Los peñascos
Drizzt se puso en cabeza del grupo mientras caminaban por la orilla del río Mirar, intentando poner tierra de por medio entre ellos y Luskan. Aunque no habían dormido desde hacía muchas horas, los conflictos en la Ciudad de los Veleros habían inyectado adrenalina en sus venas y ninguno de ellos se sentía fatigado.
Algo mágico parecía envolver el aire de aquella noche, un frágil estremecimiento que hubiera hecho que el viajero más cansado lamentara cerrar los ojos. El río, que corría veloz y lleno gracias al deshielo de la primavera, relucía en la oscuridad de la noche, y los remolinos de espuma captaban la luz de las estrellas y la devolvían de nuevo al aire en una lluvia de gotas que parecían perlas.
Aunque siempre solían avanzar con cautela, los cuatro amigos se veían incapaces de mantener la guardia alerta. No presentían ningún peligro en los alrededores y lo único que sentían era el frío agudo y refrescante de la noche de primavera y la misteriosa atracción de los cielos. Bruenor se perdía en sueños de Mithril Hall; Regis en sus recuerdos de Calimport; e incluso Wulfgar, tan abatido tras su desafortunado encuentro con la civilización, sentía que se le levantaba el ánimo. Pensaba en noches similares que había pasado en la tundra abierta, cuando soñaba en lo que yacía más allá de los horizontes de su mundo. Ahora que había sobrepasado aquellos horizontes, Wulfgar se dio cuenta de que echaba de menos un elemento. Para su sorpresa y en contra de aquella ansia aventurera que renegaba de ese tipo de pensamientos agradables, deseaba que Catti-brie, la mujer que había llegado a apreciar, estuviese aquí con él para compartir la belleza de aquel momento.
Si los demás no hubieran estado tan ocupados con su deleite de aquella noche, se habrían dado cuenta de que había una nota enérgica en las elegantes zancadas de Drizzt Do’Urden. Para el drow, aquellas noches mágicas, cuando la bóveda celeste descendía hasta el horizonte, reforzaban su confianza en la decisión más importante y difícil que había hecho nunca: la decisión de abandonar a su gente y su tierra natal. No había estrellas relucientes sobre Menzoberranzan, la ciudad negra de los elfos oscuros. Ninguna fascinación inexplicable le rozaba a uno el corazón al ver la fría piedra que constituía el techo sin luz de la inmensa caverna.
—Cuánta gente se ha perdido al pasear en la oscuridad —susurró Drizzt en la noche. La atracción de los misterios del cielo eterno llevaba la alegría de su espíritu más allá de sus límites normales y abría su mente a las preguntas sin respuesta del universo. Era un elfo y, aunque su piel fuese oscura, en su alma había un parecido con la alegría armoniosa de sus primos hermanos de la superficie. Se preguntó si aquellos sentimientos serían generalizados entre su gente. ¿Existirían en el corazón de todos los drow? ¿O acaso los eones de sublimación extinguían las llamas espirituales? Según los cálculos de Drizzt, quizá la mayor pérdida que su gente había sufrido cuando se retiraron a las profundidades del mundo fue la pérdida de la habilidad para considerar la espiritualidad de la existencia simplemente en atención al pensamiento.
El brillo cristalino del río Mirar se fue empañando poco a poco mientras la luz del alba ocultaba las estrellas. Los cuatro amigos recibieron el día con una especie de tácita decepción, mientras instalaban el campamento en un lugar recogido cerca de la orilla del río.
—Lástima que noches como ésta sean escasas —comentó Bruenor cuando el primer rayo de sol brilló en el horizonte del este. Una luz destellaba en sus ojos, muestra de la maravillosa fantasía de la que el enano, por regla general muy práctico, no solía disfrutar.
Drizzt percibió el brillo soñador en los ojos del enano y recordó las noches que él y Bruenor habían pasado en la Escalada de Bruenor, su lugar de encuentro habitual, en el valle de los enanos de Diez Ciudades. «Demasiado pocas», pensó.
Con gesto resignado, se dispusieron a trabajar. Drizzt y Wulfgar empezaron a preparar el desayuno mientras Bruenor y Regis examinaban el mapa que habían obtenido en Luskan.
A pesar de todas sus quejas y burlas respecto al halfling, Bruenor lo había presionado para que se uniera a ellos por una razón en particular, aparte de por amistad, y, aunque el enano había enmascarado bien sus emociones, se sintió loco de alegría cuando Regis llegó a la carretera de Diez Ciudades resoplando y refunfuñando en el último momento, para unirse a la búsqueda.
