SÍ, el tiempo pasaba, pero no con la rapidez que Flick hubiese deseado. Al cabo de cuatro días, por la tarde, Flick iba sentada entre las sombras del carruaje de lady Horatia tratando de no sentirse tan abatida. Cualquier otra jovencita estaría divirtiéndose enormemente, atrapada en el frenético torbellino de actividad. Había ido a Almack’s a bailes, a fiestas, a veladas musicales y a soirées. ¿Qué más podía desear?
La respuesta iba sentada en el asiento de enfrente, vestido de negro como de costumbre. Cuando el vehículo traqueteaba, sus hombros oscilaban. Flick veía su pelo claro y el óvalo pálido de su rostro, pero no le veía las facciones. Pese a ello, las suplía con su imaginación: se habría puesto su máscara social habitual. Extremadamente cordial, con un toque de altanería displicente, aquella máscara transmitía una suave indiferencia. No permitía que asomase el más leve indicio de interés, sensual o de cualquier otra clase.
Flick se preguntaba cada vez con más frecuencia si dicho interés seguía existiendo.
Prácticamente nunca veía a Demonio durante el día. Desde aquel paseo en coche por el parque, no había vuelto a ir a la casa ni había aparecido para pasear con ella por los jardines. Suponía que debía de estar ocupado con otros asuntos, pero no esperaba que la hubiese traído hasta allí para luego dejarla tan sumamente sola.
De no ser por la amistad de las gemelas y el cariño de su familia, estaría perdida, se sentiría tan sola como cuando habían muerto sus padres.
Y, pese a todo, seguía teniendo la certeza de que él todavía quería casarse con ella, que todo el mundo esperaba que pronto contraerían matrimonio. Las palabras que les había dicho a las gemelas la atormentaban: ella había elegido, pero todavía tenía que declarar su elección. Si esta suponía llevar una vida como aquella, no estaba segura de poder soportarlo.
El vehículo se detuvo, dio una sacudida hacia delante y volvió a detenerse, esta vez bajo el pórtico bien iluminado de Arkdale House. Demonio estiró sus largas piernas, la portezuela se abrió y él descendió; se volvió y ayudó a Flick a bajar del carruaje, y luego a su madre. Horatia se alisó la falda del vestido, se ahuecó el pelo, tomó el brazo que le ofrecía el mayordomo y entró en la casa, dejando que Demonio se encargara de acompañar a Flick.
—¿Vamos?
Flick lo miró, pero una vez más no vio más que su máscara. Su voz trasmitía la misma indiferencia. Con cortesía extrema, le ofreció su brazo y ella, inclinando la cabeza, lo aceptó.
Flick mantuvo una dulce sonrisa en los labios mientras franqueaban el umbral y ascendían por la majestuosa escalera… y trató de no pensar en la rigidez de Demonio, en el brazo que sostenía, doblado en ángulo recto a una cierta distancia de su cuerpo. En los días anteriores siempre había sido así, ya nunca la atraía hacia sí, como si fuese alguien especial para él.
Saludaron a lady Arkdale y luego siguieron a Horatia hasta una chaise que había junto a la pared. Demonio le pidió de inmediato que le reservara el primer cotillón y la primera danza de figuras que hubiese después de la cena, y luego se mezcló entre la multitud.
Reprimiendo un suspiro, Flick mantuvo la cabeza erguida. Siempre ocurría lo mismo: la acompañaba diligentemente a todos los bailes, pero lo único que conseguía de cada encuentro era entrar agarrada de su brazo, bailar con él un cotillón distante y una danza de figuras aún más distante, cenar rodeada de admiradores, encontrarse furtivamente con sus ojos entre la multitud muy de vez en cuando y luego salir de allí agarrada de su brazo de nuevo. ¿Cómo iba alguien a imaginar que había algo entre ellos, algo que pudiese hacer pensar en un posible matrimonio? No lograba entenderlo.
La marcha de Demonio era la señal para que acudieran a ella todos sus admiradores. Dando a su rostro la expresión complacida de rigor, se preparó para entablar conversación con los jóvenes caballeros que, si ella quería, caerían rendidos a sus pies.
La velada transcurrió como de costumbre, como todas las que le habían precedido.
—¡Tenga cuidado!
—¡Ge! ¡Lo siento! —Flick se ruborizó, apartó los pies rápidamente y dedicó una sonrisa de disculpa a su pareja de baile, un joven muy apuesto, lord Bristol. Se balanceaban al compás de un vals, pero por desgracia bailar con alguien que no fuese Demonio resultaba para Flick una tortura más que un placer: cuando no bailaba con él, no podía dejar de mirarlo mientras conversaba con otras personas, de pie junto a la pista de baile.
