OTRO baile más. Flick deseaba con todas sus fuerzas estar de regreso en Hillgate End, que Demonio volviera a sus caballerizas y que la vida recuperase su sencillez.
—Señorita Parteger, Framley ha compuesto una oda maravillosa dedicada a sus ojos. ¿Está segura de que no quiere escucharla?
—Completamente segura. —Flick le lanzó a lord Henderson una mirada severa—. Ya sabe lo que pienso sobre la poesía.
El joven parecía lógicamente avergonzado.
—Sólo pensaba que tal vez, puesto que está dedicada a sus ojos…
Flick enarcó una ceja y prestó su atención al siguiente miembro de su joven corte de gallardos varones dispuestos a conquistarla. Cuando trataba con el elevado número de admiradores que había reunido a su alrededor sin el más mínimo esfuerzo, intentaba por todos los medios ser amable, pero eran tan jóvenes, tan inofensivos, tan incapaces… De cualquier cosa, pero sobre todo de afanarse para despertar su interés.
Otro hombre lo había conseguido, de forma muy eficaz… y luego la había abandonado. Notó que entornaba los ojos y luego los abrió rápidamente.
—Ciertamente, señor.
Mostró estar de acuerdo con el comentario de lord Bristol respecto a la lluvia. Con una expresión de educado interés en el rostro, fingía escuchar la conversación mientras su cerebro seguía concentrado en la figura alargada y esbelta que se apoyaba con indolencia en la pared del extremo opuesto del salón de lady Henderson. Lo veía por el rabillo del ojo, como de costumbre, junto a la hermosa dama que lo miraba sin dejar de batir las pestañas… también como de costumbre. Tenía que admitir que se trataba de una dama distinta cada noche, pero eso no cambiaba nada, al menos no para ella. Ahora veía a todas aquellas mujeres como un desafío: eran mujeres a quienes conquistar para abandonar después.
Él quería casarse con ella. Aquella mañana, tumbada hasta tarde en la cama, había decidido que estaba segura de querer casarse con él. Lo cual significaba que iba a tener que aprender a amarla, a pesar de lo que Celeste, la tía Scroggs o cualquiera de aquellas ancianas pudieran pensar. Él había desplegado el sueño de su vida ante sus ojos, ella lo había agarrado y ahora no pensaba soltarlo.
No conseguía aliviar sus sentimientos fulminándolo con la mirada. Fantaseó con la idea de hacer algo irreflexivo, como esperar a que comenzase un vals, atravesar la sala, apartar a un lado a la dama con la que estuviese esa noche y pedirle que bailase el vals con ella.
¿Qué haría él? ¿Cómo reaccionaría?
Sus fantasías se vieron interrumpidas por un caballero que, en una ágil maniobra, ocupó el puesto de lord Bristol.
—Mí querida señorita Parteger… Es un placer.
Con aire pensativo, Flick le dio la mano y él la retuvo unos segundos más de lo estrictamente necesario. Era mayor que sus demás admiradores.
—Me temo, señor —dijo, al tiempo que retiraba la mano—, que estoy en desventaja con respecto a usted. Él sonrió.
—Philip Remington, querida, a su servicio. Nos conocimos la semana pasada en casa de lady Hawkridge, pero sólo fue un momento.
Flick lo recordó e inclinó la cabeza. En el baile de lady Hawkridge él se había fijado en ella, aunque no había mostrado ningún interés en especial. Detuvo su mirada en el rostro de Flick por un instante, le dedicó un saludo cortés y siguió su camino. Ahora sus ojos la miraban con mucha más intensidad. No tanta como para asustarla, pero sí con la suficiente como para no confundirlo con uno de esos jóvenes inmaduros que la rodeaban.
—Quisiera hacerle una pregunta, querida, si no le parece a usted demasiado atrevimiento. Me temo que en nuestro círculo social, los rumores y las suposiciones pasan por verdades con demasiada precipitación. A veces lo llaman simple confusión, y eso hace la vida innecesariamente complicada.
Pronunció aquel discurso con una sonrisa cómplice en el rostro y Flick se la devolvió inmediatamente.
—Sí, muchas veces las costumbres y las formas de la alta sociedad a mí también me resultan muy confusas. ¿Qué es lo que desea saber?
—Es un asunto un tanto delicado, pero… Si no se lo pregunto, ¿cómo lo sabremos? —La miró a los ojos antes de añadir—: Deseo saber, querida, si los rumores son ciertos y usted y Harry Cynster están prometidos.
Flick inspiró hondo y levantó la barbilla.
—No, el señor Cynster y yo no estamos prometidos.
Remington sonrió e inclinó la cabeza.
—Gracias, querida. Debo admitir que me alegra mucho oír eso.
Un destello en sus ojos acompañó sus últimas palabras. Flick soltó una imprecación para sus adentros, pero su orgullo no pudo evitar responder al halago, pues Remington era sin duda un hombre muy guapo.
Sus palabras habían atraído la atención de otros caballeros que revoloteaban a su alrededor; como Remington, eran mayores que sus perritos falderos. Uno de ellos se abrió paso a codazos y apartó a lord Henderson.
—Framlingham, señorita Parteger. Al verla a usted con la familia Cynster, bien pues… simplemente dimos por hecho que…
—Soy amiga de la familia —replicó, airada—. Lady Horatia ha tenido la bondad de enseñarme la ciudad.
—¡Ah!
—¿Ah, sí?
Llegaron otros caballeros que relegaron a los perritos aduladores a un segundo plano. Flick se puso algo tensa, pero, flanqueada como estaba por el cortés y sutilmente protector Remington y el brusco Framlingham, enseguida se dio cuenta de que su nueva corte de admiradores era mucho más entretenida que la anterior.
Al cabo de unos minutos, se sorprendió riendo espontáneamente. Dos jóvenes damas se incorporaron al grupo y el nivel de la conversación, cuyas réplicas eran ahora chispeantes e ingeniosas, mejoró.
Sofocando una risa tras uno de los comentarios jocosos de Remington, Flick miró al otro lado de la habitación pensando que a Demonio le habría divertido el chiste.
