A la mañana siguiente, Demonio se levantó antes del alba y se dirigió a sus establos para presenciar el entrenamiento de la mañana… y para echarle un vistazo a Flick y a su trasero. Se sentía muy trastornado por la necesidad de levantarse tan temprano, pero después de pensar en ella —en ese ángel de terciopelo azul, cabalgando como un relámpago y disfrazada de mozo de cuadra, con todas las posibles calamidades que eso podría provocar— le había sido imposible volver a conciliar el sueño.
Así pues, permaneció de pie junto a Carruthers en la neblina y vio correr a sus caballos. El suelo trepidaba bajo sus patas, hasta el aire temblaba; las reverberaciones le eran tan familiares como el latido de su corazón. La escena formaba parte de él, tanto como él de ella… y también Flick estaba en ella. La chica pasó volando por su lado, espoleando a Flynn, exhortándolo a dar más de sí y dejando atrás a los demás caballos. Demonio contuvo la respiración cuando la vio pasar a toda velocidad por el poste, percibió su emoción, una radiante sensación de triunfo, que le recorrió todo el cuerpo y se apoderó de él. Demonio inspiró profundamente y se forzó a sí mismo a mirar en otra dirección, a los demás jinetes, que instigaban a sus monturas a correr más rápido.
La neblina glaseó los hombros de su levita y ensombreció su pelo claro. Flick se fijó en ello cuando, sofrenando a Flynn, volvió la cabeza para observar a Demonio. Él no la estaba mirando, de lo contrario Flick no se habría arriesgado a observarlo. Sabía que no le había quitado los ojos de encima desde que había llegado, justo después de salir al Heath.
Por suerte, las maldiciones que profería entre dientes daban mayor credibilidad a su disfraz, pero tuvo que reprimir todos los demás signos de inquietud para no transmitirle los nervios a su caballo. Cada vez que Demonio aparecía, ella se quedaba sin aliento; ya había previsto algún tipo de sensación incómoda, los vestigios del enamoramiento que en su infancia había sentido por él, pero no se había preparado para aquello, esa inquietud que la carcomía por dentro, ese cosquilleo en el estómago… Había enterrado muy hondo la sospecha de que tenía algo que ver —mucho que ver— con la arrebatadora sensación que había experimentado cuando él la había levantado en sus brazos la tarde anterior. Lo último que quería era que Flynn hiciese el ridículo ante el ojo experto de Demonio: este podría interpretarlo como una señal divina para cambiar de idea y relevarla de sus funciones.
Sin embargo, correr por la pista de entrenamiento delante de él estaba resultando mucho más duro que hacerlo sólo para Carruthers, pues aunque el viejo cascarrabias era el entrenador más exigente de todo el Heath, carecía de la capacidad de riguroso análisis que Flick veía en la mirada azul de Demonio. Los nervios la atenazaban cada vez más y empezó a preguntarse si Demonio la estaba turbando a propósito para que cometiera algún error estúpido y le diera una razón para despedirla.
Por fortuna, en todos sus años como amazona había aprendido a ocultar muy bien sus sentimientos; ella y Flynn estaban realizando una actuación inmejorable. Espoleando al enorme caballo zaino, se dirigió de vuelta al establo.
Demonio le hizo una señal de aprobación cuando entró con Flynn y se detuvo en la zona de montar. Liberándose de las espuelas, se deslizó del caballo dispuesta a alejarse cuanto antes de Carruthers y de Demonio. Un aprendiz apareció a toda prisa y, en un abrir y cerrar de ojos, antes de darle tiempo a reaccionar, le quitó las riendas a Flynn y lo condujo a su caballeriza, dejándola a solas con Carruthers y Demonio.
—Buen trabajo. —Los ojos azules de Demonio la miraban fijamente; asintió con brusquedad—. Nos veremos esta tarde. No te retrases.
Flick se moría de ganas de protestar; hasta entonces, ella misma se había encargado de desensillar y cepillar a Flynn. Sin embargo, su disfraz exigía prudencia y agachó la cabeza.
—Aquí estaré —dijo con aspereza.
Entonces se volvió y, acordándose en el último momento de que no debía andar con rigidez, avanzó dando saltitos por el pasillo hasta alcanzar la puerta, donde la jaca la esperaba dormitando. Se encaramó a su montura y se marchó sin echar la vista atrás… antes de que la tentación fuese más fuerte que su voluntad.
A sus espaldas, oyó que Demonio le preguntaba algo a Carruthers, pero no dejó ni un momento de sentir su mirada clavada en la nuca.
Una vez que Flick se hubo marchado, Demonio se dirigió al café de Newmarket High Street adónde solían acudir los miembros del Jockey Club.
Lo detuvieron en cuanto traspasó el umbral. Saludando a derecha e izquierda, se acercó a la barra, pidió un buen desayuno y luego se incorporó a un grupo, en su mayor parte de propietarios, sentado en una de las mesas más largas.
—Estamos haciendo predicciones para la temporada que empieza. —Patrick McGonnachie, encargado de las caballerizas del duque de Beaufort, se dirigió a Demonio cuando este se sentó—. Ahora mismo, claro está, tenemos cinco veces más ganadores que carreras.
—Parece una nueva cosecha —señaló Demonio—. Eso mantendrá ocupado al general.
McGonnachie pestañeó y luego captó lo que había querido decir: si los caballos que nunca habían ganado llegaban al círculo de ganadores, el general tendría que investigar el pedigrí de los animales. McGonnachie se revolvió en su asiento.
—Sí, claro. Muy ocupado.
Miró a los demás comensales y Demonio se abstuvo de presionarlo. McGonnachie, como el resto de Newmarkct, sabía cuán íntimos eran él y el general. Si en el mundillo corría algún rumor poco afortunado relacionado con el general, McGonnachie no se lo diría. De modo que se limitó a comer, a escuchar la conversación de la mesa y a intervenir de vez en cuando. Y a soportar con estoica indiferencia las bienintencionadas pullas acerca de sus actividades en Londres.
