Daga y báculo
Entreri permanecía de pie sobre una colina a pocos kilómetros de distancia de la Ciudad de los Veleros, delante de una pequeña hoguera de campamento. Regis y sus amigos habían utilizado aquel mismo lugar para realizar su última parada antes de entrar en Luskan y, de hecho, el fuego del asesino estaba colocado sobre el mismo hoyo. Aquello no era una coincidencia. Entreri había seguido paso a paso todos los movimientos del grupo del halfling desde que había encontrado su rastro al sur de la Columna del Mundo. Pensaba imitar todos sus movimientos, con la intención de comprender mejor sus acciones.
Pero ahora, a diferencia del grupo que seguía, los ojos de Entreri no estaban fijos en la muralla de la ciudad, ni siquiera observaba Luskan. Varias hogueras se habían encendido aquella noche en la ruta que seguía hacia el norte, de regreso a Diez Ciudades. No era la primera vez que veía aparecer esas hogueras a sus espaldas y el asesino presentía que también a él lo perseguían. Había aminorado su frenético paso, suponiendo que podría despejar el camino a sus espaldas mientras los compañeros llevaban a cabo el asunto que los había traído a Luskan. Deseaba alejar todo peligro posible de sus espaldas antes de concentrarse en tender una trampa al halfling. Incluso había llegado a dejar signos evidentes de su paso, con la intención de que sus perseguidores se acercaran a él.
Agitó las ascuas de la hoguera y volvió a montar en su caballo, pues prefería encontrarse con una espada frente a frente que con una daga en la espalda.
Empezó a cabalgar con seguridad en la oscuridad. Aquélla era la mejor hora del día para él, pues cada nueva sombra significaba una ventaja para quien vivía siempre entre sombras.
Antes de medianoche, ató su caballo, pues estaba lo suficientemente cerca de las hogueras como para hacer el resto del camino a pie. Ahora se daba cuenta de que se trataba de una caravana mercante, cosa bastante habitual en la ruta hacia Luskan en aquella época del año. De cualquier manera, presentía que aquella caravana encerraba un peligro para él. Los años de experiencia habían agudizado su instinto de supervivencia y era demasiado listo como para ignorarlo.
Reptó por el suelo, buscando el punto por el que pudiese mirar a través del círculo de carromatos. Los mercaderes solían apostar a muchos guardias alrededor del perímetro de sus campamentos e incluso los caballos presentaban un problema, ya que solían mantenerlos atados junto a los arreos.
Aun así, el asesino no había hecho el viaje en vano. Había llegado hasta allí y pensaba descubrir el propósito de quienes lo seguían. Reptando por el suelo, empezó a recorrer el perímetro del campamento más allá del círculo defensivo. Iba con tanto sigilo que ni siquiera un oído aguzado podría haber detectado su presencia. Pasó por el lado de dos guardias que jugaban a los dados y luego se introdujo por debajo de los caballos. Las bestias bajaron las orejas asustadas, pero permanecieron quietas.
Cuando llevaba ya recorrido la mitad del círculo, casi convencido de que aquélla era una caravana mercante normal, y se disponía a perderse de nuevo en la noche, oyó una voz femenina que le resultó familiar.
—Dijiste que habías visto un punto de luz en la distancia.
Entreri se detuvo, al reconocer la voz.
—Sí, allí —respondió el hombre.
Entreri se deslizó entre los dos carromatos siguientes y echó una ojeada por el lado. El hombre y la mujer permanecían a unos metros de distancia, detrás del siguiente carromato, y observaban la oscuridad en la dirección en que estaba su campamento. Ambos iban vestidos para la batalla y la mujer sostenía su espada con facilidad.
—Te he subestimado —musitó Entreri para sus adentros al ver a Catti-brie. La daga de pedrería estaba ya en sus manos—. Un error que no volverá a repetirse —añadió, mientras se agachaba y buscaba el camino para llegar a su objetivo.