Este tenía la mirada clavada… en el rostro de Celeste.
Flick contuvo el aliento y volvió a mirar a Remington. Un segundo después soltó el aire, inspiró de nuevo, enderezó el cuerpo, levantó la barbilla y sonrió a sus nuevos pretendientes.
A la mañana siguiente, en cuanto el carruaje de lady Horatia se detuvo junto al borde de la avenida, se vieron rodeadas.
—Señora duquesa, lady Cynster. —Encabezando un grupo de seis caballeros y dos damas, Remington saludó a Helena y Horatia y luego, con una sonrisa cálida, saludó a Flick. Se incorporó, y le dijo a Horatia—: ¿Podríamos persuadirla, señora, de que permitiese que la señorita Parteger pasease por el jardín en nuestra compañía? —Entonces miró a Flick—. Si es que ella lo desea, claro está.
Si Demonio hubiese estado por allí, Flick se habría quedado sentada en el carruaje rezando porque se dirigiese a ella, pero no estaba. No había aparecido por el parque en la última semana. Esa misma mañana Flick le había enviado a Dillon una nueva carta con la intención de tranquilizarlo: cada vez estaba más preocupada por si decidía salir a la caza de Bletchley él mismo y acababa entre rejas. El general no podría soportarlo. Por desgracia, no era Demonio quien estaba allí de pie frente a ella, dispuesto a tranquilizarla. Era Remington, quien nada sabía de su vida. Pese a todo, si accedía a pasear con Remington, al menos podría estirar las piernas. Le devolvió la sonrisa y luego se dirigió a Horatia.
—Si a usted no le importa, señora…
Tras haber examinado con atención al grupo, Horatia asintió.
—Por supuesto, querida. Andar te sentará bien.
—No nos alejaremos del carruaje —le aseguró Remington.
Horatia asintió, y a continuación observó a Remington mientras ayudaba a Flick a bajar del carruaje. Flick se volvió e hizo una reverencia; luego colocó la mano en el brazo de Remington y se sumaron a los demás, que estaban esperándolos.
—Mmm… —Junto a Horatia, Helena observó al grupo mientras se marchaban—. ¿Crees que eso ha sido prudente?
Con la mirada fija en los rizos dorados de Flick, Horatia esbozó una sonrisa forzada.
—No lo sé, pero debería provocar un poco de acción. —Volviéndose hacia Helena, enarcó una ceja—. ¿No crees?
Tal como tenía costumbre desde hacía unas semanas, Demonio pasó el día en White’s. Montague y las personas a las que había contratado para vigilar a Bletchley se reunían allí con él, y Demonio actuaba como un general, coordinando sus búsquedas. Pese a todos sus esfuerzos, no habían averiguado prácticamente nada. Tanto el dinero como Bletchley tenían que estar en alguna parte, pero no habían descubierto dónde. Y se les acababa el tiempo.
La idea de tener que admitir la derrota y no poder hacer otra cosa que informar al comité sobre las carreras amañadas que se habían planeado para el Spring Carnival y entregar a Dillon sin ninguna prueba que respaldase su versión de los hechos no lo entusiasmaba en absoluto. Así que, con gran preocupación, Demonio se desplomó en un sillón de la sala de lectura, cogió un periódico y lo abrió.
Y trató de relajarse. Al tomar conciencia de que todos y cada uno de sus músculos estaban tensos, tirantes, soltó un suspiro. Tenía una enfermedad muy grave, causada por un ángel de Botticelli. La cura era evidente, pero teniendo en cuenta las circunstancias, era probable que aún necesitara unas cuantas semanas más para recuperarse. Seguía sin tener ni idea de qué era lo que la había disgustado tanto, pero al parecer ya se le había pasado. Por desgracia, ahora lo trataba con cierta frialdad. Parecía observarlo con afán de descubrir algo en él, lo cual no tenía ningún sentido. Hacía años que lo conocía —y ahora incluso lo conocía en el sentido bíblico del término—, ¿qué más creía que iba a descubrir?
Reprimió un bufido y hojeó las páginas del periódico. Su principal preocupación debía ser ponerle remedio a esa expresión tan reveladora de Flick. Algunos, sólo los más miopes, quizá lo verían como una simple ansia, un afán de provocación tal vez. Tal como estaban las cosas, no había peligro que se incriminara con sus acciones. Para restablecer su relación previa bastaría con tomarla de nuevo en sus brazos y besarla hasta la saciedad, una vez hubiese aceptado la idea de casarse con él.
No hacía falta preocuparse por eso. No había ninguna razón para cambiar de táctica y volver a acecharla y a seguirla a todas partes, aunque podría haber sido una opción. Lo mejor era mantener las distancias, incluso más estrictamente si era posible. Tal como lo había hecho las dos noches anteriores.
Apretó la mandíbula, y se forzó a concentrarse en las noticias.
—Mmm… Interesante.
Demonio alzó la vista. Chillingworth estaba sentado junto a su sillón, mirándolo con aire burlón.
—Tengo que confesar la envidia que siento ante tu serenidad, teniendo en cuenta la que está cayendo.
Demonio parpadeó y todas sus facciones se endurecieron. Escudriñó la cara de Chillingworth.
—No sé a qué te refieres.
Chillingworth arqueó las cejas.
—¡Caramba! Pues al súbito interés por tu dulce inocente, por supuesto. ¿Es que no te has enterado?
—¿Enterarme de qué?
—De que Remington… Sabes que tiene una hipoteca sobre sus propiedades y los bolsillos completamente vacíos, ¿verdad? —Demonio asintió—. Bueno, pues al parecer hizo lo impensable: en mitad de un baile, le preguntó a tu preciosa jovencita si ella y tú estáis prometidos.
Demonio soltó una imprecación en voz alta.
—Exacto. Eso, combinado con el hecho de que fuentes fidedignas le atribuyen a ella una renta de no menos de diez mil al año, pues… —Demonio alzó la vista y Chillingworth lo miró a los ojos—. Me maravilla, amigo mío, que aún tengas tiempo de leer el periódico.