Regis conocía mejor que ninguno de ellos la tierra al sur de la Columna del Mundo. El propio Bruenor no había salido del valle del Viento Helado en casi dos siglos, y, por aquel entonces, no era más que un crío imberbe. Wulfgar nunca había salido del valle y el único viaje de Drizzt Do’Urden a través de la superficie terrestre había sido una aventura nocturna, avanzando de sombra en sombra y evitando la mayoría de lugares por los que sus compañeros debían pasar si pretendían encontrar Mithril Hall.
Regis paseó los dedos por el mapa, contando con gran excitación a Bruenor sus experiencias en cada uno de aquellos lugares, particularmente en Mirabar, la ciudad minera de gran riqueza situada al norte, y Aguas Profundas, que hacía honor a su nombre de Ciudad del Esplendor, situada en la costa, más hacia el sur.
Bruenor deslizó los dedos por el plano, estudiando las características físicas del terreno.
—Me inclino más por Mirabar —dijo al fin, dando unos golpecitos con el dedo al nombre de la ciudad situada en las laderas meridionales de la Columna del Mundo—. Por lo que yo recuerdo, Mithril Hall está en las montañas y no a orillas del mar.
Regis meditó sobre las observaciones del enano durante un breve instante y luego colocó el dedo en otro lugar que, según la escala del mapa, debía de estar a una distancia de Luskan de más de ciento cincuenta kilómetros tierra adentro.
—Longsaddle —propuso—. A medio camino de Luna Plateada y a la mitad de distancia entre Mirabar y Aguas Profundas. Es un buen lugar para buscar nuestra ruta.
—¿Es una ciudad? —preguntó Bruenor, ya que la marca en el mapa no era más que un diminuto punto negro.
—Un pueblo —lo corrigió Regis—. No hay mucha gente, pero una familia de magos, los Harpell, viven allí desde hace muchos años y conocen las tierras del norte mejor que nadie. Se alegrarán de podernos ayudar.
Bruenor se rascó la barbilla y asintió.
—Una buena caminata. ¿Qué podemos encontrarnos por el camino?
—Los peñascos —admitió Regis, un poco desilusionado al recordar el lugar—. Son salvajes y están repletos de orcos. Desearía que existiese otra ruta, pero, aun así, Longsaddle me parece todavía la mejor opción.
—Todas las rutas del norte entrañan peligros —le recordó Bruenor.
Continuaron examinando el mapa y Regis prosiguió con sus interminables historias. Una serie de marcas inusuales y sin identificar llamaron la atención de Bruenor; en particular tres de ellas, situadas casi en línea recta desde el este de Luskan hasta el río del sur de Lurkwood.
—Túmulos ancestrales —le explicó Regis—. Lugares sagrados de los uthgardts.
—¿Uthgardts?
—Bárbaros —respondió Regis con una mueca de severidad—. Como los del valle. Tal vez conozcan más a fondo la civilización, pero no por eso son menos salvajes. Sus tribus se encuentran desparramadas por todas las tierras del norte, vagando por los parajes yermos.
Bruenor soltó un bufido al comprender la desolación de Regis, ya que también él estaba acostumbrado al estilo salvaje y la habilidad como guerreros de los bárbaros. Los orcos serían unos enemigos mucho menos formidables.
Cuando acabaron de conversar, Drizzt estaba tumbado a la sombra de un árbol cuyas ramas colgaban por encima del río y Wulfgar se había servido ya tres raciones de desayuno.
—¡Veo que tu mandíbula todavía mastica! —exclamó Bruenor al ver las exiguas raciones que había dejado en la sartén.
—Una noche llena de aventuras —respondió Wulfgar en tono alegre. Sus amigos se alegraron de ver que la pelea no parecía haber dejado cicatrices en su actitud—. Una buena comida y una buena siesta y estaré a punto para emprender de nuevo camino.
—Pues no te pongas demasiado cómodo —le ordenó Bruenor—. Tienes que hacer un tercio de la guardia de hoy.
Regis alzó la vista, perplejo y siempre rápido en reconocer un aumento en sus tareas.
—¿Un tercio? —inquirió—. ¿Y por qué no un cuarto?
—Los ojos del elfo son para la noche —le explicó Bruenor—. Dejemos que descanse para que pueda guiarnos en nuestro camino en cuanto llegue la oscuridad.
