NUNCA en su vida había visto a tantos hombres juntos. Flick estaba frente a la ventana de su habitación observando el mar de humanidad masculina que atestaba el patio de la posada. Había acertado al pensar que los asistentes al combate tratarían de alojarse allí. La multitud bullía con la entrada incesante de hombres que provenían de la calle mientras otros se acercaban a las barras y regresaban con jarras y vasos de cerveza. El patio de The Angel era el lugar donde se debía estar.
Habían colocado por todo el patio lámparas de aceite cuya luz titilante era lo bastante intensa para que, desde su habitación, situada en la parte delantera del edificio, Flick pudiese ver todos los rostros con claridad. Había apagado las velas de su habitación antes de descorrer las cortinas. Por suerte, las ventanas estaban cubiertas de encaje y podía acercarse al cristal para mirar abajo sin arriesgarse a que alguien la viera.
El ruido era atronador. El murmullo de voces ascendía como una cacofonía de campanadas ensordecedoras que sonaban sin orden ni concierto. De vez en cuando se oía un estallido de risas, ora de un grupo, ora de otro. Desde donde estaba, contemplaba la escena como si fuera una especie de titiritera divina.
Llevaba observando el espectáculo cerca de una hora. Las barras de la posada eran un hervidero de actividad; había tenido suerte de que el personal hubiese encontrado tiempo para traerle la cena en una bandeja. Comió deprisa y luego la camarera volvió y se llevó la bandeja. Desde entonces, había estado vigilando a Bletchley, que se encontraba en mitad del patio: era una gruesa figura arropada por un viejo abrigo de paño y cuyo pañuelo rojo permitía distinguirlo de los demás hombres que, como él, llevaban un atuendo anodino. Lo anodino y lo elegante se mezclaban libremente: todos compartían un interés que trascendía los límites sociales. Bletchley estaba de pie, con las piernas separadas, bebiendo cerveza y asintiendo mientras los de su grupo exponían sus teorías.
Gillies también lo estaba vigilando. Bletchley había entrado en la posada dos veces y Gillies lo había seguido, escabullándose del grupo del que formaba parte para poder entrar. En ambas ocasiones, al regresar Bletchley, había vuelto a ocupar su posición, con una nueva pinta de cerveza en la mano.
Flick se movió y se cruzó de brazos. Estaba cansada de estar de pie, pero si se sentaba no podría ver el patio. Las discusiones de abajo eran cada vez más acaloradas, y en varios grupos vio que los hombres agitaban dinero en el aire. Había montones de caballeros, bien vestidos, con los rasgos aristocráticos característicos que denotaban riqueza y opulencia. Flick estudió algunos rostros que le parecieron especialmente duros y se preguntó si serían miembros de la organización. Tal vez se tratase de un grupo de nobles jóvenes, los más irresponsables y peligrosos de los caballeros de menor edad. Había oído rumores de apuestas increíbles; aquellos hombres bien podían ir necesitados de dinero y no parecían tener demasiados escrúpulos. Pero ¿quiénes serían? ¿Quiénes?
Recorrió la multitud con la mirada, y cuando la posó de nuevo sobre Bletchley lo vio consultar su viejo reloj. Se lo metió de nuevo en el bolsillo, apuró su jarra de cerveza, paró a un camarero muy ajetreado y se la dio; a continuación, asintiendo con la cabeza, se excusó ante sus amigos y echó a andar entre la multitud.
Flick se enderezó: Bletchley no se dirigía al interior de la posada.
Abriéndose paso entre la muchedumbre, rodeando los diversos grupos, Bletchley encaminó sus pasos hacia el extremo opuesto del patio. Flick levantó la vista por encima de la masa de gente y fijó la mirada en la oscura extensión de Angel Hill.
Flick sabía que la larga colina en pendiente conducía hasta la abadía, aunque desde allí no podía verla. La luz de las lámparas se extinguía abruptamente justo después del patio, y Angel Hill quedaba sumida en la oscuridad absoluta de la noche campestre.
—¡Maldita sea! —Flick volvió a localizar a Bletchley, que seguía tratando de abrirse paso entre la multitud. Buscó a Gillies y lo encontró; este había visto desaparecer a Bletchley y lo estaba siguiendo.
Flick dejó escapar un suspiro de alivio… y luego se quedó paralizada: había allí unos hombres que estaban impidiendo que Gillies se marchase. Estaba luchando por zafarse de ellos, pero sólo con ello conseguía que lo rodeasen cada vez más hombres, sonriendo y riendo. Flick se fijó en el rostro de Gillies, que, aunque también se reía, tenía el aire de estar desesperado.
Uno de los hombres le pasó el brazo por los hombros; otro le agarró el abrigo con un gesto de camaradería y se puso a hablar con él sin parar. Flick vio que Gillies echaba un rápido vistazo a su alrededor y trataba de volverse, pero sus amigos no le dejaban.
—Oh, no… —Aterrada, Flick miró hacia donde estaba Bletchley, que se acercaba al extremo opuesto del patio, delimitado por unos cuantos matojos, y luego miró a Gillies, atrapado e impotente en medio de la multitud.
Desde donde estaba Gillies, este no podía ver en qué dirección se había ido Bletchley. Tampoco sabía dónde estaba ella: si la hubiera mirado, Flick habría podido guiarlo. Gillies había perdido a Bletchley, y ella no tenía forma de ayudarle, no podía abrir la ventana y ponerse a gritar.
Cuando levantó la vista, Flick vio que Bletchley estaba alcanzando el extremo opuesto del patio. No se detuvo, ni tampoco miró a su alrededor. Abriéndose paso entre los matorrales de escasa altura, se adentró con paso resuelto en la oscuridad, hacia Angel Hill.
