LO que ocurrió a continuación sucedió tan deprisa que Flick no consiguió recordarlo con claridad. Demonio se levantó, la llevó hasta el centro del escritorio, le deshizo los cordones del cuello de su dominó y se lo arrancó. Acto seguido, después de hacer saltar un botón de su corpiño de un tirón, le bajó la parte de arriba del vestido y las mangas, y dejó completamente al descubierto sus hombros y sus pechos.
—Échate hacia atrás y apóyate en los brazos.
Demonio hablaba en un susurro sibilante y Flick le obedeció instintivamente. Se sentó delante de ella, le levantó la falda y le separó las rodillas con virulencia.
La puerta se abrió y Demonio se abalanzó sobre uno de sus pezones. Flick dio un grito ahogado… ¡Tenía la boca en llamas!
Él la lamió, la succionó y le deslizó la mano entre los muslos antes de hundir los largos dedos en los pliegues de su carne blanda, acariciándola primero y explorándola después. Flick lanzó un gemido y lo abrazó. Echó la cabeza hacia atrás, arqueando la espalda mientras él la lamía y exploraba sus carnes al mismo tiempo.
En ese momento Demonio levantó la cabeza y miró detrás de Flick. Ella se obligó a levantar los párpados: bajo la luz que la lámpara derramaba sobre sus pechos desnudos, iluminando la piel que asomaba por encima de sus ligas, los ojos de Demonio brillaron, asombrados, cuando levantó la mirada hacia la puerta.
—¿Algún problema, Stratton?
Flick no se volvió para mirar; los dedos de Demonio seguían retozando libremente entre sus muslos. No era difícil imaginar la escena que estaba viendo su anfitrión mientras permanecía de pie en el umbral. Por su espalda temblorosa debía de ver que estaba desnuda hasta la cintura y que, con la falda arremangada, también debía de quedar expuesta a Demonio por debajo. En realidad, lo único que todavía llevaba adecuadamente puesto era su máscara de plumas. Casi no podía respirar, consciente de la humedad pegajosa en la que los largos dedos de Demonio se estaban deleitando. El corazón le latía en la garganta y la excitación corría por sus venas.
La vacilación de sir Percival era palpable. En el silencio que se formó, Flick oyó el sonido de la lluvia golpeando los cristales y su propia respiración acelerada. Entonces, sir Percival se movió y dijo, arrastrando las palabras:
—No, no. Continuad.
La puerta se cerró con suavidad. Flick lanzó un suspiro de alivio… y volvió a quedarse sin aliento cuando la boca de Demonio volvió a cerrarse sobre su pezón. La succionaba con avidez y ella apenas podía contener sus gemidos.
—¿Demonio? —Le temblaba la voz. Él la chupó con más fuerza—. ¡Harry! —Dos dedos se deslizaron en su interior, explorándola afanosamente. Ella arqueó la espalda y, con un tembloroso y prolongado jadeo, acertó a decir—: ¿Aquí?
—Ajá… —Demonio se levantó y la empujó para que se tendiera de espaldas sobre el escritorio.
—Pero… —Tendida sobre la mesa, se humedeció los labios secos—. Stratton podría volver.
—Mayor razón todavía —susurró, inclinándose sobre ella y acariciándole los senos mientras la besaba. Ella separó los labios y se adentró en la boca de él; masajeando su carne ávida, los dedos de Demonio atenazaron un instante los pezones erectos de Flick antes de retirar ambas manos. Sin separar su lengua de la de él, Flick sintió que Demonio se desabrochaba los botones de los pantalones y luego la asía de las caderas, clavándola en el escritorio a medida que se le iba aproximando, entre sus muslos abiertos. Flick percibió la presión cuando la carne erecta tanteó sus pliegues henchidos y luego encontró su hendidura—. Así será más convincente —le susurró pegado a sus labios. Se incorporó y la miró con una sonrisa traviesa e inequívocamente viril en los labios.
Llena de asombro, Flick lo increpó:
—¡Stratton podría ser peligroso!
Suspendió el minucioso examen del cuerpo tembloroso que tenía entre las manos y arqueó una ceja.
—Eso añade cierta emoción a la situación, ¿no piensas tú lo mismo?