—¿Y cuál será nuestro camino? —preguntó Drizzt, tumbado en su lecho de musgo—. ¿Habéis tomado una decisión respecto a nuestro próximo destino?
—Longsaddle —respondió Regis—. Unos doscientos cincuenta kilómetros hacia el sureste, bordeando el bosque de Neverwinter y atravesando los Peñascos.
—El nombre me es desconocido —comentó Drizzt.
—Es el hogar de los Harpell —le explicó Regis—, una familia de magos célebres por su amable hospitalidad. Me pasé una temporada allí durante mi viaje a Diez Ciudades.
Wulfgar frunció el entrecejo ante la idea. Los bárbaros del valle del Viento Helado despreciaban a los magos, por considerar de cobardes el uso de artes oscuras.
—No tengo el más mínimo deseo de conocer ese lugar —declaró.
—¿Quién te ha preguntado? —gruñó Bruenor, y Wulfgar sintió que se echaba atrás en su resolución, como un hijo que rehusara sostener una discusión tozuda ante el temor a ser regañado por su padre.
—Te gustará Longsaddle —le aseguró Regis—. Los Harpell se han ganado a pulso su fama de hospitalarios y las maravillas de Longsaddle te enseñarán una parte de la magia que nunca hubieras imaginado. Incluso aceptarán a… —Vio que su mano estaba a punto de señalar involuntariamente a Drizzt, y dejó la frase a medias, incómodo.
El estoico drow esbozó una sonrisa.
—No tengas miedo, amigo —consoló a Regis—. Tus palabras son ciertas y yo he llegado a aceptar mi situación en tu mundo. —Se detuvo y fue devolviendo de una en una las miradas incómodas que le dirigían sus amigos—. Sé cuales son mis amigos y desprecio a mis enemigos —concluyó con la intención de alejar sus dudas.
—Sí, con la hoja de un cuchillo —añadió Bruenor en voz baja, aunque los aguzados oídos de Drizzt captaron el susurro.
—Si es necesario… —admitió el drow con una sonrisa. Luego, se dio la vuelta para echar una cabezada, con plena confianza en la habilidad de sus amigos para mantenerlo a salvo.
Pasaron un perezoso día a la sombra a orillas del río. A última hora de la tarde, Drizzt y Bruenor tomaron una comida y comentaron la ruta que seguirían, dejando a Wulfgar y a Regis durmiendo ruidosamente, al menos hasta que ellos hubieran acabado de llenarse la tripa.
—Seguiremos junto al río un día más —dijo Bruenor—. Luego, nos dirigiremos hacia el sureste por territorio abierto, lo cual nos hará salir del bosque y dejar un sendero de huellas a nuestras espaldas.
—Tal vez sería mejor que durante los próximos días viajáramos sólo de noche —sugirió Drizzt—. No sabemos cuántos ojos nos vieron salir de la Ciudad de los Veleros.
—De acuerdo —asintió Bruenor—. Entonces, vámonos. Nos espera un largo camino ante nosotros, y más largo todavía después.
—Demasiado largo —murmuró Regis abriendo los ojos.
Bruenor le clavó una mirada amenazadora. Le ponía nervioso aquella caminata y el hecho de haber inducido a sus amigos a realizar un viaje peligroso, y, a modo de defensa emocional, se tomaba todas las quejas sobre la aventura como algo personal.
—Demasiados kilómetros para andar —se explicó Regis a toda prisa—. En esta zona hay varias granjas, donde supongo que debe de haber caballos.
—Los caballos se pagarán caros en estos andurriales —respondió Bruenor.
—Tal vez… —prosiguió el halfling con timidez, y todos parecieron adivinar lo que estaba pensando. Fruncieron el entrecejo en señal de desacuerdo.
—¡Hemos de atravesar los Peñascos! —insistió Regis—. Con los caballos podríamos esquivar a los orcos, pero, sin ellos, deberemos luchar a cada paso. Además, sería sólo en calidad de préstamo. Devolveríamos los animales en cuanto hubiéramos atravesado la zona.
Drizzt y Bruenor no aprobaban el truco que les estaba sugiriendo el halfling pero su lógica era irrefutable. Sin duda los caballos les serían de gran ayuda en este punto del viaje.
—Despierta al muchacho —gruñó Bruenor.
—¿Y mi plan? —preguntó Regis.
—¡Tomaremos la decisión en cuanto se nos presente la oportunidad!
