A grandes males —o necesidades—, grandes remedios, y Flick sabía que su necesidad era muy grande, sobre todo después de la noche anterior. Necesitaba mucho más de su amante, de su futuro marido. Sabía lo que quería, la cuestión era cómo obtenerlo.
Flick, rodeada por su corte de admiradores en mitad del salón de lady Ashcombe, fingía escuchar mientras, para sus adentros, elaboraba un plan. Había ido a Londres con un claro propósito: hacer que Demonio se enamorase de ella. Si hubiese tenido que caer rendido a sus pies con sólo mirarla, eso habría sucedido hacía ya mucho tiempo, pero, en vista de que no era así, tenía que hacer algo para alcanzar su objetivo: tomar medidas drásticas.
Insistir en que pasase más tiempo con ella era el siguiente paso. Había empezado a darlo la noche anterior, pero al final se habían distraído. Flick había disfrutado enormemente de la distracción, pero eso sólo la había reafirmado en su propósito, había hecho que se obstinase aún más en él. Dichas distracciones, y el ansia y el vacío que solían sucederías, le proporcionaban razones para actuar cuanto antes. No quería acabar encontrándose en la situación de tener que acceder a su petición de mano, pues eso no le daría ninguna libertad de maniobra para conseguir su sueño. Y decididamente, quería aliviar la sensación de desolación y vacío que su escarceo en la terraza de la biblioteca le había dejado en el corazón.
Seguía convencida de que él podía amarla, si lo intentaba. Tenían tantas cosas en común… La noche anterior las había enumerado todas en la frialdad de su lecho, y estaba segura de que la posibilidad del amor estaba ahí.
El primer paso para convertirla en realidad consistía en asegurarse de que pasase más tiempo con ella y, para eso… necesitaba hablar con él a solas. También quería hablar con él sobre Dillon. Mientras recordaba el desarrollo de los acontecimientos de la noche anterior, les lanzó a sus pretendientes una mirada calculadora.
Demonio la vio haciéndole una proposición a Framlingham. Si hubiera podido oír los exabruptos que Demonio soltó para sus adentros mientras se apresuraba a alcanzar la puerta lateral para cortarles el paso, le habrían subido los colores.
—¡Huy! ¡Ah! Buenas noches, Cynster.
—Framlingham. —Demonio saludó a Flick con desatención y miró al lord a los ojos—. ¿No está usted satisfecho con la fiesta de lady Ashcombe?
—Es que… —Aunque no era ningún genio, Framlingham tampoco era lento. Miró a Flick antes de decir—: La señorita Parteger necesitaba respirar un poco de aire fresco.
—¿Ah, sí?
—Sí —corroboró Flick—. Sin embargo, ahora que estás tú aquí, no necesitaré la agradable compañía de lord Framlingham. —Le ofreció la mano a Framlingham y le dedicó una dulce sonrisa—. Gracias por venir en mi ayuda, señor.
—Ha sido… un placer. —Framlingham miró a Demonio—. Me alegro de haber sido de ayuda. —Asintió con la cabeza a modo de despedida y se fue con cierta precipitación.
Demonio lo vio marcharse, volvió la cabeza despacio y se encontró con la mirada transparente de Flick.
—¿Qué te propones?
Lo miró sorprendida.
—Me parecía evidente. Quiero hablar contigo.
De modo que le había tirado de la correa y él había acudido. Demonio apretó la mandíbula y trató de conservar su indiferencia aparente y su actitud distante.
Ella se acercó a la puerta.
—¿Al jardín se va por aquí?
—Y también a la terraza.
—Me cuesta creer que necesites aire fresco, no eres de las que se desmayan. —Desde luego, no se había desmayado la noche anterior.
—Claro que no, pero tenemos que hablar en privado.
—Desde luego —concedió, entrecortadamente—, pero no afuera. —No pensaba arriesgarse a repetir lo de la noche anterior.
Lo miró a los ojos y ladeó la barbilla.
—¿Dónde entonces?
Un reto para el que tenía respuesta.
—Hay una chaise en una hornacina por allí.
