás establos, examinando las manadas de la competencia, dejó escapar un suspiro de alivio.
Así, a las tres de la tarde, Flick dejó al general enfrascado en sus libros y, a lomos de Jessamy, enfundada en su traje de montar de terciopelo azul se dirigió hacia la casita: se sentía menos inquieta, más segura de sí misma. La inquietud por lo que iba a encontrarse al llegar al establo había desaparecido.
Dillon estaba en el claro cuando se acercó cabalgando, y la jaca pastaba plácidamente por los alrededores. Se aproximó y desmontó, giró sobre sus talones y se dirigió hacia el interior de la casa para cambiarse, sin dedicarle una sola mirada a Dillon. Cuando Flick saliera de la casa, él ya habría ensillado y embridado a la jaca, y desensillado y desatado a Jessamy.
No había querido cruzar ni una palabra con Dillon desde que supo la verdad. Cada vez que había ido a la casa, él intentó atraer su mirada, tratado de sonreírle y de disculparse de algún modo.
Lidiando con sus faldones de terciopelo, Flick compuso un mohín de desprecio. Dillon se mostraba excesivamente cuidadoso con ella… bien, pues podía seguir mostrándose cuidadoso durante más tiempo. Todavía no lo había perdonado por haberla engañado, como tampoco se había perdonado a sí misma por haber sido tan ingenua. Debería haberlo adivinado, sabía que él ya no era ningún chiquillo inocente, pero la idea de que pudiera ser tan sumamente estúpido no se le había pasado por la cabeza.
Se pasó la mano por los rizos y los aplastó con la gorra. Ya estaba harta de sacarle las castañas del fuego a Dillon, de acudir siempre en su auxilio y, sin embargo…
Dejó escapar un suspiro. Seguiría protegiendo a Dillon si la alternativa era disgustar al general. Los disgustos podían ser muy perjudiciales para su salud, y el doctor Thurgood lo había dejado muy claro. El hecho de garantizar su bienestar y su tranquilidad también era una forma de corresponderle por todo lo que le había dado: un hogar, un lugar seguro y estable donde crecer, una mano firme, un corazón aún más firme y una confianza inquebrantable en sí misma.
Había llegado a Hillgate End siendo una confusa chiquilla de siete años, que, de un día para otro, se había quedado sola. Su tía Scroggs de Londres, a cuyo cargo la habían dejado sus padres, no había querido quedarse con ella cuando su necesidad temporal se había convertido en permanente. Nadie la había querido hasta entonces y, de pronto, el general, un pariente lejano de su padre, apareció ante ella, le sonrió cariñosamente y se la llevó a su casa. Al campo, donde le encantaba vivir, junto a los caballos, sus animales preferidos.
Su traslado a Hillgate End había cambiado su vida para siempre, y para mejor. No era pobre, pero siendo tan niña, quién sabe adónde habría ido a parar sin la bondad del general, sin sus cuidados. Gracias a él había vivido en esa casa, había tenido una vida feliz y toda clase de oportunidades. Sin duda se lo debía todo al generoso anciano.
Inspiró profundamente y salió del cobertizo. Dillon estaba junto al tronco que Flick utilizaba para montar, esperándola, sujetando a la jaca, ya ensillada. La joven lo miró fijamente mientras atravesaba el patio, pero apartó los ojos cuando se encontró con su mirada. A pesar de que sentía un gran afecto por el general, en esos momentos no sentía más que desprecio por su hijo.
Se subió a la jaca, tomó las riendas y espoleó al animal sin decir una sola palabra.
Al menos Demonio había conseguido arrancarle toda la verdad a Dillon. Aunque se había sentido como una idiota por no haber visto las inconsistencias de la historia de Dillon, en realidad se alegraba de la intervención de Demonio. Desde que había accedido a ayudarla, y a pesar de su absurda insistencia en vigilarla, el peso de la responsabilidad que hasta entonces sólo había recaído sobre sus hombros le resultaba algo más fácil de llevar. Él estaba allí, compartiendo su carga, haciendo, al igual que ella, todo cuanto estaba en sus manos por ahorrarle preocupaciones al general. Demonio, dejando a su lado todo lo demás, era sin duda un gran alivio.
