8


El peligro de los pájaros de vuelo bajo

Los compañeros salieron de los recodos y pendientes de los Peñascos a última hora de la tarde, y todos se sintieron aliviados. Tras su encuentro con el Pegaso, les había costado bastante tiempo localizar sus monturas, en particular el poni del halfling, que se había desbocado al principio de la pelea, cuando Regis había caído al suelo. En realidad, el poni no iba a ser montado de nuevo, no sólo porque estaba demasiado nervioso sino porque Regis no estaba en condiciones de montar. Pero Drizzt había insistido en que debían encontrar tanto los caballos como los ponis, recordando a sus compañeros la responsabilidad que habían contraído con los granjeros, en especial considerando el modo en que se habían apropiado de los animales.

Regis iba ahora sentado delante de Wulfgar, en su caballo, abriendo la marcha y con su poni atado detrás, mientras que Drizzt y Bruenor avanzaban unos metros más atrás, cerrando la comitiva. Wulfgar mantenía al halfling cogido con sus enormes brazos y aquel abrazo protector era suficiente para que Regis disfrutara de un necesario descanso.

—Mantendremos el sol poniente a nuestras espaldas —instruyó Drizzt al bárbaro.

Wulfgar aceptó en voz alta y volvió la cabeza para confirmar la ruta.

—Panza Redonda no hubiera encontrado un lugar más seguro que ése en todos los Reinos —señaló Bruenor al drow.

Drizzt sonrió.

—Wulfgar ha hecho bien.

—Sí —asintió Bruenor, sin duda complacido—. ¡Aunque me pregunto cuánto tiempo podré continuar llamándolo muchacho! Tendrías que haber visto la taberna de Cutlass, elfo. —El enano se rio entre dientes—. Un cargamento de piratas que no hubiera visto más que el mar durante un año y un día no habrían podido causar una destrucción semejante.

—Cuando salimos del valle, me preocupaba que Wulfgar no estuviera preparado para enfrentarse a las numerosas sociedades de este ancho mundo —contestó Drizzt—. Ahora me preocupa que el mundo no esté preparado para él. Tienes que estar orgulloso de él.

—Tú has contribuido tanto como yo en su formación —contestó Bruenor—. Ese muchacho es mío, elfo, tan seguro como si lo hubiera engendrado. Durante la batalla, en ningún momento pensó en sus propios temores. Nunca había visto tanto coraje en un humano como cuando tú te fuiste a la otra esfera. Esperaba…, bueno, estaba deseando que regresara la maltrecha bestia para infligirle un buen golpe y vengar así el daño que nos había hecho a mí y al halfling.

Drizzt estaba disfrutando con aquel raro momento de vulnerabilidad del enano. En muy pocas ocasiones con anterioridad —sólo en la cuesta del valle del Viento Helado, cuando el enano pensaba en Mithril Hall y en los maravillosos recuerdos de su infancia— había visto que Bruenor se quitara su máscara de insensibilidad.

—Sí, estoy orgulloso de él —continuó Bruenor—. Y poco a poco me doy cuenta de que estoy aprendiendo a seguir sus directrices y a confiar en sus juicios.

Drizzt asintió porque él había llegado a la misma conclusión varios meses atrás, cuando Wulfgar había unido a la gente del valle del Viento Helado, tanto a bárbaros como a los ciudadanos de Diez Ciudades, en una defensa común contra el duro invierno de la tundra. Todavía le preocupaba el conducir al joven bárbaro a situaciones como las de los muelles, porque sabía que muchas de las mejores personas de los Reinos habían pagado un precio muy alto por su primer encuentro con los delincuentes y las estructuras de poder subterráneas de una ciudad, y que la profunda compasión de Wulfgar, así como su inalterable código de honor, podían ser manipulados en su contra.

Drizzt era consciente, en cambio, de que en la carretera, en territorio salvaje, no podría encontrar a un compañero más valioso que él.

No se toparon con más problemas durante aquel día y su noche, y a la mañana siguiente llegaron a la carretera principal que unía comercialmente Aguas Profundas con Mirabar, pasando por Longsaddle. Tal como Drizzt había previsto, no había indicaciones que pudieran guiarlos en la dirección correcta, pero gracias al plan que había llevado a cabo de encaminarse más hacia el este que directamente al sudeste, estaba seguro de que la dirección correcta que debían seguir ahora era hacia el sur.

Regis parecía mucho más recuperado aquella mañana y estaba ansioso por ver Longsaddle. Él era el único del grupo que había conocido a los Harpell, la familia de magos, y esperaba con ansia volver a ver aquel lugar extraño, y a menudo monstruoso.

Su excitado parloteo no hacía más que aumentar la agitación de Wulfgar, ya que el bárbaro desconfiaba por completo de las artes oscuras. Entre los de su pueblo, los magos eran considerados cobardes y diabólicos embusteros.

—¿Cuánto tiempo permaneceremos en ese lugar? —preguntó a Bruenor y Drizzt, que, una vez pasado el peligro de los Peñascos, cabalgaban ahora a su lado.

—Hasta que obtengamos algunas respuestas —fue la contestación de Bruenor—. O hasta que se nos ocurra un lugar mejor adonde ir.

Wulfgar tenía que quedarse satisfecho con la respuesta.

Pronto empezaron a pasar cerca de granjas aisladas, despertando miradas curiosas de los hombres que trabajaban en los campos, que se apoyaban en sus azadas y rastrillos para observar la comitiva. Poco después del primero de estos encuentros, fueron detenidos en la carretera por un grupo de cinco hombres armados, que representaban la vigilancia exterior de la ciudad.

—Bienvenidos, viajeros —los saludó uno cortésmente—. ¿Podríamos preguntar qué propósito os trae por aquí?

—Podrías… —empezó Bruenor, pero Drizzt interrumpió el comentario sarcástico con un ademán.

—Hemos venido a ver a los Harpell —contestó Regis—. El asunto que nos trae aquí no tiene relación alguna con vuestra ciudad, a pesar de que buscamos los sabios consejos de esa familia.