—Tienes que cambiar de vida si no quieres perder tu oportunidad —le aconsejó el viejo Arthur Trumble, uno de los propietarios más respetables—. Hazme caso y pasa menos tiempo levantando las faldas de las mesdames de Londres y más atendiendo el negocio. Cuanto mayor sea el prestigio de tu caballería, más te exigirá. —Hizo una pausa para darle una calada a su pipa—. Y sabe Dios que este año tienes todos los números para ganar la Breeder’s Cup.
Otros dos caballeros contradijeron de inmediato dicha predicción, por lo que Demonio no tuvo necesidad de contestar. Siguió escuchando, pero no detectó más indicios de posibles rumores relacionados con el general, salvo la vacilación anterior de McGonnachie.
—Mister Figgins ha vuelto a la competición, ¿lo sabías? —Buffy Jeffers se inclinó hacia delante para mirar a McGonnachie—. Sawyer lo hizo correr en la primera, estaba impaciente por ver si su pata lo soportaría, pero así fue; de modo que tu Mighty Flynn tendrá un serio competidor. No va a ser pan comido, eso seguro.
—Vaya. —Demonio habló con Buffy acerca de las posibilidades de Flynn mientras sus pensamientos iban por otros derroteros. Se estaba preguntando de qué modo había pensado amañar la primera carrera del año la organización de Dillon. Las primeras carreras se celebraban antes del inicio de la temporada de primavera y servían para probar a los caballos, sobre todo a los que corrían por primera vez. Si ese era el caso, el tongo consistía en asegurarse de que un caballo en concreto llegase el primero, y para ello se debía influir en el modo en que corrían al menos un puñado más de caballos. Sobornar a varios jinetes suponía más dinero, y era más peligroso que la alternativa de amañar una carrera. Sin embargo, el otro método requería un caballo excepcional: un favorito por unanimidad.
—Y dime —inquirió Demonio cuando Buffy hizo una pausa para tomar aliento—: ¿Ganó Mister Figgins? No lo has dicho.
—Sin ninguna dificultad —contestó Buffy—. Les mostró a todos unos bonitos cascos hasta la recta final.
Demonio sonrió y dejó que la conversación se desviara hacia otros temas.
Al menos ahora sabía cómo funcionaba la organización: debían de haber estado maldiciendo a Mister Figgins durante toda la carrera, hasta la recta final. Mister Figgins era el caballo que, en teoría, debía haber sido el objetivo del tongo, la organización probablemente había dado por sentado que perdería y sus instrumentos —fuera cual fuese el número de corredores de apuestas a los que habían sobornado— habrían hecho buenas ofertas por él, aceptado apuestas altísimas y, en este caso, sufrido pérdidas monumentales. Ese era el único inconveniente del método, que podía volverse seriamente en contra si el soborno no llegaba a su destino, si la carrera no se amañaba bien.
Lo cual explicaba por qué Dillon se hallaba en graves apuros.
Después del desayuno, Demonio dio un paseo por la calle en compañía de los demás y se dirigió al Jockey Club. El recinto sagrado le resultaba tan familiar como su propia casa; estuvo la siguiente hora paseándose por las salas, charlando con los camareros, con los jinetes y con la élite de las carreras, esos caballeros que, como él, formaban el núcleo del mundo de las carreras hípicas inglesas.
Una vez más, en sus conversaciones triviales, percibió un indicio, o una vacilación… un pasar de puntillas sobre una verdad invisible. Ya antes de encontrase con Reginald Molesworth, Demonio no tenía duda de que corrían algunos rumores.
Reggie, un viejo amigo, no esperó a que le preguntara nada.
—Escucha —dijo justo después de saludarse como de costumbre—, ¿tienes un momento? Vamos a tomar un café. El Twig and Bough probablemente estará bastante tranquilo a estas horas. —Vio la mirada de Demonio y añadió—: Hay algo que debes saber.
Ocultando su interés con una actitud tranquila, Demonio accedió. Salió del club en compañía de Reggie y desfilaron calle abajo. Agachando la cabeza, entró en el Twig and Bough, una cafetería cuya clientela era no tanto los entusiastas de las carreras, sino más bien la flor y nata de la ciudad.
Su presencia hizo que las camareras se quedaran pasmadas, pero la dueña enseguida reaccionó. Salió de detrás de la barra con celeridad mientras le pedían asientos en una mesa junto a la pared. Tras tomarles nota, la mujer hizo una reverencia y se alejó apresuradamente. Por un acuerdo tácito, Demonio y Reggie charlaron de asuntos intrascendentes relacionados con la vida de Londres hasta que les hubieron servido el café y las tartas, y la camarera menuda hubo desaparecido.
Reggie inclinó el cuerpo por encima de la mesa.
—He pensado que querrías saberlo. —Bajó el tono de su voz y le susurró con complicidad—: Se están diciendo cosas sobre la familia de Hillgate End.
Impasible, Demonio preguntó:
—¿Qué clase de cosas?
—Por lo visto, hay sospechas de que alguna carrera no se celebra como es debido. Bueno, la verdad es que siempre hay habladurías cuando pierde un favorito, pero es que recientemente… —Reggie removió su café—. Aquí fueron Trumpeter y The Trojan la temporada pasada, y Biscuits, Hail Well y The Unicom en Doncaster. Por no hablar de The Prime en Ascot. No hay pruebas de que sea cierto, pero no hace falta ser muy listo para ver lo que puede estar ocurriendo. Mucho dinero cambió de manos con esas derrotas, y los corredores hicieron buenas ofertas en cada caso… Bueno, desde luego, da qué pensar. Y eso fue sólo la temporada de otoño.
Demonio asintió con la cabeza.
—¿Es oficial?
Reggie hizo una mueca de dolor.
—Sí y no. El comité cree que, decididamente, hay algo turbio, y quiere respuestas. De momento las investigaciones sólo se están centrando en el otoño pasado, y se están llevando en secreto, razón por la cual no te habrás enterado.
Demonio negó con la cabeza.
—No, no lo sabía. ¿Hay alguna razón para pensar que pudiera haberse producido también la primavera pasada?