Una vez en la carretera no dejó de cabalgar al trote, y cuando entró en el establo un mozo de cuadra ya tenía a Flynn preparado; comprobó las cinchas y luego, con ayuda del mozo, dio un salto para encaramarse al lomo del caballo castaño. Ahora ya se había acostumbrado a ella, al tono de su voz, de modo que con una leve indicación el animal se dirigió trotando a la puerta.
Carruthers la estaba esperando.
—Da un largo paseo al paso, luego un trote suave, de al menos seis vueltas, y luego regresa de nuevo al paso y mételo dentro.
Flick asintió y sacudió las riendas. La tarea de la tarde siempre era sencilla, no todos los entrenadores se molestaban en dar instrucciones al respecto.
Desfiló con el resto de caballos, escuchando la charla de los mozos y los jinetes que la rodeaban y oteando al mismo tiempo la orilla del Heath, donde se congregaban los espectadores, algunos expertos que recopilaban datos sobre el entrenamiento para los corredores de apuestas o para clientes privados, otros simplemente curiosos.
Como de costumbre, fue la última en encerrar a su montura en el establo con la esperanza de ver a algún extraño intentando entablar conversación con uno de los jinetes. Nadie lo hizo, nadie se acercó a ningún jinete de la cuadra de Demonio, ni tampoco de los establos cercanos.
Decepcionada, casi convencida de que nunca vería ni oiría algo realmente útil, Flick se deslizó de la silla de montar y, una vez en el suelo, dejó que el mozo se llevara a Flynn y fue tras ellos.
Ayudó al mozo a desensillar el caballo y lo dejó limpiando el pesebre mientras ella iba en busca de la comida y del agua. El mozo se fue entonces a encargarse de los demás caballos que tenía a su cuidado. Flick dejó escapar un suspiro y Flynn ladeó la enorme testuz y la empujó cariñosamente.
Con una sonrisa de complicidad, la joven le acarició el hocico. Obedeciendo a un impulso, se subió a la pared del compartimento de su caballo y se encaramó en lo alto y apoyó el hombro en el muro externo de la cuadra. Examinó las demás caballerizas, escuchando los murmullos y las conversaciones, la mayor parte de ellas entre los mozos y sus pupilos equinos.
Flynn le rozó las piernas con el hocico y ella le dedicó unas palabras en tono cariñoso, y se le escapó una sonrisa cuando el animal le respondió con un asentimiento.
—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Largo de aquí! No me interesa lo que me tengas que decir, así que ¿por qué no te largas, eh?
Flick se incorporó de golpe, con tanta brusquedad que le faltó muy poco para caerse del muro. Oía las palabras con absoluta claridad… Entonces se dio cuenta de que las estaba oyendo a través de la pared del establo. Quien hablaba estaba fuera. Flick reconoció su tono de voz dulce: se trataba de uno de los mejores jinetes de la yeguada.
—Espera, espera. Escúchame un momento, sólo…
—Ya te lo he dicho: ¡no quiero saber nada! ¡Y ahora fuera! ¡Que te largues antes de que llame a Carruthers para que se encargue de ti!
—Tú te lo pierdes.
El otro interlocutor tenía una voz más ronca, y se iba alejando.
Flick bajó de la pared de un salto y echó a correr por el establo, apartando a un lado a los mozos, cargados con cubos de agua y comida, a su paso. Los mozos la insultaron, pero ella no se paró. Llegó a las puertas del establo y, asiéndose a los bordes, se asomó.
Una figura robusta con un abrigo de lana gruesa se alejaba caminando pesadamente por la orilla del Heath; llevaba la cabeza cubierta con un gorro y las manos metidas en los bolsillos. No logró ver más de lo que había visto Dillon. El hombre se dirigía a la ciudad.