—Entonces, sed bienvenidos —contestó el jinete—. La Mansión de Hiedra está situada a varios kilómetros carretera abajo, antes de llegar a Longsaddle. —Se detuvo de pronto, al divisar al drow—. Si lo deseáis, podemos escoltaros —se ofreció, aclarándose la garganta en un intento de ocultar su sorpresa al ver el elfo oscuro.

—No será necesario —intervino Drizzt—. Os aseguro que podremos encontrar el camino y que no pensamos causar ningún daño a la gente de Longsaddle.

—Muy bien. —El jinete apartó su montura y los compañeros siguieron su camino—. Pero no os apartéis de la carretera. Algunos granjeros se ponen nerviosos si ven a gente merodeando por los límites de sus tierras.

—Son tipos agradables —comentó Regis a sus compañeros mientras seguían la ruta—, y confían en los magos.

—Amables pero cautelosos —replicó Drizzt, señalando un campo lejano en el que la silueta de un hombre a caballo destacaba apenas sobre el fondo cubierto de árboles—. Nos vigilan.

—Sí, pero no nos molestan —intervino Bruenor—. ¡Y eso es mucho más de lo que podemos decir de los demás lugares que hemos visitado!

La colina de la Mansión de Hiedra era un pequeño montículo en el que destacaban tres edificios, dos de ellos de diseño parecido al de las granjas bajas y de madera. El tercero, en cambio, era diferente de todos los que habían visto en su vida. Las paredes sobresalían en afilados ángulos cada pocos metros, creando hornacinas dentro de hornacinas, y docenas de espirales emergían del techo curvado por multitud de ángulos, sin que hubiera dos iguales. Desde aquella distancia podían verse cerca de mil ventanas, algunas de ellas grandes pero otras más estrechas que una flecha.

En aquel edificio no podía encontrarse diseño, plan estructural o estilo alguno. La mansión de los Harpell era una mezcolanza de ideas independientes y experimentos de creación mágica, pero existía una belleza real en aquel caos, una sensación de libertad que parecía desafiar al término «estructura» y que infundía una sensación de hospitalidad.

Una cerca rodeaba el pequeño montículo y los cuatro amigos se acercaron a ella con gran curiosidad e incluso excitación. No había puerta alguna; tan sólo una abertura por la que pasaba la carretera. En aquel lugar, sentado en un taburete, observando abstraído el cielo, divisaron a un hombre gordo y barbudo vestido con una túnica color carmín.

El hombre detectó de pronto su presencia y se sobresaltó.

—¿Quiénes sois y qué queréis? —preguntó bruscamente, enojado porque habían interrumpido su meditación.

—Somos viajeros fatigados —respondió Regis— que hemos venido en busca de los sabios consejos de los renombrados Harpell.

El hombre pareció no inmutarse.

—¿Y? —insistió.

Regis se volvió indeciso hacia Drizzt y Bruenor, pero éstos sólo pudieron encogerse de hombros, sin comprender qué más se esperaba de ellos. Cuando Bruenor empezaba a mover su poni hacia adelante para reiterar las intenciones del grupo, otro hombre vestido con una túnica salió de la casa y se acercó al primero arrastrando los pies.

Tras intercambiar unas palabras con el hombre gordo, se volvió hacia la carretera.

—¡Saludos! —exclamó, dirigiéndose a los cuatro—. Perdonad al pobre Regweld… —dio unos golpecitos en el hombro del mago obeso—. Ha sufrido una increíble racha de mala suerte con algunos experimentos… Las cosas no le han salido bien, pero no es para preocuparse. Sólo le hace falta algo más de tiempo. Regweld es un gran mago —continuó, mientras volvía a darle unos golpecitos en el hombro—, y sus ideas para cruzar un caballo y una rana tienen un gran mérito. ¡La explosión no tiene importancia! Los talleres de alquimia pueden reconstruirse.

Los amigos se irguieron en sus sillas, intentando ocultar su confusión ante aquel discurso desordenado.

—¡Hay que pensar en las ventajas de los cruces de ríos! —exclamó el hombre de la túnica—. Pero basta ya de todo esto. Soy Harkle. ¿En qué puedo serviros?

—¿Harkle Harpell? —rio Regis con disimulo. El hombre inclinó la cabeza.

—Soy Bruenor, del valle del Viento Helado —declaró el enano en cuanto consiguió recobrar la voz—. Mis amigos y yo hemos venido de muy lejos en busca de los consejos de unos magos de Longsaddle… —Se dio cuenta de que Harkle, distraído por el drow, no estaba prestando atención a sus palabras. Drizzt se había echado hacia atrás la capucha a propósito, para observar la reacción de los hombres con fama de instruidos de Longsaddle. El jinete de la carretera se había quedado sorprendido, pero no disgustado, por su presencia, y Drizzt quería averiguar si el pueblo en general podía ser más tolerante con su aspecto.

—Fantástico —murmuró Harkle—. ¡Simplemente increíble!

Regweld también acababa de divisar al elfo oscuro y parecía interesado por primera vez desde la llegada del grupo.

—¿Nos permitiréis pasar? —preguntó Drizzt.

—Oh, sí, por supuesto, entrad —contestó Harkle, tratando en vano de ocultar su curiosidad y ser educado.

Colocando su caballo al frente, Wulfgar empezó a avanzar por la carretera.

—Por ahí no —lo detuvo Harkle—. Por la carretera no, por supuesto. No es en verdad una carretera. Bueno…, sí que lo es pero no se puede caminar por ella.

Wulfgar detuvo a su montura.

—¡Acaba con tus tonterías, mago! —exigió enojado, mientras los años de desconfianza por la práctica de artes mágicas emergían a flor de piel—. ¿Podemos entrar o no?

—Te aseguro que no son tonterías —repuso Harkle en un intento de mantener la conversación en un tono amistoso. Regweld, en cambio cortó por lo sano.

—Uno de ésos —dijo el mago gordo en tono acusador, mientras se levantaba de su taburete.

