La invocación
La torre de las maravillas marcaba el punto central de la Ciudad de los Veleros, un extraño edificio que emanaba un poderoso ambiente de magia. A diferencia de otras estructuras de los Reinos Olvidados, la Torre de Huéspedes del Arcano parecía literalmente un árbol de piedra, constituido por cinco espirales de gran altura. La mayor era el centro y las otras cuatro, de la misma altura, se ramificaban desde el tronco principal formando arcos curvados con la elegancia de un roble. En ningún lugar podían verse las señales de la construcción, con lo cual era obvio para cualquier observador entendido que era la magia, y no el trabajo físico, la que había producido aquella obra de arte.
El archimago, dueño indiscutible de la Torre de Huéspedes, residía en la torre central, mientras que en las otras cuatro espirales se alojaban los magos más cercanos en la línea de sucesión. Cada una de aquellas torres menores, que representaban los cuatro puntos cardinales, dominaba un lado distinto del tronco, y su respectivo mago tenía la responsabilidad de vigilar e influir en los acontecimientos que sucedían en el sector que él dominaba. De este modo, el mago situado al oeste del tronco se pasaba el día mirando al mar, a los barcos mercantes y de piratas que pasaban por la bahía de Luskan.
Una conversación que tenía lugar en la espiral del norte aquel día hubiera interesado a los viajeros de Diez Ciudades.
—Has actuado correctamente, Jierdan —dijo Sydney, una maga joven y de segunda categoría de la Torre de Huéspedes, que había conseguido demostrar potencial suficiente para que le permitieran ser la aprendiz de uno de los magos más poderosos del gremio. Sydney no era hermosa, pero se preocupaba muy poco de las apariencias físicas, concentrando todas sus energías en la búsqueda incansable del poder. Había pasado la mayor parte de sus veinticinco años trabajando en pos de un objetivo: el título de mago, y su resolución y su aplomo no dejaban lugar a dudas de que tenía habilidad suficiente para conseguirlo.
Jierdan aceptó el cumplido con un gesto de complicidad, consciente del aire de superioridad con que le habían hablado.
—Tan sólo cumplí las instrucciones que me dieron —respondió bajo una máscara de humildad, observando de reojo al hombre de aspecto frágil, vestido con ropajes color marrón jaspeado, que permanecía junto a la única ventana de la estancia, observando el exterior.
—¿Por qué habrán venido aquí? —murmuró el mago para sí. Luego, desvió la vista de la ventana y los demás recularon ante su mirada de manera refleja. Era Dendybar el Moteado, Dueño de la Espiral del Norte, y, aunque parecía débil desde aquella distancia, un examen más de cerca revelaba que aquel hombre tenía un poder mucho más fuerte que el que le hubieran otorgado músculos corpulentos. Además, la reputación que se había ganado por valorar mucho menos la vida que la búsqueda del conocimiento intimidaba a la mayoría de las personas que se acercaban a él—. ¿Dieron alguna explicación de por qué venían aquí?
—Nada que pudiera ser verosímil —replicó Jierdan con calma—. El halfling habló de estudiar el mercado, pero yo…
—No puede ser —lo interrumpió Dendybar, hablando más para sí mismo que para los demás—. Esos cuatro tienen algún motivo más importante que un simple viaje comercial.
Sydney apremió a Jierdan, intentando mantener su alta estima a los ojos del Dueño de la Espiral del Norte.
—¿Dónde están ahora? —inquirió.
Jierdan no se atrevió a mirarla a los ojos delante de Dendybar.
—En los muelles…, en algún lugar —contestó, encogiéndose de hombros.
—¿No lo sabes? —insistió la joven maga.
—Tenían que quedarse en la taberna de Cutlass —respondió Jierdan—, pero una pelea los dejó en la calle.
—¡Tendrías que haberlos seguido! —le reprendió Sydney, acosando al soldado sin piedad.
—Ni siquiera un soldado de la ciudad está lo suficientemente loco como para pasear solo y de noche por los embarcaderos —se defendió Jierdan—. No es importante saber exactamente dónde se encuentran. Tengo vigiladas todas las puertas y el muelle. ¡No pueden abandonar Luskan sin que yo lo sepa!
—¡Quiero que los encuentres! —ordenó Sydney, pero, de pronto, Dendybar la hizo callar.
—Deja la vigilancia tal como está —dijo, dirigiéndose a Jierdan—. No deben partir sin mi conocimiento. Ya puedes marcharte. Vuelve cuando tengas algo más que contarme.