Por un momento, Flick se quedó allí, inmóvil, barajando distintas posibilidades. A continuación, dio media vuelta y volvió a entrar a toda prisa en el establo.
Demonio entró en su caballeriza al final de la jornada laboral. Bufidos y relinchos suaves y alegres se mezclaban con pesados suspiros mientras los mozos encerraban a los animales que tenían a su cuidado en sus caballerizas. El olor a caballo era insoportable, pero Demonio apenas se dio cuenta. Sí se percató de la presencia de la vieja jaca, que estaba dormitando tranquilamente en un rincón, cerca de un puñado de heno y un cubo de agua. Demonio echó a andar pasillo abajo mirando a derecha e izquierda.
Se detuvo junto a la caballeriza de Flynn; el enorme caballo zaino estaba descansando y mascando con total placidez. Siguió andando y se encontró a Carruthers, que estaba examinando el casco de una potra.
—¿Dónde está Flick?
Carruthers lo miró, y luego soltó un resoplido.
—Ya se ha ido. Y tenía mucha prisa, además. Ha dejado aquí su jaca y ha dicho que vendría por ella más tarde. —Se concentró de nuevo en el casco que estaba examinando.
Demonio trató de disimular su contrariedad.
—¿Ha dicho algo más?
—No. —Con mano experta, Carruthers retiró un guijarro de la pezuña del animal—. Es igual que los demás mozos, se moría de ganas de llegar al Swan y beberse una buena pinta de cerveza.
—¿Al Swan?
—O al Bells. —Carruthers soltó la pata de la potra y se incorporó—. Quién sabe, con estos chicos de hoy en día…
Demonio hizo una pausa y Carruthers observó a la potra poniendo a prueba su casco sobre el suelo.
—Entonces, ¿Flick se ha ido a la ciudad?
—Eso es lo que he dicho. Normalmente se vuelve a casa, a Lidgate, sin prisas, pero hoy se ha ido a la ciudad a toda velocidad.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
Carruthers se encogió de hombros.
—Unos veinte minutos.
Demonio contuvo una palabrota, dio media vuelta y salió de su establo.
No encontró a Flick en el Swan ni en el Bells, ambas tabernas respetables, sino que la sorprendió en el Fox and Hen, una taberna sórdida que se hallaba en un callejón estrecho. Estaba acurrucada en una esquina, con una jarra en la mano rodeada de varios grandullones bebedores de cerveza tres veces más grandes que ella.
Trataba de pasar desapercibida. Por fortuna, había una partida de dardos y muchos clientes seguían entrando por la puerta; la concurrencia estaba muy distraída en esos momentos y todavía no buscaba posibles víctimas de sus chanzas entre los presentes.
Apretando la mandíbula con fuerza, Demonio le arrebató al atareado camarero la jarra que le acababa de servir y cruzó la sala, abriéndose paso entre la multitud, cubierto por su grueso gabán. Algunos de los clientes eran de su misma clase social, caballeros que se codeaban con los lugareños, que charlaban con comisarios de carrera retirados o con la chusma de los hipódromos, de modo que su aspecto no llamó la atención.
Al llegar a la mesa del rincón, hizo caso omiso de la mirada asombrada de Flick. Tras depositar bruscamente la jarra de cerveza sobre la mesa, se sentó enfrente de la joven y luego la miró a la cara.
—¿Se puede saber qué diablos estás haciendo aquí?
La muchacha lo miró, y luego señaló con la cabeza la mesa contigua.
Agarrando su cerveza con naturalidad, Demonio bebió un sorbo y examinó las mesas que tenían alrededor. En la más próxima había dos hombres, con el cuerpo inclinado hacia delante y sendas jarras de cerveza en la mano. Ambos habían levantado la vista para observar la partida de dardos; cuando Demonio apartó la mirada, bajaron la vista y reanudaron la conversación.
Demonio miró a Flick a los ojos y percibió en ellos una expresión elocuente. Inclinándose hacia delante, le susurró:
—Escucha.
