Ponis Celestiales
Bárbaros de cabellos negros, gritando en el fragor de la batalla, irrumpieron en el claro y Drizzt se dio cuenta de inmediato de que aquellos fornidos guerreros eran las formas que había visto moverse en el campo, tras las figuras de los orcos, pero todavía no podía estar seguro de su lealtad.
Fueran cuales fuesen su propósitos, su llegada sembró el terror en los orcos que permanecían todavía en pie. Los dos que luchaban contra Drizzt perdieron todo interés en la batalla y un súbito cambio en su actitud reveló su deseo de dejar el conflicto y salir huyendo. Drizzt los dejó marchar, convencido de que tampoco llegarían muy lejos y presintiendo que sería una gran idea que también él desapareciese de la vista.
Los orcos salieron huyendo, pero sus perseguidores los pillaron pronto y se enfrascaron en otra batalla detrás de unos árboles. Con mucho más sigilo, Drizzt trepó sin que lo advirtieran al árbol donde había dejado su arco.
Wulfgar, por su parte, no podía reprimir con tanta facilidad su ansia de batalla. Con dos de sus amigos fuera de combate, su sed de sangre de orco era insaciable y el nuevo grupo que se había unido a la batalla gritaba el nombre de Tempos, su propio dios de la guerra, con un fervor que no podía pasar por alto. Distraídos por los súbitos acontecimientos que se sucedían alrededor, el círculo de orcos que rodeaba a Wulfgar se rompió y el bárbaro no dudó un instante en atacar con todas sus fuerzas.
Uno de los orcos desvió un momento la vista y Aegis-fang se incrustó en su rostro antes de que los ojos volvieran a concentrarse en la pelea. Wulfgar se coló por el hueco que habían dejado en el círculo, empujando a un segundo orco a su paso. Cuando la criatura tropezaba en su intento de volverse y preparar sus defensas, el poderoso bárbaro lo tumbó de un golpe. Los dos orcos restantes dieron media vuelta y salieron huyendo, pero Wulfgar estaba justo a sus espaldas. Lanzó el martillo, que acabó al instante con la vida de uno, y, arrojándose sobre el otro, lo tumbó al suelo bajo su cuerpo y le quitó la vida con las manos desnudas.
Cuando hubo terminado, tras escuchar el crujido final del cuello, Wulfgar recordó la situación en que se encontraban él y sus amigos. De un salto se puso en pie y reculó, situándose de espaldas a un grupo de árboles.
Los bárbaros de cabellos negros se mantenían a cierta distancia, impresionados por su destreza, pero Wulfgar no estaba seguro de cuáles eran sus intenciones. Echó una ojeada a su alrededor en busca de sus amigos. Regis y Bruenor yacían juntos cerca del lugar donde habían estado atados los caballos, pero no podía apreciar si estaban vivos o muertos. No había señales de Drizzt, pero hasta sus oídos llegaba el ruido de una batalla que se sucedía al otro extremo del grupo de árboles.
Los guerreros se agruparon en semicírculo a su alrededor, obstruyéndole todas las posibles vías de escape, pero, de pronto, se detuvieron, al ver que Aegis-fang retornaba de forma mágica a las manos de Wulfgar.
No podía ganar en una lucha tan desigual, pero ese pensamiento no lo descorazonó. Moriría luchando, como un verdadero guerrero, y su muerte sería recordada. Si los guerreros de cabellos negros se abalanzaban sobre él, sabía que muchos de ellos no volverían a ver a sus familias. Afianzó los pies en el suelo y sujetó con firmeza el martillo de guerra.
—¡Acabemos de una vez! —gritó en la oscuridad.
—¡Espera! —susurró una voz, suave pero imperiosa, desde algún lugar en lo alto. Wulfgar reconoció de inmediato a Drizzt y aflojó la presión con que sujetaba el arma—. ¡Mantén tu honor pero piensa que hay más vidas en juego aparte de la tuya!
Wulfgar comprendió que Regis y Bruenor debían de estar todavía vivos, así que dejó caer el arma al suelo y se dirigió a los guerreros.
—Bienvenidos seáis.
Los hombres no respondieron, pero uno de ellos, casi tan alto y corpulento como Wulfgar, se separó de la fila y se acercó hasta situarse frente a él. Llevaba el pelo recogido en una única trenza, que le colgaba por un lado del rostro y llegaba hasta los hombros. Llevaba las mejillas pintadas de blanco con la imagen de dos alas. La dureza de su cuerpo y la firmeza que denotaban sus rasgos revelaban que había llevado una vida salvaje y, a no ser por sus cabellos, de color negro como ala de cuervo, Wulfgar hubiera pensado que se trataba de un miembro de las tribus del valle del Viento Helado.