Wulfgar lo observó con curiosidad.

—Un bárbaro —prosiguió Regweld—. Un guerrero entrenado para odiar aquello que no puede comprender. Vamos, guerrero, desenfunda de una vez ese martillo de guerra.

Wulfgar titubeó, comprendiendo que su rabia no era razonable, y observó a sus amigos en busca de apoyo. No deseaba estropear los planes de Bruenor por causa de su propia intolerancia.

—Vamos —insistió Regweld, mientras se colocaba en el centro de la carretera—. Saca tu martillo y lánzalo contra mí. Sacia tu imperioso deseo de demostrar la tontería de un mago y golpéame. ¡Es toda una ganga! —Se señaló la barbilla—. Justo aquí.

—¡Regweld! —lo reprendió Harkle, sacudiendo la cabeza—. Por favor, perdónalo, guerrero. Dedícale una sonrisa a su rostro abatido.

Wulfgar volvió a observar a sus amigos pero se encontró de nuevo sin respuesta. Regweld decidió por él.

—Hijo bastardo de caribú.

Antes de que el hombre gordo hubiera acabado de pronunciar el insulto, Aegis-fang salió disparada y voló por los aires, directa al blanco. Regweld no parpadeó siquiera y, antes de que Aegis-fang cruzara la línea de la cerca, la maza chocó con algo invisible, pero tan tangible como la roca. Resonando con un gong ceremonial, la pared transparente se estremeció y una corriente de olas se esparció por su superficie, únicamente visible para los atónitos observadores como meras distorsiones de las imágenes que había tras el muro. Los amigos se dieron cuenta por primera vez de que la cerca no era real sino que estaba pintada en la superficie del muro transparente.

Aegis-fang cayó al suelo cubierto de polvo, como si le hubieran extraído toda la energía, y tardó largo rato en volver a las manos de Wulfgar.

La carcajada que soltó Regweld parecía más de triunfo que de diversión, pero Harkle sacudió la cabeza.

—Siempre a expensas de los demás —lo regañó—. No tenías derecho a hacer esto.

—Ha aprendido una lección —replicó Regweld—. La humildad es una buena virtud para un guerrero.

Regis se había estado mordiendo el labio inferior durante todo este tiempo. Sabía lo de la pared invisible y ahora no pudo evitar por más tiempo soltar la carcajada. Drizzt y Bruenor no pudieron hacer otra cosa que unirse al halfling, e incluso Wulfgar, tras recuperarse de la impresión, se rio de su propia «tontería».

Por supuesto, Harkle se vio obligado a dejar de reprender al mago y unirse a la carcajada general.

—Entrad, por favor —suplicó a los amigos—. El tercer poste es real. Allí está la entrada. Pero antes desmontad y desensillad los caballos.

El recelo de Wulfgar volvió de pronto y la sonrisa se transformó en un entrecejo fruncido.

—Explícate —exigió a Harkle.

—¡Hazlo! —le ordenó Regis—. O te encontrarás con una sorpresa mayor que la última.

Drizzt y Bruenor habían desmontado ya, intrigados pero en lo más mínimo atemorizados por el hospitalario Harkle Harpell. Wulfgar extendió los brazos en señal de desesperación y se dispuso a seguirlos, sacando los bártulos del caballo y conduciendo al animal, y al poni de Regis, con los demás. Regis encontró con facilidad la entrada y la abrió para que pasaran sus amigos. Entraron sin miedo, pero se vieron de improviso asaltados por unos resplandores de luz cegadora.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, ¡vieron que los caballos y ponis habían quedado reducidos al tamaño de unos gatos!

—¿Qué es esto? —gritó Bruenor, pero Regis reía de nuevo a carcajada limpia y Harkle actuaba como si nada raro estuviera ocurriendo.

—Cogedlos y pasad al interior —les indicó—. Es casi la hora de cenar y la comida en el Fuzzy Quarterstaff será especialmente deliciosa esta noche.

Los condujo bordeando la mansión fantástica hasta un puente que cruzaba el centro del montículo. Bruenor y Wulfgar se sentían ridículos llevando a cuestas a sus monturas, pero Drizzt lo aceptó con una sonrisa y Regis se dedicó a disfrutar por completo de aquel extravagante espectáculo, ya que durante su primera visita había aprendido que Longsaddle era un lugar para tomar a la ligera, apreciando la idiosincrasia y las costumbres únicas de los Harpell por pura diversión.

Regis sabía que el pronunciado puente que había ante ellos serviría como un ejemplo más. Aunque su extensión sobre el río no era muy grande, aparentaba no tener soporte alguno y los estrechos tablones carecían de adornos e incluso de barandillas.

Otro Harpell vestido con túnica, increíblemente anciano, permanecía sentado sobre un taburete, con la barbilla apoyada en la mano y murmurando para sí mismo sin que pareciese darse cuenta de la presencia de los extranjeros.

Cuando Wulfgar, que caminaba en cabeza junto a Harkle, se acercó a la orilla del río, dio un salto hacia atrás y sofocó un grito. Regis soltó una carcajada, porque sabía lo que el corpulento hombre acababa de ver, y Drizzt y Bruenor pronto comprendieron también su espanto.

El arroyo fluía hacia arriba por aquel lado de la ladera y desaparecía poco antes de llegar a la cima, aunque hasta ellos llegaba el rugido de una cascada en algún lugar más adelante. El agua reaparecía por detrás de la cima de la colina e iniciaba su descenso por el otro lado.

El anciano se puso de pie de repente y se abalanzó sobre Wulfgar.

—¿Qué significa eso? —gritó desesperadamente—. ¿Cómo puede ser?

Mientras hablaba iba golpeando frustrado el amplio tórax del bárbaro.

Wulfgar observó a su alrededor buscando una vía de escape, sin atreverse siquiera a agarrar las manos del anciano por miedo a romper su frágil figura. De pronto, con la misma brusquedad con que había empezado, el anciano volvió a sentarse en su taburete y adoptó de nuevo su postura silenciosa.