Era una costumbre horrible, la detestaba y se regañaba a sí misma constantemente, pero todo era inútil. Si estaba allí, sus ojos iban detrás de él sin remedio; no podía evitarlo. Por fortuna, los salones solían ser muy espaciosos y siempre había un montón de gente, por lo que en la mayoría de los casos no lograba verlo más que un momento. Sus parejas de baile no parecían darse cuenta de su fijación. Aun cuando les pisaba los pies.
Con el corazón encogido, se dijo a sí misma que debía concentrase, que debía prestar atención. Detestaba el sabor que su absurdo comportamiento le dejaba en la boca. Una vez más volvía a ser aquella chiquilla que bebía los vientos por él y se asomaba entre los barrotes de la baranda para verlo. Su ídolo, el único hombre que quería pero que estaba fuera de su alcance. Cada vez estaba más convencida de que seguía estando fuera de su alcance.
No le gustaba mirarlo, pero no dejaba de hacerlo, compulsivamente. Y lo que veía no le hacía ninguna gracia. Siempre había alguna mujer a su lado, de forma inevitable, alguna dama de belleza extraordinaria, ladeando la cabeza mientras lo miraba a los ojos, deshaciéndose en sonrisas cada vez que él le hacía algún comentario atrevido. Sólo necesitaba un rápido vistazo para hacerse una composición de lugar: los gestos elegantemente lánguidos, los comentarios ocurrentes, el arqueo arrogantemente seductor de una ceja…
Las mujeres se acercaban a él, y él dejaba que se le acercasen. Algunas incluso lo agarraban del brazo, de los hombros, con sus manos blancas, apoyándose en él mientras las embelesaba y las provocaba con las cautivadoras artimañas que ya nunca empleaba con ella.
No entendía por qué seguía mirándolo, fustigándose a sí misma de aquella manera… pero lo hacía.
—¿Cree usted que mañana volverá a hacer buen tiempo? Flick volvió a concentrarse en lord Bristol.
—Supongo que sí. —El cielo llevaba una semana de un azul radiante.
—Esperaba que pudiese hacerme el honor de acompañarnos a mí y a mis hermanas a una excursión a Richmond. Flick esbozó una sonrisa amable.
—Gracias, pero me temo que lady Horatia y yo tenemos comprometido todo el día de mañana.
—Oh… Sí, por supuesto. Sólo era una idea. La sonrisa de Flick se tiñó de melancolía… y deseó que fuese Demonio quien se lo hubiese propuesto. No le importaba lo más mínimo el ajetreo constante de entretenimientos y le habría gustado hacer una excursión a Richmond, pero no podía permitir que lord Bristol creyera que tenía posibilidades con ella.
La cena ya había tenido lugar: Demonio había acudido a reclamarla con indiferencia, la había escoltado con paso rígido al comedor y luego se había sentado a su lado, y no había pronunciado una sola palabra mientras su corte de admiradores trataba por todos los medios de agasajarla. Aquel vals había tenido lugar inmediatamente después y ella había seguido los movimientos sin pensar, esperando que las vueltas incesantes la pusiesen de nuevo en disposición de ver a su obsesión. Demonio estaba de pie al fondo de la sala.
Entonces lord Bristol la hizo girar repentinamente. Ella pudo ver a Demonio… y soltó un grito ahogado. Alejándose mientras giraba, tomó aliento y trató de disimular su estupor. Le costaba respirar y sentía verdadero dolor.
¿Quién diablos era la mujer que se había abalanzado sobre él? Era extraordinariamente hermosa: llevaba sus cabellos negros recogidos, coronando un rostro exquisito, y su cuerpo insinuaba unas curvas asombrosamente sinuosas. Y todavía había algo aún peor: la empalagosa proximidad que había entre ambos, la forma en que ella lo miraba a los ojos, evidenciaba el tipo de relación que los unía.
Completamente ajeno a esta escena, lord Bristol la hizo girar de nuevo. Menguó su desconcierto y se aplacaron los celos salvajes e insoportables que se habían apoderado de ella. Estaba un poco mareada.
La música empezó a desvanecerse y el baile terminó. Lord Bristol la soltó y ella estuvo a punto de tropezar, recordando en el último momento que todavía debía hacer la reverencia de rigor.
Flick sabía que estaba pálida, sentía que temblaba por dentro. Dedicó una sonrisa débil a lord Bristol.
—Gracias —dijo, y se perdió entre la multitud.
No sabía que Demonio tenía una amante.