Demonio le sostuvo la mirada durante unos instantes de tensión y luego empezó a proferir insultos en voz alta. Arrugó el periódico, se puso de pie y se lo arrojó a Chillingworth.
—Muchas gracias.
Chillingworth sonrió y cogió el periódico.
—De nada, amigo mío. Es un placer ayudar a cualquier miembro de tu familia a caer en la trampa del matrimonio.
Demonio oyó las palabras, pero no perdió el tiempo pensando en una respuesta: tenía prisa para ver a alguien.
—¿Por qué diablos no me lo dijo… ella, tú, o quien fuera…? ¿Por qué no me dijisteis que era una maldita heredera? ¡Diez mil al año! —Paseándose arriba y abajo por el salón privado de su madre, Demonio le lanzó una mirada que tenía muy poco de filial.
Horatia estaba sentada en la chaise, ocupada ordenando distintas telas de seda, y no se dio cuenta.
—Teniendo en cuenta que se trata de una suma ridícula comparada con lo que tú tienes, no entiendo por qué te preocupa eso.
—¡Porque todos los cazafortunas de esta ciudad van a ir tras ella, por eso!
Horatia levantó la vista.
—Pero… —frunció el ceño—. Tenía la impresión de que Felicity y tú teníais alguna clase de acuerdo.
Demonio apretó los dientes.
—Y lo tenemos.
—Bien, entonces… —Horatia volvió a concentrarse en las sedas.
Con los puños apretados, Demonio trató de conservar la calma y de asimilar el hecho de que su madre le estaba provocando.
—Quiero verla —exigió. No se le ocurrió hasta entonces que encontrar a Horatia sin la compañía de Flick a aquella hora del día era raro. Un escalofrío le recorrió el cuerpo—. ¿Dónde está?
—Los Delacort la han invitado a un picnic en Merton. Ha ido en el carruaje de lady Hendricks.
—¿La has dejado ir sola?
Horaria alzó la vista.
—¡Por el amor de Dios, Henry! Ya conoces a ese grupo. Son todos jóvenes y, aunque tanto lady Hendricks como la señora Delacort tienen hijos que necesitan una esposa rica, puesto que tú y Flick ya tenéis un acuerdo, no hay peligro alguno, ¿verdad?
Sus ojos azules, clavados en él, lo desafiaban a que se lo dijese.
Apretando los dientes con tanta fuerza que le dolían, Demonio se despidió de ella con un saludo brusco, dio media vuelta y se fue.
No pudo hacer nada, nada en absoluto, para detener la súbita oleada de picnics, almuerzos al aire libre y excursiones durante el día que invadió al estrato más joven de la alta sociedad londinense.
De pie, con los brazos cruzados y apoyado en una pared en el salón de baile de lady Monckton, Demonio observaba al grupo que se arremolinaba en torno a Flick, tratando con todas sus fuerzas de contenerse y no fulminarlos a todos con la mirada. Ya había tenido bastante con el grupito de perritos falderos que merodeaban a su alrededor, pero los caballeros que ahora la agasajaban eran de un calibre distinto. Muchos podían considerarse un buen partido y algunos tenían títulos, aunque la mayoría andaban muy necesitados de dinero. Y todos eran bastantes años más jóvenes que él. Podían, con el consentimiento de la sociedad, bailar con ella, y cortejarla asiduamente asistiendo a todos los picnics y las reuniones inocentes… todo lo que él no podía hacer.
¿Alguien se llevaría a un lobo a un picnic? Eso no se hacía, sencillamente.
Por primera vez en todos los años que había pasado en aquella clase de bailes se sentía fuera de lugar. Demonio no podía entrar en la franja de la sociedad en la que habitaba Flick. Y ella no podía acercarse a él. Gracias a su inquebrantable sinceridad, la distancia que los separaba se estaba convirtiendo en un abismo. Y él no podía hacer nada por evitarlo.
Había estado tenso antes, pero ahora…
Conseguir que le concediera dos bailes era ahora imposible; se había conformado con la danza de figuras de después de la cena, que seguiría al vals. Su actual pareja de baile, según advirtió con tristeza, era Remington, uno de los que menor confianza le inspiraban. Flick al parecer no compartía la opinión de Demonio, pues a menudo bailaba el vals con aquel sinvergüenza.
Ya no le importaba que la gente se diese cuenta de que no dejaba de observarla ni un instante, pero agradecía pese a todo la singular costumbre que consideraba que llenar un salón era la señal del éxito de una anfitriona. Aquella noche, lady Monckton estaba teniendo un éxito excepcional, lo cual le proporcionaba a él cierta impunidad.
La idea de aprovechar dicha impunidad para llevarse a Flick, tomarla en sus brazos y besarla le rondaba por la cabeza, pero no tuvo más remedio que desecharla: era algo más a lo que no podía arriesgarse. Si alguien los veía, pese a todas sus precauciones hasta la fecha, daría pie a toda clase de especulaciones.
Sus ojos la buscaron entre el torbellino de bailarines casi inconscientemente, y se detuvieron en su maravilloso halo de oro. Cuando la vio, le estaba sonriendo a Remington. Demonio hizo rechinar los dientes; de forma espontánea e inoportuna, la promesa que le había hecho al general se repetía en su cabeza. ¿Y si…?
Se le heló la sangre en las venas y ni siquiera pudo terminar de formular el pensamiento en su cerebro. La perspectiva de perder a Flick lo dejó paralizado.
Inundó de aire sus pulmones, desechó aquel pensamiento y lo sustituyó rápidamente por la imagen del número doce de Clarges Street, la casa que había visto esa mañana. No era demasiado grande: tenía el número justo de habitaciones.
Con la mirada fija en Flick, sus pensamientos se ralentizaron, se detuvieron al compás de la música. Al otro lado de la habitación, Flick y Philip Remington dejaron de bailar; en lugar de regresar junto a la chaise donde Horaria estaba sentada, Remington echó un rápido vistazo a su alrededor, y luego condujo a Flick hacia una puerta y salieron del salón de baile.
