Capítulo 1

1 de marzo de 1820 Newmarket, Suffolk

—¡Libertad sin límites! —exclamó.

Con una sonrisa arrogante, Harold Henry Cynster, al que todos llamaban Demonio —incluso su propia madre, en algún momento de debilidad—, puso punto final a su viaje en el patio que había detrás de su finca, en Newmarket. Tras arrojarle las riendas a Gillies, su mozo de cuadra quien descendió de un salto de la parte de atrás del elegante carruaje para recogerlas, Demonio plantó los pies sobre el suelo adoquinado. Estaba de un humor radiante y acarició con cariño el lomo de su caballo zaino mientras escudriñaba el patio con una mirada de amo y señor.

No había rastro de casamenteras intrigantes ni de aristocráticas viudas capaces de fulminarlo con sus miradas reprobadoras.

Demonio le dio una última palmadita a su caballo y se dirigió a la puerta trasera del establo, que estaba abierta. Había salido de Londres a mediodía, inusitadamente complacido de que la brisa le liberase del empalagoso perfume de cierta condesa libidinosa; más que complacido de dejar atrás los bailes de salón, las fiestas y el sinfín de trampas que las madres de hijas en edad de merecer les tendían a los caballeros como él. No es que tuviese dificultades para sortear dichas argucias, pero en los últimos días había percibido algo en el ambiente, su corazón presentía algún peligro y su amplia experiencia le decía que debía escucharlo.

Primero había sido su primo Diablo, luego su propio hermano Vane, y ahora su primo hermano Richard… ¿Quién sería el próximo elegido del destino, cuál de los seis miembros de su selecto grupo, el clan Cynster, tal como habían acordado llamarse, caería ahora en los brazos de una amante esposa?

Fuera quien fuese, no sería él.

Tras detenerse ante las puertas abiertas del establo, miró a su alrededor entrecerrando los ojos para protegerse de la potente luz del sol. Algunos de sus caballos amblaban por los prados bajo la atenta mirada de sus cuidadores. En el terreno que se extendía detrás, el Heath, los caballos de otros establos estaban haciendo ejercicios de entrenamiento vigilados por los dueños y los adiestradores.

La escena era exclusivamente masculina. El hecho de que se sintiese tan a gusto —en realidad, notaba que se iba relajando— no dejaba de ser irónico: no podía decirse, ni mucho menos, que no le gustasen las mujeres o que no disfrutase de su compañía, ni tampoco que no hubiese dedicado —o que no dedicase— una considerable cantidad de tiempo a conquistarlas. Desde luego, no podía negar el placer que le procuraban dichas conquistas ni la satisfacción que obtenía de ellas. Al fin y al cabo, era un Cynster.

Sonrió. Todo eso era cierto. Y sin embargo…

Si bien los demás miembros del clan Cynster, como correspondía a su estatus de caballeros de ilustre cuna y clase acomodada, habían aceptado seguir algún día la larga tradición familiar, y por tanto casarse y formar una familia, él se había jurado que sería diferente; que nunca se casaría, que nunca tentaría al destino al que tanto su hermano como sus primos habían intentado burlar sin conseguirlo. Como principio, casarse para cumplir con las obligaciones sociales estaba muy bien, pero casarse con una mujer de la que se estaba enamorado había sido, hasta entonces, el funesto destino de todos los varones Cynster.

Y, para toda una saga de guerreros, era realmente un funesto destino: estar para el resto de sus días a merced de los caprichos de una mujer, una mujer en cuyas pequeñas y delicadas manos había depositado nada menos que su corazón, su alma y su futuro. La sola idea bastaba para hacer palidecer al más valeroso de los guerreros.

Pues él no pensaba caer en la trampa.

Le dio un último repaso al patio, perfectamente cuidado, y comprobó que el suelo adoquinado estuviera bien barrido y las vallas reparadas. Entonces se volvió y entró en el establo principal, que albergaba a sus caballos de carreras. Las sesiones de mediodía ya habían empezado, así que podría ver a Carruthers, un experto entrenador, preparando a sus caballos.