Le tomó la mano, se la colocó en el brazo y guio a Flick entre la multitud. Aunque sólo se trataba de una fiesta, todavía había muchos invitados en la sala, de modo que tardaron varios minutos en cruzarla; en todo ese tiempo la ira de Demonio se transformó en resentimiento por lo que ella había hecho por su propia reacción, y por la omnipresente e irritante confusión que lo perseguía.
Nunca en toda su vida había tenido tantos problemas con una mujer. Era tan bueno con los caballos como en los salones de baile. Sus méritos en la silla de montar eran ampliamente reconocidos, y pese a toda su experiencia, con Flick tenía que conformarse con ir pisándole los talones. Siempre tenía que estar readaptándose, recalculando, reevaluando… y no era eso lo que Demonio había esperado. Por desgracia, no parecía que pudiese hacer mucho al respecto.
Tenía que seguir y no dejar de sujetar las riendas de ambos. Y hacer caso omiso de la humillante sensación de que ella escapaba a su control.
En su fuero interno lo sabía, pero no podía aceptarlo: aunque tenía muchísima más experiencia que ella, Flick no era la chiquilla a la que había hecho subir los colores bajo la glicina, la jovencita inocente a la que había besado junto a la orilla del arroyo y a la que había enseñado a amar en la posada de The Angel. Flick se había convertido en un misterio que todavía debía resolver.
La hornacina era muy profunda pero estaba abierta al salón. Si bajaban el tono de voz, podrían hablar con toda libertad, aunque debían recordar que no estaban en privado.
La llevó hasta la chaise y luego se sentó junto a ella.
—La próxima vez que quieras hablar conmigo, ¿crees que podrías dejar a un lado la manipulación y mandarme una simple nota?
Lo miró a los ojos.
—Viniendo de alguien que ha tratado de manipularme con tanta perseverancia, es como si la sartén le dijese al cazo: retírate que me tiznas. —Hablaba en tono sosegado, pero sus ojos emitían chispas azules.
Señaló a la multitud con la mano.
—Mira hacia delante y finge estar aburrida. Haz que parezca que estamos charlando tranquilamente mientras descansas.
Flick lo miró con los ojos encendidos, pero hizo lo que le decía.
—¿Así? —susurró.
—Te he dicho que finjas estar aburrida, no enfadada. —Demonio bajó la vista y vio que Flick tenía los puños apretados en el regazo—. Relaja las manos. —Pese a su irritación, había bajado el tono de su voz y lo había convertido en un suave susurro; después de un instante de vacilación, Flick abrió los puños.
Demonio miró también hacia delante, inspiró hondo y se dispuso a explicarle, de forma clara y sucinta, que en aquel círculo él tenía muchísima más experiencia que ella, que sabía exactamente lo que se hacía y que si ella se dignaba hacer lo que él le decía, todo iría bien…
—Quiero que pases más tiempo conmigo.
Al oír esa exigencia Demonio se enderezó, pero mantuvo su fachada de indolencia. Su respuesta instintiva a cualquier clase de exigencia externa solía ser la resistencia, pero en aquel caso la resistencia estaba templada por el deseo. Al darse cuenta de que no era en absoluto contrario a pasar la mayor parte del día al lado de Flick, Demonio se quedó conmocionado. Sintió que se le endurecían las facciones cuando afloraron en su mente todas las implicaciones y repasaba todas y cada una de las razones por las que no podía complacer a Flick. Entre ellas, y sobre todo, estaba aquel brillo sensual que ella emitía: si estaban juntos con frecuencia él no podría mantener una distancia prudente, y el brillo de Flick aparecería. Además, su relación había adquirido unos nuevos matices que, sencillamente, no deberían estar ahí. Por ejemplo, cuando él se acercaba demasiado a ella, Flick se volvía instintivamente hacia él; ya no se separaba con brusquedad como haría cualquier chiquilla dulce e inocente. Físicamente, ella estaba como pez en el agua en su compañía: femenina, seductora y atractiva, y no nerviosa y voluble como debería estar.
Inspiró hondo y se dispuso a decirle todo aquello, pero… lo último que deseaba en este mundo era verla cambiar.
—No —dijo, tajante. Al cabo de un momento, añadió—: Eso no es posible.
Para su sorpresa, ella no reaccionó, no volvió la cabeza y lo fulminó con la mirada; se limitó a seguir estudiando la sala.