¿Pensar? Ella no podía pensar.
Demonio sonrió.
—No me digas que este juego te da miedo…
—¿Juego? —Apenas podía pronunciar la palabra. Tenerlo dentro la ponía fuera de sí. A un paso de la combustión espontánea. Pero ¿juego? Apretando los labios y la mandíbula, inspiró hondo, levantó las piernas y le rodeó con ellas las caderas—. No seas ridículo.
Lo atrajo hacia sí. Dio un grito ahogado, jadeó y se aferró con frenesí a sus muñecas mientras él avanzaba inexorablemente hasta el fondo, hasta llenarla por completo.
Aquella sensación de plenitud total seguía siendo nueva para ella, seguía provocándole asombro. Contuvo el aliento y se desplazó hacia abajo, sintiendo su ardor y su premura, enterrado muy adentro de ella. Demonio cerró los ojos, apretó la mandíbula y, cogiéndola con fuerza de las caderas, se retiró hacia atrás para luego embestirla de nuevo.
Como de costumbre, no actuó con prisas: la provocó, la atormentó y la hizo enloquecer. Tendida ante él, prácticamente desnuda salvo por la máscara, Flick se estremeció, jadeó, gimió y luego gritó cuando el mundo estalló en pedazos y ella alcanzó la gloria. La tormenta al otro lado de las ventanas ensordeció sus gritos cuando él esgrimió un látigo imaginario y siguió cabalgándola hasta una tierra de placeres ilícitos, de sensaciones llevadas hasta el límite por la presencia real del peligro.
Sus manos la recorrieron con ansiedad y exigencia y ella se retorció e imploró, abandonándose en su súplica.
Y cuando se deshizo por última vez, cuando los sentidos se le fragmentaron bajo sus arremetidas, Demonio se reunió con ella, diligente, en aquel vacío delicioso… y, con demasiada premura, la desplazó hacia atrás. Se retiró de ella y, con la respiración aún agitada, se vistió y la vistió a ella después. Ella trató de ayudar en la medida de lo posible, esforzándose para despejar su mente y, sobre todo, para coordinar sus piernas. Si no reaparecían pronto en el salón de baile Stratton se daría cuenta y empezaría a sospechar.
Regresaron abajo cogidos de la mano. Volvieron a entrar en el salón de baile, pero no se mezclaron con el gentío: Demonio se apoyó contra la pared y estrechó a Flick entre sus brazos, dejando que ella arrimara la mejilla a su pecho, y luego inclinó la cabeza y la besó con la intención de calmarla y de tranquilizarla.
Y también de distraerla. Pese a ello, cuando recobró los sentidos, Flick oyó unos silbidos destinados a atraer la atención sobre algo que estaba ocurriendo en el centro de la sala. Por los sonidos que llegaban hasta ella y por algunas de las palabras que había logrado interceptar, no le costó trabajo imaginarse cuál sería la escena que se estaba desarrollando allí en medio. Rodeada por los brazos de Demonio, no podía ver nada… pero tampoco lo intentó.
Al cabo de unos quince minutos, cuando sus corazones hubieron recobrado su ritmo regular habitual, Demonio miró a su alrededor y luego la miró a ella.
—Ya nos hemos dejado ver —murmuró—. Ahora podemos irnos.
Lo hicieron de inmediato, ansiosos y con gran alborozo, pues las pruebas que habían estado buscando durante semanas se hallaban por fin en sus manos.
Demonio llegó a Berkeley Square a las ocho de la mañana; Flick lo aguardaba en el vestíbulo, con las maletas a sus pies y una sonrisa radiante en los labios. Al cabo de algunos minutos ya estaban en camino, con los caballos al galope y acompañados de Gillies.
—Tenías razón cuando aseguraste que a tu madre se le pasaría el enfado cuando le dijese que dejábamos los preparativos de la boda en sus manos y las de Helena.
Demonio soltó un bufido.
—Era de esperar, no sabe seguir enfadada cuando se siente tan dichosa. Es su sueño hecho realidad: organizar una boda.
—Me alegro de que, después de tanta preocupación, la hayamos dejado tan tranquila y contenta.
Demonio se limitó a soltar otro bufido, muy poco filial.