¡Para reunirse con sus jefes! ¡Estaba segura de ello!
Sofocando un grito, Flick se dio media vuelta y asió su capa. El velo salió despedido y aterrizó debajo de la cama, y los alfileres se desperdigaron por el suelo.
No tenía tiempo para pararse a recoger el velo. Se echó la capa por encima de los hombros y se cubrió con la capucha para ocultar su rostro. Moviendo los dedos con desesperación, se ató los cordones de la capa a la altura del cuello, se aseguró de que la capa la cubriese por completo y luego abrió el cerrojo de la puerta y se deslizó en el pasillo, cerrando la puerta tras ella.
Avanzó a todo correr por el pasillo en penumbra e hizo memoria para no olvidar la distribución de la posada: estaba en el primer piso, y el largo pasillo que atravesaba perpendicularmente el suyo desembocaba en una escalera lateral que conducía a una puerta justo al otro lado de la esquina del patio. Cuando alcanzó la confluencia de ambos pasillos, dobló la esquina y siguió corriendo. La mayor parte de los clientes de la posada estaban abajo, de modo que el largo corredor estaba desierto. Sin dejar de correr, Flick rezó porque no cambiase su suerte.
Alcanzó la estrecha escalera lateral y, agazapada entre las sombras, descendió los escalones. La antesala de la puerta lateral estaba vacía. Dio un paso para cruzarla y…
Una puerta que había en la pared de su izquierda se abrió de improviso y aparecieron dos atareadas sirvientas cargadas con bandejas abarrotadas de jarras de cerveza sucias. Miraron a Flick, que estaba pegada a la pared, pero siguieron avanzando a toda prisa pasillo abajo.
Flick inspiró hondo, trató de apaciguar los latidos de su corazón y se aproximó a la salida con paso decidido. La puerta se abrió fácilmente; daba a una estrecha zona empedrada en la esquina del patio. A su izquierda oía ruidos y voces que se perdían en la oscuridad; las lámparas titilantes apenas proyectaban una tenue luz en la negra noche.
Cuando cerró la puerta, Flick vio ante ella la extensión oscura de Angel Hill.
Por desgracia, la zona empedrada se empleaba para almacenar cajas y barriles; era una extensión de la posada e invadía la falda de la colina, donde terminaba en un elevado muro de contención. El único modo de salvar la ladera de la colina y seguir a Bletchley era rodear el muro de la izquierda y atravesar el área débilmente iluminada por las lámparas. Y arriesgarse a que alguien, alguno de los hombres del patio, la viesen.
Flick dudó un instante. De espaldas a la pared, protegida por la capa oscura entre las sombras, pensó en Demonio, Dillon y la misteriosa organización.
Luego pensó en el general.
Inspirando hondo, enderezó el cuerpo y dio un paso para apartarse de la pared. No se volvió para no arriesgarse a que la luz le iluminase la cara o las manos. Avanzó a paso veloz silenciosamente, rodeó los arbustos que bordeaban el patio y salió a la parte baja de la ladera de Angel Hill.
Siguió andando sin detenerse, incluso después de que la luz de las lámparas se hubiese extinguido tras ella. No dejó de andar hasta que la engulló la noche y el bullicio del patio se hizo inaudible; entonces tomó aliento para recuperarse y suspiró aliviada. A continuación, arremangándose la falda y dándole profusamente las gracias a su ángel de la guarda, siguió andando a toda prisa. En busca de Bletchley.
Tras convenir con los ajetreados mozos de la posada un espacio en el establo para Iván, Demonio cruzó la arcada que separaba el patio de la zona de las caballerizas. Se detuvo para examinar la escena y entonces vio aparecer a Flick, sólo un instante bajo la débil luz de las lámparas en el terreno ascendente del extremo del patio. Si no la hubiese estado buscando, si no la tuviese presente en todo momento, no habría visto nada más que el contorno de una capa ondeando al viento, una sombra entre las sombras aún más oscuras de la noche. Pero en aquellas circunstancias, eso le bastó para reconocerla: supo sin lugar a dudas que se trataba de Flick.
No sabía adónde iba, pero no era difícil adivinarlo. Estuvo a punto de soltar unas palabrotas, pero decidió dejarlas para más tarde, y se mezcló con la multitud.
Pero no pudo evitar soltarlas para sus adentros: no podía ir tras ella.
Tenía a más de un amigo allí; ya sabía que se celebraba ese combate, y probablemente hubiese asistido de no haber estado tan ocupado con Flick y la organización. Sus amigos, como es lógico, pensaron que había decidido reunirse con ellos.
—¡Demonio!
—Llegas muy tarde, ¿dónde te hospedas?
—¿Y qué? ¿Traes dinero para las apuestas?
Adoptando una expresión de sofisticado aburrimiento, Demonio respondió a todas las preguntas.
Si sus amigos lo veían desaparecer entre las sombras, tal vez quisiesen seguirlo por curiosidad. Sin embargo, había un peligro aún mayor. Muchos de los jóvenes nobles y aristócratas londinenses lo consideraban un hombre a emular: si lo veían escapando a todo correr hacia Angel Hill armarían un gran revuelo y Flick se vería interpretando el papel de un zorro perseguido por una jauría de perros de caza.
Fantástico. Esta vez, juró Demonio para sí, la estrangularía de verdad. Eso sí, una vez la hubiera rescatado de la peligrosa situación en la que tan decididamente se estaba metiendo.
No dejó de charlar y bromear esforzándose para disimular el estado de nervios en el que se encontraba, y poco a poco fue acercándose al extremo opuesto del patio. La única posibilidad de avanzar era decirle a un amigo que iba a saludar a otro.