El hombre de cabellos oscuros reconoció de forma similar a Wulfgar, pero, como estaba mejor informado de las estructuras de la sociedad en las tierras del norte, no pareció tan sorprendido por las similitudes.
—Tú eres del valle —dijo de una forma imperfecta de la lengua común—. Más allá de las montañas, donde sopla el viento frío.
Wulfgar asintió.
—Soy Wulfgar, hijo de Beornegar, de la tribu del Alce. Compartimos los mismos dioses, porque yo también invoco a Tempos para que me dé fuerza y coraje.
El hombre de cabellos oscuros observó a los orcos caídos alrededor.
—El dios escucha tus invocaciones, guerrero del valle.
Wulfgar alzó la barbilla con orgullo.
—También compartimos el mismo odio por los orcos —declaró—, pero no sé nada de ti ni de tu gente.
—Ya aprenderás —respondió el hombre de cabellos oscuros. Alzó el brazo y señaló el martillo de guerra. Wulfgar se irguió con firmeza, pues no tenía intención de rendirse, por muy numerosos que fueran. El hombre de cabellos oscuros desvió la vista atrayendo la mirada de Wulfgar; dos guerreros habían recogido a Bruenor y Regis y se los habían cargado a la espalda, mientras otros iban recogiendo los caballos desperdigados.
—El arma —ordenó el hombre de cabellos oscuros—. Estás en nuestras tierras sin nuestro permiso, Wulfgar, hijo de Beornegar. El precio de ese crimen es la muerte. ¿Deseas ver cómo ajusticiamos a tus pequeños amigos?
Un Wulfgar más joven habría atacado en aquel momento, maldiciéndolos a todos en un impulso de rabia gloriosa, pero Wulfgar había aprendido mucho de sus nuevos amigos, en especial de Drizzt. Sabía que Aegis-fang volvería a sus manos en cuanto la llamara y sabía, también, que Drizzt no iba a abandonarlos. No era un buen momento para luchar.
Dejó incluso que le ataran las manos, un acto de deshonor que ningún guerrero de la tribu del Alce podía nunca permitir. Sin embargo, Wulfgar tenía fe en Drizzt. Algún día sus manos volverían a ser libres y, entonces, él diría la última palabra.
Cuando llegaron al campamento bárbaro, tanto Regis como Bruenor habían recobrado la conciencia e iban caminando, atados, junto a su amigo bárbaro. El cabello de Bruenor estaba manchado de sangre seca y había perdido el casco, pero su resistencia de enano le había permitido salir con vida de un golpe que hubiera acabado con muchos otros.
Llegaron a la cima de una pendiente y se acercaron al perímetro de un círculo de tiendas y resplandecientes higueras. Aclamando a Tempos, el grupo de guerreros se introdujo en el campamento, arrojando al centro del círculo las cabezas sesgadas de los orcos para anunciar su llegada gloriosa. El fervor de dentro del campamento pronto igualó al de la comitiva guerrera y los tres prisioneros fueron empujados al interior, donde fueron recibidos por una multitud de vociferantes bárbaros.
—¿Qué come esta gente? —preguntó Bruenor, en un tono más sarcástico que preocupado.
—Sea lo que sea, alimentadlos rápido —respondió Regis, antes de que el guerrero que lo custodiaba le diera una palmada en la nuca y le advirtiera que debía estarse callado.
Los prisioneros y los caballos fueron apiñados en el centro del campo y la tribu los rodeó entonando una danza de victoria y dando puntapiés a las cabezas de los orcos, que rodaban por el polvo, mientras cantaban, en una lengua desconocida para los compañeros, su alabanza a Tempos y a Uthgar, su héroe ancestral, por el triunfo de aquella noche.
La alegría se prolongó durante casi una hora y terminó de pronto, cuando todos los rostros se volvieron al unísono hacia la entrada de una tienda grande y decorada, que se mantenía cerrada.
El silencio duró varios minutos, hasta que salió al exterior un anciano tan delgado como una vara pero mostrando más energía de la que su edad parecía indicar. Su rostro estaba pintado con las mismas formas que el de sus guerreros, pero los dibujos estaban más elaborados, y llevaba un parche sobre el ojo, con una enorme gema verdosa prendida en él. Las ropas eran de un color blanco puro y las mangas parecían alas de plumas cuando balanceaba los brazos a los costados. Bailaba y daba vueltas alrededor de las filas de guerreros, que aguantaban la respiración y se apartaban respetuosamente para que pasase.
—¿El jefe? —susurró Bruenor.