No dejaba de repetir aquella palabra para sus adentros, una y otra vez. Cuando se adentró a ciegas en la muchedumbre, el instinto vino en su auxilio y se dirigió hacia un grupo de palmeras. No tenían ninguna hornacina detrás, pero encontró refugio en la sombra que las largas hojas proyectaban sobre la pared.
No se cuestionó ni por un momento la veracidad de sus sospechas; sabía que estaba en lo cierto. Lo que no sabía era qué debía hacer. Nunca en su vida se había sentido tan perdida.
El hombre al que acababa de ver entornando los ojos mientras intercambiaba comentarios subidos de tono con su amante no era el mismo que había conocido en Newmarket Heath, no era el hombre a quien tan gustosamente se había entregado en el mejor dormitorio de la posada de The Angel.
No podía pensar… algunas piezas encajaban, pero no lograba ver todo el conjunto.
—Ahora mismo no la veo, pero es un encanto. Una buena elección. Ahora que Horatia la ha tomado bajo su tutela, sin duda todo irá como es debido.
Las palabras procedían del otro lado de las palmeras y había en ellas un tono de aprobación matriarcal. Flick parpadeó.
—Mmm… —dijo una segunda voz—. Bueno, no se le puede acusar de estar perdidamente enamorado, ¿no te parece?
Flick miró a hurtadillas entre las hojas irregulares: dos damas de edad algo avanzada estaban apoyadas en sus bastones, examinando el salón de baile.
—Como tiene que ser —entonó la primera—. Estoy segura de que es tal como dijo Hilary Eckles: ha tenido el buen tino de reconocer que ha llegado el momento de tomar una esposa y ha escogido bien. Una chica bien educada, pupila de un viejo amigo de la familia. No es un matrimonio por amor ¡y eso es bueno!
—Y que lo digas —convino la segunda, asintiendo enérgicamente—. Son tan agotadores emocionalmente esos matrimonios por amor… La verdad es que no consigo verles el sentido.
—¿Sentido? —se mofó la primera—. No se lo ves porque no lo tienen, no tienen ninguno. Por desgracia, es la última moda.
—Ya… —La segunda anciana hizo una pausa y a continuación, con aire de perplejidad, añadió—: Es extraño que un Cynster no siga la moda, sobre todo en ese aspecto.
—Cierto, pero al parecer el hijo de Horatia es el primero que tiene la cabeza bien puesta. Puede ser un demonio, pero con respecto a esto ha demostrado tener un sentido común extraordinario. Bueno —exclamó, levantando las manos al cielo—, ¿y dónde estaríamos nosotras si nos hubiésemos dejado guiar por el amor?
—Exacto. Ahí está Thelma. Vamos a ver qué piensa.
Las dos mujeres se marcharon, apoyándose con fuerza en sus bastones, pero Flick ya no se sentía segura detrás de las palmeras. La cabeza todavía le daba vueltas y no se encontraba demasiado bien. La sala de estar le pareció la mejor opción.
Se deslizó entre la gente, tratando de evitar las caras conocidas, sobre todo las de los Cynster. Al llegar a la puerta del pasillo, se adentró en las sombras. Una sirvienta se levantó de un salto de un taburete y la condujo a la sala que habían dispuesto para que las señoras pudieran refrescarse.
La iluminación de la sala era desigual: allí donde las paredes estaban recubiertas de espejos reinaba la claridad; el otro extremo de la sala, en cambio, estaba en penumbra: Flick aceptó el vaso de agua que le ofreció la sirvienta y fue a refugiarse en la penumbra. Se quedó un buen rato allí sentada, tomando sorbos de agua. Entraron y salieron otras damas, pero nadie advirtió su presencia. Empezó a encontrarse mejor.
Entonces la puerta se abrió y entró la amante de Demonio. Una de las mujeres que estaba acicalándose frente al espejo la vio y, sonriendo, se volvió hacia ella.
—¡Celeste! ¿Cómo va tu conquista?
Celeste se había detenido con gesto teatral junto a la puerta; llevándose las manos a sus voluptuosas caderas, examinó la sala y detuvo la mirada apenas un instante en Flick, para luego mirar a su amiga. Sonrió con una expresión impregnada de sensualidad femenina.
—¡Pues va bien, cherie, va bien!
La mujer que estaba frente al espejo se echó a reír, y las demás también sonrieron.
Con unos andares que atraían todas las miradas en sus caderas abundantes, su cintura de avispa y sus pechos turgentes, Celeste cruzó la habitación. Se detuvo delante de un largo espejo y, con las manos en las caderas, examinó su imagen con mirada crítica.