Distinguió a Gillies entre el gentío, y enseguida se dio cuenta de que su hombre también tenía problemas. Demonio se quedó pensativo un momento y llegó a la conclusión de que apartar a Gillies de sus acompañantes sin atraer la atención iba a ser muy difícil, y no tenía tiempo: ya hacía rato que Flick había desaparecido.
Cuando al fin alcanzó los arbustos que rodeaban el empedrado, Demonio se detuvo para observar a la multitud de hombres. Trasladó el peso de su cuerpo, primero sobre una pierna y luego sobre la otra, frunció el ceño, se volvió, examinó los matorrales, y se abrió paso entre ellos. Con un poco de suerte, cualquiera que lo viese pensaría que simplemente le habían entrado unas ganas terribles de ir al baño.
Se alejó, con paso decidido y sin miedo, de la luz de las lámparas y luego se adentró en la oscuridad. En cuanto se vio rodeado por el manto nocturno, se detuvo para mirar hacia atrás, pero al parecer nadie lo seguía. Satisfecho, se volvió hacia Angel Hill, coronada por la abadía. Por delante de él, en algún lugar, Flick estaría subiendo la colina, y probablemente por delante de ella, iría Bletchley.
Y por delante de Bletchley…
Con gesto de preocupación, Demonio apretó la mandíbula y avanzó más deprisa.
Una vez en la ladera, a Flick se le habían acabado los exabruptos, lo cual en realidad era un alivio, pues necesitaba todo su aliento para seguir avanzando. Había subido a Angel Hill muchas veces en su niñez, pero nunca de noche. Lo que a plena luz del día era una ladera fácil de salvar, por la noche adoptaba la apariencia de una carrera de obstáculos. La ladera era regular, pero no así el terreno, plagado de baches y montículos, de socavones del tamaño de un pie y salientes repentinos, y todos decidían aparecer bajo sus piernas tambaleantes justo en el momento más inesperado.
Y, para colmo, había niebla.
Flick había advertido que era noche cerrada ya antes de abandonar la posada, pero hasta que hubo abandonado el cobijo de las lámparas de aceite no se dio cuenta de que, efectivamente, la oscuridad era total. Unas densas nubes ocultaban la luna y ni siquiera la luz de las estrellas podía guiarle el camino. Su único punto de referencia era la abadía y la torre de la catedral, cuyas oscuras siluetas se levantaban en la cumbre de la colina perfilándose sobre el negro azabache del cielo.
Por desgracia, cuando dejó atrás la ciudad y la posada, se encontró con jirones de niebla que amortajaban las laderas de la colina. Cuanto más subía, más espesa se hacía la niebla, y más difícil le resultaba a Flick distinguir sus puntos de referencia. Por fortuna, el manto de nubes no era absoluto: de vez en cuando asomaba la luna y su luz plateada le permitía orientarse.
En una de dichas intermitentes ocasiones, vio a Bletchley ascendiendo por la cuesta, al menos doscientos metros por delante de ella. Flick agradeció al cielo no haberlo perdido y siguió avanzando a duras penas, esforzándose y aminorando el paso cuando la luna volvía a desaparecer. Una nueva espesa franja de niebla la obligó a aminorar el paso aún más.
La luna apareció de nuevo y Flick escudriñó frenéticamente el camino que se extendía ante sus ojos conteniendo la respiración. Cuando por fin divisó la figura bamboleante de Bletchley, tomó aire de nuevo.
El hombre estaba ahora mucho más arriba, acercándose a la abadía. Por fortuna, la niebla se disipaba en lo alto de la colina y pudo verlo con claridad. Enseguida se hizo evidente que el objetivo de Bletchley no era la abadía, sino un denso macizo de arbustos que crecía alrededor de tres árboles, un poco más abajo, hacia el oeste de la pared de la abadía.
Flick se tranquilizó. La reunión de Bletchley con sus jefes se prolongaría durante un rato, de modo que no había necesidad de precipitarse y arriesgarse a alertarlos de su presencia. Era mucho mejor que se tomase su tiempo y se aproximase con sigilo.
Las nubes se pusieron de su parte y le permitieron ver que a Bletchley rodeaba el macizo de arbustos y desaparecía. Cuando las nubes volvieron a tapar la luna, Bletchley no había vuelto a aparecer; Flick había aprovechado la luz de la luna para recorrer con la mirada la zona de la ladera que ocupaban los arbustos, pero no había visto a nadie más. Concluyó que sin duda Bletchley estaría al otro lado de los matorrales, y se obligó a subir con cuidado para deslizarse silenciosamente entre las sombras de los arbustos.
Aguzó el oído, pero sólo oyó un ruido ronco y nada más. La luna se liberó de las nubes y proyectó su luz sobre toda la zona. Flick lo interpretó como una señal. Había llegado demasiado lejos para batirse en retirada, así que se preparó metafóricamente para la lucha y buscó algún sitio desde donde observar lo que había al otro lado de los arbustos, con extremo cuidado de no pisar ninguna hola, ni de hacer nada que pudiese alertar a Bletchley y a su acompañante de su presencia.
Y lo logró: Bletchley estaba allí con otra persona, ambos completamente ajenos a ella, aunque, a decir verdad, estaban tan absortos en su conversación que tampoco se habrían percatado de la presencia ni de todo un ejército de húsares.
Flick asomó la cabeza tras el macizo de arbustos y observó la reunión que se estaba celebrando, primero con asombro y luego con una repugnancia cada vez mayor: la mujer con la que Bletchley se había dado cita estaba tumbada boca arriba, con la falda subida hasta la cintura, mostrando sus muslos blancos, regordetes y abultados, con los que abrazaba las nalgas, igual de blancas e igual de rechonchas, de Bletchley. Esas nalgas subían y bajaban a un ritmo regular, temblando, tensándose y agitándose como si fueran de gelatina mientras Bletchley se movía hacia delante y hacia atrás, embistiendo el cuerpo de la mujer.