—El chamán —lo corrigió Wulfgar, más entendido en lo que se refería a las costumbres tribales. El respeto que aquellos guerreros profesaban a aquel hombre provenía de un miedo que estaba por encima del terror que podía producir un enemigo mortal, incluso un cacique.
El chamán giraba y saltaba, hasta que se detuvo frente a los tres prisioneros. Observó un instante a Bruenor y Regis y, poco después concentró toda su atención en Wulfgar.
—¡Soy Valric Ojo Elevado! —gritó de pronto—. ¡Sacerdote de los seguidores de los Ponis Celestiales! ¡Los hijos de Uthgar!
—¡Uthgar! —corearon los guerreros, golpeando con sus hachas los escudos de madera.
Wulfgar esperó a que finalizaran los gritos y, luego, se presentó:
—Soy Wulfgar, hijo de Beornegar, de la tribu del Alce.
—Y yo soy Bruenor… —empezó el enano.
—¡Silencio! —le gritó Valric, temblando de rabia—. ¡Tú no me importas en absoluto!
Bruenor cerró la boca y se dedicó a entretenerse con sueños en los que aparecía su hacha y la cabeza de Valric.
—No queremos hacer daño a nadie ni invadir tu territorio —afirmó Wulfgar, pero Valric alzó la mano para que se callara.
—Vuestro propósito no me interesa —explicó con calma, pero su excitación resurgió de inmediato—. ¡Tempos te ha entregado a nosotros, eso es todo! ¿Eres buen guerrero? —Observó a sus hombres y vio que en sus respuestas se adivinaba la impaciencia por el inminente desafío—. ¿Cuántos reclamas? —preguntó a Wulfgar.
—Siete orcos cayeron ante mí —respondió el joven bárbaro con orgullo.
Valric asintió complacido.
—Alto y fuerte —comentó—. Vamos a descubrir si Tempos está de tu parte. ¡Juzgaremos si mereces pertenecer a los Ponis Celestiales!
Los gritos se reanudaron al instante y dos guerreros se apresuraron a desatar a Wulfgar, mientras un tercero, el jefe de la comitiva guerrera que había hablado con Wulfgar en el bosque, lanzaba al suelo su hacha y su escudo y se introducía en el círculo.
Drizzt esperó en lo alto del árbol hasta que estuvo seguro de que los guerreros habían abandonado la búsqueda del jinete del cuarto caballo y se habían marchado. Luego, se puso rápidamente en movimiento, recogiendo varios de los objetos que habían caído al suelo: el hacha del enano y la maza de Regis. Tuvo que detenerse e intentar calmarse cuando encontró el casco de Bruenor, manchado de sangre, con una nueva abolladura y uno de los cuernos roto. ¿Habría sobrevivido su amigo?
Introdujo el casco roto en su bolsa y se encaminó en pos de la comitiva, manteniéndose a una prudente distancia.
No pudo evitar un suspiro de alivio cuando llegó al campamento y divisó a sus tres amigos, en especial a Bruenor, que permanecía tranquilamente de pie entre Regis y Wulfgar. Satisfecho, Drizzt dejó a un lado sus emociones y sus pensamientos sobre la pasada batalla y concentró su atención en la situación que tenía ante él, mientras formulaba mentalmente un plan de ataque que liberaría a sus amigos.
El hombre de cabellos oscuros extendió los brazos, con las palmas de las manos abiertas, ante Wulfgar, invitándolo a que las cogiera. Wulfgar nunca había presenciado este tipo de desafío con anterioridad, aunque en realidad no era muy diferente de las pruebas de fuerza que practicaba su gente.
—No puedes mover los pies —lo instruyó Valric—. ¡Este es el desafío de la fuerza! ¡Dejemos que Tempos nos demuestre tu valía!
El rostro firme de Wulfgar no revelaba en absoluto la seguridad que sentía de que podía derrotar a cualquier hombre con una prueba como aquélla. Alzó las manos hasta situarlas al mismo nivel que las de su oponente.
El hombre las agarró con rabia y soltó un gruñido al alto extranjero. Casi de inmediato, antes de que Wulfgar pudiera afianzar las manos o los pies, el chamán soltó un grito para dar comienzo a la prueba y el hombre de cabellos oscuros empujó las manos hacia adelante, doblándole las muñecas a Wulfgar. Las exclamaciones empezaron a surgir en todos los rincones del campamento. El hombre de cabellos oscuros gruñía y empujaba con todas sus fuerzas, pero, en cuanto pasó el momento de sorpresa, Wulfgar contrarrestó el ataque.