Dos minutos más tarde, en una calle tranquila, Demonio detuvo el coche, le dio las riendas a Gillies y se bajó de un salto. Flick miró a su alrededor.
—¿Qué…?
Demonio gesticuló con impaciencia para que bajara y ella se desplazó por el asiento y dejó que la ayudara a descender del vehículo.
—Quiero enseñarte algo. —La tomó de la mano, la guio por los escalones de la casa más próxima, un elegante edificio con un pórtico sostenido por dos pilares. Una vez en el pórtico, extrajo un juego de llaves de su bolsillo, escogió una de ellas y abrió la puerta principal. Con una reverencia, invitó a pasar a Flick y se limitó a arquear las cejas cuando esta lo interrogó con la mirada.
Con curiosidad, Flick avanzó por un agradable vestíbulo rectangular; por el eco y la ausencia de muebles era obvio que la casa estaba vacía. Deteniéndose en mitad de la sala, se volvió y enarcó las cejas.
Demonio la instó a que siguiera avanzando.
—Vamos, inspecciónala.
Así lo hizo: empezó por las habitaciones de la planta baja y, cada vez más rápido, movida por un entusiasmo desbordante, prosiguió luego por las de la primera planta. La agradable sensación que le había transmitido el vestíbulo se repetía en las demás habitaciones, todas ellas elegantes y espaciosas, inundadas por el sol de la mañana. El dormitorio principal era enorme y las demás habitaciones más que suficientes. Llegó al fin al cuarto de los niños, bajo los aleros de la casa.
—¡Oh! ¡Es maravilloso! —Se precipitó por el pasillo que conducía a las habitaciones más pequeñas y luego fue a curiosear a las dependencias de la niñera. Con el corazón henchido de alegría, se volvió y miró a Demonio, que la esperaba, con su habitual elegancia, junto a la puerta. La miró a los ojos, sonriendo, pero a la expectativa. Escrutó su rostro y luego enarcó una ceja.
—¿Te gusta?
Flick dejó que su corazón inundase su mirada; su sonrisa era radiante.
—Es maravillosa, ¡perfecta! —Conteniendo su entusiasmo, añadió—: ¿Cuánto cuesta? ¿Podemos…?
Su lenta sonrisa la reconfortó. Demonio extrajo la mano del bolsillo y le enseñó las llaves.
—Es nuestra. Viviremos aquí cuando estemos en la ciudad.
—¡Bien! —Flick se abalanzó sobre él, lo abrazó con frenesí, y le dio un beso tras otro. A continuación, salió disparada de nuevo. Ya no necesitaba más explicaciones, aquel iba a ser su hogar y aquel el cuarto que iban a llenar con sus hijos. Después de las semanas anteriores, sabía que la familia era una parte vital para él, el concepto central alrededor del cual giraba su mundo. Aunque él no lo supiese, ella sí lo sabía: aquello, por su parte, era la verdadera declaración de amor, ya no necesitaba ninguna otra clase de votos ni de juramentos ante Dios. Aquella casa, aquella familia, sería la de ambos.
Demonio sonrió y la miró. La alegría de Flick seguía pareciéndole enormemente refrescante y contagiosa. Mientras la seguía una vez más por la casa, admitió sin tapujos que ahora entendía por qué a tantas generaciones de sus ancestros les encantaba complacer a sus esposas. Si bien antes esto había sido un gran misterio para él, ahora ya no lo era. Ahora él, Demonio, tanto de nombre como por naturaleza, había sido derrotado por un ángel. Ya no la consideraba joven e inocente en el sentido de ser menos capaz que él, sino que, después de la noche anterior, sabía que podía igualarlo en cualquier terreno, en cualquier aventura que emprendiesen juntos. Era la esposa ideal para él. Y allí estaba, yendo tras ella como siempre. Ella guiaba el camino y él la seguía, sujetando las riendas de ella con sus manos. Lo que había descubierto con ella no lo había descubierto con ninguna otra: estaban hechos el uno para el otro y era así como debía ser. Así de sencillo. Aquello era amor, ya no podía negarlo. Flick regresó al salón y se detuvo en el centro.
—Tendremos que comprar muebles.