Tras intercambiar miradas y cejas enarcadas, las demás señoras se fueron; todas, excepto Celeste y su amiga, quien se estaba pintando los labios con gran destreza.
—Supongo que has oído —murmuró la amiga de Celeste— los rumores de que va a casarse.
—Ajá —contestó Celeste. En el espejo, sus ojos buscaron los de Flick—. Pero ¿por qué iba a preocuparme eso? Yo no quiero casarme con él.
Su amiga se rio.
—Ya sabemos lo que tú quieres, pero puede que él tenga otras ideas, al menos una vez que se haya casado. Al fin y al cabo, es un Cynster.
—No lo entiendo. —Celeste hablaba con acento, pero Flick no lograba identificar qué clase de acento era; lo único que sabía era que con un acento así la voz parecía más sensual, más evocadora—. ¿Qué importa cómo se llame?
—No es su nombre, es su familia. Ni siquiera eso, sino… Bueno, todos han demostrado ser increíblemente fieles como maridos.
Celeste hizo un mohín y ladeó la cabeza y, bajo sus pestañas, sus ojos centellearon. Inclinó el cuerpo hacia el espejo, muy despacio, acariciando con los dedos el contorno de sus curvas y el pronunciado escote que ahora quedaba plenamente al descubierto. A continuación se incorporó, levantó los brazos con aire elegante y se dio media vuelta para examinar su trasero, que aparecía soberbio bajo el satén. Luego miró a Flick.
—Me parece —murmuró— que este será la excepción. Aunque se encontraba peor que cuando había entrado en aquella sala, Flick se levantó. Haciendo acopio de unas fuerzas que sabía que no poseía, llegó hasta la mesa que había junto a la puerta y, con mano temblorosa, dejó allí el vaso de agua. El sonido llamó la atención de la amiga de Celeste, y justo antes de desaparecer por la puerta, aún Flick tuvo tiempo de ver un rostro horrorizado y de oír una expresión de lamento:
—¡Oh, Dios mío!
La puerta se cerró y Flick se quedó de pie en el pasillo. Sintió el impulso de salir huyendo, pero ¿cómo podía marcharse? ¿Adónde iría? Inspiró hondo, contuvo el aliento y levantó la barbilla. Desafiando al vértigo que se había apoderado de ella, negándose a pensar en las palabras que acababa de escuchar, se dirigió de vuelta al salón de baile.
Cuando todavía no había avanzado ni tres pasos, una figura apareció de entre las sombras.
—¡Ahí estás, jovencita! Llevo horas buscándote. Flick parpadeó y reconoció el rostro ajado de su tía Scroggs. Aferrándose a los últimos vestigios de su dignidad hecha jirones, hizo una reverencia.
—Buenas noches, tía. No sabía que estaba usted aquí.
—¡No me extraña! Has estado demasiado ocupada con todos esos jóvenes moscones que te rodean, que es precisamente de lo que quiero hablarte. —Tomándola del codo, Edwina Scroggs miró hacia la sala del tocador de señoras.
—Hay señoras ahí dentro. —Flick no podía soportar la idea de volver a entrar allí, y mucho menos de tener que dar explicaciones al respecto.
—¡Vaya! —Mirando a su alrededor, Edwina la llevó a un lado, junto a una pared de la que colgaba un enorme tapiz—. Entonces tendremos que hablar aquí mismo. Por lo menos aquí no hay nadie.
Al oír el comentario, Flick sintió un escalofrío: estaba temblando por dentro. Lady Horatia la había ayudado a localizar a su tía y Flick había ido a visitarla los primeros días de su estancia en Londres. Sin embargo no había más que obligación familiar entre ambas, pues su tía se había casado con alguien de una clase social inferior a la suya y ahora vivía como una viuda avara, a pesar de estar medianamente acomodada.
Los padres de Flick le habían entregado un dinero a Edwina Scroggs para que cuidara de ella el corto tiempo que tenían previsto estar fuera. Cuando llegaron las noticias de su muerte, la señora Scroggs aseguró que no podía hacerse cargo de una niña de siete años y la arrojó, literalmente, a los brazos de unos parientes lejanos. Por suerte, el general estuvo allí para acogerla.