Pese a su inocencia carnal, Flick sabía qué estaban haciendo. Sabía cómo copulaban los animales, pero nunca había visto a dos personas realizando el mismo acto. La imagen la dejó paralizada… con horrorizada fascinación.
Los sonidos que llegaban hasta ella nada tenían que ver con carreras o caballos, ni tampoco con los nombres que ella esperaba oír. Gemidos, quejidos, jadeos y gritos ahogados formaban el grueso de la conversación.
Asqueada y sin ni siquiera poder lanzar una exclamación, torció el gesto, maldijo su carácter para sus adentros y se dio media vuelta. Sin apartar los ojos del suelo, echó a andar en dirección a la posada, colina abajo, alejándose de los arbustos.
Después de todo su esfuerzo… ¡y de los riesgos que había corrido! Le dieron ganas de gritar de furia y esperar que el grito le diese a Bletchley un buen susto… en el momento más oportuno.
«¡Hombres!», pensó.
Se adentró en el primer jirón de niebla… y se dio de bruces con uno de esos hombres.
Tenía la nariz pegada en su pecho, enterrada en un fular de tela suave. Tomó aliento para chillar… y reconoció el olor de Demonio. Sus brazos la rodearon como grilletes de acero, pero cuando Flick se relajó, Demonio aflojó la presión. Flick alzó la vista.
Y él la fulminó con la mirada.
—¿Dónde…?
—Chist. —Zafándose de su abrazo, Flick ladeó la cabeza, señalando los arbustos a sus espaldas—. Bletchley está ahí.
Demonio escudriñó su rostro.
—¿Sí?
Rehuyendo sus ojos, Flick asintió, dio unos pasos para rodearlo y siguió andando hacia la posada.
—Está con una mujer.
Demonio miró hacia los arbustos y luego volvió a mirar a Flick, que ya corría ladera abajo.
—Ah. —Movió los labios, pero sólo un instante. Al cabo de un momento, le dio alcance—. De hecho —dijo en tono férreo—, no he venido para ver qué hacía Bletchley.
Flick no respondió de inmediato; se limitó a seguir andando.
—Le he seguido hasta aquí. Tú estabas en Londres y no ibas a volver hasta mañana.
—He cambiado de idea, una afortunada circunstancia. Si hubiese regresado mañana, sabe Dios en qué líos habrías acabado metiéndote. —Su voz entrecortada y la severidad que subyacía en sus palabras contenían una seria advertencia nada sutil.
Sin ceder un ápice, Flick soltó un resoplido y señaló de nuevo los arbustos.
—Es evidente que puesto que Bletchley no ha venido aquí a reunirse con la organización, no voy a meterme en ningún lío.
—No es de Bletchley de quien tienes que preocuparte. —Demonio bajó ostensiblemente el tono de voz y siguió hablando en un inquietante murmullo—. Él nunca debió ser el origen de tus problemas.
Un extraño escalofrío recorrió la espalda de Flick; Demonio la cogió del codo. Pensó en zafarse de él, pero sus dedos se convirtieron en grilletes de acero. Tras decidir que su mejor opción era no hacer caso de él ni de la presión que ejercían sus dedos, Flick levantó la barbilla… y dejó que la acompañase colina abajo.
Cubrieron la distancia en silencio, un silencio que se iba haciendo más tenso a medida que se acercaban a la posada. El bullicio del patio se había vuelto desagradable: los comentarios eran cada vez más procaces y muchos de los presentes estaban ya tambaleándose. No era lugar para una dama.
Demonio se detuvo junto a la zona iluminada por las lámparas.
—¿Cómo saliste?
—Por la puerta lateral —contestó Flick, señalándola.
Demonio tiró de la capucha de ella para cubrirle la cara.
—Mantén la cabeza baja. —Rodeándole la cintura con el brazo, atravesaron rápidamente la zona de peligro y se adentraron en las sombras que escondían la puerta.
Flick casi no tuvo tiempo de mirarlo: sin perder un instante, Demonio la hizo pasar por la puerta y subir las escaleras. Cuando alcanzaron el rellano del primer piso, susurró:
—¿Dónde está tu habitación?
Flick señaló hacia el fondo del pasillo.
—Encima de la puerta principal.
La joven hizo ademán de guiar el camino, pero el brazo de Demonio la retuvo junto a él.
Flick decidió no protestar ni tratar de zafarse. Los escasos segundos que le había visto la cara al pasar por la puerta habían bastado para destrozarle los nervios. El rostro de Demonio siempre era duro, pero en esos momentos parecía una roca. Inflexible fue el término que le vino a la mente.
Por el hueco de la escalera subían voces y gritos de auténtico jolgorio. El pasillo que conducía a las habitaciones delanteras empezaba justo delante de las escaleras. En ese momento Demonio se puso tenso. Flick miró delante y vio a cuatro hombres subiendo las escaleras con paso tambaleante. Estaban muy borrachos y armaban mucho ruido y alboroto. Instintivamente, Flick apretó su cuerpo contra el de Demonio, quien aminoró el paso, se detuvo y luego se volvió hacia ella, para protegerla.
Dándose palmadas en la espalda unos a otros y riéndose a carcajadas, los cuatro hombres siguieron por el pasillo en la dirección opuesta… por lo visto, sin detectar su presencia.
Por la escalera subían más voces.
Sofocando un exabrupto, Demonio la sujetó con más fuerza y apretó el paso, obligándola a correr junto a él.
Flick cerró los labios con fuerza y se mordió la lengua para no protestar. Sabía que si emitía aunque fuese un leve murmullo, la levantaría en volandas o se la llevaría a rastras.