—¡Ay, pobre Chardin! —exclamó Harkle con voz sombría—. Fue muy poderoso en sus tiempos. Fue él quien consiguió que el arroyo fluyera hacia arriba. Pero hace una docena de años se obsesionó con encontrar el secreto de la invisibilidad bajo el puente.

—Pero ¿qué diferencia hay entre el río y el muro? —preguntó Drizzt—. Sin duda ese truco no es desconocido entre la comunidad de magos.

—Ah, pero existe una diferencia —respondió Harkle con presteza, contento de encontrar a alguien de fuera de la Mansión de Hiedra aparentemente interesado en sus trabajos—. Un objeto invisible no es tan raro, pero un campo de invisibilidad… —Hizo un ademán con la mano para abarcar todo el arroyo—. Todo lo que entra en contacto con el arroyo en ese punto adopta esa propiedad —explicó—. Pero sólo durante el tiempo en que permanezca en el campo. Y, para una persona que esté en la zona encantada —lo sé porque yo mismo he hecho la prueba—, todo lo que está fuera del campo es invisible, a pesar de que el agua y los peces parecen normales. Es un desafío para nuestro conocimiento de las propiedades de invisibilidad y en realidad puede reflejar un desgarrón en el tejido de una esfera de existencia enteramente desconocida. —Vio que su entusiasmo había sobrepasado hacía rato la comprensión o el interés de los compañeros del drow, así que intentó calmarse y cambió cortésmente de tema—. El compartimiento para los caballos está en aquel edificio —indicó, señalando una de las estructuras de poca altura, de madera—. Por debajo del puente llegaréis allí. Yo tengo que atender otro asunto ahora. Tal vez nos veamos luego, en la taberna.

Wulfgar, sin acabar de comprender las indicaciones de Harkle, colocó un pie sobre el primer tablón de madera del puente y se vio expelido de inmediato hacia atrás por una fuerza invisible.

—¡Dije por debajo del puente! —gritó Harkle, señalándolo con el dedo—. No podéis cruzar el río en esta dirección por encima del puente: éste se utiliza sólo en el camino de vuelta. No discutáis más y cruzadlo.

Wulfgar tenía sus dudas sobre un puente que no podía ver, pero no quería parecer cobarde ante sus amigos y el mago. Se situó junto al arco ascendente del puente y alzó un pie por fuera de la estructura de madera, intentando sentir el cruce invisible. No había más que aire, y el rugido del agua invisible justo por debajo de su pie, y titubeó.

—Sigue —lo instó Harkle.

Wulfgar se echó hacia adelante, preparándose para caer al agua, pero, para su sorpresa, no cayó hacia abajo.

¡Cayó hacia arriba!

—¡So! —gritó el bárbaro mientras se precipitaba hacia el puente, con la cabeza por delante. Permaneció allí tumbado durante largo rato, incapaz de mantenerse en pie, con la espalda apoyada en la parte baja del puente y mirando hacia abajo en vez de hacia arriba.

—¡Lo ves! —gritó el mago—. Por debajo del puente.

Drizzt fue el siguiente en pasar y se introdujo en la zona encantada con paso firme, para ir a aterrizar de pie junto a su amigo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—La carretera, amigo mío —gruñó Wulfgar—. Añoro la carretera y los orcos. Es más seguro.

Drizzt lo ayudó a incorporarse con gran dificultad, ya que la mente del bárbaro se resistía por completo a permanecer de pie debajo de un puente, con un arroyo invisible fluyendo por encima de su cabeza.

Bruenor también tenía cierto recelo, pero un empujón del halfling lo ayudó a dar el primer paso y pronto estaban los cuatro pisando la hierba del mundo natural en la orilla opuesta del río. Dos edificios se alzaban ante ellos y se encaminaron al más pequeño, que era el que les había indicado Harkle.

Una mujer envuelta en una túnica azul los recibió en la puerta.

—¿Cuatro? —se quejó—. Tendrían que haberme avisado de antemano.

—Harkle nos ha enviado —le explicó Regis—. No somos de por aquí, así que, por favor, perdona nuestra ignorancia de vuestras costumbres.

—Muy bien, entonces —repuso la mujer con aire ofendido—. Pasad. De hecho, estamos inusualmente desocupados para esta época del año. Estoy segura de que podré encontrar alojamiento para vuestros caballos. —Los condujo hasta la estancia principal del edificio, una habitación cuadrada cuyas paredes estaban cubiertas, desde el suelo hasta el techo, por jaulas tan diminutas que los caballos reducidos al tamaño de un gato apenas podían estirar las piernas. Muchas de ellas estaban ocupadas y las placas que había debajo indicaban que estaban reservadas a miembros especiales del clan de Harpell, pero la mujer encontró cuatro juntas y vacías, y colocó a los animales en su interior.

—Podéis venir a buscarlos cuando lo deseéis —les explicó, mientras les daba a cada uno la llave de la jaula en que estaba su montura. Se detuvo al llegar a Drizzt para estudiar sus atractivas facciones.

—¡Vaya! —exclamó, sin perder el tono de voz tranquilo y monótono—. ¡No sabía de tu llegada pero estoy segura de que muchos querrán tener audiencia contigo antes de que te vayas! Nunca habíamos visto a nadie como tú.

Drizzt asintió, pero no respondió. Cada vez se sentía más incómodo ante esa nueva clase de atenciones. De algún modo parecían degradarlo más que las amenazas de campesinos ignorantes. Sin embargo, comprendía aquella curiosidad y suponía que, como mínimo, les debía a los magos unas horas de conversación.

El Fuzzy Quarterstaff, situado en la parte posterior de la Mansión de Hiedra, era una estancia circular. La barra estaba colocada en el centro, como el eje de una rueda, y dentro de su extenso perímetro había otra habitación, cerrada y dispuesta a modo de cocina. Un hombre peludo, de brazos enormes y cabeza calva, pasaba incansablemente un paño por la superficie brillante de la barra, más para pasar el tiempo que para limpiar cualquier salpicón que pudiese haber.