Flick tardó algún tiempo en asimilar sus palabras. Había planteado su exigencia esperando una discusión, no un rechazo de plano. Y, sin embargo, se había dado cuenta de que Demonio se puso tenso en cuanto la oyó pronunciar esas palabras, así que tomó aliento y se dispuso a escuchar algo que hubiese preferido no escuchar. Pero, a pesar de todo, le costaba trabajo asimilarlo, tratar de entenderlo. ¿Qué quería decir con eso?
Un súbito presentimiento se apoderó de su cuerpo: la noche anterior lo había acusado de quererla como un simple adorno. Intentaba provocarlo para que lo negase. Pero él no lo había hecho. Tomó aliento y se concentró en mantener los dedos relajados, en dejar de retorcerlos. ¿Acaso, desde el principio, lo malinterpretó todo? ¿Acaso había malinterpretado por completo el vínculo que había entre ellos?
¿Se engañó pensando que él podría amarla algún día?
El frío le empezó en los tobillos y fue subiéndole por las piernas, se le congelaron los pulmones y se sintió un poco mareada. Pero tenía que saber la verdad. Lo miró a la cara. Tenía las facciones duras, decididas. No era su máscara social la que la estaba mirando, sino otra más pétrea, más implacable. Le escudriñó los ojos, de un azul cristalino, y tampoco allí halló rastro de ternura.
—¿No?
La palabra tembló en sus labios. Apartó la mirada con brusquedad, luchando por enmascarar el efecto que le había causado esa palabra, un golpe brutal para su corazón desprevenido.
Demonio se tensó, se removió en su asiento y luego se echó hacia atrás. Un momento después, dijo en tono sereno:
—Si aceptas casarte conmigo, entonces podré pasar más tiempo contigo.
Flick se puso rígida.
—¿Ah, sí? —Primero un golpe, y luego un ultimátum.
En el mismo tono controlado, Demonio prosiguió:
—Sabes que deseo casarme contigo, que he estado esperando a que te decidas. ¿Lo has hecho ya?
Apartó aún más la cara para que él no viese la batalla que estaba librando para no mostrar el dolor que sentía.
Demonio contuvo una imprecación. Su estado de nerviosismo era evidente, y lo dejó aún más confuso que antes. Pero no podía cogerla y obligarla a mirarlo, obligarla a decirle qué demonios le pasaba, qué era lo que iba mal. Lo que iba mal entre ellos últimamente.
En ese momento deseó no haberla presionado para que le diese una respuesta, pero él la quería, y la agonía se hacía más insoportable cada noche. Con la mirada fija en sus rizos, esperó, sintiendo en cada rincón de su cuerpo la intensidad de aquel deseo, las contradicciones que había entre su máscara, su conducta y sus sentimientos. Quería presionarla, quería tranquilizarla, quería darle la respuesta correcta desesperadamente.
Uno de sus rizos, el mismo que tantas veces había vuelto a colocar en su sitio, se había soltado. Demonio levantó una mano, lo atrapó y se lo colocó detrás de la oreja.
Y se dio cuenta de que le temblaba la mano. Aquella imagen lo alteró aún más y colocó la vulnerabilidad que había tratado de menospreciar al frente de sus problemas. Con el rostro duro y apretando la mandíbula, exigió, en tono áspero:
—¿Lo has decidido ya?
Flick lo miró, se obligó a sí misma a mirar sus duros ojos azules e intentó ver más allá de la máscara implacable. Sin embargo, no descubrió un solo indicio de lo que buscaba: aquel no era el hombre que amaba, el ídolo de sus sueños, el hombre que le había hecho el amor lentamente durante toda la noche en The Angel. El hombre que creía que aprendería a amarla. Apartó la vista, tomó aliento y lo contuvo.
—No… pero creo que he cometido un terrible error.
Él se puso tenso.
Ella volvió a inspirar hondo.
—Y ahora, si me disculpas…
Flick inclinó un poco la cabeza y se levantó. Demonio se levantó con ella; estaba tan atónito que se había quedado sin habla. No podía pensar, así que no pudo hacer nada para detenerla, para evitar que se marchara de su lado.
Flick regresó junto al grupo al que había dejado antes. Al cabo de unos segundos ya estaba rodeada de caballeros. Demonio la observaba desde el flanco del salón.