Jierdan se puso firme y dio media vuelta para marcharse, no sin antes dirigir una última mirada a quien competía con él en la búsqueda del favor del mago moteado. Él no era más que un soldado, no una aprendiz de mago como Sydney, pero en Luskan, ciudad en la que la Torre de Huéspedes del Arcano era la verdadera y tácita fuerza que se encontraba detrás de todas las estructuras de poder de la ciudad, un soldado hacía bien en buscar el favor de un mago. Los capitanes de la guardia sólo conseguían sus puestos y privilegios con el previo consentimiento de la Torre de Huéspedes.
—No podemos dejar que vayan por ahí con total libertad —insistió Sydney, cuando la puerta se hubo cerrado detrás del soldado.
—Por ahora no causarán ningún daño —respondió Dendybar—. Incluso en el caso que el drow lleve el artefacto consigo, le llevará años llegar a comprender su potencial. Paciencia, amiga mía. Tengo medios para saber lo que necesitamos saber. De aquí a poco tiempo, las piezas del rompecabezas encajarán perfectamente unas con otras.
—Me apena pensar que un poder semejante está casi al alcance de nuestras manos —replicó la impaciente y joven maga— ¡y que, por el momento, lo posea un principiante!
—Paciencia —repitió el Dueño de la Espiral del Norte.
Sydney acabó de encender el círculo de velas que marcaba el perímetro de una sala especial y se dirigió con paso lento hacia el solitario brasero que permanecía en su trípode de hierro fuera del círculo mágico inscrito en el suelo. Le desagradaba saber que, una vez que estuviera encendido también el brasero, le darían instrucciones para que se marchara. Saboreando cada momento que transcurría en aquella habitación extrañamente abierta, que algunos consideraban la sala de encantamiento más elegante de todas las tierras del norte, Sydney había suplicado en numerosas ocasiones que se le permitiese quedarse.
Pero Dendybar nunca accedía, alegando que sus inevitables preguntas lo distraerían y que, en el trato con los mundos inferiores, la distracción solía ser un error fatal.
Dendybar se sentó con las piernas cruzadas en el centro del círculo y entró en un profundo trance meditativo, sin prestar atención a las acciones con que Sydney ultimaba los preparativos. Concentraba todos sus sentidos en su interior, buscando su propio yo para asegurarse de que estaba por completo preparado para una tarea semejante. Había dejado en su mente una única ventana abierta al exterior, una fracción de su conciencia dependiendo de una única entrada: el pomo de la puerta que se cerraba después de la marcha de Sydney.
Los pesados párpados se abrieron una rendija y la estrecha línea de visión se clavó en las llamas del brasero. Aquel fuego sería la vida del espíritu invocado, ya que le daría una forma tangible durante el período en que Dendybar lo mantuviera atrapado en el mundo material.
—Ey vesus venerais dimin dou —empezó el mago, recitando primero con lentitud y, luego, con un ritmo más rápido. Arrastrado por la insistente presión de la proyección, como si el hechizo, una vez tomado el primer soplo de vida, pudiera culminar por sí mismo, Dendybar siguió el curso a través de las diversas inflexiones y sílabas arcanas con facilidad. El sudor de su frente reflejaba más impaciencia que nerviosismo.
El mago moteado se deleitaba con la invocación, dominando la voluntad de los seres que vivían más allá del mundo mortal mediante la pura insistencia de su considerable fuerza mental. Aquella habitación representaba la culminación de sus estudios, la prueba indiscutible de los vastos límites de sus poderes.
Aquella vez su objetivo era el informante que más le agradaba, un espíritu que lo despreciaba con todas sus fuerzas pero que no podía desoír su llamada. Dendybar llegó al punto culminante de la invocación.
—Morkai —llamó con suavidad.
La llama del brasero relució durante un breve instante.
—¡Morkai! —gritó Dendybar, arrancando al espíritu de su conexión con el otro mundo. El brasero se convirtió en una pequeña bola de fuego y, luego, murió, con las llamas transformadas en la imagen de un hombre que permanecía ante Dendybar.
Los delgados labios del mago se curvaron en una sonrisa. Pensaba que no dejaba de ser irónico que el hombre cuyo asesinato había planeado hubiera llegado a convertirse en su fuente de información más valiosa.
El espectro de Morkai el Rojo permanecía de pie, con un aspecto de resolución y orgullo, una imagen acorde con el poderoso mago que había sido una vez. Había creado aquella misma habitación durante los años en que sirvió como Dueño de la Espiral del Norte en la Torre de Huéspedes. Pero, luego, Dendybar y sus secuaces habían conspirado contra él, utilizando a uno de sus aprendices de confianza para que le clavara una daga en el corazón, y dejar así abierto el camino a la sucesión para que Dendybar pudiera alcanzar la posición máxima en la espiral.