En la parte de atrás, sobre una tarima alzada, un grupo de instrumentos tocaban por sí solos, guiados por los espasmódicos gestos de un mago de cabellos canos que empuñaba una varita mágica, vestido con pantalones negros y chaqueta también negra. Cuando los instrumentos llegaban a un crescendo, el mago apuntaba con su varita, chasqueando los dedos de la mano libre, y un estallido de chispas de colores emergía de las cuatro esquinas del local.

Los compañeros se sentaron en una mesa desde la cual podían ver al mago de la orquesta. De hecho, podían elegir ya que, por lo que parecía, eran los únicos clientes del local. Las mesas también eran circulares, de madera pulida, y en el centro de cada una de ellas había colocada una enorme gema verdosa con multitud de caras sobre un pedestal de plata.

—Es el lugar más extraño que he conocido —gruñó Bruenor, que se sentía incómodo desde la escena de debajo del puente pero que estaba resignado a la necesidad de hablar con los Harpell.

—Lo mismo digo —corroboró el bárbaro—. Y me gustaría irme pronto.

—Ambos os veis atrapados por la estrechez de miras de vuestras mentes —los reprendió Regis—. Un lugar como éste está creado para disfrutarlo…, y sabéis que no existe peligro alguno aquí. —Frunció el entrecejo cuando su mirada se topó con Wulfgar—. Al menos, no hay peligros serios.

—Longsaddle nos ofrece un merecido descanso —añadió Drizzt—. Aquí podemos trazar la ruta de la siguiente parte del viaje con tranquilidad y volver a coger la carretera descansados. Tardamos dos semanas en llegar desde el valle a Luskan y casi otra semana en llegar aquí. Todo ello sin descanso. La fatiga aturde los reflejos y da siempre ventaja a un guerrero entrenado. —Mientras hablaba, observaba en especial a Wulfgar—. Un hombre cansado comete errores y en estas tierras salvajes los errores son, en la mayoría de los casos, fatales.

—Así que relajémonos y disfrutemos de la hospitalidad de los Harpell —agregó Regis.

—De acuerdo —asintió Bruenor mientras echaba una ojeada a su alrededor—, pero hagamos que el descanso sea breve. Y, por cierto, ¿dónde demonios estará el camarero? ¿Acaso tenemos que servirnos comida y bebida nosotros mismos?

—Si deseas algo, pídelo —indicó una voz procedente del centro de la mesa. Wulfgar y Bruenor se pusieron de inmediato en pie, alertas. Drizzt percibió un destello de luz en el interior de la gema y estudió el objeto, adivinando enseguida lo ocurrido. Desvió la vista hacia el hombre que permanecía en la barra y que estaba de pie junto a una gema similar.

—Un artefacto de espionaje —explicó a sus amigos, quienes, en aquel momento, habían llegado a la misma conclusión y se sentían muy tontos apostados en el centro de una taberna vacía con las armas en la mano.

Regis inclinó la cabeza mientras sus hombros se agitaban por el ataque de risa.

—¡Bah! ¡Tú lo sabías todo! —protestó Bruenor—. Te estás divirtiendo a nuestra costa, Panza Redonda. Por lo que a mí respecta, empiezo a preguntarme si en nuestro grupo hay sitio para ti —le lanzó el enano a modo de advertencia.

Regis alzó la vista y al encontrarse con la mirada de su amigo enano, adoptó un tono de seriedad.

—¡Hemos caminado y cabalgado juntos durante más de seiscientos kilómetros! —replicó—. Nos hemos enfrentado al viento gélido, a incursiones de orcos, peleas y batallas con fantasmas. Permíteme que me divierta un rato. Si tú y Wulfgar aflojarais las correas de vuestras bolsas y observarais este lugar tal como es, tal vez podríais disfrutar de él como yo.

Wulfgar esbozó una sonrisa. Luego, de pronto, echó la cabeza hacia atrás y soltó un rugido, para expulsar toda su rabia y sus prejuicios, y de este modo aceptar el consejo del halfling y ver Longsaddle con una mente abierta. Hasta el mago de la orquesta detuvo su concierto para observar el espectáculo del tonificante grito del bárbaro.

Al terminar, Wulfgar se echó a reír. No con una risa entre dientes sino con un tormentoso torrente de carcajadas que emergía de su estómago y explotaba por su boca, abierta de par en par.

—¡Cerveza! —pidió Bruenor a la piedra preciosa. Casi de inmediato, un disco flotante de luz azul se deslizó por encima de la barra y les trajo cerveza fuerte suficiente para beber durante toda la noche. Pocos minutos después, todas las huellas de las tensiones sufridas en la carretera habían desaparecido y brindaban y bebían sus jarras con entusiasmo.

Únicamente Drizzt mantenía su actitud reservada, dando pequeños sorbos a la cerveza y con la mente alerta a su alrededor. No percibía ningún peligro directo en aquel lugar pero deseaba mantener el control contra la investigación inevitable de los magos.

Al poco rato, los Harpell y sus amigos empezaron a entrar a tropel en el Fuzzy Quarterstaff. Los compañeros eran los únicos recién llegados aquella noche y todos los comensales acercaban sus mesas a ellos, intercambiando historias de la carretera y brindando por una eterna amistad mientras tomaban una comida deliciosa. Luego, se colocaron junto a una cálida chimenea. Muchos de ellos, sobre todo Harkle, se pusieron a hablar con Drizzt y demostraron su interés por las ciudades oscuras de su gente, y el drow contestó a sus preguntas prácticamente sin reservas.

Luego llegó el momento de preguntar el motivo del viaje que había conducido a los viajeros hasta tan lejos. Bruenor fue el primero en sacar el tema y, tras subirse a una mesa, declaró:

—¡Mithril Hall, el hogar de mis padres, volverá a ser mío de nuevo!