Demonio se incorporó de golpe.
—¡Maldita sea!
Dos respetables damas que había a su lado se volvieron para mirarlo con aire reprobatorio, pero él no se detuvo a disculparse. Moviéndose con agilidad, sin prisa aparente, atravesó la sala. Conocía muy bien el significado de la mirada apresurada de Remington. ¿Quién demonios creía que era aquel canalla?
—Ah, estás aquí, querido…
Celeste se interpuso en su camino. Con ojos relucientes, alzó una mano…
La detuvo con una sola mirada.
—Buenas noches, señora. —Con un saludo brusco, la sorteó y siguió andando. Oyó un exabrupto en francés a sus espaldas.
Llegó al pasillo que había detrás del salón de baile justo a tiempo de ver que se cerraba la puerta del fondo. Se detuvo para tratar de recordar la distribución de Monckton House: la habitación del fondo era la biblioteca.
Avanzó a grandes zancadas por el pasillo, pero se detuvo antes de llegar al final. No iba a ganar nada rescatando a Flick antes de que esta se diese cuenta de que necesitaba ser rescatada.
Abrió la puerta de la antesala que precedía a la biblioteca y entró. Se acostumbró rápidamente a la penumbra y la atravesó; abrió la puerta cristalera con mucho sigilo y salió a la terraza.
De pie en mitad de la biblioteca, Flick examinó los cuadros que colgaban de las paredes, y luego miró a su compañero.
—¿Dónde están los grabados?
Los paneles de madera y las estanterías abarrotadas de libros encuadernados en marrón, le daban a la biblioteca un aspecto muy oscuro, pero un pequeño fuego ardía alegremente en la chimenea. Había un candelabro encendido en una mesa, junto al sofá, y otro, en una mesita pegada a la pared. Ambos proyectaban un brillo cálido sobre la habitación y sus llamas temblaban con la brisa que se colaba desde la terraza por las puertas cristaleras que daban a la terraza. Cuando hubo completado una segunda inspección de las paredes, Flick se volvió hacia Remington.
—Aquí sólo hay cuadros.
Remington compuso una enigmática sonrisa, y Flick vio que movía la mano y oyó un clic al cerrarse la cerradura de la puerta.
—Mi dulce e inocente niña… —Su voz estaba impregnada de una risa suave, y mientras avanzaba, sonriente, hacia ella, añadió—: No te habrás creído que realmente aquí había grabados, ¿no?
—¡Pues claro que sí! De lo contrario no habría venido. Me gustan mucho los grabados… —Su voz se fue apagando mientras estudiaba su rostro; luego se enderezó y levantó la barbilla—. Creo que deberíamos volver al salón de baile.
Remington esbozó una sonrisa victoriosa.
—Oh, no. ¿Por qué? Quedémonos aquí un ratito.
—No. —Flick lo miró fijamente, sin pestañear—. Quiero que me lleves con lady Horatia.
La expresión de Remington se endureció.
—Por desgracia, querida, yo no quiero hacerlo.
—No te preocupes, Remington, yo acompañaré a la señorita Parteger de vuelta con mi madre.
Apoyado en el marco de las puertas cristaleras, Demonio observó sus reacciones. Flick se volvió y una expresión de alivio dulcificó su rostro y su mirada. Remington se quedó boquiabierto, y luego cerró la boca y lo fulminó con la mirada.
—¡Cynster!
—Exactamente. —Incorporándose, Demonio saludó a Remington con aire burlón; su mirada era glacial, al igual que el tono de su voz—. Y puesto que no has podido enseñarle a la señorita Parteger los grabados que le prometiste, te sugiero que te vayas. No sólo de esta habitación, sino de la casa.
Remington dio un resoplido, pero lo miró con aire de inseguridad, lo cual era muy sensato, pues Demonio no habría dudado en despedazarlo ante la mínima provocación.
—Estoy seguro —añadió— de que verás que esto es lo mejor. —Avanzó unos pasos, se detuvo junto a Flick y observó la mirada ahora cautelosa de Remington—. No queremos que haya ninguna clase de rumores… Si los hubiese, tendría que explicarle a todo el mundo que engañaste a la señorita Parteger respecto a la existencia de determinados grabados en la biblioteca de Monckton House. —Enarcó las cejas y comentó—: Es difícil encontrar una esposa rica cuando ya no te invitan a los bailes, ¿no crees?
La expresión de Remington no consiguió disimular su furia, pero era mucho más bajo que Demonio, y también mucho más enclenque. Tragándose su ira, asintió, se despidió de Flick con un saludo brusco, dio media vuelta y se fue hacia la puerta.
Flick se quedó de pie al lado de Demonio, agradeciendo su presencia intimidatoria y tranquilizadora, y, con el ceño fruncido, observó cerrarse la puerta tras Remington.
—¿Es un cazafortunas?
—¡Sí! —Demonio lanzó un improperio, levantó ambas manos al cielo y luego no supo qué hacer con ellas. Soltó una nueva imprecación, se dio media vuelta y empezó a pasearse arriba y abajo por la habitación—. ¡Pues claro que lo es! ¡La mitad de esos moscones que te rondan lo son… algunos más que otros! —La fulminó con sus ojos azules—. ¿Qué creías que pasaría cuando se enterasen de cuánto vales?
Flick parpadeó.
—¿De cuánto valgo…?
—No es posible que seas tan inocente. Ahora que se ha extendido la noticia de que vienes con diez mil al año bajo el brazo, todos acuden en tropel. ¡Me extraña que ninguno haya intentado aprovecharse hasta ahora!
Flick lo comprendió todo de repente y explotó, volviéndose hacia él.
—¡Cómo te atreves! —Le temblaba la voz, y tuvo que inspirar hondo—. No le he dicho nada a nadie acerca de mi fortuna. No he hablado de eso en absoluto, ni una sola vez.
Demonio se detuvo y, con las manos en las caderas, la miró. A continuación, arrugó la frente.