—Quiero hablarte de todos esos jóvenes que tienes merodeando a tu alrededor y husmeando entre tus faldas. —Edwina se le acercó y le susurró—: Olvídate de ellos, ¿me oyes? —Vio la mirada perpleja de Flick—. Es mi deber llevarte por el buen camino, y no lo estaría haciendo si no te lo dijese a la cara. Estás viviendo en casa de los Cynster, y corre la voz de que su hijo se ha fijado en ti. —Edwina se le acercó aún más. A Flick le costaba trabajo respirar—. Mi consejo, señorita, es que te asegures de que siga interesado en ti. Eres una chica lista, y esta ocasión es demasiado buena para que la desaproveches. Su familia es una de las más acaudaladas del país, pero pueden ser un poco altaneros, así que sigue mi consejo y hazte con ese anillo lo más rápidamente que puedas. —A Edwina le brillaron los ojos—. Parece ser que los Cynster son muy impacientes, que siempre están dispuestos a conseguir lo que quieren cuanto antes. Esa casa es lo bastante grande, no debe de resultar difícil encontrar una habitación donde…
—¡No! —Flick apartó a su tía de un empujón y salió a todo correr por el pasillo.
Se detuvo justo en el haz de luz que se colaba por la rendija de la puerta del salón de baile. Haciendo caso omiso de la expresión de sorpresa que vio en la mirada de la sirvienta, se llevó una mano al pecho, cerró los ojos e hizo un gran esfuerzo por respirar. Por contener aquellas estúpidas lágrimas. Por apaciguar aquel martilleo que retumbaba en el interior de su cabeza.
«Los Cynster son muy impacientes, siempre están dispuestos a conseguir lo que quieren cuanto antes».
Intentó tomar aire dos veces, pero ninguna de las dos fue suficiente, y luego oyó que su tía se aproximaba… la tenía cada vez más cerca…
Volvió a tomar aliento, abrió los ojos e irrumpió en el salón de baile…
Y se topó con Demonio.
—¡Oh! —Logró enmudecer el grito y luego agachó la cabeza para que él no le viese la cara.
Con un movimiento reflejo, Demonio la asió con fuerza por los brazos y la sujetó.
Al cabo de un instante, la agarró con más fuerza.
—¿Qué pasa?
Hablaba en un tono extrañamente inexpresivo. Flick no se atrevió a levantar la vista y se limitó a negar con la cabeza.
—Nada.
La sujetó aún con más fuerza, y Flick tuvo la sensación de que un par de grilletes le apretaban los brazos.
—¡Maldita sea, Flick…!
—No me pasa nada. —Se retorció para zafarse de él. Gracias a la complexión de Demonio y al hecho de que estaban justo en la parte interior de la puerta, nadie podía verlos—. Me haces daño —susurró.
Él aflojó la presión de sus dedos de inmediato, pero no retiró las manos de sus antebrazos: aún la sujetaba, pero deslizando las palmas arriba y abajo para tranquilizarla, acariciándole la piel desnuda y los pliegues de seda que formaban las mangas de su vestido. Su roce le recordaba tantas cosas, era tan tentador… De repente sintió unos deseos incontenibles de echarse a llorar y de arrojarse a sus brazos.
Pero no podía hacerlo.
Enderezando el cuerpo, inspiró hondo y levantó la cabeza.
—No me pasa nada —insistió, mirando por encima del hombro de Demonio a las parejas que bailaban en el salón.
Entrecerrando los ojos, Demonio miró hacia las sombras del pasillo.
—¿Qué te ha dicho tu tía para que estés tan disgustada? —Hablaba en tono contenido, demasiado contenido. Sus palabras sonaron mortíferas, que era exactamente como Demonio se sentía.
Flick meneó la cabeza de nuevo.
—¡Nada!
Demonio intentó escudriñar su rostro, pero ella rehuyó sus ojos. Estaba blanca como el papel y… frágil, esa fue la palabra que le acudió a la mente.
—¿Ha sido uno de esos perritos falderos, los que siempre andan detrás de ti? —Si así era, los mataría.
—¡No! —Le lanzó una mirada cargada de veneno y apretó la mandíbula—. No ha sido nada.
El esfuerzo que estaba haciendo por recuperar la compostura era evidente. Él no se movió: mientras estuviese delante de ella, quedaría oculta a las miradas de los curiosos.
—No ha sido nada —repitió ella con más calma.
Estaba temblando, más por dentro que por fuera, Demonio podía percibirlo. Sintió el impulso de arrastrarla a alguna habitación vacía donde pudiera arroparla con sus brazos, vencer su resistencia y averiguar qué le había pasado… pero no podía confiar en sí mismo si se quedaba a solas con ella. No en su estado actual. Antes ya le había costado. Pero ahora…
Inspiró hondo y aprovechó los minutos que ella necesitó para tranquilizarse para serenar sus propios nervios destrozados. Y para ahuyentar sus demonios.