La palabra «error» le ardía en el cerebro. ¿Quién lo había cometido en realidad, él o ella? El rechazo de ella —¿cómo si no iba a interpretarlo?— lo abrasaba. Entrecerró los ojos cuando la vio saludar con aire cortés a un hombre. ¿Debía, por una vez, tragarse su orgullo y tomarle la palabra?
Al pensarlo sintió como si una gota de ácido le corroyera el corazón.
Entonces la vio componer una sonrisa fugaz con gran esfuerzo; en cuanto el caballero apartó los ojos de ella, su sonrisa desapareció y Flick lanzó una mirada furtiva hacia donde estaba él.
Demonio captó su mirada: vio la expresión dolida y atormentada en los ojos de Flick. Soltó una imprecación y dio un impulsivo paso adelante; entonces recordó dónde se encontraban. No podía atravesar la habitación, tomarla entre sus brazos y besarla hasta que perdiese el sentido, ni mucho menos jurarle amor eterno.
Conteniendo un gruñido, cinceló sus facciones para adoptar una expresión neutra que le permitiese avanzar entre la multitud, giró sobre sus talones y se marchó de la casa.
Cada vez que intentaba manejarla, las cosas salían mal.
Ella se negaba a obedecerle y nunca reaccionaba de forma predecible cuando Demonio tiraba de las riendas. Él había esperado que lo tendría todo bajo control, pero al parecer no era así como iban a ser las cosas.
Demonio, de pie en el umbral del cuarto de los niños en el 12 de Clarges Street, la casa a la que soñaba traer a Flick como su esposa, miró a su alrededor. La habitación estaba bajo los aleros, era grande, tenía mucha luz y estaba bien ventilada. No le resultaba difícil imaginarse a Flick allí, iluminándolo todo con sus rizos, más brillantes que el sol, bañando todos los rincones con su calidez ni tampoco en las habitaciones del piso de abajo. La casa estaría fría sin ella.
Él tendría frío sin ella, más frío que si estuviera muerto. Sabía que ella quería algo de él, algo más que unas cuantas horas cada día. Incluso sabía qué era ese algo. Si deseaba convencerla de que no había cometido ningún error, de que su corazón seguía perteneciéndole, iba a tener que darle algo más de lo que le había dado hasta ahora.
No necesitaba oírla decir que lo amaba, lo sabía desde hacía algún tiempo: desde The Angel o incluso desde antes. Sin embargo, había pensado en los sentimientos de Flick como en un amor «joven», inmaduro e inexperto, algo que podía manejar sin tener que revelar la intensidad de sus propios sentimientos. Incluso había utilizado las costumbres de su círculo social para que lo ayudasen a ocultarlos, a disimular las emociones que a veces sentía con tanta fuerza que no conseguía contener.
Desde luego, no podía manejarlas, ni a ella tampoco. Tomó aire profundamente, y luego lo exhaló despacio. Lo que ahora había entre ellos era una obsesión, intensa, pertinaz e imposible de desmentir, tanto por su parte como por la de ella. Estaban hechos el uno para el otro, pero si Demonio no se enfrentaba a aquello que más temía, a su único miedo, si no se rendía y pagaba el precio, la perdería para siempre.
Una posibilidad que el Cynster que llevaba dentro jamás podría aceptar.
Permaneció allí de pie durante largo rato, con la mirada perdida en la habitación vacía. Luego dejó escapar un suspiro y se enderezó. Tendría que volver a verla a solas de nuevo y averiguar qué era exactamente lo que tenía que hacer para que ella aceptase ser suya.
Aquella noche, en compañía de Horatia, Flick asistió a la velada musical de lady Merton. Las reuniones musicales eran el único evento social al que Demonio se había negado en redondo a asistir. Flick entró en la habitación justo cuando la soprano empezaba a aullar: se estremeció y trató de ahuyentar el pensamiento de que su reacción ante aquella música era algo que compartía con Demonio, otra cosa más. Sin embargo no compartían lo más importante, lo único que realmente importaba.