Demonio emprendió el camino hacia su yeguada, situada cinco kilómetros al sur del hipódromo, en la campiña suavemente ondulada que lindaba con el Heath; puesto que tenía el firme propósito de evitar el matrimonio durante todo el resto de su vida, y dado que el ambiente que se respiraba en Londres —con la temporada de bailes a punto de comenzar, y su madre y sus tías entusiasmadas con la emoción de las bodas, las recientes esposas y los posteriores nacimientos de bebés— estaba bastante cargado, Demonio había decidido pasar inadvertido y ver la temporada de baile desde la distancia segura de su finca, arropado por la inofensiva sociedad de Newmarket.

Allí, el destino no tendría ocasión de atraparlo entre sus garras.

Mirando al suelo para esquivar los inevitables desechos que dejaban sus animales favoritos, avanzó sin prisas por el pasillo central. Había caballerizas abiertas a uno y otro lado, todas ellas vacías. Al otro extremo del edificio, un nuevo par de puertas abiertas daban al Heath. Hacía un buen día, y una ligera brisa les levantaba las crines a los caballos y hacía ondear sus largas colas. Sus caballos estaban fuera, entregados a lo que mejor sabían hacer: correr.

Tras haber pasado las últimas horas con la espalda al sol, la sombra del establo le pareció fría. Sintió un súbito escalofrío en los hombros, que luego le recorrió toda la columna vertebral.

Demonio frunció el ceño, e iba sacudiendo los hombros a medida que avanzaba. Cuando llegó al punto en que el pasillo se ensanchaba y se convertía en el área de montar, se detuvo y levantó la mirada.

Vio entonces una imagen familiar: un mozo de cuadra o un jinete balanceando la pierna por el lomo brillante de uno de sus campeones. El caballo estaba de espaldas a él, y Demonio no le veía más que la grupa, zaina y ancha; sin embargo reconoció en él a uno de sus favoritos del momento, un caballo castrado irlandés que sin duda haría un buen papel en la temporada inminente. Sin embargo, no fue eso lo que lo impresionó, lo que lo dejó clavado en el suelo.

No veía al jinete, salvo su espalda y una pierna. El mozo llevaba una gorra de tela que le cubría la cabeza, una chaqueta de montar raída y unos pantalones de pana muy anchos, también de montar, salvo en una zona: donde se adhirieron por completo al trasero del jinete cuando este levantó la pierna por encima de la silla.

Carruthers estaba de pie junto al caballo, dando instrucciones. El mozo se acomodó en la silla y luego se apoyó en los estribos para ajustar su posición. Una vez más, la pana se estiró y se desplazó.

Demonio inspiró hondo. Entrecerrando los ojos y apretando la mandíbula, dio un paso hacia delante.

Carruthers dio una palmada a la grupa del caballo. Asintiendo con la cabeza, el jinete hizo salir al caballo, Mighty Flynn, al trote bajo la luz del sol.

Carruthers se volvió y entrecerró los ojos al ver a Demonio.

—¡Ah, eres tú! —Pese a la brusquedad del saludo y al tono adusto que empleó, había un afecto profundo en la vieja mirada de Carruthers—. ¿Qué? Has venido a ver qué tal van, ¿no?

Demonio asintió, con la mirada clavada en la espalda del jinete que cabalgaba en lo alto de Mighty Flynn.

—Sí, claro.

Acompañado de Carruthers, echó a andar siguiendo la estela de Flynn, el último de sus caballos en salir al Heath.

En silencio, Demonio observó a sus caballos. Los ejercicios de Mighty Flynn eran más bien ligeros: primero iban al paso, luego al trote y luego al paso de nuevo. A pesar de que Demonio observó a todos sus caballos, no llegó a apartar demasiado la vista de Flynn.

Junto a Demonio, Carruthers vigilaba de cerca a sus pupilos. Demonio lo miró un momento y se fijó en su rostro ajado, surcado de arrugas, curtido como la piel gastada, en sus ojos de color castaño claro que no perdían detalle de cada paso, de cada giro. Carruthers nunca tomaba notas, no precisaba de recordatorios para acordarse de lo que había hecho cada caballo. Cuando sus pupilos regresaban a los establos, sabía exactamente lo que había aprendido cada uno y lo que le hacía falta para perfeccionar su entrenamiento. Carruthers, el entrenador más experto de Newmarket, conocía a sus caballos mejor que a sus propios hijos, de ahí que Demonio no se hubiera cansado de darle la lata hasta que accedió a entrenar para él, a dedicar todo su tiempo a adiestrar su cuadra.