Demonio sintió un escalofrío. La siguió al interior del salón, le pasó una mano por la cintura, la atrajo hacia sí y se detuvo un instante para contemplar el súbito ardor que le consumía la mirada antes de besarla. Ella respondió a su abrazo y él la estrechó con más fuerza. Prolongaron el beso y se dijeron todo cuanto necesitaban con sus labios, sus cuerpos, sus corazones… Permanecieron así durante largo rato y luego él levantó la cabeza. Pensó en las pruebas que llevaba en el bolsillo.
—Tenemos que llevar los papeles a Newmarket. —Para poder seguir adelante con el resto de sus vidas.
Ella asintió y se separaron para dirigirse hacia la calesa.
Hacia las diez ya iban camino del norte y habían dejado atrás los espacios cerrados de Londres. Flick inspiró hondo con alegría y luego volvió la cara hacia el sol.
—Tendremos que ir primero a Hillgate End, para hablar con el general y Dillon.
—Iré a la finca. Dejaremos tus cosas allí de momento, iremos a buscar a Dillon a la casa en ruinas, luego a la mansión a decírselo al general y después directamente al Jockey Club. Quiero presentarle la información al comité lo antes posible. —Su gesto se endureció y echó mano de la fusta.
Flick se preguntó si su súbita premura se debía a la preocupación por el mundo del que llevaba tantos días separado, el de las carreras de caballos, o a la sensación de que todavía no habían vencido a Stratton. Esa sensación no la había abandonado desde que este los había visto juntos la noche anterior, planeando sobre ellos como si fuera un espectro. Cuando doblaron una curva, miró atrás, pero no los perseguía nadie.
Atravesaron Newmarket a mediodía y se dirigieron directamente a la finca. Mientras Demonio refrescaba a los caballos, ella se precipitó escaleras arriba para cambiarse y ponerse el traje de montar. En menos de media hora estaban cruzando el claro que había detrás de la casa en ruinas.
—Somos nosotros, Dillon —lo avisó Flick desde lo alto de la silla—. Demonio y yo, ¡hemos vuelto!
Su entusiasmo era palpable. Dillon apareció en la entrada del cobertizo, tratando de disimular el rayo de esperanza que iluminaba sus facciones demacradas. Una mirada bastó para que Demonio se percatara de que Dillon había cambiado; de algún modo, en algún momento, había encontrado un poco de coraje y brío. Pese a ello no dijo nada, sino que siguió a Flick en dirección a la casa. Antes incluso de que ella lo alcanzase, Dillon tensó todos sus músculos. Demonio nunca lo había visto tan erguido, tan decidido. Con los puños apretados, miró a Flick a los ojos.
—He ido a ver al general.
Ella pestañeó y se detuvo delante de él.
—¿Ah, sí?
—Se lo he contado todo, así que ya no tienes que mentir más por mí, ni protegerme. Debería haberlo hecho desde el principio. —En ese momento miró a Demonio—. Mi padre y yo hemos decidido esperar hasta mañana por si habíais descubierto algo, pero íbamos a ir a ver al comité de todos modos.
Demonio lo miró a los ojos y asintió con un gesto sincero de aprobación.
—Pero finalmente hemos descubierto algo —dijo Flick agarrándolo del brazo—. ¡Hemos descubierto quién compone la organización y tenemos pruebas suficientes para enseñárselas al comité!
Demonio la asió por la espalda y la invitó a entrar.
—Vamos a explicárselo dentro.
Ni Dillon ni Flick pusieron objeciones. Si lo hubiesen hecho, Demonio no podría haberles contado quién creía que podía estar espiándolos. Demonio no estaba tranquilo, y había dejado de estarlo desde que había mirado los fríos ojos de Stratton la noche anterior. El hecho de que Stratton se hubiese fijado en ellos en cuanto hubieron regresado al salón de baile había preocupado a Demonio. Stratton era famoso por su frialdad y su pasividad… podía ser un enemigo formidable. Si hubiese habido algún modo de dejar a Flick a salvo y al margen de la acción, habría aprovechado la ocasión sin dudarlo, pero no lo había, de modo que el lugar más seguro para ella estaba junto a él.
Una vez en la casa, Dillon siguió hablando.