—Tengo entendido que sí, pero las pruebas, es decir, la realización de ofertas que sólo puedan ser consideradas deliberadamente alentadoras, no son tan claras.
—¿Algún indicio sobre adónde apuntan las sospechas del comité?
Reggie levantó la vista y se encontró con la mirada de Demonio. El padre de Reggie formaba parte del comité.
—Sí, bueno, por eso he creído que deberías saberlo. Los jinetes involucrados, por supuesto, se han cerrado en banda, pues saben muy bien que es casi imposible demostrar nada, pero parece ser que se ha visto al joven Caxton por los establos, charlando con los jinetes sospechosos. Puesto que nunca antes había mostrado demasiado interés por hacerse amigo de los jinetes, llamó mucho la atención. El comité, como es lógico, quiere hablar con el chico. El problema es que —Reggie se acarició el lóbulo de una oreja— el chico está fuera visitando a unos amigos. Como es el hijo del general y nadie quiere molestar de forma innecesaria al venerable anciano, el comité ha decidido esperar a que regrese el joven Caxton para interrogarlo discretamente.
Reggie suspiró y continuó hablando.
—Un buen plan, por supuesto, pero cuando lo hicieron se imaginaban que el chico regresaría al cabo de una semana. De eso hace ya dos semanas, y todavía no ha vuelto. Les incomoda la idea de aparecer por Hillgate End para preguntarle al general por el paradero de su hijo, así que esperarán todo lo que puedan, pero con la temporada de primavera a punto de empezar no pueden esperar para siempre.
Demonio miró a los ojos fingidamente inocentes de Reggie.
—Ya entiendo.
Y lo entendía. El mensaje que estaba recibiendo no provenía de Reggie, ni siquiera del padre de este, sino del mismísimo y poderoso comité.
—Tú no tendrás ningún… ninguna sugerencia, ¿verdad?
Al cabo de un momento, Demonio respondió:
—No. Pero entiendo la posición del comité.
—Mmm… —Reggie le lanzó a Demonio una mirada de conmiseración—. Es comprensible, ¿no te parece?
—Desde luego. —Apuraron sus tazas de café, pagaron la cuenta y luego salieron a la calle.
Demonio se detuvo en el escalón de la entrada.
Reggie se paró junto a él.
—¿Adónde vas?
Demonio lo miró fijamente.
—A Hillgate End, ¿adónde si no? —Arqueó las cejas—. Para ver cuál es la situación.
—Todos creen que no lo sé. —El general sir Gordon Caxton estaba sentado en la silla de detrás de su escritorio—. Pero sigo los resultados de las carreras mucho mejor que la mayoría y, aunque no me he acercado demasiado a los establos en los últimos tiempos, mi oído funciona perfectamente cuando voy.
Demonio, de pie ante los grandes ventanales, vio a su viejo amigo y mentor volver a ordenar con ansiedad los papeles de su impoluta mesa. Había llegado un cuarto de hora antes y, tal como tenía por costumbre, había ido directo a la biblioteca. El general lo había recibido con caluroso entusiasmo. Al afinado oído de Demonio, la efusividad del general le había sonado algo forzada. Una vez se hubieron intercambiado las primeras frases, le preguntó cómo iban las cosas por Hillgate End. La alegría superficial del general se evaporó y realizó su confesión.
—Oigo murmurar… y algo más. Sobre Dillon, por supuesto. —El general dejó caer el mentón sobre el pecho. Durante un buen rato, se quedó mirando el retrato en miniatura de su difunta esposa, la madre de Dillon, que estaba a un lado del escritorio; luego dejó escapar un suspiro y volvió a mirar hacia su mesa—. Se dedica a amañar las carreras. —Sus palabras estaban cargadas de desprecio—. Puede que sea inocente, por supuesto, pero… —Inspiró profundamente y negó con la cabeza—. No puedo decir que haya sido una sorpresa. Al chico siempre le ha faltado brío, y de eso tengo yo tanta culpa como él. Debería haber sido más duro con él, más firme, pero… —Al cabo de otra larga pausa, suspiró de nuevo—. Nunca me habría esperado una cosa así.
Aquellas palabras, pronunciadas con tanta serenidad, estaban cargadas de una buena dosis de sufrimiento, de confuso dolor. Demonio cerró los puños con fuerza y sintió una necesidad imperiosa de agarrar a Dillon con sus manos y darle una buena lección, sin importarle los remilgos de Flick. El general, a pesar de su oronda figura, sus cejas espesas y su aire marcial, era una persona buena y amable, generosa y de gran corazón, respetada por todos cuantos lo conocían. Demonio llevaba visitándolo de forma regular veinticinco años, y nunca había visto la más mínima falta de cariño o atención hacia Dillon, de manera que pensara lo que pensase el general, la situación de Dillon no era, en modo alguno, culpa suya.
El general compuso una mueca de dolor.
—Felicity, que es un ángel, y la señora Fogarty y Jacobs tratan de ocultármelo. Yo no les he dicho que no hace falta porque si se enterasen de que estoy al tanto de todo todavía se preocuparían más.
La señora Fogarty había sido el ama de llaves del general durante más de treinta años y Jacobs, el mayordomo, llevaba el mismo tiempo a su servicio. Ambos, al igual que Felicity, adoraban al general.
El general lanzó a Demonio una mirada inquisitiva.
—Dime, ¿has oído algo más que rumores y sospechas?
Demonio le sostuvo la mirada.
—No, nada más. —Y, brevemente, le narró cuanto le habían contado en Newmarket esa mañana.
El general se encogió de hombros.
—Como ya he dicho antes, no me sorprendería nada descubrir que Dillon está implicado. Ahora está fuera, pasando unos días con unos amigos; si al comité le parece bien esperar hasta que vuelva, supongo que eso sería lo mejor. No hace falta enviar a nadie en su busca. A decir verdad, si le enviase una citación no estoy seguro de que no saliese huyendo.