Aquel mismo acto había provocado una segunda cadena de acontecimientos, tal vez más significativos, ya que fue aquel mismo aprendiz, Akar Kessell, quien entró en posesión por casualidad de la Piedra de Cristal, un poderoso artefacto que ahora Dendybar creía en poder de Drizzt Do’Urden. Las historias que habían llegado de la batalla final de Akar Kessell en Diez Ciudades indicaban que el elfo oscuro era el guerrero que lo había derrotado.
Dendybar no podía saber que la Piedra de Cristal yacía ahora enterrada bajo cientos de toneladas de hielo y rocas en la montaña del valle del Viento Helado conocida con el nombre de la cumbre de Kelvin, perdida entre la avalancha que había matado a Kessell. Todo lo que él conocía de la historia era que Kessell, el débil aprendiz, había estado a punto de conquistar todo el valle del Viento Helado con la Piedra de Cristal y que Drizzt Do’Urden había sido el último en ver a Kessell con vida.
Dendybar se frotaba las manos con impaciencia cuando pensaba en el poder que la reliquia podría otorgar a un mago más experimentado.
—Saludos, Morkai el Rojo —se rio Dendybar—. Ha sido muy amable por tu parte aceptar mi invitación.
—Aprovecho todas las oportunidades para contemplarte, Dendybar el Asesino —respondió el espectro—. Tengo que conocerte bien cuando entres con la barca de la Muerte en el reino oscuro. Entonces, estaremos en igualdad de condiciones de nuevo…
—¡Silencio! —ordenó Dendybar. Aunque no admitía la verdad ni ante sí mismo, el mago moteado temía el día en que volviera a enfrentarse con el poderoso Morkai—. Te he traído con un propósito —le dijo al espectro—. No tengo tiempo para amenazas vacías.
—Cuéntame, pues, el servicio que tengo que hacer y deja que me vaya —silabeó el espectro—. Tu presencia me ofende.
Dendybar estaba furioso, pero no dejó que continuara la pelea. En un hechizo de invocación, el tiempo actuaba en contra del mago, ya que mantener a un espíritu en el mundo material le restaba fuerzas y cada minuto que pasaba lo iba debilitando un poco más. El mayor peligro que implicaba este tipo de hechizo era que el que lo pronunciara osara mantener el control durante demasiado tiempo, hasta que de pronto se encontraba con que estaba demasiado debilitado para controlar a la entidad que había invocado.
—Lo único que quiero de ti hoy, Morkai, es una simple respuesta —empezó Dendybar, eligiendo con cuidado cada una de las palabras. Morkai percibió el tono cauteloso y concibió sospechas de que Dendybar estaba ocultando algo.
—¿Cuál es la pregunta? —inquirió el espectro.
Dendybar prosiguió con aquella cautela, sopesando cada palabra antes de decirla. No quería que Morkai tuviera la más mínima idea de los motivos que lo impulsaban a buscar al drow, ya que sin duda el espectro pasaría la información a través de las esferas y muchos seres poderosos, incluido tal vez el espíritu del propio Morkai, se lanzarían en persecución de una reliquia como aquélla si tuvieran la más mínima idea de la proximidad de la piedra.
—Hoy han llegado de Luskan cuatro viajeros, uno de ellos un elfo oscuro —explicó el mago moteado—. ¿Qué asunto los trae a la ciudad? ¿Por qué han venido?
Morkai escrutó a su invocador, intentando encontrar la razón de aquella pregunta.
—Sería mejor que hicieses esa pregunta a la guardia de la ciudad —respondió—. Sin duda, los viajeros tuvieron que exponer los motivos que los traían a la ciudad a la entrada.
—¡Pero te la pregunto a ti! —gritó Dendybar, fuera de sí. Morkai parecía buscar evasivas y ahora cada segundo que pasaba le costaba caro al mago moteado. El espíritu de Morkai había perdido poco poder al morir y luchaba con tozudez contra la persona que lo dominaba con su hechizo. Dendybar desplegó un pergamino ante él.
—He redactado ya una docena como éste —le advirtió.