Los músculos de acero del cuello y hombros de Wulfgar se tensaron y los brazos enrojecieron ante la súbita irrupción de sangre en las venas. En verdad, Tempos parecía haberlo bendecido. Incluso su poderoso oponente no pudo menos que observar boquiabierto aquel espectáculo de poder. Wulfgar lo miró directamente a los ojos y soltó a su vez un gruñido, mientras le dirigía una mirada de determinación que predecía su inevitable victoria. Luego, el hijo de Beornegar empujó hacia adelante, deteniendo el impulso inicial del hombre de cabellos oscuros y colocando sus propias manos en un ángulo más normal con sus muñecas. Una vez conseguido el equilibrio entre los dos, Wulfgar se dio cuenta de que un empujón repentino colocaría sin duda a su oponente en la misma posición de desventaja de la cual acababa de escapar él y, entonces, el hombre de cabellos oscuros no tendría la más mínima posibilidad.
Pero Wulfgar no estaba ansioso por finalizar la prueba. No deseaba humillar a su oponente, lo cual sólo le hubiera servido para ganarse un enemigo, y, más importante todavía, sabía que Drizzt estaría por los alrededores. Cuanto más tiempo pudiera hacer durar la confrontación, que mantenía los ojos de todos los miembros de la tribu fijos en él, más posibilidades tendría Drizzt de poner en práctica algún plan.
Los dos hombres se mantuvieron en equilibrio durante varios segundos y Wulfgar no pudo menos que sonreír al divisar una silueta oscura que se deslizaba por entre los caballos, por detrás de los guardias distraídos del otro extremo del campamento. No podía asegurar que no fueran imaginaciones suyas, pero creyó ver dos puntos brillantes de color de espliego que lo observaban desde la oscuridad. Decidió aguantar unos segundos más, aunque sabía que se estaba arriesgando demasiado al no acabar con el desafío. El chamán podía declarar un empate si se mantenía así durante mucho tiempo.
Pronto todo hubo acabado. Los músculos y tendones de los brazos de Wulfgar se tensaron al máximo y alzó los hombros todavía más.
—¡Tempos! —gruñó, agradeciendo al dios por una nueva victoria. Luego, con una súbita y feroz explosión de poder, empujó al hombre de cabellos oscuros hasta hacerlo ponerse de rodillas.
Un profundo silencio se extendió por todo el campamento e incluso el chamán se quedó sin habla ante aquella demostración de fuerza.
Dos guardias se acercaron indecisos hasta situarse junto a Wulfgar.
El guerrero derrotado se puso de pie y se quedó mirando a Wulfgar. No había rastro alguno de rabia en su rostro; tan sólo una honesta admiración, porque los Ponis Celestiales eran un pueblo honorable.
—Te daremos la bienvenida —declaró Valric—. Has derrotado a Torlin, hijo de Jerek Asesino de Lobos, jefe de los Ponis Celestiales. ¡Nunca hasta hoy había sido vencido Torlin!
—¿Y mis amigos? —inquirió Wulfgar.
—¡No me importan! —replicó Valric—. Al enano lo dejaremos en libertad en el camino para que salga de nuestro territorio. No tenemos nada contra él ni los suyos, pero tampoco deseamos tener tratos con ellos.
El chamán observó a Wulfgar con expresión astuta.
—El otro es una persona débil —dijo—. Te servirá como sacrificio para el paso a nuestra tribu, tu sacrificio personal al caballo alado.
Wulfgar no respondió de inmediato. Habían probado su fuerza y ahora estaban probando su lealtad. Los Ponis Celestiales le habían otorgado el máximo honor al ofrecerle un lugar en su tribu, pero sólo bajo la condición de que demostrara su lealtad hacia ellos sin dudarlo. Wulfgar pensó en su propia gente y en el modo de vida que llevaban desde hacía tantos siglos en la tundra. Incluso en la actualidad, la mayoría de los bárbaros del valle del Viento Helado hubieran aceptado los términos del acuerdo y hubieran matado a Regis, considerando que la vida del halfling era un precio reducido comparado con semejante honor. Aquélla era la desilusión que Wulfgar había sentido con su gente durante toda su existencia, una faceta de su código moral que, según sus esquemas personales, era inaceptable.
—No —replicó a Valric sin pestañear.
—¡Es un ser débil! —razonó Valric—. ¡Sólo los fuertes merecen vivir!
—No soy yo quien debe decidir su destino —respondió Wulfgar—. Ni vosotros.
Valric hizo un gesto a los guardias, quienes, al instante, volvieron a atar las manos del bárbaro.
—Una pérdida para nuestra gente —dijo Torlin a Wulfgar—. Hubieras recibido un lugar de honor entre nosotros.