Entonces la puerta de su habitación apareció ante ellos. Con un silencioso suspiro de alivio, rebuscó en su bolsillo y extrajo la llave.
Demonio se la arrebató de las manos y la colocó en la cerradura, la hizo girar y abrió la puerta antes de que ella pudiese pestañear.
Algo bruscamente, la metió dentro de la habitación. Cerrando la boca, Flick compuso un mohín de enfado, levantó el mentón y entró en la habitación. Se fue directamente a la chimenea y luego se volvió con aire majestuoso. Entrelazando las manos, con la espalda erguida y la cabeza bien alta, encaró a su autoerigido protector con una mirada desafiante.
Él la había seguido al interior de la habitación y al colocar la mano encima del cerrojo, se detuvo. Recorrió a Flick de abajo arriba con su mirada azul y, con una expresión dura y penetrante en el rostro, clavó sus ojos en los suyos.
A pesar de su inocencia, Flick no mostraba indicios de estar escandalizada, y Demonio se sintió aliviado: sea lo que fuere lo que había visto de las escaramuzas de Bletchley tras los arbustos, no parecía haberle afectado demasiado. En realidad, tenía toda su atención centrada en él, lo cual era sin duda muy sensato, pues la presencia de Demonio la turbaba mucho más de lo que Bletchley podría hacerlo jamás. La miró a los ojos.
—Quédate aquí. Iré a comprobar que Bletchley no abandona los brazos de su compañera para asistir a otra clase de reunión. —El tono de su voz era de absoluta indiferencia. A continuación añadió—: Y tendré que hablar con Gillies.
Flick se ruborizó levemente y levantó un poco más la barbilla. En sus ojos brillaba una expresión de desafío.
—La idea de venir aquí fue mía y sólo mía. Gillies tuvo la amabilidad de acompañarme.
—Ya sé que fue idea tuya. —Demonio se quedó sorprendido ante la serenidad que transmitían sus palabras, pues la furia lo devoraba por dentro—. Gillies no es tan necio como para sugerir traerte aquí nada menos que en plena celebración de un combate de boxeo. —Su ira estalló de repente, pero trató de dominarla—. Gillies sólo ha obedecido mis órdenes de permanecer contigo en todo momento. No tengo intención de reprenderlo. —Le sostuvo la mirada y añadió con calma—: No es con Gillies con quien estoy furioso. —La miró desafiante durante unos instantes más y luego se dirigió a la puerta—. Volveré enseguida.
Abrió la puerta, salió y la cerró tras él… con llave.
Flick oyó el ruido de la cerradura al cerrarse. Separó los labios mientras dejaba caer los brazos a ambos lados del cuerpo, y se quedo mirando boquiabierta la puerta cerrada. Y montó en cólera.
«¡Y se va, tan fresco! ¡Me encierra en mi propia habitación mientras él…!», exclamó para sus adentros, iracunda.
Apretó los puños con fuerza, cerró los ojos y dio rienda suelta a un grito de frustración.
Demonio regresó al pasillo mal iluminado de la parte delantera de la posada dos horas más tarde.
Y se encontró con dos mozalbetes, sin duda bajo los efectos de la cerveza de la posada, apostados a la puerta de Flick, cantándole una serenata. La alfombra del pasillo amortiguaba el ruido de sus pisadas, de modo que no se dieron cuenta de la presencia de Demonio hasta que lo tuvieron encima.
Saltaron como gatos escaldados.
—¡Huy!
—¡Ay!
Luego pestañearon y sonrieron como un par de idiotas.
—Detrás de esa puerta hay una viuda preciosa.
—Estamos intentando convencerla para que salga a jugar un rato, ¿sabe?
El primero volvió a pestañear y le dirigió una mirada miope.
—¿Ha venido para lo mismo?
Con brusquedad y satisfacción, Demonio los sacó de su error: salieron despedidos por los aires, dando tumbos por el pasillo, con el ego destrozado, los oídos ardiendo y sus traseros magullados por cortesía de sus enormes zapatos. Se quedó observando cómo corrían hacia las escaleras antes de entrar de nuevo en la habitación. La penumbra lo obligó a realizar varios intentos para poder introducir la llave con éxito en la cerradura. Al final lo logró, hizo girar la llave mientras se incorporaba y entró.
Sus excelentes reflejos le permitieron sujetar la pesada jarra de barro cocido que apareció de improviso por su izquierda. De puntillas y agarrada con fuerza a la jarra, Flick lo miró a los ojos, con expresión hosca.
—Ah, eres tú.
Flick soltó la jarra, se dio media vuelta y atravesó la habitación. Se detuvo ante la chimenea, frente a las llamas, y se volvió para mirarlo mientras se cruzaba de brazos.
Demonio captó su gesto beligerante y su expresión rebelde, y luego cerró la puerta. Ella contuvo su ira mientras él la cerraba y dejaba la jarra en una mesa.
A continuación, dio rienda suelta a toda su furia.
—¡Me has encerrado aquí y me has dejado a merced de esos…! —Realizó un ademán muy elocuente. Sus ojos llameaban—. He tenido que soportar sus aullidos incesantes durante dos horas… Bueno, y luego los poemas… ¿Cómo he podido olvidarme de los poemas? —Alzó los brazos al cielo—. ¡Eran horribles! Ni siquiera rimaban… —Estaba fuera de sí. Demonio disfrutaba del espectáculo—. Bueno —dijo, olvidando bruscamente su ira y mirándolo con gesto hostil—, ¿adónde ha ido Bletchley?
Pese a su odisea con los poemas de pésima calidad literaria, era obvio que se encontraba perfectamente.
—A la barra y luego a su habitación. —Arrojó los guantes sobre la mesa y luego señaló hacia arriba—. En el desván.