Intentando disimular la deplorable tendencia a temblar que en esos momentos tenía su barbilla, paseó la mirada por las hileras de asientos en busca de uno vacío. Había acudido a refugiarse en el tocador de señoras para evitar a las gemelas, pues una sola mirada a sus expresiones alegres y vivarachas, a sus ojos perspicaces, habría bastado para hacerla huir. Ninguna de sus máscaras era lo bastante sólida para ocultarles la tristeza que la inundaba por dentro.
Esperaba poder sentarse junto a Horatia, pero la madre de Demonio estaba rodeada, al igual que las gemelas. Echando un vistazo alrededor de la habitación, trató de localizar un asiento vacío y…
—¡Aquí, querida! —Unos dedos como garras la asieron del codo. Con una fuerza asombrosa, la arrastraron hacia atrás—. Siéntate y deja ya de moverte… ¡me distraes!
Se sentó bruscamente, y se dio cuenta de que se encontraba en un canapé, al lado de lady Osbaldestone.
—G… gracias.
Con las manos cruzadas sobre su bastón, la dama miró a Flick con sus ojos negros y penetrantes.
—Estás un poco paliducha, querida. ¿No duermes lo suficiente?
Flick deseó disponer de una máscara con la que ocultar su rostro; la mirada de la anciana era aún más perspicaz que la de las gemelas.
—Estoy muy bien, gracias.
—Me alegro de oírlo. ¿Cuándo será la boda entonces, eh?
Por desgracia, estaban suficientemente lejos de los demás invitados para no tener que permanecer en silencio. Mirando a la cantante, Flick trató de aplacar el temblor de sus labios, de su voz.
—No va a haber ninguna boda.
—¿De veras? —El tono de la venerable dama era de curiosidad. Sin apartar la mirada de la cantante, Flick asintió—. ¿Y eso por qué?
—Porque no me ama.
—¿Ah, no? —Y pronunció aquellas palabras con una sorpresa considerable.
—No. —A Flick no se le ocurría ningún modo más sutil de decirlo, a pesar de que la sola idea bastaba para alterarla. Flick intentó respirar con más serenidad para tratar de aflojar el fuerte nudo que se le había formado en el corazón. Se le había formado la noche anterior y todavía no había desaparecido.
Pese a todo, ella todavía lo quería, todavía quería casarse con él, desesperadamente. Pero ¿cómo podía hacerlo? Él no la amaba, y tampoco esperaba llegar a hacerlo. El matrimonio que él pretendía era una pantomima de todo lo que ella creía, de todo lo que quería. No podía soportar la idea de verse atrapada en una unión de conveniencia, sin amor. Semejante matrimonio no era para ella, ella no podía casarse así, sencillamente.
—Dile una cosa a esta anciana, querida, ¿por qué piensas que no te ama?
Al cabo de un momento, Flick miró a lady Osbaldestone. Estaba arrellanada hacia atrás, esperando tranquilamente, dedicándole toda su atención. Pese a sentirse muy unida a Horatia, Flick no podía hablar de los defectos del hijo de esta con su amable y generosa anfitriona, pero… Recordando las primeras palabras de afecto que le había dedicado lady Osbaldestone a su llegada a Londres, Flick tomó aliento y miró hacia delante.
—Se niega a dedicarme su tiempo, sólo el justo aceptable. Quiere casarse conmigo para tener una esposa adecuada, el adorno propicio en su brazo en las reuniones familiares. Puesto que nos compenetramos en muchos aspectos, ha decidido que esa sea yo. Espera casarse conmigo y… bien, desde su punto de vista, eso es todo.
La venerable dama emitió un sonido a medio camino entre un resoplido y una risotada.
—Perdona que te hable sin rodeos, querida, pero si eso es todo lo que tienes contra él, yo que tú no me precipitaría tanto en mis juicios.
Flick lanzó una mirada perpleja a su provecta interlocutora.
—¿Ah, no?
—No, desde luego que no. —La dama se recostó hacia atrás—. Dices que no pasa demasiado tiempo a tu lado… ¿no será que no «puede» pasar ese tiempo contigo?
Flick parpadeó.
—¿Y por qué no iba a poder?
—Tú eres joven y él es mucho mayor, eso por sí solo restringe los terrenos en los que vuestros caminos pueden cruzarse en la ciudad. Y una restricción aún mayor la impone su reputación. —La venerable dama la miró fijamente—. Porque estás al tanto de su reputación, ¿verdad? —Flick se sonrojó, pero asintió con la cabeza—. Pues entonces, si lo piensas un momento, verás que él tiene muy pocas oportunidades para estar contigo. ¿No está aquí esta noche?