La cruz que él mismo había escogido y que tan gustosamente había aceptado llevar había resultado ser mucho más pesada de lo que él esperaba. El hecho de no pasar ni un solo minuto a solas con ella, de no poder estar junto a ella en un salón de baile, estaba acabando con su paciencia. Pero había sido él quien lo había decidido así, y ahora tenía que interpretar su papel y seguir el guión que él mismo había escrito. Por el bien de ella, para protegerla, tenían que guardar las distancias.
Aquella sentencia ya era bastante difícil de soportar, no necesitaba problemas adicionales. Ya había sido bastante duro tener que obligarse a sí mismo a reprimir todos sus instintos y verla mientras bailaba el vals con otros hombres. Hasta que aceptase casarse con él e hiciesen público el anuncio, no se atrevería a bailar el vals con ella delante de todos. Y, teniendo en cuenta quién era él, un mujeriego sin escrúpulos mucho mayor que ella y con mucha más experiencia, y el hecho de que la inocencia de Flick fuese tan evidente no les permitía ni un solo momento de intimidad, no hasta que estuviesen comprometidos formalmente.
Demonio enderezó el cuerpo, dejó caer los brazos y sintió que ella se estremecía al perder el contacto con su piel. Apretó la mandíbula, inspiró hondo para armarse de paciencia y esperó… aunque no sabía cuánto tiempo más podría esperar. Cada noche, el tormento del vals se hacía más insoportable. Sus anteriores parejas de baile le habían hecho insinuaciones para que se lanzara con ellas al salón, pero no tenía ningún deseo de bailar el vals con ellas. Quería a su ángel y sólo a ella, pero había utilizado a las otras como maniobra de distracción, no para distraerse él, sino a los demás asistentes al baile.
Aquella noche había sido Celeste; casi había conseguido distraerse rechazando a la procaz condesa de una vez por todas y sin rodeos, pues había demostrado que no entendía otra clase de lenguaje. Ofendida, finalmente lo había soltado y se había marchado furiosa, con una rabieta de la que sinceramente esperaba que no se recuperara nunca. Por un momento se había sentido bien, entusiasmado por su éxito… hasta que había levantado la mirada y había visto a Flick en brazos de aquel perrito faldero de la familia Bristol.
Apartó los ojos de ellos y barrió con la mirada el salón de baile. Se estaban formando las parejas para la siguiente danza de figuras, el segundo de los bailes que se permitía bailar con Flick. Por lo que creía, todos sus perritos falderos estaban ya en el centro del salón, así que ¿quién podía haberla disgustado tanto?
Volvió a mirarla; ahora ya estaba más tranquila: sus mejillas habían recuperado algo de su color.
—Tal vez deberíamos caminar un poco en lugar de bailar.
Le lanzó una mirada perpleja.
—¡No! Quiero decir… —Negando enérgicamente con la cabeza, apartó la vista—. No, bailemos. —Parecía haberse quedado sin aliento de repente y Demonio la miró con atención—. Te debo un baile. Está en mi carné de baile. —Inspirando hondo, asintió y añadió—: Eso es lo que quieres de mí, así que vamos a bailar. La música está empezando.
Él titubeó unos instantes y luego, utilizando su garbo para desviar la atención del estado nervioso en que se encontraba Flick, se inclinó y la condujo al centro del salón.
En cuanto tomó su mano entre las suyas, supo que había acertado al ceder: estaba tan tensa, tan frágil que si ejercía un poco de presión sobre ella se haría añicos. Todavía se mantenía entera por pura fuerza de voluntad y lo único que podía hacer él era ofrecerle todo su apoyo.
Era bueno que él estuviese allí con ella. Demonio podía bailar cualquier baile con los ojos cerrados, pero ella sólo había aprendido los pasos en aquellas pocas semanas. Necesitaba concentrarse, pero en ese momento no tenía fuerzas suficientes, de modo que la guio como si estuviera llevando las riendas de una potrilla nerviosa. Durante la mayor parpe del baile mantuvieron las manos unidas y, apretándole los dedos, hacia un lado o hacia otro, Demonio la guio en todas las figuras.
Hasta entonces siempre la había visto bailar con acierto, pero en esa ocasión estuvo a punto de tropezar dos veces y chocó con otras dos damas.
¿Qué diablos estaba pasando?
Algo había cambiado, no sólo esa noche sino paulatinamente. La había estado observando muy de cerca y no se equivocaba. Antes había dicha en sus ojos, alegría de vivir, pero se había ido apagando a lo largo de los últimos días. No se trataba del brillo sensual que él intentaba evitar que asomase a sus ojos por todos los medios, sino que era algo más… algo más simple. Siempre había estado ahí, vibrante, en su mirada, pero ahora apenas podía adivinarlo.