Se desprendió de su gabán y lo echó en una silla, fijándose en el buen número de velas encendidas por toda la habitación. Era evidente que Flick había sentido la necesidad de estar rodeada de luz… de apaciguar su sensación de desprotección.
Flick volvió a cruzarse de brazos y lo miró frunciendo el ceño.
—¿No ha hablado con nadie?
Mirando a su alrededor, advirtió que la alcoba era grande y cómoda, y que estaba bien equipada con muebles de buena calidad. La cama era larga y ancha, y tenía sábanas inmaculadas de lino blanco.
—Con nadie que encajase con el tipo de hombres que estamos buscando. Sólo con los clientes del bar.
—Ya… —Flick lo observó con gesto ceñudo mientras se iba acercando a ella, muy despacio—. Puede que sólo haya venido por el combate de boxeo.
—Eso parece.
Demonio, sin apartar los ojos de su rostro se detuvo justo frente a ella, atrapándola ante la chimenea. Ella le dedicó una mirada hostil, y Demonio se quedó pensativo. Al cabo de un momento, ella le preguntó:
—¿En qué piensas?
«En lo mucho que me gustaría desnudarte, echarte en la cama y…», se dijo.
—Me preguntaba —le respondió— qué hace falta para que te metas en tu tozuda cabecita que no puedes ir por ahí cazando villanos, independientemente de dónde esté yo o cualquier otra persona.
Ella hizo un gesto desdeñoso y ladeó la barbilla. Demonio levantó una mano y le sujetó con fuerza el mentón.
Flick abrió bien los ojos: de su mirada saltaban chispas.
—Nada de lo que digas o hagas podrá convencerme de que no tengo tanto derecho como tú para ir por ahí cazando villanos.
Demonio arqueó una ceja y desplazó la mirada hasta sus labios.
—¿Ah, sí?
—¡Sí!
Sus labios dibujaron una curva ascendente, no de alegría sino de satisfacción ante su desafío, un reto que estaba más que dispuesto a aceptar. Demonio le levantó la barbilla un poco más y bajó la cabeza.
—Tal vez deberíamos poner eso a prueba.
Susurró aquellas palabras a escasos centímetros de su boca, dudó un instante ante la idea de dejar que su cálido aliento despertara sus labios… y luego los cubrió con los suyos.
Ella permaneció rígida un momento y luego se rindió sin condiciones. Su tensión cedió y sus labios se dulcificaron bajo la presión de los de él. Aunque aquello seguía siendo nuevo para ella —besarle, entregarle sus labios y su boca—, estaba ávida de nuevas emociones, y sus respuestas fluían de manera instintiva. Carecía de la astucia de una mujer con más experiencia: poseía un entusiasmo fresco, una fogosidad inocente que trastornaba a Demonio, que le volvía loco.
Él sabía exactamente qué estaba haciendo, desviando su atención de los villanos, de Bletchley y de la organización, dándole algo más en qué pensar, algo más excitante, más intrigante. La despertaría a la vida e instigaría su curiosidad para que pasase el tiempo pensando en él en lugar de en un villano cualquiera. La agarró por la cintura, y la atrajo hacia sí.
Y prolongó aún más el beso.
Ella respondió con dulzura, echando la cabeza hacia atrás, separando los labios y acogiéndolo de buen grado. Cuando Demonio reaccionó estrechándola contra su pecho, se dejó llevar con placidez, apretando sus pechos prominentes contra sus pectorales y enterrando las caderas en sus muslos. Demonio contuvo el aliento mentalmente, trató de domeñar a sus demonios interiores e intentó que ella separara aún más los labios, para poder penetrar hábil y astutamente en su boca suave y llevarse impune todo cuanto le ofrecía.
El sabor embriagador de su boca, tan liviano y fresco, tan burlonamente seductor, se le subió directamente a la cabeza, le emborrachó los sentidos y espoleó a sus demonios, ávidos de entrar en acción. Blandiendo la destreza como si fuera un látigo, los redujo y se dispuso a disfrutar aún más del sencillo placer que ella le proporcionaba.
No era la ira lo que le empujaba, ni siquiera el deseo de ejercer su voluntad sobre ella e insistir en que permaneciera fuera de peligro. La sangre le bullía de puro deseo, nada más.
Durante las dos horas que había pasado vigilando a Bletchley, hablando con Gillies, su enfado se había disipado por completo; la ira que se había apoderado de él al pensar en los riesgos que Flick había corrido se había evaporado. Era un hombre de amplia experiencia y su imaginación, por tanto, era muy fértil: las imágenes que, aun en esos momentos, se formaban en su cabeza podían desquiciarlo por completo. Sin embargo, había tenido tiempo de analizar los motivos de ella, de darse cuenta de que, para Flick, ajena por completo a los combates de boxeo, ir hasta allí había sido no sólo un paso obvio, sino también ineludible.
Demonio lo entendía. Seguía sin aprobarlo, pero esa era otra cuestión, un aspecto distinto de las emociones del día. Su ira había desaparecido, pero no así la tensión subyacente. La ira sólo había sido un síntoma de aquella emoción más profunda, un sentimiento que se parecía peligrosamente al miedo.
El miedo era una emoción que ninguno de los miembros masculinos del clan Cynster llevaba demasiado bien. Demonio tenía muy poca experiencia al respecto, y desde luego no le gustaba lo que estaba experimentando en esos momentos. Su miedo estaba centrado en Flick, de eso no había duda, pero el porqué era otro de esos interrogantes que prefería no analizar.
Si hubiese sabido que decidir hacer de tripas corazón y casarse iba a traerle tantos quebraderos de cabeza, se lo habría pensado dos veces. O incluso tres. Por desgracia, ahora era demasiado tarde. La idea de renunciar a Flick, de retractarse de su decisión de casarse con ella, era impensable.