»Siempre ha sido un misterio para mí que Dillon sea tan débil de carácter habiéndose criado junto a Felicity. Ella es una persona tan… —El general hizo una pausa, y luego le lanzó a Demonio una sonrisa fugaz—. Bueno, se me ocurre la palabra “recta”. Desviarla de su camino, que puedes estar seguro de que ha considerado desde todos los puntos de vista posibles, es completamente imposible. Siempre lo ha sido. —Soltó un suspiro de satisfacción—. Antes solía achacarlo al hecho de que sus padres eran misioneros, pero va más allá de eso. Un auténtico personaje, con una voluntad férrea e inquebrantable, esa es mi Felicity.
Su sonrisa se esfumó.
—Ojalá se le hubiese contagiado a Dillon parte de su honestidad, y algo de su carácter tan formal. Felicity jamás me ha causado ningún quebradero de cabeza, pero Dillon… Cuando era niño ya andaba siempre metido en líos. Lo peor de todo es que siempre recurría a Felicity para que lo rescatase… y ella siempre lo hacía; lo cual estaba muy bien cuando eran niños, pero ahora Dillon tiene ya veintidós años. Debería haber madurado, ya debería estar de vuelta de todas esas chiquilladas.
Dillon había pasado de las chiquilladas directamente a la delincuencia. Demonio se guardó este pensamiento para sí y mantuvo la boca cerrada.
Le había prometido a Flick que la ayudaría, y eso significaba, por el momento, proteger a Dillon y mantenerlo escondido en la casita en ruinas. Y ayudar a Flick, naturalmente, también implicaba proteger al general. Y si bien Flick y él estaban predestinados a enfrentarse por un buen número de asuntos en los días venideros —como los detalles de la implicación de ella en las investigaciones—, Demonio estaba tan dispuesto como ella a entregar su alma al diablo con tal de ahorrarle más sufrimiento al general.
Si el general averiguaba el paradero de Dillon, sin entrar en los detalles, se sentiría dividido: por un lado, su lealtad a la industria a la que había servido durante décadas le arrastraría a entregar a Dillon a las autoridades, y, por el otro, se sentiría obligado por el instinto protector de un padre.
Demonio sabía muy bien lo que significaba estar atrapado por dos lealtades en conflicto, pero prefería seguir llevando el peso sobre sus hombros que descargarlo sobre su anciano amigo. Estando de pie ante los ventanales, repasó con la mirada las explanadas de césped recién cortado hasta perderse en las arboledas que se alzaban al fondo del paisaje.
—Yo también creo que esperar a que vuelva Dillon es la opción más adecuada. ¿Quién conoce toda la historia? Podría haber razones, circunstancias atenuantes… Es mejor esperar a ver qué pasa.
—Por supuesto. Y sabe Dios que tengo un montón de asuntos que me mantienen ocupado. —Demonio se giró y vio que el general volvía a introducir el grueso libro del registro de nuevo en el fichero—. Contigo y tus amigos trayendo tanta sangre irlandesa a las caballerizas, no me ha quedado más remedio que aprender gaélico.
Demonio sonrió. Se oyó el ruido de una campanilla.
Ambos miraron a la puerta.
—Es la hora del almuerzo. ¿Por qué no te quedas? Así verás a Felicity y podrás decirme si estás de acuerdo con mi opinión.
Demonio vaciló unos instantes. El general solía invitarlo a menudo a almorzar, pero en los últimos años nunca había aceptado, de modo que no vio crecer a Felicity.
Se había pasado la noche anterior escarbando en su memoria para recuperar todos los recuerdos, hasta el más nimio, tratando de encontrar algún equilibrio en su mundo súbitamente tambaleante, intentando determinar cuál debía ser su papel, su posición, respecto a aquella nueva versión de Felicity. Su edad era un aspecto a tener en cuenta: físicamente, quizás estaba entre los dieciocho y los veinticuatro años, pero la seguridad que tenía en sí misma y su madurez indicaban otra cosa. Acabó concluyendo que debía de tener veintitrés.
El general acababa de decirle que Dillon tenía veintidós años, lo cual significaba que, si la chica era dos años menor que este, entonces sólo tenía veinte. Se había equivocado nada menos que en tres años, pero teniendo en cuenta las consideraciones del general, con las que coincidía, habría podido perfectamente tener esos veintitrés.
La cifra de veintitrés era mucho más cómoda para él: Demonio tenía treinta y un años, y al pensar que Flick no tenía más que veinte se sintió casi como un pervertidor de menores.
Sin embargo, seguía sin entender por qué no la había visto, ni un solo día, en los cinco años anteriores. El último recuerdo que tenía de ella era de una visita que Demonio, tras importar su primer semental irlandés, le había hecho al general para darle la información relevante para el registro del animal: ella le había abierto la puerta; era una chiquilla bajita, flaca y desgarbada y de trenzas largas. Aunque apenas la había mirado, Demonio no la había olvidado. Desde entonces, había visitado esa casa en infinidad de ocasiones, pero nunca la había vuelto a ver. Aunque en todos esos años no se había quedado nunca a almorzar.
Demonio le miró desde la ventana.
—Sí, ¿por qué no?
El general probablemente atribuyó la excepción de Demonio a la preocupación que sentía por él, y sólo se equivocó a medias.
Así que se quedó.
Y tuvo el placer de ver a Felicity entrar precipitadamente en el salón comedor para, acto seguido, detenerse en seco y morderse la lengua antes de decidir cómo debía reaccionar ante él. Lo cual no dejaba de ser justo, porque tampoco él tenía la más remota idea de cómo reaccionar ante ella o, para ser más exactos, no se atrevía a reaccionar ante ella tal como le dictaban sus impulsos. A fin de cuentas, seguía siendo, pese a todo, la pupila del general… Que se había convertido en toda una mujer como por arte de magia.