—No le gustan las veladas musicales.
—Sí, bueno, eso les pasa a muchos caballeros. Mira a tu alrededor. —Ambas lo hicieron. La soprano aulló y la anciana resopló de nuevo—. Ni siquiera yo estoy segura de que me gusten las reuniones musicales. Normalmente te ha acompañado a todos los eventos sociales nocturnos, ¿no es así? —Flick asintió—. Entonces, pensemos qué más podría hacer. No puede estar pendiente de ti porque siendo él quien es y siendo tú quien eres, la sociedad no lo vería con buenos ojos. No puede estar contigo durante el día, ni en el parque ni en ningún otro sitio, ni tampoco puede estar todo el día acechando la casa de sus padres, eso seguro. Ni siquiera puede incorporarse a tu círculo de amigos en las veladas sociales.
Flick frunció el ceño.
—¿Porqué no?
—Porque la sociedad no aprueba que los caballeros de su edad y experiencia muestren sus preferencias demasiado abiertamente, igual que no aprueba que las damas demuestren sus sentimientos en público.
—Ah.
—Así es. Y todos los Cynster conviven con las reglas de la sociedad sin ni siquiera pensar en ellas, al menos en lo que respecta al matrimonio, y sobre todo en cualquier cosa que tenga que ver con la mujer con la que se casen. Romperán gustosos cualquier regla que se interponga en su camino, pero no cuando se trata de matrimonio. Yo misma no lo comprendo, pero he conocido tres generaciones y todos han hecho lo mismo. Te doy mi palabra.
Flick hizo una mueca de dolor.
—Bien, Horatia mencionó el otro día que no lo has aceptado todavía, de modo que eso sólo supone una carga adicional para él. Siendo un Cynster, le gustaría estar contigo a todas horas, obligarte a aceptarlo, pero no puede. Lo cual, por supuesto, explica que todos estos días haya estado paseándose más tieso que un alambre. Tengo que decir que ha acatado la disciplina a la perfección; está haciendo lo que la sociedad espera de él al mantener una distancia razonable hasta que aceptes su proposición.
—Pero ¿cómo puedo saber si me quiere si nunca está cerca?
—A la sociedad no le preocupa el amor, sólo su propio poder. Bueno, ¿dónde estábamos? Ah, sí. Puesto que no quiere que ni él ni tú ni su familia parezcáis bichos raros, y como, desde luego, no quiere que la sociedad mire con recelo vuestra relación, se limita a hacerte visitas de media hora en presencia de Horatia, y sólo una o dos a la semana, a dar contigo algún paseo por el parque, una vez más, con no demasiada frecuencia, y a acompañarte a ti y a Horatia a los bailes. Cualquier cosa se consideraría inaceptable para nuestro círculo social, algo que ningún Cynster ha sido jamás.
—¿Y qué me dice de montar a caballo en el parque? Sabe que me gusta montar.
Lady Osbaldestone la miró fijamente.
—Tú eres de Newmarket, ¿no es así? —Flick asintió—. Bien, montar a caballo por el parque significa que pasearás a tu montura de la correa, a pie. Como mucho, podrás ir al trote durante sólo unos instantes, pero ese es el límite de lo que se considera el estímulo adecuado para una mujer que vaya a caballo. —Flick la miró perpleja—. Entonces, ¿te sorprende que no te haya llevado a montar a caballo al parque? —Flick negó con la cabeza—. Ah, bueno, ahora ya sabrás valorar los malabarismos que ha estado haciendo Harold durante las últimas semanas. Y desde su punto de vista, no se atreve a dar un paso en falso. Ha sido la mar de entretenido, la verdad. —Lady Osbaldestone se echó a reír y dio unas palmaditas a Flick en la mano—. Bueno, y ahora, en cuanto a si te ama o no, es evidente que has pasado por alto un detalle muy importante.
—¿Ah, sí? —Flick la miró a la cara.
—Te llevó a dar un paseo en coche por el parque.
—Sí.
—Y con su expresión quería decir: «Sí, ¿y qué?».