Morkai reculó. Comprendía la naturaleza de aquel escrito, un rollo de pergamino que revelaba el nombre verdadero de su propio ser. Y, una vez leído, al descubrir el secreto del nombre y dejar desnuda la intimidad de su alma, Dendybar invocaría al poder real del pergamino, utilizando inflexiones de voz fuera de tono para desfigurar el nombre de Morkai y romper la armonía de su espíritu, separándolo de este modo del núcleo de su ser.
—¿De cuánto tiempo dispongo para buscar tus respuestas? —preguntó Morkai.
Dendybar sonrió ante su triunfo, a pesar de que el cansancio se apoderaba poco a poco de él.
—Dos horas —contestó sin vacilar, ya que había decidido la longitud del plazo antes de invocar al espíritu, escogiendo un tiempo límite que diese a Morkai la oportunidad de encontrar algunas respuestas, pero que fuese lo suficientemente breve para que el espíritu no pudiese descubrir nada que no debiese.
Morkai sonrió al adivinar los motivos de aquella decisión. Se echó hacia atrás y desapareció en una nube de humo, mientras las llamas que habían sostenido su forma regresaban al brasero en espera de su vuelta.
Dendybar suspiró aliviado de inmediato. Aunque todavía tenía que concentrarse en mantener abierta la puerta de acceso a otras esferas, la presión sobre su voluntad y el continuo desgaste de fuerzas disminuyeron considerablemente tras la marcha del espíritu. Durante el encuentro, el poder de la voluntad de Morkai había estado a punto de quebrar la suya propia y Dendybar sacudió la cabeza con incredulidad al pensar que el viejo maestro pudiese salir de la tumba con tanto poder. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar si no se habría equivocado enfrentándose a un ser tan poderoso. Cada vez que invocaba a Morkai se acordaba de que seguramente llegaría el día en que tendría que rendir cuentas.
Morkai no tuvo dificultad en informarse sobre los cuatro aventureros. De hecho, el espectro sabía ya de antemano muchas cosas sobre ellos. Durante su reinado como Dueño de la Espiral del Norte, se había tomado un gran interés por Diez Ciudades y su curiosidad no había muerto con su cuerpo. Incluso ahora, observaba a menudo los acontecimientos del valle del Viento Helado y todo aquel que se interesase por la historia reciente de Diez Ciudades había oído hablar de los cuatro héroes.
El continuo interés de Morkai por el mundo que había dejado atrás no era una característica habitual en la tierra de los espíritus. La muerte alteraba las ambiciones del alma, sustituyendo el ansia de ganancias materiales o sociales por un hambre eterna de sabiduría. Algunos espíritus habían estado observando los Reinos durante incontables siglos, recogiendo simplemente información y observando los seres vivos que allí habitaban. Tal vez fuera sólo envidia por las sensaciones físicas que ya no podían sentir, pero, fuera cual fuese al motivo, el caso es que la riqueza de conocimientos de un solo espíritu a menudo sobrepasaba la totalidad de los trabajos recogidos en todas las bibliotecas de los Reinos.
Morkai aprendió muchas cosas durante las dos horas que Dendybar le había concedido. Ahora le tocaba el turno a él de escoger las palabras con cuidado. Estaba obligado a satisfacer la solicitud de su invocador, pero pretendía hacerlo de la forma más misteriosa y ambigua que le fuera posible.
Los ojos de Dendybar relampaguearon cuando vio que las llamas del brasero empezaban de nuevo su danza reveladora. Se sorprendió de que hubieran pasado ya dos horas, porque el descanso le había parecido mucho más corto, y sintió que no se había recuperado por completo de su primer encuentro con el espectro. Sin embargo, no podía rebatir la danza de las llamas. Irguió el cuerpo y juntó los tobillos, apretando y afianzando su posición meditabunda con las piernas cruzadas.
El baile de llamas alcanzó su punto de máxima agitación, y Morkai apareció ante él. El espectro permaneció en pie obedientemente, sin ofrecer ninguna información antes de que Dendybar se la solicitara. La historia completa que se ocultaba tras la visita de los cuatro amigos a Luskan seguía siendo una incógnita para Morkai, pero había averiguado muchas cosas sobre su búsqueda, muchas más de las que quería que Dendybar supiese. Aún no había discernido las verdaderas intenciones que se ocultaban tras las preguntas del mago, pero estaba convencido de que, fuera cual fuese su objetivo, Dendybar no perseguía nada bueno.
—¿Cuál es el propósito de la visita? —preguntó Dendybar enojado por la táctica de Morkai.
—Tú me has invocado —respondió Morkai con astucia—. Estoy obligado a aparecer.