A plena luz del día, vestida de muselina color marfil con un estampado de ramas de diminutas hojas verdes, parecía una ninfa primaveral que hubiese venido a robar el corazón de los mortales. Su pelo, impecablemente cepillado, relucía como el oro recién bruñido, un marco idóneo para la belleza inconfundible e inquietantemente angelical de su rostro. Pues era su rostro el que lo atraía, el que lo llamaba. El tenue azul de sus ojos, como un cielo nebuloso, lo encandilaba y lo incitaba a perderse en sus placenteras profundidades. Tenía la nariz recta, la frente ancha y el cutis perfecto. Sus labios, delicadamente curvados, de un rosa pálido, rotundos y sensuales, imploraban ser besados y estaban hechos para unirse a los de un hombre.
A los suyos.
Este pensamiento, tan inequívoco, lo turbó de repente; tomó aliento y sacudió la cabeza para deshacerse del hechizo. Una rápida mirada, un vistazo fugaz al resto de su cuerpo, estuvo a punto de hacerlo caer de nuevo en el embrujo.
Se resistió. Al percatarse de que se había quedado pasmado ante la belleza de una mujer por primera vez en su vida, retomó apresuradamente el control de la situación; con su gallardía habitual y una sonrisa fácil, dio un paso adelante y tomó la mano de Flick.
Ella pestañeó y estuvo a punto de retirarla de improviso.
Demonio dominó el impulso de acercarse a los labios sus dedos temblorosos, y se limitó a intensificar su sonrisa.
—Buenas tardes, querida. Espero que no te importe que me quede a almorzar hoy con vosotros.
Ella pestañeó de nuevo y lanzó una rápida mirada al general.
—No, por supuesto que no.
Se ruborizó ligeramente y Demonio se obligó a sí mismo a hacer caso omiso de su belleza fascinante. La condujo con caballerosidad hasta la mesa y ella se dirigió a la silla que había a la izquierda del general; él la retiró y luego rodeó la mesa hasta colocarse a la derecha del general, justo enfrente de ella. No podía haber elegido mejor sitio: mientras charlase con el general, podría mirarla con toda naturalidad. A ella… la del cuello de cisne y los hombros delicadamente redondeados, la de los pechos turgentes envueltos en una piel de seda de marfil, cuya maravilla asomaba henchida y pudorosa por el escote de su vestido. Felicity era perfectamente formal, perfectamente correcta y perfectamente deliciosa.
A Demonio se le hacía la boca agua cada vez que la miraba. Flick era muy consciente del minucioso examen al que Demonio la estaba sometiendo y, por alguna oscura razón, la proximidad de su mirada le resultaba cálida, como si una brisa impregnada de sol la acariciase, leve y tentadoramente. Trató de disimular sus pensamientos; al fin y al cabo, no era de extrañar que él la encontrase cambiada. La última vez que la había visto Flick tenía quince años, era flaca y desgarbada, y por la espalda le bajaban un par de largas trenzas. Él apenas había reparado en ella en esa ocasión; ella, en cambio, lo había mirado fijamente… y no había podido apartar la vista de él.
Aquella había sido la última vez que se había permitido a sí misma semejante libertad; en lo sucesivo, se aseguró de desaparecer de su vista cada vez que iba a visitar al general. Aun cuando lo veía un momento, se forzaba a sí misma a echar a andar en la dirección opuesta… precisamente porque sus impulsos la incitaban a andar hacia él. Tenía demasiado orgullo para mirarlo como si fuera una colegiala estúpida y enamorada. A pesar de que en su presencia se sentía exactamente así —y no era de extrañar, pues él había sido su ideal de caballero durante muchísimos años—, tenía una fuerte aversión a la idea de soñar y llorar de amor por su causa. Estaba segura de que eso ya lo hacían todas las demás chicas y mujeres que bebían los vientos por él… y no tenía el menor deseo de ingresar en sus filas.
Así pues, se forzó a sí misma a participar en la conversación sobre caballos y la temporada inminente. Se había criado en Hillgate End, y conocía de sobra ambos temas para poder aportar su propia opinión. Demonio estuvo a punto de llamarla por el diminutivo de su nombre en dos ocasiones, pero se contuvo justo a tiempo, y ella, valientemente, resistió la tentación de fulminarlo con la mirada la segunda vez que sucedió. Sus miradas se encontraron, él enarcó una ceja y sus labios dibujaron una curva divertida. Ella frunció los suyos con fuerza y bajó la vista para mirar al plato.
—¿Me acercas el vinagre, querida?
Buscó la vinagrera con los ojos y se encontró a Demonio alzando la botella de la bandeja que había al otro extremo de la mesa. Le ofreció la botella y, al tomarla, sus dedos se rozaron. Una corriente eléctrica le recorrió todo el cuerpo. Sobresaltada, estuvo a punto de tirar la botella, pero logró atraparla a tiempo. Con cuidado, se la tendió al general y luego tomó el tenedor y el cuchillo en sus manos e intentó concentrarse en el plato, inspirando hondo muy despacio.
Sintió que la mirada de Demonio se posaba sobre su rostro y luego sobre sus hombros. Acto seguido, el hombre se dirigió al general:
—Mighty Flynn está rindiendo mucho en los entrenamientos. Espero obtener con él al menos otras dos victorias esta temporada.
—¿Ah, sí?
El general se mostró interesado al instante, y Flick respiró más tranquila.
Demonio consiguió que la conversación siguiera fluyendo, lo cual no era tarea difícil. Mucho más difícil era desviar la vista de Flick: le resultaba imposible quitarle los ojos de encima. Y era ridículo, por supuesto; a fin de cuentas, tenía veinte años, por amor de Dios…
Pero estaba allí, y era increíblemente fascinante.
Se dijo para sus adentros que el secreto de semejante fascinación, estaba en el contraste entre Flick, la persona recta y honrada, que se disfrazaba de mozo de cuadra y se atrevía a enfrentarse sola a una organización que amañaba carreras de caballos, y Felicity, el delicado y decididamente mesurado ángel de Botticelli.
Era un contraste diseñado para despertar todo su interés.
—¿Tal vez —dijo una vez se levantaron de la mesa tras haber dado cuenta del frugal almuerzo— a Felicity le gustaría dar un paseo por el jardín?