Regis suspiró aliviado, convencido de que sus amigos optarían por los caballos. Se tomó su ración de comida y, tras agrupar todos los restos de la cena, despertó a Wulfgar.
Poco después, estaban de nuevo en camino y, al poco rato, vieron las luces de una colonia a cierta distancia.
—Llévanos allí —dijo Bruenor a Drizzt—. Tal vez valga la pena probar el plan de Panza Redonda.
Wulfgar, que no había participado en la conversación del campamento, no comprendía nada, pero no osaba discutir, ni siquiera cuestionar, las órdenes del enano. Tras el desastre de la taberna de Cutlass, se había resignado a adoptar un papel más pasivo en el viaje, dejando que los otros tres decidieran la ruta a seguir. Los acompañaría sin queja alguna, manteniendo siempre su martillo a punto por si era necesario.
Caminaron tierra adentro, alejándose del río, durante varios kilómetros y pronto llegaron a un grupo de granjas reunidas en el interior de una maciza cerca de madera.
—En este lugar hay perros —comentó Drizzt, notando su presencia gracias a su excepcional oído.
—Entonces, que entre Panza Redonda solo —dijo Bruenor.
Wulfgar hizo un gesto de confusión, en especial al ver que al halfling no parecía aterrorizarlo la idea.
—No puedo permitir esto —declaró el bárbaro—. Si hay alguien entre nosotros que necesite protección es el halfling. ¡No pienso quedarme aquí oculto en la oscuridad mientras él se adentra solo en ese lugar peligroso!
—Entrará solo —volvió a decir Bruenor—. No hemos venido aquí a luchar, muchacho. Panza Redonda va a conseguirnos caballos.
Regis esbozó una sonrisa incómoda, cogido de pleno en la trampa que acababa de tenderle Bruenor. El enano le permitiría apropiarse de los caballos, tal como Regis había insistido en hacer, pero el reticente permiso implicaba una dosis de responsabilidad y valentía por su parte. Era el modo en que el enano se absolvía a sí mismo de participar en el truco.
Wulfgar seguía insistiendo en su determinación de permanecer junto al halfling, pero Regis era consciente de que el joven bárbaro podía, sin quererlo, causarle problemas en una negociación tan delicada.
—Te quedarás con los demás —le explicó—. Puedo manejar este asunto yo solo.
Intentando ocultar los nervios, se subió el cinturón por encima de la panza y se encaminó hacia la pequeña colonia.
Los gruñidos amenazadores de varios perros le dieron la bienvenida mientras se acercaba a la entrada de la cerca. Por un momento, pensó en la posibilidad de dar media vuelta, ya que era probable que el medallón de rubíes no le fuera de gran ayuda contra perros enfurecidos, pero en aquel instante vio la silueta de un hombre que salía de una de las granjas y se encaminaba hacia él.
—¿Qué desea? —inquirió el granjero, deteniéndose en tono desafiante al otro lado de la cerca y sosteniendo en la mano una alabarda antigua, probablemente heredada de generación en generación por su familia.
—Soy un viajero fatigado —empezó Regis, intentando fingir el tono más lastimero posible. Sin embargo, era una historia que el granjero había oído ya en demasiadas ocasiones.
—¡Lárgate! —ordenó.
—Pero…
—¡Que te largues!
Apostados en la cresta de una colina, a cierta distancia, los tres amigos observaban la escena, aunque sólo Drizzt podía verla con suficiente claridad como para comprender lo que estaba ocurriendo. El drow podía percibir la tensión del granjero por el modo en que asía la alabarda y comprendía la profunda resolución en las órdenes del hombre por la mueca inflexible de su rostro.
Entonces Regis extrajo algo de debajo de la chaqueta y la firmeza con que sostenía el granjero su arma se aflojó de inmediato. Poco después, la puerta se abrió y Regis se introdujo en el patio.
Los amigos estuvieron esperando ansiosamente durante interminables horas sin tener señales de Regis. Llegaron a plantearse la posibilidad de enfrentarse a los granjeros, preocupados de que algún sucio truco hubiera hecho fracasar al halfling, pero al final, cuando la luna había pasado ya su cenit, Regis salió de la colonia, conduciendo dos caballos y dos ponis. Los granjeros, junto con sus familias, le dijeron adiós con la mano, haciéndole prometer que se detendría a visitarlos si alguna vez volvía a pasar por allí.
—Curioso —se rio Drizzt, mientras Bruenor y Wulfgar sacudían la cabeza con incredulidad.