—He escrito una declaración detallada de mi participación en los hechos, desde el principio hasta el final. —Parecía triste—. No es una lectura agradable, pero al menos es sincera.
Flick sonrió. Su felicidad interior manaba de ella e iluminaba la totalidad de la casa. Apoyó la mano en el brazo de Dillon.
—Tenemos pruebas de la existencia de la organización.
Dillon la miró primero a ella y luego a él. Su expresión dejaba traslucir que no albergaba demasiadas esperanzas.
—¿Quiénes son?
—No son varios, ese fue nuestro error. La organización la forma una sola persona. —Demonio le hizo un resumen detallado—. Tengo que reconocer que su método era impecable. Fue su avaricia, el haber amañado demasiadas carreras, lo que sacó a la luz todo el tinglado. Si se hubiese contentado con el dinero que sacaba de una o dos carreras al año… —Se encogió de hombros—. Pero el tren de vida de Stratton requiere una ingente cantidad de dinero. —Demonio extrajo las pruebas del bolsillo—. Esta es la clave. —Dejó una hoja de papel sobre la mesa y la alisó con la mano. Flick todavía no la había visto, así que, como Dillon, se aproximó para verla de cerca.
—Recopilé todos los detalles sobre las apuestas de las carreras amañadas y mi agente, Montague, calculó las cantidades exactas de cada una. Es un mago. De no ser por sus cálculos, una aproximación casi exacta, nunca habría reconocido las cifras en el libro de contabilidad de Stratton. —Demonio puso las hojas que había arrancado del libro de Stratton junto a los cálculos de Montague para cotejarlos—. ¿Lo veis? —Señaló algunas cifras de la primera lista y su correspondencia con las cifras de la segunda lista—. Las fechas también coinciden. —Flick y Dillon miraron primero a una hoja y luego a la otra asintiendo con la cabeza…
—¿Podemos demostrar que se trata de la contabilidad de Stratton? —quiso saber Dillon.
Demonio señaló unas cifras determinadas en la columna de gastos.
—Aquí está la compra de un faetón, y aquí el par de caballos que lo acompañan… Y aquí incluso las deudas pagadas a caballeros de la alta sociedad londinense, todo ello atribuible a Stratton. Teniendo en cuenta que prácticamente la misma cantidad de dinero procedente de las carreras aparece como ingresos en las mismas páginas, es difícil argumentar que no es Stratton quien está detrás de las carreras amañadas. Estas —dijo, señalando los papeles— son las únicas pruebas que necesitamos.
¡Crash!
Se oyó un fuerte estrépito y la puerta principal salió despedida por los aires: alguien le había arrancado de sus goznes por un fuerte puntapié. La totalidad de la casa en ruinas se estremeció y Demonio asió a Flick mientras retrocedían, con los ojos llorosos y sin poder dejar de toser, envueltos en una nube de polvo.
—Has demostrado ser un ingenuo, Cynster.
Las palabras, entrecortadas, precisas y completamente carentes de sentimiento alguno, procedían del hombre cuya silueta se perfilaba en la entrada. La luz del sol formaba un halo a su alrededor y no podían verle las facciones del rostro, pero Flick y Demonio lo reconocieron en el acto. Con los ojos fijos en la pistola de cañón largo que Stratton sostenía con la mano derecha, Demonio intentó empujar a Flick detrás de él, pero, por desgracia, ya habían alcanzado la chimenea y no podían retroceder más.
—Quedaos donde estáis. —Stratton atravesó el umbral, sin apenas poner los ojos en los papeles que yacían desperdigados encima de la mesa y que constituían pruebas suficientes para encerrarlo en Newgate, lejos del lujo al que estaba acostumbrado. Demonio tensó el cuerpo y rezó porque Stratton mirase hacia sus papeles, porque le quitase los ojos de encima aunque sólo fuese un instante… Stratton vaciló, pero no lo hizo—. Habéis sido demasiado listos, y eso no os ha hecho ningún favor. Si no fuese tan suspicaz por naturaleza, puede que incluso hubieseis salido airosos del asunto, pero comprobé mi libro de contabilidad a las cuatro de la madrugada. A las seis ya estaba en la carretera de Newmarket. Sabía que tarde o temprano apareceríais por allí.