Formuló la pregunta de forma deliberada para dar pie a que el general lo secundara, pero en realidad no hizo falta. Flick levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
—Eso estaría bien. —Miró al general—. Siempre y cuando no me necesite, señor.
—¡No, no! —El general sonrió, encantado—. Tengo que volver a mis libros. Anda, ve.
Los despidió indicándoles con un gesto el camino hacia las puertas cristaleras. Demonio lo miró y le dijo:
—Volveré cuando tenga noticias.
El general empequeñeció los ojos.
—Sí, hazlo. —Luego miró a Flick y la alegría regresó a su rostro. Asintiendo con aire benévolo, se dirigió a la puerta.
Flick se quedó allí de pie, junto a su silla, mirando a Demonio; él arqueó una ceja y señaló las puertas cristaleras del jardín.
—¿Vamos?
Ella rodeó la mesa y en lugar de detenerse a su lado, y esperar a que le ofreciese su brazo, pasó junto a él y atravesó directamente las puertas. Demonio se quedó mirando su espalda, luego meneó la cabeza y la siguió.
Flick se había detenido en la terraza, y, en cuanto lo vio aparecer, guio el camino escaleras abajo. Con sólo un par de zancadas, Demonio le dio alcance cuando ella ya estaba avanzando por la extensión de césped. Se puso a su lado y aminoró el paso, tratando de decidir cuál era la mejor táctica con un ángel. Antes de que hubiese tomado una decisión, ella habló.
—¿Se puede saber cómo voy a oír algún comentario o cómo voy a ver a alguien merodeando por tus establos si apenas paso un minuto dentro de ellos? —Le lanzó una mirada ofuscada y continuó—: He llegado esta mañana y me he encontrado a Flynn ya ensillado. Carruthers me ha enviado directamente fuera para sacar a Flynn a un entrenamiento prolongado —entrecerró los ojos— para que no estuviese tan inquieto al final de la jornada. Y encima vienes tú y me sacas del establo en cuanto vuelvo a entrar.
—Supuse que tendrías que volver aquí. —No era cierto, pero era una buena excusa. Le dirigió una mirada interrogante—. ¿Cómo explicas tus ausencias a primera hora de la mañana y de la tarde?
—Suelo salir a montar muy temprano por la mañana, así que eso no es nada extraordinario. Si Jessamy no está en la cuadra, todo el mundo da por sentado que estoy por ahí con ella, disfrutando de la mañana. Siempre que esté de vuelta para la hora del almuerzo, nadie tiene motivos para preocuparse.
Al llegar a la sombra de los viejos árboles que flanqueaban el césped, Flick aminoró el paso e hizo una mueca de fastidio.
—Las tardes son más difíciles, pero nadie me ha preguntado adónde voy. Sospecho que tanto Foggy como Jacobs saben que Dillon no está pasando unos días con unos amigos, sino que anda por aquí cerca… pero si no lo preguntan, tampoco pueden decir nada si les preguntan a ellos.
—Ya entiendo. —Titubeó un instante, sin saber muy bien si debía cogerle la mano y depositarla sobre su brazo para que paseara junto a él en lugar de dejar que ella decidiera el camino. Pero cuando le había rozado la mano durante la comida ella se había turbado, y estado a punto de dejar caer el vinagre. Reprimiendo una sonrisa, Demonio optó por obrar con cautela—. No hay razón para que no te pasees por los establos después de los entrenamientos de la mañana. El hecho de no tener ninguna tarea debería permitirte más libertad para andar a tus anchas. —No tenía ninguna intención de rescindir las órdenes que había dado a Carruthers—. Sin embargo, no tiene sentido que te quedes después de la sesión de la tarde. A esa hora, la mayoría de los jinetes y de los holgazanes de turno se retiran a la taberna.
—Pues no hay ninguna razón para que no me quede por los establos hasta que se hayan ido.
Aquello no le gustó: había cabezonería en su voz y en su mirada observó un velo de firme propósito del que había estado libre hasta entonces. Hasta ese momento y justo antes, en el comedor, cuando era Felicity y no Flick. Flick era el cruzado recto y justiciero; Felicity, el ángel de Botticelli.
Caminaba más despacio, y Demonio observó unos cuantos narcisos cuyas trompetas se mecían al son del viento. Algún que otro jacinto silvestre y una campánula se entrelazaban formando una alfombra primaveral que se extendía bajo los árboles, hasta la zona iluminada por el sol. Señaló con la cabeza el hermoso espectáculo.
—Son muy bonitas, ¿no crees?
Un ángel debía responder a la belleza natural.
Flick apenas dedicó una mirada roñosa a aquel regalo de la naturaleza.
—Bueno, ¿has oído o te has enterado de algo? —Lo miró a la cara—. Porque esta mañana has ido a la ciudad, ¿verdad?
Iba a fruncir el ceño, pero se contuvo.
—Sí, sí y sí.
Ella se detuvo y lo miró con aire expectante.
—¿Y bien?
Con frustración, Demonio dejó de andar y la miró.
—El comité está esperando a que vuelva Dillon para hablar discretamente con él acerca de cierto número de carreras en las que la temporada pasada el favorito, de forma harto sospechosa, no ganó.
Se puso muy pálida.
—Vaya.
—Pues sí. El muy cretino ni siquiera se dio cuenta de que a la gente le llamaría la atención que de repente empezase a codearse con los jinetes cuando nunca lo había hecho.
—Pero… —Flick arrugó la frente— los comisarios no han venido preguntando por él.
—No, los comisarios no. En este caso, no eran necesarios. Cualquier miembro del comité habrá llamado al general a lo largo de estas últimas semanas. Con eso les habrá bastado para saber si Dillon está aquí o no.
—Es cierto. —A continuación, Flick abrió mucho los ojos—. No le han dicho nada al general, ¿verdad?
Demonio apartó la mirada.
—No, el comité no cree que haya razón alguna para importunar al general de manera innecesaria y, por el momento, no tienen ninguna prueba, sólo sospechas.
Volvió a mirarla justo cuando Flick exhaló un suspiro de alivio.