—Has sido bueno conmigo al traerme hasta aquí —dijo la muchacha—. Estoy en deuda contigo, así como también lo estarán Regis y los demás.
—Entonces, cuéntame, ¿por qué tienes tanta prisa? —insistió el hombre.
Catti-brie intentó no asustarse al pensar en el asesino. Aún no había conseguido superar el terror que había sentido aquel día en la casa del halfling, y sabía que no podría hacerlo hasta haber vengado las muertes de sus dos amigos enanos y haber resuelto su propia humillación. Apretó con fuerza los labios y permaneció en silencio.
—Como quieras —aceptó el hombre—. No dudamos de que tendrás razones que justifiquen este viaje. Si parecemos pesados es únicamente por nuestro deseo de ayudarte en todo lo que podamos.
Catti-brie se volvió hacia él con una sincera sonrisa de agradecimiento en los labios. Ya habían dicho todo lo que tenían que decir y ambos permanecieron observando el horizonte vacío en silencio.
Silenciosa, también, era la proximidad de la muerte.
Entreri salió de pronto de debajo del carromato y se situó entre los dos. Con una mano, cogió a Catti-brie por el cuello con la suficiente firmeza como para impedirle gritar, y, con la otra, silenció al hombre para siempre con su daga.
Al mirar por encima del hombro de Entreri, Catti-brie observó la mueca de horror que había quedado impresa en el rostro de su compañero, pero no comprendió cómo no había podido soltar un grito, ya que no tenía la boca tapada.
Entreri se echó un poco hacia atrás y, entonces, comprendió. Únicamente era visible la empuñadura de pedrería de la daga, hundida en la parte baja de la barbilla del hombre. La delgada hoja se había introducido en el cerebro del hombre antes de que éste pudiera ni siquiera darse cuenta del peligro.
Entreri utilizó el mango de la daga para tumbar despacio al hombre en el suelo y, luego, la extrajo.
Una vez más, la mujer se encontró paralizada ante el horror de Entreri. Sentía que debía echar a correr y alertar a todo el campamento, aunque estaba segura de que él la mataría. O, tal vez, debería utilizar su propia espada e intentar al menos oponer resistencia. En cambio, observó impotente cómo Entreri extraía su propia daga de su cinturón y, haciendo que se inclinara con él hacia el suelo, la introducía en la herida mortal del hombre.
Entonces, el hombre le quitó la espada y la empujó bajo el carromato para hacerla salir del perímetro del campamento.
«¿Por qué no puedo gritar?», se repetía una y otra vez, pues el asesino, confiando en el terror que le inspiraba, ni siquiera le tapaba la boca mientras se adentraban en la oscuridad. Él sabía, y ella tenía que admitírselo a sí misma, que no estaba dispuesta a perder la vida con tanta facilidad.
Al fin, cuando estaban ya a suficiente distancia del campamento, el hombre la hizo girar hasta situarla frente a él… y a la daga.
—¿Me seguirás? —preguntó, con una carcajada—. ¿Qué más puedes hacer?
Catti-brie no respondió, pero sintió que volvían parte de sus fuerzas, al igual que también lo percibió el asesino.
—Si chillas, te mataré —declaró sencillamente—. Y, luego, te doy mi palabra que volveré al campamento y mataré a todos los mercaderes.
Catti-brie lo creía.
—Viajo a menudo con los mercaderes —mintió la muchacha, intentando que no le temblara la voz—. Es uno de mis deberes como soldado de Diez Ciudades.
Entreri volvió a soltar una carcajada y observó a la lejanía con aire reflexivo.
—Tal vez eso juegue a mi favor —resonó en voz alta, mientras empezaba a esbozar un plan.
Catti-brie estudió su rostro, inquieta por la posibilidad de que su excursión causara daño a sus amigos.
—No te mataré… por ahora —le dijo—. Cuando encontremos al halfling, sus amigos no lo defenderán. Gracias a ti.
—No haré nada por ayudarte —le espetó Catti-brie—. ¡Nada!