—¿Y si hubiésemos ido directamente al Jockey Club?
—Eso —admitió Stratton— hubiese sido un problema. Pero por suerte atravesasteis la ciudad. Fue fácil seguiros a caballo e igual de fácil adivinar que, si era paciente, me conduciríais hasta el único peón que escapaba de mi control. —Inclinó la cabeza hacia Dillon, pero la pistola, que apuntaba directamente al pecho de Flick, no se movió—. Es una lástima, pero después de esto me parece que tendré que prescindir de los tres.
—¿Y cómo piensas explicarlo? —preguntó Demonio.
Stratton enarcó una ceja.
—¿Explicarlo? ¿Y por qué debería explicarlo?
—Hay otras personas que saben que te hemos estado investigando en relación con el asunto de las carreras amañadas.
—¿Ah, sí? —Stratton permaneció muy quieto, sin desviar la mirada del rostro de Demonio, y sin apartar el arma del pecho de Flick—. Es una pena… para Bletchley.
Stratton apretó la mandíbula. Levantó el brazo, lo enderezó y apuntó a Demonio con la pistola.
Flick lanzó un grito, se abalanzó sobre Demonio, se aferró a su pecho, y lo empujó contra la chimenea.
Stratton abrió los ojos con perplejidad, pero ya había apretado el dedo contra el gatillo.
Dillon dio un paso por delante de Flick… y la pistola abrió fuego. El disparo retumbó con un ruido ensordecedor en las paredes de la casa. Demonio y Flick se quedaron paralizados, abrazados ante la chimenea. Demonio había tratado desesperadamente de empujar a Flick a un lado, a sabiendas de que sería demasiado tarde… Ambos respiraron aliviados, conscientes de que el otro seguía con vida. Volvieron la cabeza y miraron… Dillon cayó despacio al suelo.
—¡Maldita sea! —A Stratton se le había caído la pistola.
Demonio soltó a Flick y esta se arrodilló en el suelo junto a Dillon. Con una expresión de venganza, Demonio fue a abalanzarse sobre Stratton, pero sus botas se enredaron en la falda de Flick y estuvo a punto de caer al suelo. Se agarró a la mesa para no perder el equilibrio y vio que Stratton sacaba otra pistola más pequeña, vio que le apuntaba y…
—¡Eh! ¡Un momento! —Asomando la cabeza por el cobertizo, Bletchley hizo su aparición—. ¿Qué es eso de que es una pena para mí?
Con la beligerancia de un toro, Bletchley se dispuso a embestir a Stratton.
Sin pestañear, este viró el arma y disparó a Bletchley. Demonio rodeó la mesa.
Stratton se volvió para encararlo, esgrimiendo la fusta de montar…
El puño derecho de Demonio impactó en su cara con un golpe seco; quiso seguir con el puño izquierdo, pero Stratton ya había caído al suelo. Al desplomarse, se golpeó la cabeza con los tablones con un ruido sordo. Después de echarle un vistazo a la figura tendida de Bletchley, Demonio se agachó junto a Stratton.
Estaba inconsciente, y su aristocrática mandíbula ladeada en un ángulo extraño y de aspecto doloroso. Demonio se quedó pensativo un instante, pero decidió no alterar más la apariencia de su rostro. Sin ningún miramiento, le arrancó el fular, le tumbó boca abajo, le puso los brazos a la espalada y le ató primero las muñecas y luego los tobillos. Satisfecho de que Stratton ya no supusiese ninguna amenaza, Demonio miró por encima de la mesa. Flick estaba restañando una herida en el hombro de Dillon.
Se dirigió hacia donde estaba Bletchley y lo tumbó boca arriba. El disparo de Stratton no había sido certero, por lo que, con un poco de suerte, Bletchley viviría para dar testimonio de las fechorías de su amo. En esos momentos, lo único que podía hacer era gemir de dolor. Demonio lo dejó: no sangraba lo bastante como para correr auténtico peligro, mientras que Dillon, por lo poco que había visto, sí.
Rodeó la mesa y se reunió con Flick, que estaba arrodillada junto a Dillon. Lo había tumbado de espaldas sobre el suelo. Flick, con la cara pálida como el papel, trataba de conservar la calma mientras intentaba enrollar con fuerza la tela de sus enaguas alrededor de la herida de Dillon. Demonio la miró y luego miró a Dillon.