—Pues a mí no me mires. No acostumbro crearme problemas yo sólito. —Empezó a pasearse arriba y abajo de nuevo—. Entonces, ¿quién ha propagado la noticia? —hablaba entre dientes—. Dime quién ha sido para que pueda retorcerle el pescuezo. Flick sabía exactamente cómo se sentía.
—Debe de haber sido mi tía. Quiere que me case bien. —Su tía quería que se casase con Demonio, así que había hecho correr la voz de que era una heredera. Teniendo en cuenta lo avariciosa que era, probablemente habría dado por supuesto —pasando por alto lo inmensamente rico que era Demonio— que la noticia lo impulsaría a querer tenerla atada y bien atada.
—¿Fue eso lo que te dijo en ese baile, lo que le disgustó tanto?
Ella titubeó, y luego se encogió de hombros.
—En cierto modo.
Demonio la miró con furia en los ojos. Primero su madre y ahora la tía de Flick. Aquellas mujeres mayores se habían confabulado para hacerle la vida más difícil. Sin embargo, aquella no era la razón de la ira furibunda, salvaje e insoportable que lo invadía, que luchaba por encontrar una vía de escape, espoleada por la imagen de lo que habría sucedido si no hubiese estado vigilándola tan de cerca.
—Sea como fuere, sea quien fuese… —dijo, escupiendo las palabras. Se cernió sobre ella, con las manos en las caderas y añadió, mirándola a la cara—: Ya es suficientemente malo que estés rodeada de un séquito de cazafortunas… pero eso no excusa tu comportamiento de esta noche. Sabes muy bien que no debes ir sola a ninguna parte con ningún hombre. ¿Qué demonios creías que estabas haciendo?
Enderezó el cuerpo y alzó la barbilla. En sus ojos destellaba una advertencia.
—Ya lo has oído. Resulta que me gustan los grabados.
—¡Los grabados! —Cerró con fuerza la mandíbula, y consiguió contener el rugido que le subía por la garganta—. ¿Acaso no sabes lo que eso significa?
—Los grabados son impresiones hechas a partir de una plancha de metal sobre la que se dibuja con una aguja.
Remató su comentario levantando su nariz respingona en el aire. Demonio apretó los dedos con fuerza sobre sus caderas para no estrangularla. Inclinó el cuerpo hacia delante y bajó la cabeza hasta tenerla a escasa distancia de la suya.
—Para tu información, cuando un caballero le dice a una dama que desea enseñarle su colección de grabados, es como si la estuviese invitando a admirar las joyas de la familia.
Flick parpadeó y lo miró con perplejidad.
—¿Y?
—¡Aaaah! —Demonio se dio media vuelta y se alejó—. ¡Es una invitación a tener relaciones íntimas!
—¿Ah, sí?
Se volvió y vio que los labios de Flick iniciaban un amago de sonrisa.
—Bonita manera de corromper una palabra.
—Remington trataba de corromperte a ti.
—Ya. —Flick lo miró con expresión glacial—. Pero lo cierto es que a mí me gustan los grabados. ¿Tú tienes alguno?
—Sí —respondió Demonio sin pensar. Cuando ella arqueó una ceja, él siguió explicándose a regañadientes—. Tengo dos escenas de Venecia. —Estaban colgados a ambos lados de su cama. Cuando invitaba a las damas a ver sus grabados, lo hacía literal y figuradamente.
—Pero no me vas a invitar a que los vea, ¿verdad que no?
—No. —No hasta que accediese a casarse con él.
—Me lo imaginaba.
Él pestañeó y la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué has querido decir con eso? —Las crípticas aseveraciones de Flick lo estaban volviendo loco.
—Significa —explicó la joven, en un tono tan rotundo como el de Demonio— que cada vez está más claro que me quieres como un simple adorno, como una esposa adecuada y conveniente con la que desfilar cogido del brazo en todas las reuniones familiares. ¡Tú no me quieres de veras! Pero eso no me afecta, y tu comportamiento reciente todavía me ha afectado menos.
—¿Ah?
Esa sílaba, pronunciada en ese tono, era un augurio de peligro, pero Flick hizo caso omiso del escalofrío que le recorrió el cuerpo.
—¡Nunca estás conmigo, nunca! No te dignas bailar el vals conmigo… ¡Has paseado conmigo por el parque una sola vez! —Mirándolo a la cara y apretando los puños, Flick dio rienda suelta a sus frustraciones y su ira contenida—. Fuiste tú quien insistió en traerme a Londres. ¡Si creías que esta era la forma de hacer que me casase contigo, estabas muy, pero que muy equivocado! —Entrecerró los ojos y lo miró de hito en hito—. Lo cierto es que venir a Londres me ha abierto los ojos.
—Querrás decir que has visto la cantidad de perritos falderos y cazafortunas que puedes tener a tus pies.
Demonio dijo esas palabras en un susurro y Flick tuvo que concentrarse para oírlo. Le respondió con una sonrisa cargada de ternura.
—No —le dijo en el tono que suele emplearse al explicarle una cuestión sencilla a un tonto—. No quiero perritos, ni cazafortunas; no es eso lo que he querido decir. ¡Lo que quiero decir es que te he visto con toda claridad!
Con los ojos empequeñecidos, arqueó una sola ceja.
—¿Me has visto?
—¡Sí, y con toda claridad! —Flick, alentada por el estallido de sinceridad, gesticulaba con furia—. Tus mujeres… bueno tus amantes, de eso estoy segura. Sobre todo Celeste.
Se puso tenso.
—¿Celeste?
Su tono era exigente y contenía además una clara advertencia. Flick tuvo en cuenta lo primero pero no lo segundo.
—Tienes que acordarte bien de ella, es morena, tiene los ojos oscuros, y unas enormes…
—Ya sé quién es Celeste. —Sus férreas palabras la interrumpieron—. Lo que quiero saber es qué sabes tú de ella.
—Oh, lo que sabría cualquiera que tuviera ojos en la cara. —Su mirada, llena de furia, le reveló a Demonio lo mucho que sabía Flick—. Pero Celeste es lo de menos, o al menos, si alguna vez nos casamos, desde luego tendrá que ser lo de menos. Lo que más me preocupa es lo siguiente. —Deteniéndose justo delante de él, lo miró a la cara y susurró—: ¡No soy tu prima, así que no tienes por qué vigilarme con esa actitud de perro del hortelano, que ni come, ni deja comer!