—Precisamente —siseó Entreri—. No tendrás que hacer nada. En cualquier caso, nada podrías hacer con una daga en el cuello… —le colocó el arma en la garganta a modo de broma malsana—… , acariciando tu piel de seda. Cuando acabe con mi tarea, muchacha valiente, me iré y tú quedarás con tu vergüenza y tu culpabilidad. ¡Y con las explicaciones a los mercaderes que creen que asesinaste a su compañero!
En realidad, Entreri no creía ni por un momento que ese simple truco con la daga de Catti-brie engañara a los mercaderes. No era más que un arma psicológica destinada a la joven y diseñada para inculcar una nueva duda e inquietud en la confusión de emociones de su mente.
Catti-brie no respondió a las palabras del asesino con ningún signo de emoción en el rostro. «No —se dijo a sí misma—, no ocurrirá así».
Pero en lo más profundo de su alma no podía dejar de preguntarse si su determinación no estaba sólo enmascarando su miedo, su propia creencia de que una vez más se vería inmersa en el terror de la presencia de Entreri y que toda la escena sucedería tal como él auguraba.
Jierdan encontró el campamento sin gran dificultad. Dendybar había utilizado su magia para seguir el rastro del misterioso jinete desde las montañas y había indicado al soldado la dirección correcta.
Tenso y con la espada en la mano, Jierdan se acercó al claro. El lugar estaba desierto, pero dedujo que desde hacía poco rato. Incluso a unos metros de distancia, el soldado de Luskan podía sentir la calidez de las brasas que se extinguían. Agachándose para confundir su silueta con la línea del horizonte, reptó por el suelo en dirección a un fardo y extendió su contenido al lado de la hoguera.
Entreri cabalgaba de regreso al campamento con gran lentitud, consciente de que lo que había dejado podía haber atraído a algún visitante. Catti-brie estaba sentada delante de él, atada y amordazada, aunque ella misma estaba convencida, para su propio disgusto, que el terror que sentía hacía innecesarias las ataduras.
El cauteloso asesino se dio cuenta de que alguien se había introducido en el campamento mucho antes de llegar allí. Desmontó del caballo e hizo bajar también a su prisionera.
—Es un corcel nervioso —le dijo a Catti-brie, recreándose complacido con la macabra advertencia mientras ataba a la muchacha a las patas traseras del animal—. Si intentas huir, te matará a coces.
Luego, desapareció, perdiéndose en la noche como si fuera una prolongación de la oscuridad.
Jierdan lanzó el fardo al suelo, frustrado porque su contenido eran sólo utensilios normales para viajes y no revelaban nada sobre su propietario. El soldado era veterano de muchas campañas y había derrotado a hombres y a orcos en multitud de ocasiones, pero ahora se sentía nervioso, porque presentía algo anormal, y mortífero, respecto al jinete. Un hombre con la valentía suficiente para viajar solo por aquella ruta salvaje desde Diez Ciudades no podía ser un aprendiz en las artes de la batalla.
Así pues, Jierdan se sobresaltó, pero no se sorprendió, cuando el filo de un cuchillo se posó en el vulnerable hueco de su nuca, justo debajo de la base del cráneo. No se movió ni pronunció palabra alguna, confiando en que el jinete pediría una explicación antes de hundir el arma en el blanco.
Entreri advirtió enseguida que habían revuelto su bolsa, pero al reconocer el uniforme de piel supo que aquel hombre no era un ladrón.
—Estamos fuera de los límites de tu ciudad —declaró, sosteniendo con firmeza el cuchillo—. ¿Qué asunto te trae por mi campamento, soldado de Luskan?
—Soy Jierdan, de la puerta del norte —contestó—. He venido a buscar a un jinete que procede del valle del Viento Helado.
—¿Qué jinete?
—Tú.