Por primera vez desde que se había introducido en la colonia, Regis pensó que su retraso podía haber causado preocupación en sus amigos. El granjero había insistido en que se uniera a ellos para la cena antes de discutir cualquier negocio que lo hubiera traído allí y, como Regis tenía que ser educado (y como no había hecho más que una comida aquel día), aceptó la invitación, aunque intentó que la cena fuese lo más breve posible y declinó cortésmente cuando le ofrecieron repetir por cuarta vez. Después de aquello, conseguir los caballos fue tarea fácil. Todo lo que tuvo que hacer fue prometer que se los dejaría a los magos de Longsaddle cuando él y sus amigos llegaran allí.
Regis estaba convencido de que sus amigos no estarían enfadados con él durante mucho rato. Si bien era cierto que los había tenido esperando, preocupados, durante la mitad de la noche, sus gestiones podían ahorrarles muchos días de viaje por una ruta peligrosa. Sabía que tras una hora o dos de marcha, sintiendo el viento en el rostro mientras cabalgaban, habrían olvidado cualquier enfado que tuvieran con él. Y, si a pesar de eso no olvidaban con tanta facilidad, para Regis una buena comida merecía pasar algunas molestias.
Drizzt mantuvo a propósito al grupo caminando más hacia el este que al sudeste. No había encontrado marcas en el mapa de Bruenor que le hubieran permitido hacer una aproximación del camino directo a Longsaddle. Si intentaba ir en línea recta y fallaba en su destino, por poco que se desviaran irían a parar a la carretera principal procedente de la ciudad de Mirabar, sin saber si debía dirigirse hacia el norte o el sur. Sin embargo, si se encaminaban hacia el este, el drow estaba convencido de que toparían con la carretera al norte de Longsaddle. Aunque esta ruta añadía varios kilómetros al recorrido, quizá les ahorraría varios días perdidos si volvían sobre sus pasos.
Cabalgaron rápido y sin problemas durante el día y la noche siguientes y, después, Bruenor decidió que estaban ya lo suficientemente alejados de Luskan como para adoptar un horario de viaje más normal.
—Ahora podemos cabalgar de día —anunció a primera hora de la tarde, dos días después de conseguir los caballos.
—Prefiero ir por la noche —dijo Drizzt. Se acababa de levantar y estaba cepillando su caballo negro, delgado y musculoso.
—Pues yo no —intervino Regis—. Las noches se hicieron para dormir y los caballos no ven los agujeros y rocas que pueda haber en el camino.
—Podemos llegar a un acuerdo —sugirió Wulfgar, mientras acababa de desperezar sus adormecidos músculos—. Podemos salir cuando el sol empiece a descender, para mantenerlo a nuestras espaldas y que no moleste a Drizzt, y caminar hasta bien entrada la noche.
—Buena idea, muchacho —se rio Bruenor—. De hecho, ahora ha pasado ya el mediodía. ¡Montad! ¡Es hora de irnos!
—Podrías haberte guardado las ideas hasta después de la cena —gruñó Regis a Wulfgar, sujetando de mala gana la silla en el lomo del pequeño poni blanco.
Wulfgar se apresuró a ayudar a su amigo.
—Pero entonces hubiéramos perdido casi medio día de viaje —contestó.
—Es una verdadera lástima —fue la respuesta de Regis.
Aquel día, el cuarto desde que habían salido de Longsaddle, los viajeros llegaron a los Peñascos, una estrecha extensión de montículos rotos y onduladas colinas. El lugar poseía una belleza ruda e indomable, una sobrecogedora sensación de salvajismo que daba al viajero una impresión de conquista, como si él fuera el primer individuo que hubiera observado ese paisaje. Y, como ocurría siempre con lo indómito, junto a la excitación de la aventura llegaba un cierto grado de peligro. Apenas habían entrado en el primer valle del accidentado terreno cuando Drizzt divisó unas huellas que conocía bien: los pesados pasos de una banda de orcos.
—Quedaron marcadas hace menos de un día —dijo a sus inquietos compañeros.
—¿Cuántos?
Drizzt se encogió de hombros.
—Como mínimo una docena, quizás el doble.
—Seguiremos nuestra ruta —sugirió el enano—. Van por delante de nosotros, lo cual es mejor que llevarlos detrás.
A la llegada del crepúsculo, que marcaba la mitad de marcha de aquella jornada, los compañeros se tomaron un breve respiro, dejando a los caballos pastando en una diminuta pradera.