—Apártate un poco. Déjame ver la herida.
Flick retiró los brazos y se echó hacia atrás. Demonio levantó la tela, examinó la herida un instante y volvió a taparla. Con el rostro más relajado, miró a Flick mientras esta presionaba sobre la herida.
—Tiene mala pinta, pero vivirá. —Ella lo miró sin comprender y Demonio la abrazó—. Stratton me estaba apuntando a mí. Dillon es más bajo que yo, de modo que la bala se le ha alojado en el hombro, ni siquiera le ha rozado el pulmón. Estará bien en cuanto lo vea un médico.
Ella escrutó sus ojos y parte de la preocupación que sentía desapareció de su rostro. Miró a Dillon.
—Ha sido un inconsciente, pero no quiero perderlo… No ahora.
Demonio la abrazó con más fuerza y la besó en los rizos. Él tampoco se había tranquilizado del todo, pero sabía lo que Flick había querido decir con sus palabras. Si Dillon no hubiese obrado como lo había hecho al final, si no hubiese sido suficiente hombre para, por una vez proteger la vida de Flick con la suya propia, esta estaría muerta.
Sin dejar de abrazarla, sintiendo la caricia de sus rizos dorados en la mejilla, Demonio cerró los ojos y volvió a decirse para sus adentros, al ser que habitaba en su interior más profundo, que en realidad todo había salido bien, que Flick seguía con él, que no había perdido a su ángel tan poco tiempo después de haberlo encontrado. Flick era mucho más baja que él; si Dillon no la hubiese protegido con su cuerpo, la bala de Stratton habría acabado en la parte posterior de su bonita cabeza.
No podía ni pensarlo, no sin venirse abajo, de modo que desechó aquella imagen y la borró de su cerebro. Levantó la cabeza, y miró a Dillon, a quien ahora debía algo más que su propia vida. Flick seguía deteniendo la hemorragia, que al parecer estaba remitiendo. Seguía estando pálida, pero un poco más serena.
Una parte de él quería zarandearla, gritar y reprenderla por haber saltado para interponerse entre él y la bala de Stratton, pero la parte más sensata le decía que era inútil, que se limitaría a levantar la barbilla y a componer aquel gesto obstinado, sin prestarle la más mínima atención. Y en otra ocasión volvería a hacerlo sin pestañear.
Cuando se dio cuenta de esto, le entraron ganas de abrazarla con fuerza, de retenerla para siempre en sus brazos. Inspirando hondo, extendió el brazo y le retiró la mano con suavidad del paño ensangrentado.
—Ven. —La volvió hacia él y la miró a los ojos—. Deja que lo haga yo. Tú vas a tener que ir en busca de ayuda.
El resto del día se fue en solucionarlo todo. Flick cabalgó hasta la finca de Demonio y, a partir de ahí, Gillies y los Shephard tomaron el relevo y llamaron al médico, al juez y a los agentes de policía mientras Flick se dirigía a Fíillgate End. Permaneció junto al general, tranquilizándolo y dándole ánimos, hasta que el carruaje del médico llegó de la casa en ruinas con Demonio a las riendas y Dillon en la parte de atrás.
Metieron a Dillon en la casa. El médico, un veterano de la Guerra de Independencia española, había extraído la bala en la casa en ruinas, por lo que enseguida acomodaron a Dillon en su cama. Seguía inconsciente, y el médico les dijo que seguramente no se despertaría hasta el día siguiente. La señora Fogarty montó guardia al pie de su cama y el general, después de comprobar que su hijo seguía respirando y de oír de labios de Flick y de Demonio el relato de su valentía, consintió al final en retirarse a la biblioteca.
El juez y el agente de policía se reunieron con ellos allí, así como los miembros del comité, que habían acudido a Newmarket para el Spring Carnival que se celebraba esa semana. Tras presentar la declaración de Dillon, dar una explicación de las investigaciones que había resultado de los cálculos de Montague y exponer las páginas del libro de contabilidad de Stratton para que las vieran todos, Demonio explicó a los presentes los detalles de la trama para amañar las carreras de caballos que sir Percival había ideado.