Tardó unos minutos en concentrar su atención en medio de tanto barullo, pero, cuando lo hizo, consiguió oír la conversación con bastante claridad.
—Entonces, ¿de qué caballo y de qué carrera estamos hablando?
Quien hablaba era un jinete, alguien al que Demonio nunca había contratado y a quien sólo conocía de vista. No creía que el jinete pudiese reconocerlo, pero trató de ocultar su rostro de todos modos.
—He oído que vas a montar a Rowena en la carrera de Nell Gwyn Stakes dentro de un par de semanas.
La voz del otro hombre, profunda y ronca, era fácil de distinguir entre el bullicio del bar. Demonio levantó la mirada y se encontró con la de Flick; la muchacha asintió con la cabeza y luego volvió a centrar su atención en la mesa vecina.
El jinete dio un largo trago y luego dejó su jarra.
—Sí, es cierto. ¿Quién te lo ha dicho? Todavía no es oficial.
—No importa quién me lo haya dicho; lo que debería importarte es que, por saberlo yo, tú tienes una oportunidad que no deberías desaprovechar.
—¿Una oportunidad? —El jinete volvió a dar un sorbo lento y prolongado—. ¿Cuánto?
—Cien libras al final de la carrera.
Un estallido de vítores entre los jugadores de dardos hizo que los dos hombres alzaran la vista y miraran a su alrededor. Demonio miró a Flick, que observaba con los ojos muy abiertos al hombre que buscaban: el contacto. Por debajo de la mesa, Demonio le dio un suave puntapié. Ella lo miró y él se inclinó hacia delante.
—Si no dejas de mirarlo así, se va a dar cuenta y te va a mirar a ti.
Con gesto hosco, Flick bajó la vista hasta su cerveza, que ni siquiera había probado. Se oyó un nuevo alboroto procedente de la partida de dardos y todo el mundo los miró, incluida Flick. Rápidamente, Demonio intercambió las jarras y dejó la suya, medio vacía, en manos de la chica. Tomó la de ella y se bebió la mitad de un trago; la cerveza del Fox and Hen dejaba mucho que desear, pero estar sentados en una taberna como aquella, rodeados de aquella clase de gente, y no probar una jarra de cerveza durante más de cinco minutos bastaba para atraer la atención de cualquiera.
La partida de dardos había concluido. Los vítores cesaron y todo el mundo regresó a sus bebidas y a sus conversaciones.
El jinete mantenía la vista en su jarra de cerveza como si esperara su consejo.
—Ciento veinticinco libras.
—¿Ciento veinticinco? —se burló el contacto—. Me parece que te pasas de listo, chico.
La expresión del jinete se tornó más severa.
—He dicho ciento veinticinco. Soy yo el que irá a lomos de Rowena en esa carrera y la empezará como la favorita. Las apuestas serán altas, muy altas. Si no quieres que esté entre los ganadores, te costará ciento veinticinco.
—Mmm. —Ahora era el contacto quien buscaba inspiración en su cerveza—. ¿Ciento veinticinco? Si eso es lo que quieres, entonces tendrás que conseguir que no acabe en ninguno de los tres primeros puestos.
—No, eso es imposible —dijo el jinete—. No puedo hacerlo. Si no está entre los tres primeros puestos tendré a los comisarios pegados a mis talones, y no me interesa. No pienso arriesgarme a perder la licencia por ti. Incluso quedando segunda… Bueno, eso puedo hacerlo, pero sólo porque Cynster tiene a una potra magnífica en la carrera. Rowena es mejor, pero puedo hacer que quede por detrás de la potra de Cynster sin despertar sospechas. Pero, a menos que haya otro portentoso caballo que no hemos visto todavía, son las únicas ganadoras lógicas. Es imposible que coloque a Rowena fuera de los tres primeros puestos.
El contacto arrugó la frente y apuró la cerveza de un sorbo.
—Está bien. —Miró al jockey a los ojos—. Ciento veinticinco libras por hacer que no quede primera. ¿Trato hecho?
El jinete vaciló un instante, y luego asintió.
—De acuerdo.