Wulfgar no respondió y sostuvo la mirada de Torlin durante largo rato, compartiendo ambos el respeto y también la comprensión mutua de que sus códigos de conducta eran demasiado diferentes para unirse. En una fantasía compartida que no podía llegar a ser, ambos se imaginaron luchando uno junto al otro, derribando orcos e inspirando una nueva leyenda a los bardos.
Había llegado el momento de que Drizzt atacara. El drow se había detenido junto a los caballos para ver el resultado del desafío y también para poder medir mejor a sus enemigos. Planeaba un ataque que fuera efectivo, no que causara grandes daños, ya que su deseo era montar un gran espectáculo que intimidara a la tribu de valerosos guerreros el tiempo suficiente para que sus amigos pudieran salir del círculo.
No había duda de que los bárbaros habrían oído hablar de los elfos oscuros y, sin lugar a dudas, las historias que habrían llegado hasta sus oídos serían aterradoras.
Con gran sigilo, Drizzt ató los dos ponis por detrás de los caballos y, luego, se situó entre los caballos, con un pie en cada estribo. Se incorporó cuan largo era y echó hacia atrás la capucha. Con un brillo peligroso en sus ojos color de espliego, espoleó a los animales y se abalanzó sobre el círculo, obligando a apartarse a los sorprendidos bárbaros que se encontraba a su paso.
Los atónitos guerreros empezaron a soltar alaridos de rabia, que poco a poco se fueron convirtiendo en gritos de terror cuando divisaron la piel oscura del jinete. Torlin y Valric giraron en redondo para hacer frente a la amenaza que se aproximaba, pero se encontraron con que no sabían cómo tratar con una leyenda personificada.
Y Drizzt tenía listo un truco para ellos. Con un ademán de su oscura mano, llamas color púrpura empezaron a surgir de la piel de Torlin y Valric; llamas que no quemaban pero sí servían para sumir a los dos supersticiosos bárbaros en un delirio de terror. Torlin cayó de rodillas al suelo, agitando los brazos con incredulidad, mientras que el nervioso chamán se lanzaba al suelo y empezaba a rodar por el polvo.
Wulfgar aprovechó enseguida la oportunidad. Con otra demostración de fuerza, rompió las cuerdas de cuero que le rodeaban las muñecas y, con el mismo impulso, abrió los brazos y, tras agarrar el rostro de los dos guardias que había a sus costados, los lanzó al suelo.
Bruenor comprendió también el papel que le tocaba. Después de dar un fuerte pisotón en el pie del único bárbaro que había entre él y Regis, y cuando el hombre se agachó para cogerse el dolorido miembro, Bruenor saltó y le golpeó la cabeza con la suya. El hombre cayó al suelo con la misma facilidad con que había caído Susurro en el callejón de la Rata, en Luskan.
—¡Huh, funciona igual sin casco! —exclamó, maravillado.
—Eso sólo puede hacerlo la cabeza de un enano —señaló Regis mientras Wulfgar los agarraba a ambos por la nuca y los alzaba con facilidad hasta sentarlos en los ponis.
Luego, montó él mismo, junto a Drizzt y salieron a galope tendido hacia el otro extremo del campamento. Todo había sucedido con tanta rapidez que los bárbaros no habían tenido tiempo de sacar un arma o de intentar cualquier tipo de defensa.
Drizzt situó a su caballo detrás de los ponis para proteger la retaguardia.
—¡A galope tendido! —gritó a sus amigos, al tiempo que espoleaba a sus monturas dándoles un golpe en la grupa con la parte plana de las cimitarras. Los otros tres lanzaron un grito de triunfo, como si su huida estuviese ya completa, pero Drizzt era consciente de que aquélla había sido la parte más fácil. La noche se acercaba con rapidez y en aquel terreno desconocido y con tantos desniveles, los bárbaros nativos podían atraparlos con facilidad.
Los compañeros salieron al galope en el silencio que precedía al crepúsculo, tomando el camino más recto y plano con el fin de poner tierra de por medio. Drizzt echaba de vez en cuando una ojeada a sus espaldas, esperando que los bárbaros empezaran a perseguirlos. Pero la conmoción en el campo había cesado casi inmediatamente después de su huida y el drow no vio señales de que los estuvieran persiguiendo.
Ahora se alcanzaba a oír un único sonido, el canto rítmico de Valric en una lengua que ninguno de los cuatro viajeros conocía. Una mirada de terror en el rostro de Wulfgar los hizo detenerse.
—Los poderes de un chamán —explicó el bárbaro.