La inquietud de Drizzt aumentó de repente. A juzgar por la reacción de los allí reunidos, el nombre de la tierra natal de Bruenor era conocido allí, o al menos su leyenda. El drow no temía que los Harpell pudieran tramar alguna acción malévola, pero no quería que el propósito de su viaje se propagara a sus espaldas o incluso los precediera en el siguiente trecho del camino. Otras personas podían estar interesadas en conocer la situación de la antigua fortaleza de los enanos, un lugar que aparecía en la leyenda como «las minas donde fluyen ríos de plata».

Drizzt llevó a Harkle a un lado.

—Se está haciendo tarde. ¿Podríamos encontrar alojamiento en el pueblo?

—Tonterías —replicó con aire ofendido—. Sois mis invitados y permaneceréis aquí. Las habitaciones ya están preparadas.

—¿Y cuál es el precio de todo esto?

Harkle apartó la bolsa que le tendía Drizzt.

—El precio en la Mansión de Hiedra es una historia o dos, y aportar algún interés a nuestra existencia. ¡Tú y tus amigos habéis pagado por un año o más!

—Gracias —contestó Drizzt—. Creo que ha llegado el momento de retirarnos a descansar. Hemos cabalgado durante mucho tiempo y el camino que nos queda es largo.

—Por cierto, respecto a ese camino, he concertado una entrevista con DelRoy, el Harpell más anciano que hay ahora en Longsaddle. Él, más que ninguno de nosotros, podrá ayudaros a encontrar vuestra ruta.

—¡Muy bien! —se alegró Regis, que se había inclinado hacia adelante para oír la conversación.

—Sin embargo, esa entrevista os costará un pequeño precio —dijo Harkle a Drizzt—. DelRoy desea mantener una audiencia privada contigo. Durante muchos años ha estado recabando información sobre los drow, pero por estas tierras se consigue muy poca.

—De acuerdo —contestó Drizzt—. Ahora será mejor que nos acostemos.

—Os enseñaré el camino.

—¿A qué hora nos hemos de reunir con DelRoy? —inquirió Regis.

—Por la mañana —contestó Harkle.

Regis se echó a reír y luego se inclinó sobre el otro extremo de la mesa, en el que Bruenor permanecía sentado, inmóvil, con una jarra en las manos y la mirada fija, sin parpadear. Regis le dio un ligero empujón y el enano cayó al suelo sin ni siquiera un gruñido de protesta.

—Sería mejor por la tarde —afirmó el halfling, mientras señalaba otra mesa, bajo la cual estaba tumbado Wulfgar.

Harkle observó a Drizzt.

—Por la tarde —aceptó—. Hablaré con DelRoy.

Los cuatro amigos pasaron el día siguiente recuperándose y disfrutando de las infinitas maravillas de la Mansión de Hiedra. Por la mañana temprano, Drizzt se retiró para mantener una conversación con DelRoy mientras Harkle ofrecía a los demás una visita por la enorme casa, que contenía una docena de salas de alquimia, habitaciones de espionaje, cámaras de meditación y varias salas de seguridad diseñadas especialmente para invocar a seres de otras esferas. Una estatua de un tal Matherly Harpell despertó sobre todo su interés, ya que la estatua era en realidad el propio mago. Una desafortunada mezcla de pociones lo había convertido literalmente en piedra.

Luego estaba también Bidderdoo, el perro de la familia, que en su día había sido un primo segundo de Harkle…, de nuevo una mala mezcla de pociones.

Harkle no guardaba secretos para sus invitados y les contaba la historia del clan, sus logros y sus errores, a menudo desastrosos. También les contó historias de las tierras que rodeaban Longsaddle, de los bárbaros uthgardts, los Ponis Celestiales que habían conocido, y de otras tribus que podían encontrarse en el camino.

Bruenor se alegraba de que aquel ambiente relajado les permitiera también obtener cierta información. Su objetivo le volvía una y otra vez a la mente durante todo el día y cuando pasaba el tiempo sin que consiguiera dar ni siquiera un pequeño paso hacia Mithril Hall, aunque fuera por un merecido descanso, sentía punzadas de culpabilidad.

«Tienes que desearlo con todo el corazón», se reprendía a menudo a sí mismo.

Pero Harkle le estaba proporcionando una orientación importante respecto a aquellas tierras que sin duda le sería útil durante los días venideros, y se sentía satisfecho cuando se sentó a comer en el Fuzzy Quarterstaff. Drizzt se unió a ellos allí, hosco y silencioso, y no abrió demasiado la boca cuando le preguntaron sobre su conversación con DelRoy.

—Piensa en la conversación que mantendremos todos —fue la respuesta del drow ante la insistencia de Bruenor—. DelRoy es un anciano instruido. Puede ser nuestra mayor esperanza para encontrar algún día la ruta hacia Mithril Hall.

La verdad es que Bruenor hacía ya rato que estaba pensando en esa entrevista.

Drizzt permaneció en silencio durante toda la comida, rememorando las historias e imágenes de su tierra natal que había explicado a DelRoy y recordando la belleza única de Menzoberranzan.

Y los corazones malévolos que la habían destrozado.

Poco rato después, Harkle llevó a Drizzt, Bruenor y Wulfgar a ver al mago… Regis había suplicado que lo dejaran quedarse en otra fiesta que se celebraba en la taberna en vez de ir a la entrevista. Encontraron a DelRoy en una pequeña y oscura sala iluminada con antorchas y observaron que la luz vacilante parecía incrementar el misterio del arrugado rostro del mago. Bruenor y Wulfgar estuvieron de inmediato de acuerdo con las observaciones que Drizzt había hecho de DelRoy, porque en las facciones de su rostro, tostado y reseco como el cuero, se distinguían con claridad décadas enteras de experiencia y de aventuras nunca narradas. Sin duda su cuerpo le estaba fallando ahora, pero el brillo de sus pálidos ojos traducía una profunda vida interior y no dejaba lugar a dudas sobre la claridad y agudeza de su mente.

Bruenor desplegó el mapa en la mesa circular que había en el centro de la estancia, junto a los libros y pergaminos que había traído DelRoy. El viejo mago lo estudió concienzudamente durante breves segundos, trazando con el dedo la ruta que había traído a los compañeros a Longsaddle.