Demonio abrió la boca, pero Flick, rápida como un rayo, le apuntó a la nariz con un dedo.
—¡No te atrevas a interrumpirme, escúchame! —Demonio cerró la boca y, por el modo en que apretó la mandíbula, Flick no tuvo duda alguna de que tardaría en volver a abrirla. Inspiró hondo antes de proseguir—: Como bien sabes, ya no soy ninguna chiquilla inocente de dieciocho años. —Lo desafiaba con la mirada a contradecirla; Demonio frunció los labios de forma inquietante, pero permaneció en silencio—. Quiero hablar, pasear, bailar el vals y montar a caballo, y, si quieres casarte conmigo… ¡será mejor que te asegures de que lo haga contigo!
Esperó una reacción, pero Demonio se había quedado asombrosamente inmóvil. La sensación de estar al borde de un precipicio, demasiado cerca de algo peligroso y descontrolado, le cosquilleó la columna vertebral. Inspiró hondo y mantuvo los ojos clavados en los de él, insólitamente oscuros a la luz de los candelabros.
—Y no pienso casarme contigo a menos que esté convencida de que es lo que me conviene. No permitiré que me intimiden ni que me presionen de ninguna manera.
Demonio escuchó sus palabras a través de un velo de rabia e indignación. Sintió que se le contraían los músculos de los hombros y que un hormigueo le recorría las palmas de las manos. La injusticia de las palabras de Flick le fustigaba como si fuera un látigo. No había hecho nada por ninguna otra razón que no fuera para protegerla. Su cuerpo estaba a punto de estallar, contenido aún únicamente por la fuerza de su voluntad, que se estaba erosionando poco a poco.
Ella hizo una pausa y escudriñó su rostro; luego se irguió y anunció con naturalidad:
—No dejaré que me manejes a tu antojo.
Se miraron a los ojos y, durante largo rato, se hizo un silencio absoluto. Ninguno se movió y apenas respiraban. La conflagración en el interior de Demonio estaba a punto de estallar; apretó la mandíbula y trató de contenerla.
—Y me niego…
Extendió los brazos y la atrajo hacia sí, acallándola con sus labios y arrancándole cualquier atisbo de rechazo de la boca; hurgó, horadó y tomó todo lo que ella le ofrecía, pidiendo, exigiendo más y más.
La estrechó con fuerza contra la roca implacable en que se había convertido su cuerpo. Su cabeza era un hervidero de emociones en el que la rabia colisionaba con la pasión y otras necesidades más elementales. Se estaba viniendo abajo, era un volcán que se resquebrajaba poco a poco, un volcán cuyas paredes se desmoronaban, cedían ante una fuerza que había estado reprimida demasiado tiempo. Sólo recordaba vagamente que había querido hacerla callar, que había querido castigarla… pero no era eso lo que deseaba ahora.
Ahora, simplemente deseaba. Con un deseo tan primitivo, tan primariamente poderoso que se puso a temblar, literalmente. Por un instante permaneció en la cúspide, temblando, mientras se le escapaban de las manos los últimos jirones de su contención… En ese momento de claridad cegadora vio, comprendió, que se había exigido demasiado a él mismo, a quien era en realidad. Remington había añadido la última gota a su copa, colmada de los temores más desproporcionados, como qué iba a hacer si ella se enamoraba de otro hombre. Cómo lo soportaría.
Había supuesto que sería capaz de controlar lo que tenía en su interior, la emoción que ella y sólo ella provocaba en él. En aquel instante tembloroso y evanescente, supo que se había equivocado.
Con los últimos vestigios de su voluntad, separó ligeramente los brazos, lo justo para darle a ella libertad para zafarse, para escapar de él. Aun en aquella situación extrema, no quería hacerle daño. Si se resistía, o si permanecía pasiva, él podría combatir, dominar y, al fin, sujetar a sus demonios.
Ella aprovechó la oportunidad que Demonio le brindaba y lo apartó con los brazos. Demonio aulló para sus adentros y se preparó para recibir los golpes que ella iba a darle en el pecho, se armó de coraje y de fuerza para dejarla marchar…
Flick tomó su rostro entre sus manos, cariñosamente. Apretó los labios y los colocó debajo de los suyos, y luego deslizó los dedos entre su pelo.
Lo besó vorazmente, con ansia, con una avidez tan exigente como la de él.
La cabeza, le daba vueltas, el deseo hizo explosión en su interior… estaba perdido.
Y también ella, que, lejos de ser un ángel, era ahora una mujer salvaje que exigía con un ansia demoníaca, que incitaba de manera abierta e inequívoca…
La locura se apoderó de ambos, los liberó de todas sus ataduras.
Flick disfrutaba con aquella ansia, se sentía increíblemente viva. Disfrutaba de la dureza del cuerpo que se apretaba contra el suyo, del contacto del pecho de Demonio contra sus senos henchidos, de la fuerza de sus muslos cuando atrapaba los suyos. Los labios de Demonio rozaron los suyos y ella se estremeció; sus sólidas manos la sujetaban con una fuerza brutal y la elevaban en el aire, meciéndola… lo único que quería era estar más cerca de él.
Lo necesitaba más que respirar. Le pasó los brazos por los hombros, se dio impulso hacia arriba en su abrazo extenuante y luego se quedó muy quieta para que sus rostros estuvieran a la misma altura. Las manos de él la envolvieron por detrás, asiéndole las nalgas, y ella sintió de nuevo aquel relieve duro empujando contra las simas de su promontorio.
Lo quería dentro de ella, allí y ahora, inmediatamente. Su lengua la horadaba sin piedad y sus labios la exigían con mayor brutalidad que nunca… y a Flick no le quedaba aliento para decirle lo que deseaba. La amplitud de la falda del vestido era suficiente para que pudiera apresar las caderas de Demonio con sus muslos, así que lo hizo, y se apresuró a apretarse contra él.