Enfocando la mirada de nuevo en el enorme caballo zaino, Demonio murmuró:

—El chico que monta a Flynn… es nuevo, ¿verdad?

—Sí —respondió Carruthers, sin apartar los ojos de los caballos—. Es un chico de la zona de Lidgate, de por ahí abajo. Ickley se largó, o al menos eso suponemos. Una mañana no apareció y nadie lo ha visto desde entonces. Una semana más tarde apareció este joven Flick, que decía que sabía montar, así que lo subí a uno de los más cascarrabias. —Carruthers señaló con la cabeza hacia donde trotaba Flynn, adaptándose bien al ritmo del resto de la cuadra, mientras la figura que iba a lomos de él lo manejaba con una soltura sorprendente—. Montó al más bruto con suma facilidad, así que lo subí encima de Flynn. Nunca había visto a ese caballo entregarse tan a gusto. El chico tiene don para los caballos, de eso no hay duda. Unas manos excelentes y una buena retaguardia.

En su fuero interno, Demonio no podía estar más de acuerdo. Sin embargo, «buena retaguardia» no era la expresión que él habría empleado. Aunque probablemente estaba equivocado: Carruthers era un acérrimo defensor de la fraternidad, nunca dejaría a uno de sus caballos en manos de una mujer, y mucho menos a Flynn.

Y sin embargo…

Tenía un presentimiento, oía un insistente murmullo en el fondo de su cabeza, algo con mayor entidad que una simple sospecha. Y una parte de él, la parte en que imperaban los sentidos, sabía con certeza que no se equivocaba: un chico no podía tener un trasero como ese.

Este pensamiento evocó de nuevo la visión, y Demonio sintió una intensa inquietud y se maldijo para sus adentros. Había dejado a la condesa hacía escasas horas; no tenía ningún sentido que sus lujuriosos demonios se despertasen de nuevo, y mucho menos que se levantasen…

—Ese Flick… —El nombre le resultaba familiar. Si el chico era de por allí, es posible que se hubiese tropezado con él anteriormente—. ¿Cuánto tiempo lleva con nosotros?

Carruthers seguía absorto en los caballos, que ahora se estaban refrescando antes de regresar a los establos.

—Ahora hará dos semanas.

—¿Y trabaja todo el día?

—Sólo le doy media paga, porque la verdad es que no necesitaba a nadie más para el trabajo en los establos. Sólo lo quería para montar, para el entrenamiento y para galopar. Resultó que a él también le iba bien así. Su madre no se encuentra bien de salud, así que llega aquí por las mañanas, trabaja unas horas, luego regresa a Lidgate para hacerle compañía a su madre y después vuelve a subir para la sesión de la tarde.

—Mmm… —Los primeros caballos ya estaban regresando. Demonio acompañó a Carruthers al interior del establo, a la zona de montar, mientras los mozos de cuadra hacían entrar a los animales. Demonio conocía a la mayoría de los mozos. Mientras intercambiaba saludos y algún que otro comentario, examinando a sus caballos con ojos expertos, Demonio no perdió de vista a Flynn.

Flick amblaba en la parte posterior de la recua. No había intercambiado más que breves saludos con la cabeza y algunas palabras con el resto de los mozos, por lo que, entre la camaradería general, Flick parecía un jinete solitario. Pero por lo visto los demás mozos no encontraban en él nada raro y pasaban a su lado como si tal cosa mientras hacía entrar al enorme caballo zaino, dándole palmaditas en el cuello sedoso y, a juzgar por cómo movía las orejas el animal, susurrándole al oído palabras tiernas. Demonio se maldijo de nuevo para sus adentros y volvió a preguntarse si estaría equivocado.

Flynn fue el último en entrar. Demonio estaba de pie, con los brazos en jarras, junto a Carruthers, entre las sombras acentuadas por el súbito resplandor del ocaso. Flick dejó que el caballo hiciese una última cabriola, y finalmente lo sujetó y lo guio hacia el interior del establo. Cuando resonó el eco del primer casco sobre las lozas del pavimento, Flick levantó la mirada.