Entreri se quedó atónito e incómodo ante la respuesta del soldado. ¿Quién había enviado a aquel hombre y cómo había sabido dónde buscar? El primer pensamiento que acudió a su mente fue que lo enviaba el grupo de Regis. Tal vez el halfling se las había arreglado para buscar ayuda de la guardia de la ciudad. Entreri volvió a guardar la daga en su funda, seguro de que podría sacarla a tiempo para frustrar cualquier ataque.
Jierdan comprendió también la tranquila seguridad de aquel gesto y todos los pensamientos que pudiera tener de atacar a aquel hombre desaparecieron de su mente.
—Mi maestro desea que le concedas audiencia —dijo, creyendo que era mejor explicarse por completo—. Un encuentro que será para vuestro mutuo beneficio.
—¿Tu maestro?
—Un ciudadano de alta posición —se limitó a explicar Jierdan—. Se ha enterado de tu llegada y cree que puede ayudarte en tu búsqueda.
—¿Qué sabe él de este asunto? —le espetó Entreri, enojado por que alguien se hubiera atrevido a espiarlo. Sin embargo, al mismo tiempo se sentía aliviado, porque la intervención de otra estructura de poder de la ciudad explicaba muchas cosas y probablemente eliminaba la suposición lógica de que el halfling estaba detrás de ese encuentro.
Jierdan se encogió de hombros.
—No soy más que su mensajero, aunque también puedo serte útil a ti… en la puerta de la muralla.
—Maldita sea la puerta —respondió Entreri—. Tomaré el camino más fácil. Es la ruta más directa a los lugares que busco.
—Aun así, conozco esos lugares y a la gente que los controla.
La daga volvió a emerger y se detuvo a un milímetro de la garganta de Jierdan.
—Sabes muchas cosas, pero das pocas explicaciones. Participas en juegos peligrosos, soldado de Luskan.
Jierdan no parpadeó.
—Cuatro héroes de Diez Ciudades llegaron a Luskan hace cinco días: un enano, un halfling, un bárbaro y un elfo oscuro. —Ni siquiera Artemis Entreri pudo disimular un parpadeo de excitación al confirmarse sus sospechas, y Jierdan lo advirtió enseguida—. No conozco su localización exacta pero sé en qué zona se esconden. ¿Te interesa?
El cuchillo volvió de nuevo a su funda.
—Espera aquí —le ordenó Entreri—. Tengo un compañero que viajará con nosotros.
—Mi maestro dijo que viajabas solo —titubeó Jierdan.
La malvada mueca de Entreri hizo estremecer a Jierdan.
—La compré, es mía y eso es todo lo que necesitas saber.
Jierdan no insistió sobre el tema, pero un suspiro de alivio resonó en el aire cuando Entreri desapareció de su vista.
Catti-brie cabalgó hacia Luskan. No estaba atada ni amordazada, pero el control de Entreri sobre ella continuaba siendo total. La advertencia que le había hecho en el campo, cuando regresó en su busca, había sido breve e inequívoca.
—Un movimiento en falso y morirás, pero morirás sabiendo que el enano, Bruenor, sufrirá las consecuencias de tu insolencia.
El asesino no había dicho nada más a Jierdan sobre ella, y el soldado no se atrevió a preguntar, a pesar de que aquella mujer lo intrigaba profundamente. Aun así, sabía que Dendybar encontraría las respuestas.
Entraron en la ciudad a última hora de la mañana, bajo la recelosa mirada del guardián de día de la Puerta Norte. Le había costado a Jierdan una semana de paga el que los dejara entrar y sabía que aquella noche, cuando regresara, el precio se habría incrementado, ya que el trato original con el guardián de día permitía el paso de un intruso: en ningún momento se había hablado de la mujer. Sin embargo, como sus acciones atraerían para sí el favor de Dendybar, el soldado consideraba que valía la pena pagar el precio.
De acuerdo con las normas de la ciudad, dejaron los caballos en el establo situado junto a la muralla y Jierdan condujo a Entreri y Catti-brie a través de las calles de la Ciudad de los Veleros. Pasaron junto a los mercaderes y vendedores de ojos soñolientos que habían salido antes del alba y se introdujeron en el corazón de la ciudad.