Con la respiración entrecortada y los músculos en tensión, Demonio se puso a temblar. Bajo las manos de ella, se sentía como un resorte elástico, comprimido, listo para saltar en cualquier momento.
Ella se movió de nuevo. Él contuvo el aliento y reanudó la ardiente búsqueda en su boca; sin embargo, retiró las manos de sus nalgas y, sosteniéndola con una mano, desplazó la otra mano hacia abajo, rozó con ella el dobladillo del vestido y la deslizó por debajo, hasta sujetar la nalga desnuda de Flick; retiró entonces la otra mano y también la metió por debajo de su falda de seda.
Sus enaguas eran muy cortas, de modo que no supusieron ningún impedimento. Las manos no se tropezaron con ellas ni un momento. Flick inspiró hondo y apretó los muslos para sujetarlo con más fuerza, le rodeó el cuello con los brazos y empezó a moverse descaradamente encima de las manos de él.
Demonio captó el mensaje: fue desplazando las manos, dirigidas ahora por una nueva urgencia, hacia las curvas de sus nalgas desnudas para colocarlas en el interior de sus muslos abiertos como alas; a continuación, sujetándola en alto con una mano, deslizó la otra hacia abajo y fue explorando con sus dedos firmes los pliegues suaves y húmedos que había entre sus muslos.
Halló su hendidura y deslizó un dedo hasta el fondo. Ella dio un grito ahogado y arqueó ligeramente la espalda. El dedo se retiró… y, al cabo de un momento, volvieron dos, apretando con fuerza, huyendo de nuevo y volviendo a embestirla luego, una, dos veces, con fuerza y hasta el fondo.
Flick no lograba respirar, el fuego le quemaba la piel. Su cuerpo temblaba sin cesar, estaba a punto de partirse en dos. Sin embargo, no era eso lo que ella quería.
Flick le rodeó el cuello con un brazo y deslizó el otro entre sus cuerpos hacia abajo, justo hasta donde palpitaba su miembro erecto, henchido y duro como el acero. Lo envolvió con su mano con avidez y empezó a deslizaría hacia abajo, tan abajo como pudo…
Él gimió y se estremeció.
—¡Dios…!
Se oyeron unas voces… y pasos aproximándose a la biblioteca. Jadeando, con los sentidos entumecidos, Flick volvió la cabeza y miró hacia la puerta: no estaba cerrada con llave.
Como aquellos que dicen ser las imágenes que presagian su muerte, Demonio se imaginó a Remington cerrando la puerta a sus espaldas. Vio la imagen que Flick y él darían a quienes se aproximasen a la biblioteca: ambos estaban medio desnudos y apenas eran capaces de respirar. Flick nunca lograría soltarle a tiempo, ni tampoco él.
En tres zancadas gigantescas llegaron a las puertas cristaleras de la terraza y, en dos más, desaparecieron de la vista. La puerta de la biblioteca se abrió.
Demonio volvió a Flick contra la pared y la empujó hacia la enredadera que escalaba por el muro; el aroma a jazmín flotaba a su alrededor. Respirando con dificultad se apoyó en ella, casi asfixiándola, dolorido tras el esfuerzo de ejercer su voluntad. Todo su cuerpo se había concentrado en una sola cosa: enterrarse a sí mismo en ella.
Las voces del interior les llegaron con toda claridad; Demonio no conseguía separar los sonidos de las voces del martilleo de sus oídos. Trató de pensar, pero no podía. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, intentó separarse del suave cuerpo que sus firmes músculos estaban sujetando contra la pared de piedra cubierta por la enredadera. Pero no lo consiguió. La sola idea de pensar en aquel cuerpo suave lo había arrojado de nuevo al volcán de su deseo.
Como un río de lava, el deseo ardiente se extendía por todos los poros de su piel, le golpeaba los sentidos, le consumía, le perforaba la voluntad.
Con la respiración jadeante en aquella noche de luna llena, levantó la cabeza despacio, elevó las pestañas y la miró a la cara. Esperaba encontrar en ella estupor, temor, incluso miedo… sin duda debía de estar asustándola. Incluso el miedo a lo desconocido, una posibilidad real, cualquier cosa que le ayudase a no hacer aquello que estaba a punto de hacer.
En su lugar, vio un rostro sensual consumido de deseo, unos ojos clavados con avidez en sus labios. Flick separó sus labios hinchados, y, con la lengua, se humedeció ligeramente el inferior. Percibió la mirada de Demonio y levantó la vista… sus ojos buscaron los suyos y, tras apretar el mentón, dijo:
—Ahora.
La exigencia llegó hasta él en el envoltorio de un susurro elocuente. Los labios de Flick dibujaron una sonrisa… y Demonio no tuvo duda alguna de que era una sonrisa triunfal. Entonces sintió su mano, aún atrapada entre ambos.
Ella la cerró, deslizó los dedos hacia abajo, luego hacia arriba… él cerró los ojos y se estremeció. La sonrisa maliciosa de Flick era un cálido suspiro sobre los labios de él mientras ella ascendía con sus dedos hasta la cinturilla de sus calzones. Ella también había llevado ropa interior masculina; en apenas unos segundos, desabrochó los botones y lo liberó. De un salto, aterrizó en la palma de su mano, duro como el acero, listo para explotar.
Con un jadeo que no consiguió reprimir del todo, Demonio cogió la mano de Flick y tiró de ella hacia arriba, apoyándose aún con más fuerza en su cuerpo y apretando los dientes al sentir sus faldones de seda deslizándose por sus partes más sensibles.
La miró a los ojos, a escasos centímetros de los suyos. Si hubiese podido fulminarla con la mirada lo habría hecho, pero no podía mover los músculos de la cara, su rostro era como el de una estatua… al igual que el de ella. Arrastrado por la pasión, con los músculos temblorosos, se tambaleó para…
Ella lo miró directamente a los ojos, retándolo con la mirada.
—¡Hazlo! —le susurró a los labios. A continuación, lo besó apasionadamente.