—Si esperan hasta que Dillon vuelva…
—Esperarán mientras puedan esperar —puntualizó—, pero no van a esperar siempre, no pueden. Dillon tendrá que volver lo antes posible, en cuanto obtengamos suficiente información para demostrar la existencia de la organización.
—Así que tenemos que hacer progresos en la identificación del contacto de Dillon. ¿Están muy extendidos los rumores?
—No. Entre los dueños y los entrenadores sí, pero entre los demás, no tanto. Algunos jinetes y mozos de cuadra deben de tener sus sospechas, pero no es probable que las aireen, ni siquiera entre ellos.
Flick echó a andar de nuevo.
—Si no se habla abiertamente de ello, si no corre el rumor, habrá menos posibilidades de que a alguien se le escape algo.
Aunque Demonio no contestó, Flick no pareció darse cuenta. Demonio, no obstante, no se extrañó en absoluto: en ese momento ella no parecía percatarse de su presencia; lo veía como a un protector hermano mayor o alguna criatura de bondad semejante, y eso estaba tan lejos de la realidad que era ridículo.
También era irritante.
El ángel de Botticelli del comedor, el que tan delicadamente se había estremecido con el tacto de su mano, con el roce de sus dedos, se había desvanecido. Lo miró.
—Tal vez podrías empezar con los jinetes cuyos caballos perdieron el año pasado. Supongo que si ya han aceptado un soborno una vez, habrá más posibilidades de que alguien se les acerque a proponerles otro, ¿no?
—En teoría, sí. Sin embargo, si ya han sido interrogados, aunque sea de forma velada, por los comisarios, ten por seguro que sus labios estarán sellados. Con una licencia en juego, a ningún jinete se le ocurriría incriminarse.
—Tiene que haber algo que puedas hacer mientras yo monto guardia en tus establos.
Demonio abrió los ojos como platos y estuvo a punto de soltarle una respuesta cáustica con más información de la que necesitaba, pero se contuvo justo a tiempo.
—No te preocupes por mí, estoy seguro de que encontraré alguna vía útil que explorar. —Ya se le habían ocurrido varias, pero no tenía ninguna intención de compartirlas con ella—. Empezaré antes de supervisar los entrenamientos de la tarde.
—Podrías vigilar a los curiosos o a los holgazanes que merodeen por las cuadras de otras fincas.
—Sí, eso haré. —Demonio no podía evitarlo; endureciendo la mirada, dio una zancada más larga, se volvió para colocarse frente a ella y se detuvo.
Conteniendo la respiración, Flick se paró precipitadamente y se tambaleó en un intento de no tropezarse con él. Levantó la vista y una expresión de sorpresa se dibujó en sus ojos azules.
Él le dedicó entonces una sonrisa.
—A ti también te estaré vigilando. —Le sostuvo la mirada—. No lo dudes.
Flick pestañeó. Para disgusto de Demonio, no fue azoramiento —el sentimiento que pretendía causar en ella con aquel golpe de efecto— lo que vio en sus ojos azules, sino perplejidad. Flick escrutó su rostro un instante y luego se encogió de hombros, se apartó a un lado y lo rodeó para esquivarlo y seguir andando.
—Como quieras, aunque no veo por qué razón. Sabes que puedo manejar a Flynn, y Carruthers no se pierde un solo ejercicio de entrenamiento.
Reprimiendo una blasfemia, Demonio dio media vuelta sobre sus talones y echó a andar tras ella. No era Flynn quien le preocupaba. Estaba claro que Flick lo consideraba inofensivo, y si bien no tenía ningún deseo de amenazarla, decididamente la quería en su cama, lo cual, según su experiencia, debería ponerla nerviosa o al menos generar en ella cierta desconfianza. Pero no, a ella no, a Flick no.
Felicity era sensible, Felicity era tierna. Ella tenía el buen juicio de temerlo. Felicity conservaba cierto instinto de supervivencia. Flick, por lo que había visto de ella hasta el momento, carecía de él por completo. Ni siquiera había sabido reconocer que él no era su hermano mayor, benévolo y protector, y desde luego no era la clase de hombre al que una mocosa podía manipular.
—No es —empezó a decir, colocándose de un paso a su lado— a Flynn a quien estaré observando.
Ella levantó la vista y lo miró a los ojos, arrugando aún más la frente.
—No hay necesidad de que me vigiles, no me he separado de mi montura en años.
—Aunque así sea —repuso—, te aseguro que observarte, mantener mi mirada fija en tu esbelta figura mientras trotas encaramada a uno de mis campeones, es exactamente la clase de comportamiento que cabe esperar de un caballero como yo.
—Aunque así sea, observarme a mí cuando podrías estar observando a los posibles contactos es absurdo. Una oportunidad malgastada.
—No para mí.
Flick torció el gesto y miró hacia delante. Se estaba poniendo deliberadamente imposible; percibía su fastidio, por mucho que intentase disimularlo, pero no tenía la menor idea de qué lo había causado o por qué estaba diciendo más tonterías que Dillon. Siguió caminando, y siguió haciendo caso omiso del cosquilleo que se había instalado en su estómago y de aquel nerviosismo insistente, amén de los resquicios, tan inoportunos como indeseados, de la obsesión que ya de chiquilla sentía por él.
Había sido su hombre ideal desde que tenía diez años, desde que había encontrado un libro de las obras de Miguel Ángel en la biblioteca. Había descubierto una escultura que encarnaba a la perfección su ideal de belleza masculina… sólo que Demonio era aún más bello. Tenía la espalda más ancha, el pecho más amplio y mejor musculado, las caderas más estrechas, las piernas más largas, más duras… en conjunto, físicamente estaba mejor definido. En cuanto al resto, había supuesto por su reputación que en ese aspecto también estaba mejor dotado. Su actitud afable, su amor por los caballos y su participación activa en el mundo de las carreras habían contribuido, asimismo, a acrecentar el interés que tenía por él.