La música terminó con una floritura y las parejas de baile se inclinaron e hicieron sus reverencias. Flick se volvió y dejó escapar un suspiro, y Demonio supo que era de alivio. Dudó un momento, le tomó la mano y la depositó encima de su brazo.
—Ven —dijo cuando ella lo miró—, te llevaré con mi madre.
Ella también dudó un instante, y luego accedió con un pequeño movimiento de la cabeza.
No la soltó hasta que la hubo dejado junto a la chaise donde su madre estaba charlando. Horatia levantó la vista un segundo, se percató del regreso de Flick y siguió de inmediato con la conversación que estaba manteniendo. Demonio le habría dicho algo si se le hubiese ocurrido algo que decir. Entonces miró a Flick, que seguía rehuyendo sus ojos. Aún estaba muy tensa y no se atrevió a presionarla.
Armándose de valor para la batalla que se libraba en su interior cada vez que la dejaba, inclinó la cabeza con rigidez.
—Ahora te dejo con tus amigos. —Y se fue.
Su corte de admiradores se arremolinó en torno a ella casi de inmediato. Retirándose a una pared cercana, Demonio observó al grupo, pero no consiguió detectar ninguna reacción especial por parte de Flick, ni tampoco supo discernir ninguna amenaza procedente de alguno de sus admiradores. En realidad, parecía tratarlos como a perritos falderos, manejándolos con aire distraído.
Sintió unos deseos irrefrenables de volver allí y echarlos a todos, pero ese era un comportamiento inaceptable. Su madre nunca se lo perdonaría y puede que Flick tampoco. Ni siquiera podía incorporarse a su círculo, pues estaría completamente fuera de lugar entre su corte de jóvenes, sería como un lobo intentando mezclarse entre un grupo de corderos.
La velada, gracias a Dios, tocaba a su fin.
Reprimiendo un gruñido, se obligó a alejarse de allí, a dejar de mirarla como si fuera un lobo hambriento.
Pero el destino aún le tenía reservada una nueva prueba para esa noche. Estaba apoyado en la pared, pensando en Flick, cuando un caballero de la misma elegancia lánguida que él lo vio, le sonrió y se le acercó.
Demonio hizo caso omiso de la sonrisa y lo saludó con gesto hosco.
—Buenas noches, Chillingworth.
—Pues nadie diría que son buenas a juzgar por tu expresión, amigo mío. —Chillingworth miró hacia donde Flick pasaba el rato con un regocijo más aparente que real e intensificó su sonrisa—. Un bocadito delicioso, de eso no hay duda, pero nunca creí que tú, precisamente, acabarías cargando con esta… Demonio fingió que no entendía.
—¿Esta qué?
—Pues… —Chillingworth volvió la cabeza y lo miró a los ojos—. Esta tortura, por supuesto.
Demonio quiso fulminarlo con la mirada, pero se contuvo. Chillingworth sonrió y volvió a mirar a Flick.
—Diablo, claro está, estaba condenado a pasar por el aro, pero los demás gozabais de mucha más libertad. Vane tuvo el buen tino de aprovecharse de ello y casarse con Patience lejos de este círculo. Richard, a quien siempre he considerado el más sensato, se casó con su bruja salvaje en Escocia, lo más lejos posible de esta absurda locura. Así que… —Mirando a Flick, Chillingworth reflexionó en voz alta—: Me pregunto por qué… por qué demonios te has dejado someter a semejante castigo. —Con un brillo de complicidad divertida en los ojos, miró a Demonio—. Tienes que admitir que no es muy agradable, que digamos.
Demonio no pensaba admitir nada, y mucho menos eso: ni que sus demonios interiores estaban aullando de frustración, que apenas dormía ni comía, ni tampoco que físicamente no sentía ni una sensación remotamente agradable. Miró a Chillingworth de hito en hito y dijo:
—Sobreviviré.
—Mmm… —Los labios de Chillingworth esbozaron una sonrisa radiante—. Tu fortaleza me hace sentir cierta… —se volvió y estudió a Flick— envidia…
Demonio se puso algo tenso.
—Como bien sabes —murmuró Chillingworth—, las jovencitas inocentes nunca han sido mi debilidad. —Volvió a mirar a Demonio y se encontró con una expresión glacial—. Sin embargo, siempre he coincidido con el gusto de tu familia en cuanto a mujeres. —Volvió a mirar a Flick—. ¿Tal vez yo…?
—¡No!
El monosílabo contenía una advertencia letal. Chillingworth se volvió bruscamente y miró a Demonio a los ojos. Por un instante, pese a la elegancia de ambos, había en su enfrentamiento algo primitivo, y la fuerza que resonaba entre los dos era brutal y violenta.