La conversación proseguía en el interior de la biblioteca; apenas a unos metros de allí, bajo la luz de la luna, en la terraza, no había más que deseo ardiente y frenético. Demonio sólo tardó un segundo en levantarle la falda. Su miembro empezó a tantear el terreno entre sus muslos y ella lo agarró con fuerza y tiró de él hacia dentro.
Él encontró su hendidura y arremetió contra ella, la embistió en el corazón mismo de su ardor, directo al vórtice de un deseo demoledor. El suyo… y el de ella.
La combinación de ambos era demasiado poderosa para que alguno de los dos pudiera controlarla; los zarandeaba, los golpeaba, los empujaba… Sus cuerpos se estiraban y se contraían, tratando desesperadamente de liberarse, librando una batalla sin enemigos.
Con los labios apretados para sofocar los sonidos que les desgarraban la garganta, tomaban cuanto podían, atenazaban y sujetaban, asían cada precioso momento… allí, en esa pared, bajo la luz de la luna.
Los sonidos de la biblioteca llegaban hasta ellos, suaves, amortiguados, tranquilizadores, acentuando su percepción… de la ardiente humedad que compartían, de la piel demasiado abrasadora, de la marea furiosa de su sangre… de la fusión enloquecida de sus cuerpos.
Las flores esparcían su perfume en una nube que los envolvía; era un aroma tan evocador como ilícito, tan profundamente íntimo como su unión. Flick dio un grito ahogado e inhaló el aroma con fuerza. Demonio flexionó las caderas de nuevo, embistiéndola de nuevo, sin piedad. Sus labios silenciaron su grito de alegría mientras la embestía. La llenaba una y otra vez, como una espada golpeando su funda. Ella lo abrazaba cariñosamente y disfrutaba de la fuerza, la fuerza que los impulsaba.
La cabalgada fue salvaje, más salvaje de lo que la imaginación de Flick podía concebir. Se aferró con fuerza, ebria de aquel ímpetu, presa del delirio, drogada de placer. Luego, vieron la cima ante ellos y cabalgaron más rápido, consumidos por una urgencia compulsiva. Y entonces llegaron… el volcán estalló, entró en erupción, y los derritió con su calor masivo.
«¡No! ¡No me dejes!», imploró Flick para sus adentros, aferrándose a él con fuerza durante un segundo; luego, consciente de que tenía que hacerlo, dejó escapar un suspiro y lo soltó.
Él se retiró de ella y Flick cerró los ojos ante el súbito vacío. El aire fresco sopló entre ellos y le heló la piel enfebrecida. Flick se agarró a su hombro mientras él se movía, deslizándola hacia abajo, guiándola de nuevo hasta el suelo con sumo cuidado.
Los zapatos de ella tocaron la fría losa y él le bajó los faldones, que cedieron fácilmente. Flick se miró el vestido y se sorprendió al ver que sólo se había arrugado un poco. Él no se apartó; rodeándola con un brazo, ladeó el cuerpo y le rozó el hombro con el suyo mientras se arreglaba la ropa.
El murmullo de voces seguía en el interior de la biblioteca; cuando cesó el martilleo de sus oídos, Flick oyó a dos hombres mayores contándose historias de juventud. Las puertas de la terraza estaban abiertas y la luz de las velas proyectaba un brillo tenue sobre las losas del suelo. Si alguien se hubiese acercado al umbral… Pero, por suerte, nadie lo había hecho.
El calor seguía abrasándola y corriéndole por las venas. Se sentía llena de júbilo y a la vez decepcionada… y confusa de que así fuera.
Abrazándola con más fuerza, Demonio la condujo por la terraza hasta el siguiente tramo de puertas, que también estaban abiertas. Sin mediar palabra, la ayudó a traspasar el umbral y a adentrarse en la oscuridad de la habitación.
El corazón empezó a latirle desbocado. ¿En qué estaba pensando? Sólo porque todavía quisiese abrazarlo, sentir su cuerpo desnudo contra el suyo, oír su corazón palpitar bajo su oído, aferrarse a él, tenerlo cerca, dentro… sólo porque ella lo quisiese no significaba que pudiesen hacerlo. ¡Estaban en un baile, por el amor de Dios!
Demonio se apartó de ella, se metió la camisa por dentro de los pantalones, se los abrochó y se arregló el fular y la chaqueta. Sin habla, mareada y con el corazón todavía acelerado, se sacudió la falda del vestido, se la alisó y se ahuecó el volante de organza que le recorría la línea del escote y que formaba sus mangas transparentes.
Levantó la vista y sorprendió a Demonio mirándola; ella lo miró con ojos hambrientos, consciente hasta la médula de la necesidad que sentía de extender la mano y tocarlo. Abrazarlo. Aunque su cuerpo vibraba de satisfacción, otra parte de ella sentía… que le faltaba algo, que aún ansiaba algo…
Pese a la penumbra, Demonio percibió el deseo en sus ojos y lo sintió en sus entrañas. Se aclaró la garganta.
—Tenemos que volver. —Ella vaciló un instante y luego asintió—: ¿Sabes dónde está el tocador de señoras? —Hablaba en un susurro, consciente de la presencia de otras personas en la habitación contigua.
—Sí.
—Ve allí. Si alguien te comenta que vienes de la dirección equivocada, di que saliste por la otra puerta y te perdiste. —La examinó con gesto crítico—. Y ponte agua fría en los labios. —Extendió la mano y le metió un rizo rebelde por detrás de la oreja. Sofocando implacablemente el impulso de acariciarle el rostro, de estrecharla en sus brazos y retenerla allí, sin más, bajó la mano—. Yo volveré directamente.
Ella asintió y luego se volvió hacia la puerta. Demonio la abrió, se asomó al exterior y luego la dejó pasar, retirándose de nuevo a la sala en penumbra para esperar a que ella hubiese desaparecido de la vista.
Necesitaba hablar con ella, explicarse, pero no podía hacerlo en ese momento, no esa noche. El desenfreno de Flick, y el suyo propio, no lo dejaban pensar con claridad… y tenían que volver al baile.