Sus ojos, acostumbrados a la luz del sol, parpadearon varias veces y miraron a Carruthers y, acto seguido, a Demonio. Directamente a la cara.

Durante un único y tenso instante, jinete y propietario se miraron fríamente.

Flick tiró de las riendas y, mientras Flynn daba media vuelta, le lanzó a Carruthers una mirada de espanto.

—Todavía está muy inquieto. Me lo llevaré a galopar un rato. —Y, dicho esto, el jinete y Flynn desaparecieron dejando tras de sí una nube de polvo.

—Pero ¡qué demonios…! —Carruthers quiso ir tras ellos, pero se detuvo en cuanto cayó en la cuenta de la inutilidad de una persecución. Se volvió hacia Demonio con aire confuso—: Nunca había hecho nada parecido.

Demonio soltó un improperio como única respuesta mientras avanzaba por el pasillo a grandes zancadas. Se detuvo delante de la primera valla abierta, donde un mozo de cuadra estaba retirando la cincha de uno de sus caballos más robustos.

—No se la quites. —Demonio apartó al asustado mozo y de un solo tirón, y con un diestro golpe de rodilla, ajustó la cincha de nuevo. Se montó en la silla e hizo retroceder al caballo, buscando a tientas los estribos.

—Eh, puedo enviar a uno de los mozos en su busca —dijo Carruthers dando un paso atrás mientras Demonio pasaba al trote por su lado.

—No, déjamelo a mí. Ya me encargaré yo de ese «chico».

Demonio dudaba de que Carruthers hubiese captado el énfasis, pero no pensaba pararse a explicárselo. Masculló una imprecación y salió disparado a la captura del caballo zaino y su jinete.

En cuanto cruzó la puerta del establo, espoleó con fuerza el caballo, que pasó del trote al medio galope y finalmente al galope. Para entonces, Demonio ya había localizado a su presa a lo lejos, desapareciendo entre las sombras que proyectaba una arboleda. Un minuto más tarde y la habría perdido.

Apretando la mandíbula con fuerza, se peleaba con los estribos mientras seguía galopando. Una retahíla de imprecaciones y juramentos tañían el aire a su paso. Por fin logró sacudir con fuerza los estribos, inclinó el cuerpo hacia delante y comenzó la parte más seria de la caza.

La figura oscilante a lomos de Flynn volvió la cabeza un momento y luego miró de nuevo hacia delante. Al cabo de un segundo, Flynn viró bruscamente y apretó el paso.

Demonio siguió a la zaga, intentando acortar la distancia avanzando en diagonal, pero sólo consiguió adentrarse en una franja de terreno áspero y lleno de baches. Viéndose obligado a aminorar la marcha y a torcer a un lado, levantó la vista y descubrió que Flick había girado bruscamente y que ahora iba en otra dirección. En lugar de reducirse, la distancia entre ambos había aumentado.

Con la mandíbula apretada y los ojos entrecerrados, Demonio dejó de renegar y se concentró en el galope. Dos minutos más tarde ya había alterado su plan inicial, derribar a Flick y exigirle una explicación, y se había conformado con no perder de vista a la maldita chica.

Cabalgaba como una auténtica amazona, incluso mejor que él. Parecía imposible, pero…

Él era un jinete excepcional, probablemente el mejor del momento. Podía montar cualquier cosa que tuviera cuatro patas, crines y cola, en cualquier parte y terreno. Y aun así, Flick lo estaba llevando al límite. Y no era porque su caballo ya estuviese cansado ni tampoco porque lo estuviese forzando más de lo que ella forzaba al suyo. Flynn también estaba cansado y estaba cabalgando al máximo, pero en cambio Flick volaba, mientras que él sólo seguía el ritmo que le marcaba. Además, la chica parecía fundirse con su montura de un modo en que sólo un jinete experto sabe entender.

Él lo entendía y, muy a su pesar, no podía sino sentir admiración al tiempo que admitía para sus adentros que no tenía la más mínima posibilidad de atraparla. Porque era una mujer, de eso ya no le cabía la menor duda. Los mozos de cuadra no tenían delicados hombros ni clavículas, ni cuellos esbeltos como los de un cisne, ni manos que, aun enfundadas en guantes de cuero, se adivinaban pequeñas y de huesos finos. En cuanto a su rostro, lo poco que había alcanzado a ver por encima de la bufanda de lana que le tapaba la nariz y la barbilla, le había parecido más angelical que humano.