Entonces Chillingworth curvó los labios y un brillo triunfal asomó a sus ojos.
—Tal vez no. —Sonriendo, inclinó la cabeza y se marchó.
Maldiciéndole para sus adentros, Demonio se dijo a sí mismo que no iba a dejarlo que se marchase incólume.
—Si Diablo estaba condenado, y lo estaba, entonces tú también lo estarás.
Chillingworth se echó a reír mientras seguía alejándose.
—Oh, no, amigo mío. —Sus palabras llegaron flotando hasta Demonio—. Te lo garantizo, esto nunca me pasará a mí.
—Gracias, Highthorpe. —Después de darle los guantes y el bastón, Demonio avanzó por el pasillo y entró en el comedor de sus padres… Y se detuvo en seco. Su madre arqueó las cejas.
—Buenos días. ¿Y qué te trae tan temprano por aquí? Al examinar las sillas vacías alrededor de la mesa, el corazón le dio un vuelco. Demonio había preguntado por su madre dando por sentado que Flick estaría con ella. Volvió a mirar a Horaria y enarcó las cejas.
—¿Y Felicity?
Horatia lo miró con atención.
—Sigue acostada.
Eran más de las diez. Demonio estaba seguro de que Flick se levantaba al alba, daba lo mismo lo tarde que se hubiese acostado la noche antes. Estaba acostumbrada a montar por la mañana temprano, pues los entrenamientos de la mañana comenzaban al amanecer. Sintió el impulso de pedirle a Horatia que fuese a ver cómo estaba, pero tuvo que reprimirlo porque no se le ocurría ninguna razón sensata para semejante petición.
Horatia lo observaba, esperando a ver si reaccionaba de alguna manera particular. Demonio llegó a considerar la posibilidad de dejar que lo adivinara; no iba a ser muy difícil conseguir que llegase a la conclusión adecuada, pues conocía bien a sus hijos y, sin embargo… Por muy comprensiva que pudiese mostrarse su madre, no había ninguna garantía de que no fuese a presionar a Flick, aunque quizá de forma involuntaria para que se casase con él, y Demonio no quería que la presionase nadie.
Apretando los labios, se despidió con brusquedad.
—Te veré esta noche. —Iba a acompañarlas a una fiesta. Giró sobre sus talones, hizo una pausa y miró hacia atrás—. Dile que he venido.
Y luego se marchó.
Se detuvo en la acera de la calle, inspiró hondo y se puso los guantes. A las tantas de la madrugada, dando vueltas en la cama y sin poder dormir, había recordado la frase de Flick: «Eso es lo que quieres de mí».
Estaban hablando de bailar, o al menos él hablaba de eso. ¿A qué diablos se refería ella? No quería de ella que fuese una simple pareja de baile, al menos no principalmente, no para esa clase de baile.
Suspiró y levantó la vista, agarrando su bastón con fuerza. No dejaba de darle vueltas siempre a lo mismo. Reprimir sus impulsos, sus instintos, con Flick más indomables que nunca, estaba resultando ser más duro, más extenuante, cada día que pasaba. La noche anterior había quedado demostrado hasta qué punto estaba a punto de perder el control cuando había oído a dos de sus pretendientes referirse a ella como «su ángel». Le había faltado muy poco para estallar, para darles un par de patadas a esos dos y conseguir que los otros perritos falderos salieran huyendo de sus faldas, y para decirles que se buscasen su propio ángel, porque era ella el suyo y el de nadie más.
Sin embargo apretó los dientes y lo soportó. Aunque lo cierto es que no sabía durante cuánto tiempo podría seguir haciéndolo. Pero no podía pasarse el resto del día de pie, en la acera que había enfrente de la casa de sus padres.
Hizo una mueca de desagrado, rebuscó en el bolsillo de su abrigo y extrajo la lista que Montague le había dado mientras seguía las pistas que había dejado el dinero. Examinó las direcciones de la lista y se dirigió a la que había más cerca.
Era lo único que se le ocurrió hacer para distraerse, para convencerse de que al final todo saldría bien. Era lo único que podía darle un respiro de tranquilidad, que podía ayudarlo a sentir que estaba haciendo algo positivo, algo significativo, para sacar adelante sus planes de boda.
Necesitarían una casa en la que vivir cuando estuvieran en Londres. Una casa normal, no demasiado grande, con las habitaciones necesarias. Sabía lo que buscaba, y sabía que los gustos de Flick eran parecidos a los suyos… se sentía lo bastante seguro de sí mismo para comprarle una casa por sorpresa.
Una casa no, un hogar… el de ambos.