Las huellas de los orcos seguían por delante de ellos, pero Wulfgar, que cerraba la marcha, tenía la vista fija a sus espaldas.
—Nos siguen —afirmó, al ver las miradas interrogativas de sus compañeros.
—¿Orcos? —preguntó Regis.
El bárbaro sacudió la cabeza.
—Si lo son, no se parecen a los que yo conozco. Por lo que puedo ver, nuestros perseguidores son astutos y cautelosos.
—Tal vez sea que los orcos de aquí conocen mejor las costumbres de la gente que los orcos del valle —sugirió Bruenor, aunque tenía sus sospechas de que no se trataba de orcos y no le hacía falta mirar a Regis para saber que el halfling compartía su inquietud. La primera marca en el mapa, que Regis había identificado como un túmulo ancestral, no podía estar muy lejos de su posición actual.
—Montemos en los caballos —sugirió Drizzt—. Una buena cabalgata mejorará mucho nuestra posición.
—Seguiremos hasta después del crepúsculo —aceptó Bruenor—, y nos detendremos cuando encontremos un lugar desde el que podamos resistir un ataque. ¡Tengo la sensación de que encontraremos pelea antes de que llegue el alba!
No hallaron más huellas durante la cabalgata, que los condujo casi a través del entramado de peñascos. El rastro de los orcos se desviaba hacia el norte, dejando el camino ante ellos aparentemente despejado. Sin embargo, Wulfgar estaba convencido de haber oído sonidos a sus espaldas y de haber captado movimientos en su perímetro de visión.
Drizzt hubiera preferido continuar hasta dejar los Peñascos a sus espaldas, pero en el accidentado terreno los caballos habían llegado al límite de su resistencia, así que se detuvo junto a un pequeño grupo de abetos situado en lo alto de una pendiente, sospechando, como los demás, que ojos poco amistosos los estaban observando desde más de una dirección.
Drizzt se subió a uno de los árboles antes de que los otros hubieran desmontado siquiera. Ataron a los animales juntos y se situaron alrededor. Ni siquiera Regis hubiera podido conciliar el sueño ya que, a pesar de que confiaba plenamente en la visión nocturna de Drizzt, su sangre había empezado a latir con fuerza a la espera de lo que iba a ocurrir.
Bruenor, veterano en multitud de batallas, tenía suficiente confianza en su habilidad para la lucha. Se recostó con calma contra el tronco de un árbol, con su hacha marcada con multitud de muescas en el pecho y una mano sujetando con firmeza el mango.
Wulfgar, por su parte, hacía otros preparativos. Empezó reuniendo en el suelo palos y ramas de árbol rotas para afilarles los extremos. Buscando todas las ventajas posibles, las colocó en puntos estratégicos de la zona para que le proporcionaran la mejor distribución para su posición, utilizando sus mortíferas puntas para obstaculizar la aproximación de sus atacantes. Luego colocó con gran cuidado otras ramas en ángulos estratégicos para que hicieran caer y se clavaran en los cuerpos de los orcos antes de que llegaran a su posición.
Regis, el más nervioso de todos, observaba todos los preparativos y se fijaba en las diferencias de tácticas que poseía cada uno de sus amigos. Sabía que poco podía prepararse él para una batalla de este tipo y tan sólo deseaba poder mantenerse lo más alejado posible para no estorbar los esfuerzos de sus amigos. Tal vez le surgiera la oportunidad de dar algún golpe por sorpresa, pero a estas alturas no se dignaba siquiera considerar esas posibilidades. La valentía aparecía en el halfling de forma espontánea, no como algo que pudiera planear.
Con todos aquellos movimientos y preparativos que reflejaban su nerviosa espera, fue casi un alivio cuando, cerca de una hora más tarde, la ansiedad se convirtió en realidad. Drizzt les susurró desde lo alto del árbol que había movimiento en los campos de debajo de la ladera.
—¿Cuántos son? —preguntó Bruenor.
—Cuatro por cada uno de nosotros, o quizá más —respondió Drizzt.
El enano se volvió hacia Wulfgar.
—¿Estás listo, muchacho?
Wulfgar balanceó el martillo en el aire.
—¿Cuatro contra uno? —se burló.
A Bruenor le agradaba la seguridad que reflejaba aquel joven guerrero, aunque era consciente de que la lucha sería todavía más desigual, ya que Regis no saldría a luchar a territorio abierto.