Supo hasta qué punto era impensable cuando se separó un instante de sus labios para tomar aliento y percibió su aroma, a flor de manzano y lavanda, una fragancia tan inocente que le llegaba al alma, tan simple que traspasaba sus defensas, que atrapaba y absorbía su deseo. La vida sin aquello, sin ella, sin la intensa satisfacción que la experiencia le decía que sentiría a su lado… esa era la definición precisa de lo impensable.
Demonio le soltó la barbilla, enterró los dedos en sus rizos y contuvo un escalofrío ante la sensación de pura seda que le recorría el dorso de la mano. Con los labios firmes sobre los de ella, ladeó la cabeza, mientras deslizaba los dedos por su cabello, sujetándola con delicadeza para poder llegar hasta donde él quería… y llevar aún más lejos su beso, hacia reinos que ella nunca había conocido, por caminos que ella nunca había recorrido.
Sin embargo, él tenía la obligación de controlarse.
Asustado, percibió que perdía el control de la situación y que el ansia lo dominaba. Aturdido, retrocedió un paso para romper el hechizo de ese beso, demasiado evocador.
Y esperó el tiempo suficiente para recuperar el resuello que tanto necesitaba. Demonio no recordaba cuándo había sido la última vez que la cabeza le había dado tantas vueltas.
—Bueno… —Empezó a parpadear—. Nos quedaremos hasta las dos y luego nos iremos. Te llevaré a casa.
Lo había planeado todo mientras vigilaba a Bletchley.
Alzando las pestañas sólo lo suficiente para localizar los labios de Demonio, Flick asintió, le asió la cara con ambas manos y atrajo su cabeza de nuevo hacia sí. Flick sabía muy bien por qué la estaba besando: quería controlarla, debilitarla y hacerla más vulnerable y aquiescente. Era posible, desde luego, que consiguiese debilitarla y hacerla vulnerable, puede que incluso estuviese un poco aturdida, pero ¿aquiescente? Sólo porque su cuerpo y su mente habían perdido toda su determinación en cuanto él la había estrechado contra su cuerpo, en cuanto sus labios habían encontrado los suyos, eso no significaba que fuese a ocurrir lo mismo con su voluntad.
Lo cual significaba que, por ella, podía besarla todo el tiempo que quisiese. Si él había decidido que tenían hasta las dos del día siguiente, no veía razón alguna para malgastar ni un solo minuto.
Sus besos eran una delicia absoluta, un placer extraordinario. El roce de sus labios era embriagador, y la caricia audaz de su lengua, descaradamente excitante. Se sentía salvaje, un poco insensata… y extrañamente inquieta por lo que seguía al beso, por todo lo que ella desconocía. La experiencia de Demonio estaba ahí, en sus labios, en los brazos que la sujetaban con tanta facilidad, tentándola, atrayéndola… simplemente intrigándola.
Flick le ofreció sus labios y su boca, y él volvió a saborearlos. Y, pese a todo, había algo que lo obligaba a contenerse. Demonio reprimía cada uno de sus actos, reprimía su ansia o, mejor dicho, la posibilidad de que ella la viese. Flick, sin embargo, la percibía de todos modos en la tensión de sus músculos, en la rigidez que se apoderaba de su cuerpo. Y aquella represión se erigía con fuerza, era como una barrera entre Flick y la experiencia de Demonio. Una barrera que ella, sin poder evitarlo, trataba de derribar una y otra vez. A. fin de cuentas, pese a lo que él pensase, no era ninguna cría recién salida de la escuela.
Flick, con todo descaro, se abalanzó sobre él y respondió a su beso sin ningún miramiento, intentando primero una cosa, luego la otra, para ver qué debilitaba más sus defensas. Cuando cerró los labios alrededor de su lengua y empezó a lamerla obtuvo su primera victoria: la atención de Demonio se concentró en ella bruscamente y su resistencia se debilitó. Desrizarle las manos por el cuello, cerrar los dedos en torno a la nuca y estrecharse con fuerza contra su cuerpo también pareció funcionar y, sin embargo…
Demonio levantó la cabeza con brusquedad y tomó aliento como si estuviese a punto de asfixiarse. Parpadeó y la miró.
—¿Te ha visto la cara el posadero? —El tono de su voz no sonaba del todo estable y parecía un poco mareado.
—No. —Ella se hundió aún más en sus brazos y enterró los dedos en su pelo—. No me he quitado el velo ni un instante.
—Bueno… —Bajó la cabeza y le rozó los labios con los suyos—. Bajaré a pagar tu cuenta más tarde, cuando todo esté tranquilo y no haya nadie. Hoy habrá alguien en recepción toda la noche. Luego nos marcharemos.
Flick no se molestó en asentir. Deslizó las manos sobre los hombros de Demonio mientras este volvía a apresar sus labios con los suyos y se adentraba en su boca con la lengua. Flick decidió que bien podría pasarse la noche entera besándolo, apretándose contra su cuerpo. Y al pensarlo se acercó más a él, pero ya no podía apretarse más: no quedaba un centímetro de separación entre ambos, sus senos estaban clavados en su pecho, sus caderas encajadas en sus muslos. Y sin embargo…
Demonio vaciló un instante y luego reanudó el beso con más fuerza. El torbellino del beso la arrastraba a un lugar cada vez más profundo, la engullía en un vórtice de sensaciones arrebatadoras que la incitaban y la llamaban sin cesar.