—¡Aaaaaaaaargh! —Un salvaje grito de guerra estalló en medio del barullo y todos los presentes se volvieron y vieron que un hombre gigantesco rompía una jarra de cerveza en la cabeza de su vecino. La jarra se hizo añicos y el hombre empezó a tambalearse. En ese momento, un puño surgió de la nada y levantó en el aire al agresor.
Y entonces se armó una buena.
Todo el mundo se puso en pie, y empezaron a romperse sillas y a lanzar jarras de cerveza por los aires. Los cuerpos rebotaban unos contra otros, y los había que acababan extendidos en el suelo; la confusión iba aumentando por momentos a medida que los clientes del bar se iban añadiendo a la pelea.
Demonio se volvió rápidamente; Flick estaba de pie en el rincón, con los ojos abiertos como platos. Soltó un taco, y tras barrer las jarras de cerveza que había en la mesa de un manotazo, la colocó de lado, para emplearla como escudo. Alargó el brazo, y asió a Flick del hombro.
—¡Agáchate!
Demonio la obligó a meterse detrás de la barricada improvisada. Le puso la mano en la cabeza y la forzó a agacharse todavía más.
—¡No te muevas de aquí!
En cuanto la soltó, ella asomó la cabeza de nuevo. Demonio volvió a soltar otro taco, extendió el brazo para alcanzarla de nuevo y vio que los ojos de Flick se abrían todavía más.
Justo cuando se volvió, Demonio recibió el impacto de un puñetazo. Le desencajó la mandíbula y lo sacó de sus casillas. Recobrando el equilibrio, hundió el puño en el vientre de su atacante y luego remató la faena dándole un derechazo en la mandíbula.
El enorme adversario se tambaleó de lado, luego hacia atrás y al fin cayó de espaldas en medio del tumulto.
—¡Demonio!
Se agachó y consiguió esquivar al siguiente atacante, al que inmediatamente empujó con la intención suficiente para que fuera a estrellarse contra la pared que había detrás de Flick en lugar de desplomarse sobre esta.
Un entrenador de caballos logró salir ileso de la pelea central y echó a andar hacia Demonio. El hombre lo miró a los ojos y se detuvo para, acto seguido, dar media vuelta, tomar impulso y volver a abalanzarse sobre la masa informe de cuerpos y puños arremolinados.
—¡Parad ya de una vez, pedazo de brutos! —El camarero se había subido a la barra, blandiendo un escobón. Pero era inútil, los bravucones se lo estaban pasando en grande con todo aquello.
Demonio echó un vistazo a su alrededor: la única puerta de la taberna estaba justo al otro extremo de la sala, en diagonal, más allá de la masa de puños en acción. En la pared de la izquierda había dos ventanas de guillotina de aspecto mugriento; apartando a un lado sillas y mesas, consiguió llegar hasta la más cercana, liberó el pestillo y empujó hacia arriba con todas sus fuerzas. Tras cierta resistencia inicial, la ventana cedió.
Volvió sobre sus pasos, asió a Flick del cuello de su camisa, la sacó a rastras y sin miramientos de su escondite, y luego la aupó para que saliera por la ventana. La joven intentó alcanzarla y él la ayudó empujándola desde abajo. Ella lanzó un silbido y empezó a darle golpes en las manos para que se las quitase de encima, pero él siguió sujetándola y empujándola. Cuando tenía la mitad del cuerpo fuera, Flick vaciló un instante, tratando de decidir qué pie sacar primero. En ese momento Demonio le dio una palmada en el trasero y un buen empujón.
Flick aterrizó sobre la hierba en una postura no demasiado elegante y tomó aliento; una sarta de insultos le ardían en la lengua, pero no tenía fuerzas para proferirlos en voz alta. Las posaderas también le ardían, al igual que las mejillas. Ambas. Miró por encima del hombro y vio a Demonio, cuyo torso ya había franqueado la ventana. Maldiciéndole entre dientes, se puso de pie con cierta dificultad y limpió las manos en los muslos; no se atrevía a tocarse el trasero.