—¿Qué recuerdas de tu tierra natal, enano? —preguntó—. ¿Algún paisaje en particular o poblaciones cercanas?

Bruenor sacudió la cabeza.

—Las imágenes que tengo en la mente son sólo de los altos muros y los talleres de trabajo, del tintineante sonido del hierro sobre el yunque. Sé que la huida de mi gente empezó en las montañas. Eso es todo.

—Las tierras del norte son muy extensas —señaló Harkle—. Muchos bosques extensos pueden albergar una fortaleza semejante.

—Ése es el motivo por el que Mithril Hall y toda la riqueza que, según dicen, encierra, nunca haya sido encontrado —contestó DelRoy.

—Y ése es nuestro dilema —intervino Drizzt—. Decidir dónde empezar a buscar.

—Ah, pero ya habéis empezado —contestó DelRoy—. Habéis hecho bien en venir tierra adentro. La mayoría de leyendas sobre Mithril Hall proceden de las tierras situadas al este de aquí, más lejos incluso de la costa. Parece evidente que vuestro objetivo está situado entre Longsaddle y el gran desierto, aunque no puedo saber si está hacia el norte o el sur. Habéis hecho bien.

Drizzt asintió y permaneció en silencio mientras el anciano mago continuaba examinando el mapa de Bruenor, marcando puntos estratégicos y buscando con frecuencia referencias en la pila de libros que había colocado en la mesa. Bruenor permanecía inmóvil junto a DelRoy, ansioso por encontrar algún indicio o revelación que les sirviera de ayuda. Por fortuna, los enanos eran tipos pacientes, una cualidad que hacía que sus trabajos de herrería fueran mejores que los del resto de razas, y Bruenor intentaba mantener la calma lo mejor que podía y no presionar al mago.

Poco rato después, una vez que DelRoy estuvo satisfecho del orden que había dado a toda la información pertinente, volvió a hablar.

—¿Dónde iríais ahora si yo no os ofreciera ningún consejo? —preguntó a Bruenor.

El enano volvió a observar su mapa, mientras Drizzt le echaba una ojeada por encima de su hombro, y trazó una línea con su dedo regordete. Observó a Drizzt con una mirada interrogativa cuando alcanzó un punto que habían estado comentando por el camino. El elfo oscuro asintió.

—La Ciudadela de Adbar —declaró, dando unos golpecitos con el dedo sobre el mapa.

—La fortaleza de los enanos —comentó DelRoy, a quien la elección no parecía sorprenderle—. Una buena decisión. El rey Harbromm y sus enanos podrán seros de gran ayuda. Han vivido allí, en las montañas de Mithril, durante incontables siglos. Sin duda alguna, Adbar existía ya antes de que los martillos de Mithril Hall entonaran la canción de los enanos.

—Entonces, ¿tú también nos recomiendas la Ciudadela de Adbar? —preguntó Drizzt.

—La elección es vuestra, pero es el mejor destino que puedo ofreceros —respondió DelRoy—. Sin embargo, el camino es largo, lo menos cinco semanas, suponiendo que todo vaya bien, cosa poco probable por la ruta oriental que pasa más allá de Sundabar. Aun así, podéis llegar allí antes de los primeros fríos de invierno, aunque dudo que consigáis información de Harbromm y podáis proseguir vuestro viaje antes de la primavera.

—Entonces la elección está hecha —declaró Bruenor—. ¡A Adbar!

—Hay algo más que debéis saber —dijo DelRoy—. Y ése será el verdadero consejo que os puedo dar: no desdeñéis las posibilidades que os ofrece el camino por la visión esperanzadora del final del recorrido. Hasta ahora, vuestra ruta ha seguido recorridos directos; primero, desde el valle del Viento Helado a Luskan, luego, desde Luskan hasta aquí. Aparte de monstruos, en ambos recorridos hay pocas cosas que puedan incitar a un viajero a apartarse de su camino. Pero en el viaje hacia Adbar, pasaréis por Luna Plateada, ciudad que posee una gran sabiduría y un gran patrimonio; y la dama Alustriel, y la Bóveda de los Sabios, la biblioteca más importante que existe en las tierras del norte. Muchos en esa culta ciudad podrán ofreceros más ayuda de la que puedo daros yo o incluso el rey Harbromm.

»Y, más allá de Luna Plateada, encontraréis Sundabar, que en otro tiempo fue también una fortaleza de enanos y que ahora dirige Helm, conocido por su amistad con los enanos. Sus lazos con tu raza son profundos, Bruenor, y siguen el rastro de muchas generaciones; lazos que tal vez lo unan incluso con tu propia gente.

—¡Posibilidades! —Harkle sonrió.

—Seguiremos tus sabios consejos, DelRoy —aseguró Drizzt.

—Por supuesto —añadió el enano, recobrando de nuevo el entusiasmo—. Cuando salimos del valle, no tenía ni idea de lo que haríamos en cuanto llegáramos a Luskan. Mi esperanza era seguir una ruta de conjeturas, la mitad de las cuales sabía que no me conducirían a nada. El halfling tuvo una gran idea en guiarnos hasta este lugar, porque aquí hemos podido volver a encontrar una pista, y una pista que nos conducirá a más pistas. —Echó una mirada al entusiasmado grupo que lo rodeaba: Drizzt, Harkle y DelRoy, y entonces divisó a Wulfgar, que permanecía todavía sentado inmóvil en su silla, con los brazos cruzados sobre el pecho, y que no aparentaba emoción alguna—. ¿Y tú muchacho? —le preguntó Bruenor—. ¿No tienes ninguna idea para compartir?

Wulfgar se inclinó hacia adelante y apoyó los codos sobre la mesa.

—No es mi búsqueda ni mi tierra —razonó—. Me limito a seguirte, seguro de que elegirás la ruta correcta.

»Y estoy contento por tu alegría y entusiasmo —añadió con calma.