Una mujer que se llamaba Flick. En los distantes recovecos de su cerebro se desperezó un recuerdo, demasiado insustancial para cobrar forma. Intentó reavivarlo por completo, pero no lo consiguió. Estaba seguro de que nunca había llamado Flick a ninguna mujer.

La chica todavía le llevaba unos quinientos metros de ventaja. Cabalgaban directamente hacia el oeste, hacia los terrenos menos frecuentados del Heath. Pasaron a toda velocidad junto a un grupo de caballos en pleno entrenamiento, que levantaron sus testuces para mirarlos con sorpresa. La vio mirar de nuevo a su alrededor y, al cabo de un instante, virar de improviso. Con determinación y desagrado, Demonio frunció el ceño ante el sol del crepúsculo y siguió el mismo camino.

Quizá no conseguiría derribarla del caballo, pero no la perdería de vista, de eso estaba seguro.

Flick percibió con total claridad el empeño de su perseguidor. Hizo, para sus adentros, unos cuantos comentarios acerca de los jóvenes mujeriegos londinenses que aparecen en sus yeguadas sin previo aviso para luego entrometerse en el camino de los demás, hacerles perder el ritmo y ponerles ridículamente nerviosos, y se dispuso entonces, con irritación y no sin cierta desesperación, a repasar sus opciones. No tenía demasiadas: si bien ella podía seguir cabalgando tranquilamente otra hora más, Flynn no podía, y el caballo que montaba Demonio todavía menos. Además, pese al nudo de puro pánico que sentía en el estómago, no tenía ningún sentido huir.

De una forma u otra, en ese preciso momento o quizás un poco más tarde, tendría que enfrentarse a Demonio. No sabía si la había reconocido, pero en el establo, en ese instante en que la había escudriñado con su mirada azul, había tenido la sensación de que la había descubierto tras su disfraz.

En realidad, la impresión que había tenido era que la había visto a través de su ropa, una sensación decididamente inquietante.

Y aunque no se hubiese dado cuenta de que era una mujer, su propia reacción impulsiva había hecho inevitable la confrontación. Había echado a correr, y no había una explicación plausible para eso, si quería evitar darle a él y a sus recuerdos demasiadas pistas con respecto a su identidad.

Conteniendo la respiración para atajar un acceso de hipo, Flick miró atrás; él todavía estaba allí, siguiéndola, sin cejar en su empeño. Echando el cuerpo hacia delante, tomó nota del lugar donde se encontraban. Primero lo conduciría al oeste y luego, rodeando los establos y los prados que bordeaban el hipódromo, irían hacia el sur, para finalmente adentrarse campo a través en el Heath. Miró al sol, les quedaba al menos una hora antes de que oscureciera. Puesto que los demás ya estaban en los establos preparando a los caballos para la noche, en aquella parte del Heath no había un alma en esos momentos. Cualquier sitio donde quedasen razonablemente protegidos serviría para el encuentro que, según todos los indicios, iba a ser inevitable.

Su única opción era la sinceridad. En el fondo lo prefería: las mentiras y los subterfugios nunca habían sido su estilo.

Divisó un seto a unos cien metros de distancia. Su memoria le proporcionó una imagen de lo que había más allá. Flynn empezaba a dar muestras de cansancio, de modo que se inclinó hacia delante y le acarició su cuello brillante, susurrándole cumplidos al oído y dándole ánimos. Luego lo dirigió hacia el seto.

Flynn dio un salto para atravesarlo y aterrizó con facilidad. Flick soportó el salto sin problemas y tiró de las riendas hacia la izquierda, hacia las sombras alargadas que proyectaba un bosquecillo. En el espacio que había entre el seto y el bosquecillo, protegido por tres flancos, sofrenó al caballo y esperó.

Y siguió esperando.

Al cabo de cinco minutos, empezó a preguntarse si Demonio habría apartado la vista en el momento crucial y no había visto adónde había ido. Cuando transcurrió otro minuto y siguió sin percibir el ruido de los cascos, frunció el ceño y se enderezó en la silla de montar. Estaba a punto de tomar las riendas y salir en busca de su perseguidor cuando lo vio.