—¿Los dejamos que lleguen o salimos a atacarlos en campo abierto? —preguntó Bruenor a Drizzt.
—Dejémoslos llegar —fue la respuesta del drow—. Su sigiloso avance me induce a pensar que creen contar con el factor sorpresa.
—Y fastidiarles la sorpresa será mejor que lanzar un primer golpe desde esta distancia —finalizó Bruenor—. ¡Danos la señal para empezar con tu arco, elfo! ¡Esperaremos hasta entonces!
Wulfgar imaginó el fuego que brillaría en aquel momento en los ojos color espliego del drow, un brillo mortal que contradecía siempre la calma externa de Drizzt momentos antes de una batalla. El bárbaro suspiró aliviado, ya que el placer por la batalla del drow era incluso superior a su propio placer y nunca había visto las cimitarras derrotadas por ningún enemigo. Volvió a blandir su martillo en el aire y se ocultó en un agujero junto a las raíces de uno de los abetos.
Bruenor se deslizó entre los gruesos cuerpos de dos de los caballos, colocando un pie en cada estribo, y Regis, después de colocar los sacos de dormir de modo que parecieran cuerpos acostados, se escabulló entre las ramas bajas de uno de los árboles.
Los orcos se aproximaban al campamento avanzando en círculo, sin duda intentando realizar un único ataque mortal. Drizzt sonrió esperanzado al ver varios huecos en el círculo, flancos abiertos que impedirían que los demás pudieran acudir rápidamente en ayuda de un grupo aislado. La banda llegaría unida al perímetro del bosque y Wulfgar, situado en un extremo, sería con toda probabilidad el primero en lanzar un golpe.
Los orcos se dividieron y un grupo se dirigió hacia los caballos mientras el otro se acercaba a los sacos de dormir. Cuatro de ellos pasaron junto a Wulfgar, pero el bárbaro esperó un instante para dar tiempo a los demás a que se acercaran lo suficiente a los caballos y que Bruenor pudiese atacar.
Por fin llegó el momento de salir de los escondites.
Wulfgar salió disparado de su posición con Aegis-fang, su mazo de guerra mágico, ya en movimiento.
—¡Tempos! —gritó a su dios de la guerra, y lanzó el primer golpe, que derribó al suelo a dos de los orcos.
El grupo se apresuró para soltar los caballos y salir del campamento, con la esperanza de cortar cualquier vía de escape.
¡Pero fueron recibidos por el enano gruñón y su sonora hacha!
Mientras los atónitos orcos daban un brinco para subirse a las sillas, Bruenor clavó su arma en mitad de la cabeza de uno y segó limpiamente la cabeza de otro antes de que los dos restantes se dieran ni siquiera cuenta de que habían sido atacados.
Drizzt tomaba como blancos a los orcos más cercanos a los grupos atacados, impidiendo en lo posible que fueran a apoyar a sus compañeros en el ataque contra sus amigos. La cuerda de su arco vibró una, dos y hasta tres veces, e igual número de orcos fueron cayendo al suelo, con los ojos cerrados y las manos aferradas desesperadamente a las mortíferas flechas.
Los golpes por sorpresa habían causado serias bajas en las filas de sus enemigos y ahora el drow extrajo sus cimitarras y saltó al suelo, convencido de que él y sus compañeros podían acabar con el resto con rapidez. Sin embargo, su sonrisa duró poco ya que, mientras descendía, observó más movimiento en el campo.
Drizzt fue a caer en el centro de tres de aquellas criaturas, con las armas en movimiento antes de que sus pies llegaran a tocar el suelo. Aunque no pilló a los orcos totalmente por sorpresa —uno de ellos había visto saltar al drow—, Drizzt los tenía desconcertados y vagaban de un lado a otro intentando resistir con sus armas.
Con los golpes relámpago que realizaba el drow, un retraso, por pequeño que fuera, significaba la muerte, y Drizzt era el único que mantenía el control en aquella maraña de cuerpos. Sus cimitarras segaban y se clavaban en carne de orco con mortífera precisión.
La suerte de Wulfgar era igual de brillante. Se enfrentaba a dos criaturas y, aunque se trataba de dos depravados luchadores, no podían igualar el poder gigantesco del bárbaro. Uno de ellos consiguió interceptar con su tosca arma el golpe de Wulfgar, pero Aegis-fang derribó toda defensa, aplastando primero el arma y después el cráneo del desafortunado orco sin ni siquiera reducir la velocidad por el esfuerzo.