El asesino no se sorprendió en absoluto cuando, una hora más tarde, llegaron a una espesa arboleda de pinos. Desde el comienzo había sospechado que Jierdan estaría de algún modo ligado a ese lugar. Pasaron a través de un pequeño sendero y se detuvieron ante el edificio más alto de la ciudad: la Torre de Huéspedes del Arcano.
—¿Quién es tu maestro? —preguntó Entreri de modo terminante.
Jierdan rio entre dientes, con los nervios alterados al divisar la torre de Dendybar.
—Pronto lo conocerás.
—Debo saberlo ahora —gruñó Entreri—. O no accederé a verlo. Ya estoy en la ciudad, soldado, y no necesito tus servicios por más tiempo.
—Puedo hacer que los guardias te expulsen —le replicó Jierdan—. O cosas todavía peores.
Pero Entreri rebatió con facilidad sus amenazas.
—Nunca podrían encontrar los restos de tu cuerpo —prometió, y la seguridad que traducía su tono de voz hizo palidecer a Jierdan.
Catti-brie escuchaba la conversación con algo más que una inquietud pasajera por el soldado, preguntándose si llegaría pronto el momento en que pudiera explotar la naturaleza desconfiada de sus raptores en beneficio propio.
—Sirvo a Dendybar el Moteado, Dueño de la Espiral del Norte —declaró Jierdan, recobrando parte de su fortaleza al nombrar a su poderoso mentor.
Entreri había oído el nombre con anterioridad. La Torre de Huéspedes era un tópico en los rumores que circulaban por la ciudad de Luskan y las cercanías, y el nombre de Dendybar el Moteado aparecía a menudo en las conversaciones. Todos coincidían en describir al mago como un hombre ambicioso que ansiaba el poder en la torre y que poseía un lado oscuro y siniestro que le permitía obtener lo que deseaba. Era peligroso, pero podía convertirse en un poderoso aliado en potencia. Entreri asintió complacido.
—Ahora, llévame a él —le dijo a Jierdan—. Veremos si podemos hablar de negocios o no.
Sydney los estaba esperando en el vestíbulo de la Torre de Huéspedes para guiarlos hasta el mago. Sin presentarse ni pedir que ellos lo hicieran, los condujo a través de enrevesados pasillos y puertas secretas hasta la sala de audiencias de Dendybar el Moteado. El mago los estaba esperando allí, vestido con sus mejores galas y con un exquisito almuerzo ante él.
—Saludos, viajero —dijo Dendybar, tras los incómodos aunque necesarios instantes de silencio mientras las dos partes se medían entre sí—. Soy Dendybar el Moteado, como ya sabes. ¿Os gustaría a ti y a tu encantadora acompañante compartir el almuerzo conmigo?
Su tono de voz áspera hizo estremecer a Catti-brie y, aunque no había probado bocado desde la cena del día anterior, la extraña hospitalidad de aquel hombre le quitó al instante el apetito.
Entreri la empujó hacia adelante.
—Come —ordenó.
Catti-brie era consciente de que Entreri los estaba poniendo a prueba, tanto a ella como al mago, pero creyó que había llegado el momento de poner también a prueba al asesino.
—No —respondió, mirándolo directamente a los ojos.
El bofetón la hizo caer al suelo. Jierdan y Sydney tuvieron el reflejo de ir a ayudarla, pero, al ver que Dendybar no se inmutaba, dieron un paso atrás y se quedaron a la expectativa. Catti-brie se alejó del asesino y permaneció agachada, a la defensiva.
Dendybar sonrió al asesino.
—Has respondido a varias de mis preguntas sobre la muchacha —declaró, con una sonrisa divertida—. ¿Con qué propósito la llevas contigo?
—Tengo mis razones —fue la única respuesta de Entreri.
—Por supuesto. ¿Podría saber tu nombre?