En el campamento, Valric permanecía de pie a solas con Torlin en el centro del círculo que formaba su gente, cantando y danzando el más poderoso de sus rituales, invocando el poder de la Bestia Espiritual de la tribu. La aparición del elfo drow había trastornado por completo al chamán. Había detenido cualquier asomo de persecución antes de que se iniciara y había corrido hacia su tienda en busca de la bolsa de cuero sagrada que era necesaria para realizar el ritual, tras decidir que era el espíritu del caballo alado, Pegaso, quien debía tratar con los intrusos.
Valric designó a Torlin como el recipiente en el que debía tomar forma el espíritu, y el hijo de Jerek se dispuso a esperar la posesión con estoica dignidad, odiando aquel ritual que le privaba de su identidad, pero resignado a prestar obediencia absoluta a su chamán.
Sin embargo, desde el principio Valric se dio cuenta de que, en su excitación, se había excedido en la urgencia de la invocación.
Torlin empezó a chillar y cayó al suelo, agitándose en plena agonía. Una nube gris lo rodeaba y sus vapores arremolinados se moldeaban con su forma, redibujando sus facciones. Su rostro se hinchaba y se contraía y, de improviso, con un esfuerzo supremo se inclinó hacia adelante para tomar la forma de una cabeza de caballo, mientras su cuerpo se transmutaba asimismo en algo no humano. Valric solo pretendía introducir parte de la fuerza del espíritu de Pegaso en Torlin, pero la entidad había llegado y había poseído al hombre por completo, reconstruyendo su cuerpo a su imagen y semejanza.
Torlin había desaparecido.
En su lugar se encontraba la forma fantasmal de un caballo alado. Todos lo miembros de la tribu se pusieron de rodillas ante él, incluido Valric, que no podía mirar cara a cara a la imagen de la Bestia Espiritual. Pero Pegaso podía leer los pensamientos del chamán y comprendió sus necesidades infantiles. Volutas de humo empezaron a salir por las fosas nasales del espíritu y, tras emprender el vuelo, se marchó en persecución de los intrusos que escapaban.
Los amigos habían puesto a sus monturas a un trote más agradable, aunque todavía rápido. Libres de sus ataduras, y aparentemente sin persecución a sus espaldas, habían aflojado un poco la marcha y observaban el sol que se ponía ante sus ojos. Bruenor manoseaba su casco, intentando corregir la última abolladura para poder volver a ponérselo en la cabeza. Incluso Wulfgar, que tanto se había sobresaltado poco antes al escuchar el canto del chamán, empezaba ahora a relajarse.
Únicamente Drizzt, siempre alerta, no podía quedarse convencido con una huida tan fácil, y fue él el primero en advertir que se acercaba el peligro.
En las ciudades sin luz, los elfos oscuros estaban acostumbrados a tratar con frecuencia con seres de otros mundos y, a lo largo de los siglos, habían desarrollado una sensibilidad especial para detectar las emanaciones mágicas de tales criaturas. Drizzt detuvo su caballo de improviso y observó a su alrededor.
—¿Qué oyes? —le preguntó Bruenor.
—No oigo nada —respondió Drizzt mientras buscaba con la vista alguna señal—. Pero hay algo aquí.
Antes de que pudieran responder, la nube gris bajó del cielo y se cernió sobre ellos. Los caballos se encabritaron y corcovearon aterrorizados, y, en la confusión, ninguno de los amigos pudo averiguar lo que estaba ocurriendo. En aquel momento, el Pegaso se situó frente a Regis y, al instante, el halfling sintió que un frío mortífero se introducía en sus huesos. Soltó un chillido y cayó de la montura.
Bruenor, que cabalgaba junto a Regis, embistió contra la forma fantasmal sin temor alguno, pero el hacha no encontró más que una nube de humo donde momentos antes estaba la aparición. Luego, con la misma rapidez, el fantasma volvió a aparecer y Bruenor sintió a su vez el frío gélido de su tacto, pero como era más resistente que el halfling consiguió mantener el equilibrio sobre su poni.
—¿Qué es esto? —gritó en vano a Drizzt y Wulfgar.
Aegis-fang pasó volando junto a él y prosiguió su curso directo a su objetivo, pero, una vez más, Pegaso se convirtió en humo y el martillo mágico pasó sin dañarlo a través de la nube arremolinada.
Al instante, el espíritu estaba de nuevo de regreso, embistiendo a Bruenor, y el poni del enano cayó de bruces al suelo en un esfuerzo supremo por alejarse de aquella cosa.
—¡No puedes herirlo! —gritó Drizzt a Wulfgar, que corría ya en ayuda del enano—. ¡No existe por completo en este mundo!