La otra ventana de guillotina se abrió de golpe y empezaron a salir más clientes del bar. Demonio se colocó junto a ella; asiéndola del codo, la alejó de allí mientras los demás empezaban a utilizar su misma vía de escape. Junto a la taberna, había un huerto que se inclinaba en pendiente; con Demonio pegado a sus talones, Flick se deslizó entre los árboles. Estaba anocheciendo, y tras ellos, a través de las ventanas ahora abiertas, oyeron gritos y luego el sonido del silbato de los guardias. Mirando hacia atrás, Flick vio a más clientes de la taberna salir huyendo a través de las ventanas, ansiosos por desaparecer por la ladera del huerto.
—¡Vamos!
Demonio la cogió de la mano y empezó a avanzar a grandes zancadas obligándole a correr para poder seguirlo. Ella trató de liberarse de su mano, pero él la fulminó con la mirada, la asió con más fuerza y siguió caminando aún más deprisa. Ella le dedicó un insulto; él probablemente la oyó, pero no pareció inmutarse. La arrastró, corriendo, dando algún salto de vez en cuando, hasta alcanzar el otro extremo del huerto, donde un muro de dos metros les bloqueaba el paso.
La soltó justo cuando los demás les dieron alcance e inmediatamente empezaron a escalar el muro. Flick miró hacia arriba con recelo y se acercó a Demonio:
—¿No hay ninguna puerta?
Él la miró y luego señaló a los demás con la cabeza: estaban apelotonándose los unos encima de los otros.
—Parece ser que no. —Dudó unos instantes y luego se aproximó al muro—. Ven, te ayudaré a subir.
Demonio se agachó junto al muro y entrelazó las manos. Apoyando una mano en las piedras y la otra en el hombro de Demonio, Flick colocó la bota encima de las manos entrelazadas de él.
Demonio la empujó hacia arriba. Debería haber sido fácil, el lomo de Flynn era casi tan alto como el muro. Sin embargo, la parte superior de esa pared era dura y estrecha, no suave y deslizante como la silla de montar. Consiguió asomar la parte superior del cuerpo al otro lado del muro, pero todavía no había logrado subir las piernas.
Tras tomar aliento, hizo fuerza con los brazos, estiró la columna vertebral e intentó darse impulso con las piernas. Pero como las caderas todavía le colgaban por el otro lado del muro, si se impulsaba con demasiada fuerza se arriesgaba a caerse de nuevo hacia atrás. Y si no se impulsaba lo suficiente, no lograría encontrar ningún punto de apoyo. Se columpió, como si fuera un balancín, sobre lo alto del muro.
A sus pies oyó un suspiro de resignación: la mano de Demonio volvió a entrar en contacto con sus posaderas; más nerviosa y aturullada que nunca, con las mejillas encendidas de nuevo, pasó rápidamente una pierna por encima del muro y se sentó.
E intentó recuperar el aliento.
Demonio tomó impulso junto a ella y se subió al muro de un salto. Con toda facilidad. Sentado a horcajadas sobre el muro, la escudriñó con la mirada, luego pasó la pierna al otro lado y bajó de un salto al sendero.
Flick inspiró hondo y desplazó la otra pierna, se dio la vuelta como pudo y se dejó caer al suelo… antes de que él se viera obligado a acudir en su auxilio de nuevo. La joven se puso de pie y se sacudió el polvo de las manos, plenamente consciente de la atenta mirada con la que Demonio la estaba repasando de arriba abajo. Levantó la cabeza y lo miró a los ojos, dispuesta a plantarle cara.
Demonio se limitó a componer una mueca y señaló el camino con la mano. Echaron a andar en dirección a la carretera; había demasiada gente para iniciar cualquier clase de discusión. Cuando llegaron a la carretera, Demonio le dio un golpe suave en el codo y señaló con la cabeza un sendero que conducía a High Street.
—He dejado mi calesa en el Jockey Club.
Cambiaron de dirección y dejaron a los demás atrás.