La necesidad de acercarse aún más era cada vez más intensa, más acuciante…
A Demonio empezó a fallarle la resistencia que estaba oponiendo. Para casarse con él, si él quería casarse con ella, lo cierto es que ella quería saber más. Flick estiró su cuerpo hacia arriba, de forma deliberada, incitándolo abiertamente, besándolo con urgencia, tan provocativamente como si supiera cómo…
Demonio movió los brazos y colocó las manos a su espalda; sus manos eran grandes y fuertes, se deslizaron hacia abajo, recorriendo con suavidad la parte baja de su cintura, acariciando sus caderas, y llegando aún más abajo, hacia la ondulación de sus nalgas. Las asió con ambas manos, las sujetó con fuerza y, cuando sus curvas le inundaron las palmas, la levantó en el aire.
La levantó y la apoyó contra su cuerpo, fundiéndose con ella, apoyando su vientre suave en la dura turgencia de su erección. Flick soltó un grito —no de espanto, sino de placer, un placer completamente desconocido para ella—, pero ante sus labios implacables y la urgencia que dominaba su cuerpo Demonio se decidió a apresar su boca, tomó todo cuanto tenía que ofrecerle y fue a por más.
El ansia del uno por el otro los dominaba, un apetito voraz que amenazaba con engullirlos a los dos.
Flick hendió los dedos en sus hombros y se aferró a ellos, con una premura que la horadaba hasta los huesos, mientras la temperatura aumentaba y la dureza de su cuerpo se hacía insoportable para ambos. El deseo, la voracidad y la exigencia recorrían el cuerpo de Flick, seguidos de una pasión inexorable. Y la atraparon por completo.
Un entusiasmo —aún mayor que el de ganar cualquier carrera de caballos— y un ansia expectante la azuzaban, la instaban a seguir adelante…
—¡Toc, toc! ¡Toc, toc!
La súbita retreta los sobresaltó y puso un brusco final a su beso. Respirando entrecortadamente, los dos miraron a la puerta.
Demonio enderezó el cuerpo y renegó para sus adentros. Tenía que averiguar quién llamaba a la puerta, pues podía tratarse de Bletchley. Muy despacio, fue bajando a Flick hasta que los pies de esta tocaron al suelo, soltó su exquisito trasero y la sujetó por la cintura, pues dudaba que la joven fuese capaz de sostenerse sola en pie.
Dio un vistazo a su alrededor y fijó su atención en el robusto tocador que había en la pared, entre la repisa de la chimenea y la cama. Miró a la puerta y luego empujó a Flick con cuidado hacia atrás para que pudiese apoyarse en el tocador.
—Quédate aquí, no te muevas.
Estando allí no podían verla desde la puerta.
Lo miró con gesto perplejo, parpadeando, y luego dirigió una mirada de aturdimiento al otro lado de la habitación.
Demonio la soltó, se volvió y echó a andar hacia la puerta. Al pasar frente al espejo, soltó otra de sus imprecaciones y se detuvo para arreglarse el chaleco, recomponerse la chaqueta y los puños y pasarse los dedos por el pelo antes de abrir la cerradura.
Supuso que sería Gillies o algún empleado de la posada. Fuera quien fuese, tenía la intención de deshacerse enseguida de él, de modo que hizo girar la llave con brío y abrió la puerta.
El elegante caballero que apareció en el umbral, y cuya cortés sonrisa enseguida se desvaneció de su rostro no formaba parte del personal de la posada. Por desgracia, lo conocía.
Demonio volvió a soltar una imprecación para sus adentros y deseó haber apagado alguna de las velas que Flick había repartido por la habitación. Al menos, desde la puerta no podía ver a la joven. Dejando la puerta abierta apenas unos centímetros, Demonio arqueó una ceja arrogante.
—Buenas noches, Selbourne.
—Cynster. —La voz de lord Selbourne estaba impregnada de decepción, y el descontento afloraba a sus ojos. Su expresión, no obstante, seguía siendo cortés—. Yo… —Bruscamente, Selbourne desvió la vista y miró por encima del hombro de Demonio. Los ojos del lord se abrieron como platos. Demonio se puso tenso, y apretó la mandíbula con tanta fuerza que creyó que iba a rompérsele. Sin embargo, no se volvió. Lord Selbourne enarcó las cejas con gesto sereno y reflexivo, y luego miró a Demonio con admiración. Y sonrió—: Ya entiendo.
Esas dos palabras contenían todo un mundo de significado, y Demonio lo sabía demasiado bien. Con el semblante grave, asintió algo bruscamente.
—Exacto. Me temo que tendrá que encontrar otro lugar donde dormir esta noche.
Selbourne lanzó un suspiro.
—Al César lo que es del César… —Tras lanzar una mirada maliciosa por encima del hombro de Demonio, se volvió para marcharse—. Ahora te dejo, amigo mío, para que descanses todo lo que puedas.
Reprimiendo un exabrupto —bastante malsonante, por cierto— Demonio logró cerrar la puerta sin dar un portazo. Se quedó un rato con los brazos en jarras, con la mirada fija en la puerta y, finalmente, la tensión de sus hombros empezó a ceder. Pestañeó, extendió la mano despacio e hizo girar la llave.
El sonido de la cerradura resonó con suavidad, un breve chasquido que anunciaba un paso irrevocable. Demonio se volvió… Y confirmó que, efectivamente, Flick no había podido resistir la tentación y se había desplazado hasta el otro lado de la chimenea para ver quién había en la puerta.
Selbourne la había visto con toda claridad, con el pelo alborotado, el vestido sugerentemente arrugado y los labios rojos e hinchados por los besos de Demonio. Y lo más importante: no llevaba la capa ni el velo puesto. Demonio se la quedó mirando.
Flick le sostuvo la mirada.
—¿Quién era?
Se quedó pensativo un instante antes de contestar, y luego se volvió de nuevo hacia la puerta y retiró la llave.
—El destino. Disfrazado de lord Selbourne.