Wulfgar dominó con sus poderosas piernas al aterrorizado caballo y volvió a embestir en cuanto Aegis-fang retornó a sus manos.
Pero de nuevo volvió a encontrarse con una nube de humo.
—Entonces, ¿qué hacemos? —gritó a Drizzt, volviendo la vista en todas direcciones en busca de señales que indicaran el retorno del espíritu.
Drizzt se concentró en buscar respuestas en su mente. Regis yacía todavía en el suelo, pálido e inmóvil, y Bruenor, a pesar de que no había recibido heridas graves con la caída, parecía aturdido y temblaba violentamente poseído por el gélido frío de otro mundo. Drizzt esbozó un plan a la desesperada y, tras extraer la estatuilla de ónice con forma de pantera de su bolsa, llamó a Guenhwyvar.
En aquel momento, el fantasma volvió a aparecer y atacó con renovada furia. Primero descendió sobre Bruenor y envolvió su cuerpo con sus frías alas.
—¡Maldito seas en el Abismo! —gruñó Bruenor en tono desafiante.
Wulfgar se acercó a toda prisa pero perdió por completo de vista al enano, salvo por la cabeza de su hacha, que se agitaba inútilmente a través del humo.
De pronto la montura del bárbaro se encabritó, negándose, contra todo esfuerzo, a dar un paso más en dirección a la bestia sobrenatural. Wulfgar saltó de su silla y se arrojó sobre la nube antes de que el fantasma pudiera reconstruirse. El impulso los condujo a él y a Bruenor al otro lado del manto de humo. Rodaron por el suelo y, al mirar hacia atrás, vieron que el fantasma había desaparecido de nuevo.
Bruenor sentía los párpados pesados y tenía la piel de un tono cadavérico y azulado. Por primera vez en su vida, su espíritu indomable no sentía el más mínimo deseo de proseguir con aquella lucha. Wulfgar también habría sufrido el impacto de hielo al pasar a través del fantasma, pero estaba todavía dispuesto a embestir de nuevo a aquella cosa.
—¡No podemos luchar contra él! —musitó Bruenor, cuyos dientes no paraban de castañetear—. Puede aparecer para atacar, pero desaparece en cuanto contraatacamos.
Wulfgar sacudió la cabeza en tono desafiante.
—¡Hay un sistema! —exclamó, a pesar de que tenía que darle la razón al enano—. ¡Pero no puedo destruir nubes con mi martillo!
Guenhwyvar apareció al lado de su dueño y se agachó, buscando al espíritu que amenazaba al drow.
Drizzt comprendió al instante las intenciones del felino.
—¡No! —ordenó—. Aquí no.
El drow había recordado algo que Guenhwyvar había conseguido hacer varios meses atrás. Para salvar a Regis del derrumbamiento de una torre, Guenhwyvar había llevado al halfling de viaje a través de las esferas de la existencia. Drizzt agarró a la pantera por el lomo.
—¡Llévame a la tierra del fantasma! —le ordenó—. A su propia esfera, donde mis armas puedan herir de verdad a su ser sustancial.
El fantasma apareció de nuevo, mientras Drizzt y el felino se desvanecían en su propia nube.
—Continúa moviéndote —dijo Bruenor a su compañero—. Mantenlo como una nube de humo para que no pueda alcanzarte.
—¡Drizzt y la pantera se han ido! —gritó Wulfgar.
—A la tierra del fantasma —explicó Bruenor.
Drizzt tardó largo rato en recobrar el sentido de la orientación. Había llegado a un lugar de realidades diferentes, una dimensión en la que todas las cosas, incluida su propia piel, adoptaban un color grisáceo, y en la que los objetos sólo podían distinguirse por una oscilante línea oscura que los delineaba. Su agudo sentido de la percepción era inútil aquí, ya que no había sombras ni ninguna fuente de luz detectable que pudiese servir como guía. Además, no existía el suelo, no había nada tangible bajo sus pies y ni siquiera podía decir si estaba subiendo o bajando. Ese tipo de conceptos no encajaban en aquel lugar.
Consiguió distinguir la silueta del Pegaso, que saltaba sin descanso de un mundo a otro, sin llegar a definirse por completo en ninguno de ellos. Intentó aproximarse a él y descubrió que el movimiento era un acto de la mente y que su cuerpo seguía automáticamente las instrucciones de su voluntad. Se detuvo frente a las movedizas líneas, con la cimitarra mágica lista para atacar en cuanto su objetivo apareciese por completo.