La expresión de Entreri no varió un ápice.
—Sé que buscas a los cuatro compañeros de Diez Ciudades —prosiguió Dendybar, cambiando de mala gana de tema—. Yo también los busco, aunque estoy seguro de que por motivos diferentes.
—No sabes nada sobre mis motivos —replicó Entreri.
—Ni me importan —rio el mago—. Podemos ayudarnos mutuamente para alcanzar nuestros objetivos. Eso es todo lo que me interesa.
—Yo no he pedido ayuda.
Dendybar volvió a echarse a reír.
—Son un grupo poderoso, jinete. Los subestimas.
—Tal vez —respondió Entreri—, pero me has pedido que te explique mi objetivo sin contarme tú el tuyo. ¿Por qué está interesada la Torre de Huéspedes por los viajeros de Diez Ciudades?
—Es una pregunta justa —contestó Dendybar—, pero debo esperar hasta que se formalice nuestro acuerdo antes de darte una respuesta.
—La preocupación no me quitará el sueño.
El mago volvió a soltar una carcajada.
—Quizá cambies de opinión antes de que todo esto termine. Por ahora, te ofreceré una muestra de buena voluntad. Los viajeros están en la ciudad, en la zona de los muelles. Debían pernoctar en una taberna llamada Cutlass. ¿La conoces?
Entreri asintió, muy interesado ahora por las palabras del mago.
—Pero los hemos perdido en los callejones de la parte oeste de la ciudad —explicó Dendybar, lanzando una mirada a Jierdan que hizo que el soldado se moviera incómodo.
—¿Y cuál es el precio de la información? —preguntó Entreri.
—Ninguno —respondió el mago—. El decírtelo me es útil para mi propia causa. Tú conseguirás lo que quieres, y de mi objetivo, ya me encargaré yo.
Entreri sonrió, comprendiendo que Dendybar pretendía utilizarlo como sabueso para encontrar la presa.
—Mi aprendiz te indicará el camino de salida —dijo Dendybar, mientras hacía un gesto a Sydney.
Entreri dio media vuelta para partir, no si antes intercambiar una mirada con Jierdan.
—Cuidado con interferir en mi camino, soldado —le advirtió el asesino—. Los buitres comen después que el felino ha saciado su hambre.
—Cuando me haya conducido al drow, le cortaré el cuello —gruñó Jierdan en cuanto la puerta se cerró tras ellos.
—Mantente alejado de ese tipo —le ordenó Dendybar.
Jierdan lo observó, incrédulo.
—Pero querrás que lo vigilemos.
—En efecto —admitió Dendybar—. Pero lo hará Sydney, no tú. Controla tu rabia —le advirtió al ver cómo fruncía el entrecejo—. Yo protejo tu vida. Tu orgullo es grande y tu habilidad te ha otorgado una buena reputación, pero ese hombre está por encima de tus posibilidades. Te cortaría el cuello con su daga antes de que notaras siquiera su presencia.
En el exterior, Entreri condujo a Catti-brie fuera de la Torre de Huéspedes sin decir palabra, reflexionando sobre el encuentro, ya que era consciente de que ésa no sería la última vez en que vería a Dendybar y a su cohorte.
Catti-brie también se alegraba de ir en silencio, sumida en sus propias meditaciones. ¿Por qué andaría buscando un mago de la Torre de Huéspedes a Bruenor y a sus amigos? ¿Podría ser quizá venganza por Akar Kessell, el mago loco que sus amigos habían ayudado a derrotar el invierno pasado? Desvió la vista hacia atrás para observar la estructura con forma de árbol y luego hacia el asesino que caminaba a su lado; estaba confusa y horrorizada por la atención que habían atraído sus amigos.
Luego, desvió la mirada hacia su propio corazón para reafirmar su espíritu y su valentía. Drizzt, Bruenor, Wulfgar y Regis iban a necesitar ayuda antes de que todo esto acabara. No podía fallarles.