—El clan Cynster nunca lleva a ninguna mujer a pasear en coche por el parque, es una de esas ridículas decisiones arrogantes, prepotentes y machistas de los Cynster, pero simplemente no lo hacen. Las únicas mujeres a las que algunos de ellos han llevado alguna vez han sido sus esposas.
Flick frunció el ceño.
—Él no me dijo nada de esto.
—Ya me lo imagino, pero fue una declaración, pese a todo. Paseándote por el parque dejó claro a todas las venerables damas de nuestro círculo social que piensa pedirte en matrimonio.
Flick se quedó pensativa un instante y luego hizo una mueca.
—Pero eso no es una declaración de amor.
—No, tienes razón. Sin embargo, está la cuestión de su estado actual: tenso como la cuerda de un violín a punto de romperse. Nunca ha tenido un carácter demasiado plácido, no es una persona de trato fácil, como Sylvester o Alasdair. Su hermano Spencer es reservado, pero Harold es impaciente y testarudo. Es algo muy revelador que un hombre como él se someta de forma voluntaria y consciente a la frustración.
Flick no estaba convencida, pero…
—¿Por qué hizo esa declaración? —Miró a lady Osbaldestone—. Supongo que tendría una razón…
—Lo más probable es que fuese para mantener a los caballeros de más experiencia, sus iguales por decirlo así, a distancia, aunque él no estuviese a tu lado.
—Como advertencia, ¿más o menos?
Lady Osbaldestone asintió con la cabeza.
—Y entonces, por supuesto, montaba guardia desde el otro extremo de cada salón de baile, sólo para asegurarse. —Flick sintió que le temblaban los labios. Lady Osbaldestone lo vio y asintió—. Exactamente. No hay razón, pues, para calentarse la cabeza sólo porque no esté contigo a todas horas. En cuanto a su conducta, ha manejado el asunto de manera impecable… Lo cierto es que no sé qué más quieres de él. En cuanto a su amor, ha demostrado ser posesivo y protector respecto a ti, ambas distintas facetas de esa emoción, facetas que los caballeros como él tienen tendencia a mostrar más abiertamente. Pero para que brillen las facetas, la joya tiene que estar ahí, en el corazón. La pasión por sí sola no produce el mismo efecto.
—Mmm… —murmuró Flick para sí.
La cantante llegó al final de su actuación, una sola nota aguda y sostenida. Cuando terminó, todo el mundo se puso a aplaudir, incluidas Flick y lady Osbaldestone. El público se levantó de inmediato y empezó a arremolinarse, charlando animadamente. Otras personas se acercaron al canapé y Flick se puso de pie.
Lady Osbaldestone respondió a la reverencia de despedida de Flick.
—Piensa en lo que te he dicho, querida. Ya verás como tengo razón.
Flick la miró a sus astutos ojos, asintió y se dio media vuelta.
Los comentarios de lady Osbaldestone arrojaban nueva luz sobre los acontecimientos, pero… Mientras el carruaje de Horatia avanzaba a trompicones por el adoquinado, Flick hizo una mueca de dolor, dando gracias por el cobijo que le proporcionaban las oscuras sombras que la rodeaban. Todavía no sabía si Demonio la amaba, si podría amarla o si la amaría algún día. Se conformaría con cualquiera de estas tres alternativas, pero no con menos.
Al repasar las semanas anteriores, tuvo que reconocer el sentimiento de posesión y de protección que manaba de él, pero no estaba segura de que en su caso eso no fuese más que un mero reflejo de su deseo. Este sí que era fuerte e intenso, increíble y conmovedoramente poderoso, pero no era amor.
La frustración de Demonio, que iba paulatinamente en aumento, más bien se debía, según el parecer de Flick, a la frustración de su deseo, agravada por el hecho de que ella todavía tenía que aceptar su proposición. No veía el amor por ninguna parte, por mucho que lo buscase. Y si bien lady Osbaldestone le había explicado por qué no podía pasar la misma cantidad de tiempo con ella en la ciudad que cuando estaban en el campo, no le había explicado por qué seguía guardando las distancias cuando estaba junto a ella.
Mientras el vehículo avanzaba trastabillando por las calles de Londres, iluminadas por la luz de los faroles, Flick no dejaba de darle vueltas y más vueltas, pero siempre volvía a la misma cuestión, la más fundamental para ella: ¿la amaba Demonio?