Si bien se censuró la participación de Dillon, a la luz de los delitos más graves acaecidos con posterioridad y de su evidente arrepentimiento, el comité decidió posponer la investigación de su implicación para cuando estuviese recuperado. Por el momento tenían asuntos más importantes que resolver: el alcance de la manipulación de Stratton los había llenado de indignación. Se marcharon, con el rostro crispado y jurando darle un castigo ejemplar, sentencia con la cual Demonio no podía estar más de acuerdo.
En cuanto se marcharon, el general se desplomó en el suelo. Flick reaccionó con preocupación y lo obligó a guardar cama. Jacobs le aseguró que cuidaría de él. Flick dejó al general recostado sobre sus almohadones y se detuvo un momento en el pasillo. Tras cerrar la puerta a sus espaldas, Demonio escrutó su rostro, avanzó hacia ella y luego la estrechó entre sus brazos. Ella permaneció rígida un instante, y acto seguido la voluntad de hierro y la obstinación que la habían impulsado a mantenerse en pie hasta entonces se disolvieron por completo. Se desplomó en los brazos de Demonio, rodeándolo con los suyos, y apoyó su mejilla en la de él.
Y en ese momento empezó a temblar.
Demonio la llevó abajo y le sirvió una copa de brandy. Poco a poco recuperó el buen color, pero a él no le gustaba aquella mirada distante que reía en sus ojos. Trató de encontrar algo con lo que distraerla.
—Venga —dijo, poniéndose en pie—. Volvamos a la finca. Tienes allí el equipaje, ¿recuerdas? La señora Shephard nos dará de comer y luego podrás recorrerlo todo y decidir qué cambios te gustaría hacer.
—¿Cambios? —repuso ella, sin dejar de pestañear.
La llevó hasta la puerta.
—Remodelar, redecorar, reformar… qué sé yo.
Regresaron a caballo, Demonio no dejó de observarla durante todo el camino, pero Flick permaneció estable en la silla. El personal de la finca se alegró mucho de verlos, y enseguida se hizo evidente que Gillies ya había difundido la noticia, lo cual a Demonio le fue muy bien, pues pensaba cenar a solas con su amada.
La señora Shephard se dispuso a dar lo mejor de sí y preparó una opípara comida en un santiamén. Demonio sintió un gran alivio al comprobar que el apetito de Flick no había menguado, y se sentaron tranquilamente a cenar, haciendo comentarios de vez en cuando y relajándose poco a poco.
Tras apurar su copa de oporto, Demonio se levantó, rodeó la mesa y animó a Flick a ponerse en pie.
—Venga, te enseñaré la casa.
Le mostró la totalidad de la planta baja y luego subieron las escaleras. El recorrido terminaba en su dormitorio, encima del salón a cuya ventana ella solía acudir a llamar en plena noche.
Mucho más tarde, Flick estaba retozando, completamente desnuda, en la enorme cama de Demonio. Nunca en toda su vida se había sentido tan cómoda, tan a gusto, tan en paz, tan como en su propia casa.
—Venga —dijo Demonio, al tiempo que le propinaba una palmada en las posaderas—. Será mejor que nos vistamos y te lleve a tu casa.
Flick no miró a su alrededor, ni levantó la cabeza: se limitó a hundirla aún más en la almohada y a menearla.
—Puedes llevarme mañana temprano, ¿no?
Tumbado junto a ella, también desnudo, Demonio la miró, admirando los rizos dorados que iluminaban su almohada, observando las partes de su cuerpo que quedaban visibles: un hombro delicadamente redondeado y un brazo de curvas sinuosas, una pierna esbelta y una nalga firme y del todo perfecta, y todo ello envuelto en una piel de seda marfileña, en esos momentos aún teñida de rubor.
El resto de su cuerpo, del que tanto había disfrutado durante las horas anteriores, estaba envuelto en sábanas de satén.
Flick iba a ser un reto constante que le exigiría mucha habilidad si quería dejarla correr con la libertad que ella necesitaba: tendría que llevar las riendas con la mayor suavidad.
Lentamente, cuando Demonio extendió el brazo para levantar la sábana, una sonrisa se fue dibujando en sus labios.
—Sí, supongo que sí.