Sin embargo, nunca había cometido el error de imaginar que él la correspondía, ni que fuese a hacerlo algún día. Era once años mayor que ella y podía elegir entre las mujeres más hermosas y sofisticadas de toda la región, por lo que sería una necedad más allá de lo permisible fantasear con la idea de que la mirase siquiera. Pese a todo, ella se casaría algún día, algún día no muy lejano; estaba lista para amar y ser amada. Ya tenía veinte años, y lo estaba esperando, con ansia, además. Y si todo salía como ella quería, se casaría con un hombre exactamente igual que Demonio. Él, no obstante, era para ella un ídolo inalcanzable, estaba completamente fuera de sus posibilidades.
—Ese —empezó a decir, gesticulando— escurridizo contacto de Dillon… Seguramente no es de por aquí. Tal vez una búsqueda por los hoteles y las posadas…
—Ya me he ocupado de eso.
—Ah. —Alzó la mirada y se topó con la de Demonio. Por un momento, vio en sus ojos azules un brillo de entusiasmo, pero enseguida apartó la vista y miró hacia delante.
—Lo comprobaré, pero no creo que avancemos demasiado por ese camino. Al fin y al cabo, Newmarket está lleno de posadas y tabernas, y eso atrae a un buen número de personajes dudosos, la mayor parte de los cuales no son de aquí.
Flick hizo una mueca y miró hacia delante. Ya habían recorrido los jardines; delante tenían los establos, encuadrados en una serie de arcos de madera sobre los que crecían glicinas. Cuando pisó el sendero que había bajo los arcos, Flick preguntó:
—Ese contacto… ¿quién es? ¿Alguien de la organización o solamente otro simple peón?
—No es alguien de la organización. —Demonio caminaba junto a ella dando pasos largos e indolentes, con las manos metidas, asombrosamente, en los bolsillos de sus pantalones. No apartaba la mirada de la gravilla—. Sea quien fuere, la organización debe de pagarle mucho dinero, pero lo último que harían sus miembros sería correr el riesgo de ser identificados. No, ese hombre debe de ser alguien a sueldo, tal vez un empleado fijo. Eso, para nosotros, sería lo mejor.
—Así que una vez lo identifiquemos, ¿será fácil seguirle el rastro hasta dar con sus jefes?
Demonio asintió con la cabeza; alzó la vista y se paró. Habían llegado al final de la arcada.
Flick levantó la mirada y entrecerró los ojos para protegerse de los rayos del sol, que asomaban por detrás del hombro de Demonio. La estaba mirando; ella no distinguía las facciones de su rostro, pero notaba su mirada clavada en el suyo, sentía su presencia física en cada poro de su piel. Estaba acostumbrada a trabajar con caballos de gran tamaño y en ese momento, al estar de pie junto a él, no pudo evitar pensar en ellos: Demonio irradiaba la misma aura de poderosa fuerza física que, ante una provocación, podía resultar peligrosa. Por suerte, ni los caballos ni él suponían ningún peligro para ella. Lamentándose por dentro de su absurda susceptibilidad, levantó una mano para protegerse los ojos de la luz del sol.
Y miró a Demonio a los suyos.
Se quedó sin aliento; por un instante se sintió desconcertada, sin saber quién era ella, quién era él, ni cómo eran en realidad las cosas. Entonces algo ocurrió en el azul de sus ojos; parpadeó, se serenó y recuperó el control. Y, sin embargo, él siguió mirándola con una mirada si no especialmente seria, sí fija, con una expresión en los ojos que ella no supo reconocer ni comprender.
Estaba a punto de enarcar una ceja cuando, con los ojos aún clavados en ella, Demonio preguntó:
—Ahora que ya sabes toda la verdad acerca del grado de implicación de Dillon, ¿te arrepientes de haber decidido ayudarlo?
—¿Si me arrepiento? —Reflexionando sobre la pregunta, arqueó ambas cejas—. No se trata de eso. Yo siempre lo he ayudado, a lo largo de su vida se ha hecho una especie de experto en meterse en toda clase de líos y complicaciones. —Se encogió de hombros—. Siempre supuse que al final acabaría optando por no complicarse más la vida, pero veo que todavía no lo ha hecho.
Demonio escrutó su rostro, su expresión franca y la sinceridad de sus ojos azul claro. Pero no le dijeron lo que sentía por Dillon; teniendo en cuenta la evidente resistencia que Flick le oponía, Demonio no tenía más remedio que preguntarse si Dillon era la causa. Cuando Flick y Dillon estaban juntos, ella era la parte dominante, la que estaba al mando. Se había acostumbrado a que Dillon dependiese de ella y cabía la posibilidad de que a ella le gustase que así fuese. No había ninguna duda de que le gustaba llevar las riendas.
Lo cual estaba muy bien y, sin embargo…
—Bueno —dijo ella, interrumpiendo sus pensamientos—, ¿qué crees que pasará ahora?
Demonio arqueó las cejas.
—No mucho, la verdad. —Al menos, no en sus establos—. Pero si averiguas algo, si encuentras alguna pista, espero, por supuesto, que me lo comuniques de inmediato.
—Por supuesto. —Se apartó la mano de los ojos y se dirigió hacia los establos—. ¿Dónde estarás?
—Investigando a fondo.
—Envía un mensaje a la yeguada, los Shephard siempre saben dónde encontrarme.
—Te avisaré cuando averigüe algo. —Se detuvo en el límite del jardín y extendió la mano—. Te veré en el establo dentro de unas horas.
Demonio le tomó la mano. Levantó la vista hasta encontrarse con sus ojos… y se sumergió en aquel azul. Los dedos de Flick yacían confiados, dóciles, en la mano de él. Sintió la tentación de llevárselos a los labios, de depositar un prolongado beso en ellos, la tentación de…
La locura y la duda se enfrentaron entre sí.
El momento pasó.
Le soltó la mano. Con un elegante asentimiento de cabeza, Demonio se volvió y, apretando la mandíbula, avanzó a grandes zancadas hacia los establos, a cada paso más consciente del deseo demoníaco que sentía de capturar a un ángel de Botticelli… y llevárselo a la cama.