Dejó escapar un suspiro mudo; se sentía agradecida con lady Osbaldestone por al menos haberle hecho albergar esperanzas de nuevo; se quedó mirando por la ventanilla y consideró distintos modos de obligar a Demonio a que le respondiese a su pregunta. Pese a que formaba parte de su natural forma de ser, se resistía a preguntárselo de modo directo. ¿Y si le contestaba que no, cuando en realidad no quería decir eso, bien porque él mismo no sabía que la amaba, bien porque lo sabía pero no estaba dispuesto a admitirlo?
Todo era posible; nunca le había dicho lo importante que era para ella que él la amase. No se le había pasado por alto el detalle de que en los últimos tiempos había empezado a adquirir el hábito de utilizar ese monosílabo con ella cada vez con más frecuencia: en este asunto no podía arriesgarse a que se lo soltara. Si le contestaba que no, sus renovadas esperanzas morirían y su sueño se desvanecería.
El carruaje dobló una esquina y, con el vaivén, Flick se acercó más a la ventanilla. A través del cristal, vio a un grupo de hombres de pie en la puerta de una taberna. Vio que uno de ellos alzaba un vaso para hacer un brindis… vio su pañuelo rojo, vio su rostro… Dio un respingo y se enderezó mientras el carruaje seguía desfilando por la calle.
—¿Te encuentras bien, querida? —le preguntó Horatia.
—Sí. Es sólo que… —Flick parpadeó—. Debo de haberme quedado dormida.
—Duerme si quieres, todavía nos queda un largo trecho. Te despertaré cuando lleguemos a Berkeley Square.
Flick asintió, pensando a toda velocidad y olvidándose de sus problemas. Quiso preguntarle a Horatia dónde estaban, pero se lo pensó mejor: era incapaz de explicar su súbita necesidad de conocer los nombres de las calles. A partir de entonces, mantuvo los ojos pegados al exterior, pero no vio ninguna señal particular hasta que estaban a punto de llegar a la casa.
Para entonces, ya había decidido qué hacer. Disimuló su impaciencia y se dispuso a esperar. El carruaje se detuvo al pie de la mansión Cynster. Cuando bajó, Flick se puso al lado de Horatia y ascendió junto a ella la escalinata. Cuando subían las escaleras sofocó un bostezo y, dando las buenas noches, se despidió de Horatia en la galería y se dirigió a su habitación.
En cuanto hubo doblado la esquina del pasillo, se arremangó la falda y echó a correr. La suya era la única habitación ocupada de toda el ala, y le había prohibido a la sirvienta que la atendía que la esperase allí arriba, de modo que no había, nadie que pudiese verla entrar a todo correr en su habitación, nadie que la oyese abrir el armario y arrojar al suelo sus maletas, ni nadie que la viese despojarse precipitadamente de su bonito vestido y dejarlo tirado en el suelo.
Nadie que la viese vestirse con un atuendo que habría hecho sonrojarse a cualquier señorita.
Al cabo de diez minutos, tras convertirse de nuevo en Flick el mozo de cuadra, la joven bajó las escaleras con paso sigiloso. La puerta no se cerraba con llave, hasta que llegaba el padre de Demonio, normalmente al despuntar el alba. Hasta entonces, Highthorpe sacaba brillo a la plata en la antecocina, justo al lado de la puerta de servicio. Flick avanzó por el pasillo. La puerta principal no hizo ningún ruido: la abrió lo justo para poder deslizarse fuera, pues le preocupaba que una ráfaga de aire pudiese alertar a Highthorpe. No volvió a respirar aliviada hasta que la hubo cerrado de nuevo a sus espaldas.
A continuación, bajó la escalinata y se adentró en la noche. Se detuvo en la sombra de un alero. Su primer impulso fue recorrer el mismo camino que había realizado con el carruaje volviendo sobre sus pasos, encontrar a Bletchley y luego seguirlo. Sin embargo, aquello era Londres, no Newmarket, y no era en absoluto aconsejable, a pesar de ir vestida de aquella guisa, deambular sola por las calles.
Aceptando la realidad, dirigió sus pasos hacia Albemarle Street.