De pronto, la silueta de Pegaso pareció completarse y Drizzt se apresuró a hundir su arma en el interior de la línea oscura que marcaba su forma. La línea se agitó y se revolvió, y el perfil de la cimitarra empezó también a temblar, ya que en aquel lugar las propiedades de la cuchilla de acero asumían una composición diferente. Sin embargo, el acero demostró su dureza y la línea curva de la cimitarra quedó bien delimitada y hundida en la silueta del fantasma. De pronto, el tono grisáceo que lo envolvía pareció estremecerse, como si el corte de Drizzt hubiera perturbado el equilibrio de aquel mundo, y la silueta del fantasma empezó a temblar en un espasmo agónico.
Wulfgar vio que la nube de humo se hinchaba de pronto y adoptaba casi la forma del fantasma.
—¡Es Drizzt! —gritó a Bruenor—. ¡Se está enfrentando al fantasma en igualdad de condiciones!
—¡Pues prepárate! —respondió Bruenor ansiosamente, aunque sabía que su papel en la batalla había acabado—. El drow puede devolvértelo de un momento a otro para que lo golpees.
Bruenor cerró los puños, intentando expulsar el frío mortal que le roía los huesos, y tropezó con la figura inmóvil del halfling.
El fantasma se volvió hacia Drizzt, pero la cimitarra volvió a atacar, al tiempo que Guenhwyvar se introducía en la pelea, clavando sus enormes garras en la silueta oscura de su enemigo. El Pegaso reculó, alejándose de ellos, consciente de que no tenía la más mínima ventaja al luchar contra enemigos en su propio mundo. Su único recurso era retirarse a la esfera material.
En donde lo estaba esperando Wulfgar.
En cuanto la nube reconstruyó su forma, Aegis-fang se clavó en ella. Por un instante Wulfgar sintió que golpeaba algo sólido y comprendió que había dado en el blanco. Luego, el humo se desvaneció ante él.
El fantasma estaba de nuevo junto a Drizzt y Guenhwyvar, enfrentándose a sus incansables puñaladas y golpes. Volvió a retirarse al mundo material, donde Wulfgar se apresuró a golpear con rapidez. Atrapado y sin posible retirada, el fantasma recibía golpes en ambas esferas. Cada vez que se materializaba delante de Drizzt, el drow percibía que su silueta era más delgada y menos resistente a sus embestidas. Y, cada vez que la nube se materializaba frente a Wulfgar, su densidad había disminuido. Los amigos habían ganado la batalla y Drizzt observó satisfecho cómo la esencia de Pegaso salía de su forma material y se perdía en la nube grisácea.
—Llévame a casa —ordenó el debilitado drow a Guenhwyvar. Al instante, se encontraba de regreso en el campo, junto a Bruenor y Regis.
—Vivirá —aseguró Bruenor ante la mirada interrogativa del drow—. Creo que no está muerto, sino desmayado.
A unos metros de distancia, Wulfgar estaba también inclinado sobre una forma, quebrada, retorcida, que había quedado a medio transformar entre hombre y bestia.
—Es Torlin, hijo de Jerek —les explicó Wulfgar, mientras desviaba la vista hacia el campamento bárbaro—. Valric ha hecho esto. ¡Sus manos están manchadas con la sangre de Torlin!
—Tal vez fue Torlin quien eligió su destino —sugirió Drizzt.
—¡Nunca! —insistió Wulfgar—. Cuando nos enfrentamos en el desafío, vi que era un hombre de honor, un verdadero guerrero. ¡Nunca hubiera permitido esto! —Se alejó unos pasos del cuerpo, dejando que aquellos restos mutilados les mostraran el horror de la posesión. En la gélida postura de la muerte, el rostro de Torlin había quedado a medio camino entre los rasgos humanos y los rasgos equinos del fantasma—. Era el hijo del jefe —continuó Wulfgar—. No podía desobedecer las órdenes del chamán.
—Fue muy valeroso por su parte aceptar un destino semejante —señaló Drizzt.
—¿Hijo del jefe? —replicó Bruenor—. ¡Parece que hemos conseguido dejar más enemigos a nuestras espaldas! Saldrán en persecución nuestra reclamando venganza.
—¡Lo mismo que pienso hacer yo! —declaró Wulfgar—. ¡Pagarás con tu sangre la suya, Valric Ojo Elevado! —gritó a la distancia, y sus palabras se hicieron eco en los peñascos. Wulfgar volvió a observar a sus amigos, con una mueca de rabia en el rostro, y declaró solemnemente—: Vengaré el deshonor de Torlin.
Bruenor asintió complacido ante la fe del bárbaro por sus principios.
—Una tarea honorable —coincidió Drizzt mientras señalaba con la punta de su arma hacia el este, hacia Longsaddle, la siguiente parada de su viaje—. Pero para otro día.