Bruenor fue el primero en encontrarse en apuros. Llevó a cabo a la perfección sus ataques iniciales, dejando delante de él sólo a dos oponentes…, número que agradaba al enano. Pero, con la excitación, los caballos se encabritaron y se desbocaron, soltando las cuerdas que los ataban de los árboles. Bruenor cayó al suelo y, antes de que pudiera recuperarse, recibió un golpe en la cabeza del casco de su propio poni. Uno de los orcos cayó también al suelo de forma parecida, pero el segundo consiguió librarse de la conmoción y se abalanzó sobre el enano para acabar con él mientras los caballos salían de estampía.
Por fortuna, uno de aquellos momentos espontáneos de valentía surgió en Regis en ese instante. Se deslizó fuera de su escondrijo bajo los árboles y se detuvo en silencio detrás del orco. Comparado con una de aquellas criaturas, era bastante alto, pero ni siquiera poniéndose de puntillas le agradaba el ángulo para golpearlo en la cabeza, así que, encogiéndose de hombros con resignación, el halfling cambió de estrategia.
Antes de que el orco pudiera empezar a golpear a Bruenor, la maza del halfling se le introdujo entre las rodillas y le descargó un golpe hacia arriba, en la ingle, que lo alzó unos centímetros del suelo. Con un aullido de dolor, la víctima se asió la parte lesionada y, con los ojos desorbitados, cayó al suelo sin deseos ya de pelear.
Todo había sucedido en un instante, pero aún no habían conseguido la victoria. Otros seis orcos se introdujeron en el combate, dos de ellos cortando el avance de Drizzt para unirse a Regis y Bruenor, y otros tres yendo en ayuda del compañero que se enfrentaba en solitario al gigante bárbaro. El último se arrastró por el suelo en pos de Regis, acercándose poco a poco al distraído halfling.
En el mismo instante en que Regis oía el grito de advertencia del drow, una porra lo golpeó en la espalda, robándole el aire de los pulmones, y lo lanzó de bruces al suelo.
Wulfgar estaba siendo presionado por los cuatro costados y, a pesar de su alarde de antes de la batalla, se dio cuenta de que la situación ya no le complacía. Se dedicó a concentrarse en esquivar los golpes, esperando que el drow pudiese llegar a él antes de que se quebraran sus defensas.
Sin embargo, lo sobrepasaban en número.
Drizzt era consciente de que podía derrotar a los dos oponentes con los que se enfrentaba, pero dudaba de que pudiera llegar a tiempo para ayudar a su amigo bárbaro, o al halfling. Además, todavía había más refuerzos en el campo.
Regis rodó por el suelo hasta situarse junto a Bruenor y al escuchar los gemidos del enano supo que la batalla había acabado para los dos. Luego vio al orco sobre él, con la porra alzada por encima de la cabeza y una sonrisa diabólica en aquel rostro asqueroso. Cerró los ojos, sin deseos de ver el descenso del arma que acabaría con su vida.
Luego, de pronto, oyó el sonido de un impacto… por encima de su cabeza.
Abrió los ojos, sorprendido. Un hacha estaba clavada en el pecho de su atacante. El orco desvió la vista hacia él, atónito. La porra cayó lentamente de sus manos por detrás de su espalda y, después, la criatura cayó también al suelo, agonizante.
Regis no comprendía nada.
—¿Wulfgar? —inquirió al aire.
Una forma de grandes dimensiones, casi tan grande como Wulfgar, saltó por encima de él y se abalanzó sobre el orco, sacando salvajemente el hacha de su pecho. Era humano y llevaba las ropas de un bárbaro, pero, a diferencia de las tribus del valle del Viento Helado, el cabello de aquel hombre era negro.
—¡Oh no! —gimió Regis, recordando la advertencia que él mismo había hecho a Bruenor respecto a los bárbaros uthgardts. Aquel hombre le había salvado la vida pero, conociendo su reputación de salvajes, dudaba que pudiera surgir una amistad a partir de aquel encuentro. Empezó a incorporarse, deseando expresar su más sincero agradecimiento y disipar cualquier noción poco amistosa que el bárbaro pudiera tener respecto a él. Incluso pensó en la posibilidad de utilizar el medallón de rubíes para evocar en aquel hombre algún sentimiento de amistad.
Pero el bárbaro, al notar el movimiento, dio media vuelta y lo golpeó en el rostro.
Y Regis se sumergió en la oscuridad.