—Se suponía que me ibas a hacer llegar un mensaje si te enterabas de algo.
Las palabras, mortalmente suaves, letalmente comedidas, llegaron flotando hasta ella.
—Iba a hacerlo —respondió en un susurro—, en cuanto tuviese oportunidad. Pero ¿a quién iba a enviar de tu establo? ¿A Carruthers?
—La próxima vez, si no hay nadie a quien puedas enviar, trae el mensaje tú misma.
—¿Y perder la ocasión de descubrir algo más, como hoy?
—Sí, claro. Hoy. ¿Y se puede saber cómo crees que habrías sobrevivido a lo de hoy si no llego a aparecer? —Flick se limitó a examinar las casitas que flanqueaban la carretera—. A ver, dímelo… —El ronroneo de él se hizo aún más grave, y se filtró por debajo de la piel de Flick, que reprimió la necesidad de sacudirse—. En primer lugar está la cuestión de si, dejando aparte la pelea, habrías conseguido pasar desapercibida, teniendo en cuenta que habías pedido una jarra de cerveza que no podías beberte. Tu disfraz se habría desmoronado en cuestión de segundos y todo el mundo habría visto que la pupila del general, la señorita Felicity Parteger, estaba visitando los garitos de peor reputación de Newmarket vestida de mozo de cuadra.
—Era una taberna, no un garito.
—Para una dama, la diferencia es lo de menos.
Flick hizo un mohín de preocupación.
—¿Y qué habría pasado si hubieses sobrevivido a la pelea, consciente o inconsciente tras recibir algún puñetazo, y hubieses acabado en manos de los guardias? No me imagino qué habrían hecho contigo.
—Nunca lo sabremos —repuso Flick—. Lo importante es que hemos identificado al contacto de Dillon. ¿Viste por dónde se fue?
—No.
La chica se detuvo en seco.
—Tal vez deberíamos volver…
Demonio no se detuvo, sino que se volvió, la agarró del brazo y tiró de ella hacia delante para que caminase a su lado.
—No vas a seguir a nadie a ningún sitio. —La mirada que le lanzó, aún suavizada por la penumbra, la fulminó—. Por si no has caído en la cuenta, seguir a un hombre como ese a su guarida habitual puede ser extremadamente peligroso para una dama.
Su tono de voz entrecortado confería a sus palabras una decidida agresividad. Cuando llegaron a High Street, Flick irguió la cabeza con gesto orgulloso.
—Tú le viste bien la cara, igual que yo. No debería resultarnos difícil encontrarlo y luego averiguar para quién trabaja y aclarar todo este embrollo. Es nuestro primer hallazgo importante.
Al cabo de un momento, Demonio dejó escapar un suspiro.
—De acuerdo, tienes razón, pero deja que sea yo quien dé el próximo paso, o, mejor dicho, Gillies. Haré que recorra todas las posadas y pensiones, nuestro hombre debe de hospedarse en alguna de ellas.
Demonio alzó la vista mientras cruzaban la calle; el Jockey Club estaba delante de ellos. Sus caballos estaban atados a un árbol bajo la mirada atenta del portero.
—Sube a la calesa. Te llevaré de vuelta al establo.
Flick se acercó al vehículo y se metió dentro. Demonio fue a hablar con el portero y luego volvió, desató las riendas y se encaramó al pescante. Tiró de las riendas e hizo salir a los caballos al trote con un experto movimiento de muñeca.
Cuando descendían por High Street, Flick ladeó el mentón.
—¿Me avisarás en cuanto Gillies descubra algo nuevo?
Demonio echó mano de su fusta. La correa negra se agitó en el aire y cosquilleo las orejas del caballo delantero. Los animales corrieron más deprisa, con poderío en cada paso, y la calesa avanzó a trompicones.
Flick se agarró de la barra y estuvo a punto de maldecirle.
La fusta restalló de nuevo y el vehículo avanzó a toda velocidad. Demonio la condujo de vuelta al establo sin pronunciar una sola palabra.