Bruenor aceptó la explicación como completa y desvió la vista hacia DelRoy y Harkle para solicitar información concreta sobre la ruta que tenían por delante. Drizzt, en cambio, no pareció convencido de la sinceridad de la última frase de Wulfgar y, observando al joven bárbaro, percibió la mirada que éste estaba dirigiendo en aquel momento al enano.

¿Tristeza?

Pasaron dos días más de descanso en la Mansión de Hiedra, aunque Drizzt era asaltado constantemente por curiosos miembros de la familia Harpell que deseaban saber más detalles sobre su poco conocida raza. Aceptaba las preguntas con cortesía, comprendiendo su buena intención, e intentaba responderlas lo mejor que podía. Cuando, en la mañana del quinto día, Harkle los escoltó hasta la salida, estaban descansados y listos para continuar con su viaje. Harkle prometió ocuparse del regreso de los caballos a sus verdaderos dueños, diciendo que era lo menos que podía hacer por los extranjeros que tanto interés habían despertado en la ciudad.

En realidad, eran los amigos quienes habían salido más beneficiados de su estancia. DelRoy y Harkle les habían proporcionado información valiosa y, lo que era tal vez más importante, les habían devuelto sus esperanzas en la búsqueda. Aquella última mañana, Bruenor se había levantado antes del alba, con un torrente de adrenalina fluyendo por sus venas al pensar en volver de nuevo a la carretera ahora que tenía un lugar adonde encaminar sus pasos.

Se alejaron de la mansión tras despedirse de todo el mundo e intercambiar miradas de tristeza, incluido Wulfgar, que había llegado allí tan convencido de su antipatía por los magos.

Cruzaron por encima del puente, se despidieron de Chardin, que estaba tan absorto en sus meditaciones sobre el arroyo que ni se dio cuenta, y pronto descubrieron que el edificio situado al lado del establo en miniatura era una granja experimental.

—¡Cambiará la faz de la tierra! —les aseguró Harkle mientras se desviaban hacia el edificio para verlos más de cerca. Drizzt adivinó lo que quería decir con esas palabras antes incluso de entrar, en cuanto oyó los balidos agudos y los gorjeos que parecían grillos. Al igual que el establo, la granja estaba constituida por una sola habitación, aunque faltaba parte del techo y un sector de la estancia era como un campo abierto encerrado entre paredes. Vacas y ovejas del tamaño de gatos pastaban por doquier mientras que pollos del tamaño de ratones silvestres corrían por entre las delgadas patas de los animales.

—Por supuesto, ésta es la primera temporada y no hemos visto todavía los resultados —les explicó Harkle—, pero esperamos obtener una buena producción, teniendo en cuenta la escasez de recursos empleados.

—Eficacia —se rio Regis—. Menos pienso, menos espacio y, en un abrir y cerrar de ojos, los podéis convertir a su tamaño real antes de coméroslos.

—Exacto —corroboró Harkle.

A continuación fueron al establo y Harkle escogió monturas de calidad para ellos: dos caballos y dos ponis. Les explicó que eran regalos y que no debían devolverlos mientras los necesitasen.

—Es lo menos que podemos hacer por contribuir en una búsqueda tan noble —aseguró Harkle con una ligera reverencia para atajar las protestas de Bruenor y Drizzt.

El camino descendía serpenteando por la pendiente de la colina. Harkle permaneció en pie un instante frotándose la barbilla, con una expresión confusa en el rostro.

—Es el sexto poste —se dijo a sí mismo—. Pero ¿de la izquierda o de la derecha?

Un hombre que trabajaba sobre una escalera (otra cosa curiosa: ver una escalera que se alzaba por encima de los barrotes de la cerca y que se apoyaba en medio del aire contra el extremo superior del muro invisible) vino en su ayuda.

—¿Lo has vuelto a olvidar? —dijo con una risita, señalando la baranda de uno de los lados—. El sexto poste a mano izquierda.

Harkle se encogió de hombros incomodado y siguió adelante.

Los compañeros observaron al trabajador con curiosidad mientras acababan de descender la colina, con las monturas todavía debajo del brazo. Tenía un balde y varios trapos, y estaba limpiando unas manchas de color rojizo que habían aparecido sobre el muro invisible.

—Pájaros de vuelo bajo —les explicó Harkle con aire abatido—. Pero no temáis: Regweld está trabajando en el problema en este preciso momento.

»Bueno, hemos llegado al final de nuestro encuentro, aunque pasarán muchos años antes de que seáis olvidados en la Mansión de Hiedra. La carretera os conducirá directamente al pueblo de Longsaddle. Allí podréis reabastecer vuestras provisiones…, ya está todo arreglado.

—Mi más sincero agradecimiento a ti y a los tuyos —dijo Bruenor con una profunda reverencia—. Estoy convencido de que Longsaddle ha sido un punto brillante en un camino fatigoso.

Los demás se unieron también a su agradecimiento.

—Buen viaje, compañeros de Hall —se despidió Harkle—. Los Harpell esperan ver alguna pequeña muestra cuando encontréis por fin Mithril Hall y encendáis de nuevo las antiguas forjas.

—¡El tesoro de un rey! —le aseguró Bruenor antes de partir.

Antes de mediodía, habían pasado ya los límites de Longsaddle y cabalgaban al trote con las bolsas llenas de provisiones.

—Bueno, ¿qué prefieres, elfo? —preguntó Bruenor a última hora de la tarde de aquel mismo día—. ¿Los pinchazos de la lanza de un soldado loco o los fisgoneos de un mago maravilloso?

Drizzt rio entre dientes a la defensiva mientras pensaba en la pregunta. Longsaddle había sido diferente de cualquier otro lugar en el que hubiera estado, pero, aun así, la diferencia no era tan grande. En cualquier caso, su color lo señalaba como algo curioso y, en realidad, no era la hostilidad con que lo trataban normalmente lo que le molestaba, sino el hecho de que le recordaran que siempre sería distinto.

Sólo Wulfgar, que cabalgaba a su lado, oyó el murmullo que emitió como respuesta.

—La carretera.