No había saltado el seto. A pesar de sus deseos de atraparla, se habían impuesto el sentido común y la preocupación por su caballo: había ido siguiendo el seto hasta encontrar un hueco por donde pasar al otro lado. Ahora avanzaba a medio galope bajo el último sol de la tarde, con sus anchos hombros bien erguidos, las largas piernas relajadas y la cabeza alta, mientras el sol le pintaba de oro los bruñidos rizos y escudriñaba los campos que se extendían ante sus ojos con el rostro imperturbable, tratando de encontrarla.

Flick se quedó paralizada. Era tentador, tan tentador, quedarse inmóvil… Mirarlo tanto cuanto quisiera y dejarlo pasar, adorarlo de lejos tal como había hecho durante años, dejando que sus sentidos se embriagasen mientras permanecía escondida, sin correr ningún riesgo. Si no hacía ningún ruido, no era probable que la viese. No tendría que enfrentarse a él… pero, por desgracia, había demasiados obstáculos en ese camino. Irguiendo la columna, dominando con firmeza sus díscolos sentidos, levantó la barbilla.

—¡Demonio! —gritó.

Él volvió la cabeza de golpe, viró con virulencia y luego la vio. Aún desde tanta distancia, sus ojos se clavaron en ella, y luego examinó los alrededores. Aparentemente satisfecho, hizo avanzar a su caballo rucio al trote y luego, a medida que se fue aproximando a ella, aminoró el paso.

Llevaba puesta una elegante levita de un azul que hacía juego con sus ojos; sus poderosos muslos, que aprisionaban los faldones de la silla de montar, iban embutidos en unos ajustados pantalones de gamuza. Una camisa de color marfil, un fular también marfil y unas botas relucientes completaban el cuadro. Parecía exactamente lo que era: la personificación del típico canalla libertino de Londres.

Flick le sostuvo la mirada y deseó, con todas sus fuerzas, ser un poco más alta. Cuanto más se acercaba, más pequeña se sentía… más niña. Ya no era ninguna cría, pero lo conocía desde entonces. Era difícil sentirse segura de sí misma. Con la gorra ensombreciéndole el rostro y la bufanda tapándole la nariz y la barbilla, no sabía lo que Demonio vería de ella: a una niña con coletas o a la jovencita que con tanta mordacidad lo había estado evitando. Había sido ambas, y, sin embargo, ahora ya no era ninguna de ellas. Ahora tomaba parte en una cruzada, una cruzada en la que no le vendría nada mal su ayuda… si accedía a brindársela.

Apretando los labios por debajo de la bufanda, ladeó el mentón y lo miró a los ojos.

La memoria de Demonio inició un vertiginoso torbellino a medida que se iba acercando a las sombras del bosquecillo. Le había llamado «Demonio»; sólo alguien que lo conociese lo llamaría por ese nombre. Las imágenes del pasado se mezclaban y se aturullaban en su mente, y atisbo, a través de los años, a una niña, una chica, capaz de llamarlo Demonio sin sonrojarse. De una chica que sabía montar a caballo —sí, claro, siempre había montado a caballo, pero ¿desde cuándo se había convertido en una amazona experta?—, de una chica a la que hacía mucho tiempo había asociado con la cualidad que Carruthers había descrito como una «retaguardia» estupenda: ese generoso arrojo que, aunque rayaba en la temeridad, no lo era.

Cuando detuvo su caballo, con la testuz a la altura de la cola de Flynn, ya la había reconocido y ubicado. No se llamaba Flick sino Felicity.

Arrugando la frente, la inmovilizó por completo, extendió el brazo, le arrancó la bufanda de la cara… Y apareció ante sus ojos un ángel de Botticelli.

Se encontró anegándose en unos ojos azules cristalinos más claros que los suyos, se encontró con su mirada irresistiblemente atraída hacia unos labios de formas perfectas y teñidos del rosa más delicado que había visto nunca.

Se estaba desplomando, rápidamente… sin oponer resistencia.

Exhalando un suspiro, se incorporó de golpe y se dio cuenta de lo mucho que se había hundido en la silla. Rompiendo el hechizo, frunció el ceño y, de mal humor, se dirigió a la causante del mismo:

—¿Se puede saber qué diablos crees que estás haciendo?