—¡No juegues conmigo! —rugió el mago moteado. Observó al espectro, manoseando el pergamino como una amenaza latente. Célebres por responder literalmente, los seres de otras esferas a menudo aturdían a sus invocadores desfigurando el significado connotativo de una pregunta exacta.
Dendybar sonrió ante la lógica simple del espectro y aclaró la pregunta.
—¿Cuál es el propósito de la visita que los cuatro viajeros del valle del Viento Helado han hecho a Luskan?
—Hay varios motivos —respondió Morkai—. Uno ha venido en busca de la tierra natal de su padre y del padre de su padre.
—¿El drow? —preguntó Dendybar, intentando encontrar el modo de encajar sus sospechas de que Drizzt planeaba volver a su mundo subterráneo de origen con la Piedra de Cristal. ¿Tal vez una sublevación de los elfos oscuros, utilizando el poder de la piedra?—. ¿Es el drow quien busca su tierra natal?
—No —respondió el espectro, contento de que Dendybar se hubiera desviado por una tangente, dejando de lado la línea de interrogatorio más específica, y más peligrosa. Los minutos iban pasando y el control de Dendybar sobre el espectro empezaría pronto a disiparse, cosa que Morkai esperaba poder utilizar para encontrar el modo de librarse del mago moteado antes de revelar demasiado sobre la compañía de Bruenor—. Drizzt Do’Urden abandonó su tierra natal. Nunca regresará a las entrañas de la tierra, y sin duda nunca lo hará con sus mejores amigos a remolque.
—Entonces, ¿quién?
—Otro de los viajeros huye de un peligro que le sigue los pasos —continuó Morkai, esquivando la pregunta.
—¿Quién busca su tierra natal? —inquirió Dendybar con más énfasis.
—El enano, Bruenor Battlehammer —respondió Morkai, obligado a obedecer—. Busca su lugar de nacimiento, Mithril Hall, y sus amigos se han unido al viaje. ¿Por qué te interesa esto? Esos cuatro compañeros no tienen ninguna relación con Luskan y no suponen ninguna amenaza para la Torre de Huéspedes.
—¡No te he invocado para responder a tus preguntas! —lo reprendió Dendybar—. Ahora dime quién está huyendo de un peligro y de qué peligro se trata.
—Espera.
Con un ademán, Morkai proyectó una imagen en la mente del mago moteado, la imagen de un jinete envuelto en una capa negra que cabalgaba a galope tendido por la tundra. La brida del caballo estaba cubierta de espuma, pero el jinete hostigaba a la bestia sin descanso.
—El halfling huye de este hombre —explicó Morkai—, aunque el propósito del jinete sigue siendo un misterio para mí.
El tener que contar todo esto a Dendybar enojaba al espectro, pero Morkai no podía resistirse a las órdenes de su invocador. Aun así, sentía que los vínculos de la voluntad del mago se estaban debilitando y sospechaba que la invocación terminaría pronto.
Dendybar hizo una pausa para meditar la información.
Nada de lo que Morkai le había contado tenía una relación directa con la Piedra de Cristal, pero al menos ahora sabía que los cuatro amigos no pensaban permanecer en Luskan demasiado tiempo. Además, había descubierto un aliado en potencia, una fuente más de información. El jinete encapuchado debía de ser muy poderoso para haber obligado al formidable grupo del halfling a lanzarse huyendo a la carretera.
Dendybar estaba empezando a planear sus próximos movimientos cuando una súbita e insistente presión de la tozuda resistencia de Morkai le hizo perder la concentración. Enojado, lanzó una mirada amenazadora al espectro y empezó a desdoblar el pergamino.
—¡Imprudente! —gritó y, aunque hubiera podido mantener el control sobre el espectro un rato más si hubiese concentrado sus energías en una pelea de voluntades, empezó a recitar el escrito.
Morkai reculó, a pesar de que había provocado conscientemente a Dendybar hasta ese extremo. El espectro estaba dispuesto a aceptar el tormento, ya que significaba el fin del interrogatorio. Y Morkai se alegraba de que Dendybar no lo hubiera forzado a revelar los acontecimientos ocurridos fuera de Luskan, en el valle situado más allá de las fronteras de Diez Ciudades.
A medida que las frases de Dendybar rompían con notas discordantes la armonía de su alma, Morkai situó el punto de concentración de su mente a cientos de kilómetros de distancia y regresó a la imagen de la caravana mercante que veinticuatro horas antes había salido de Bremen, la población más cercana de Diez Ciudades, y a la imagen de la joven y valerosa mujer que se había unido a los comerciantes. El espectro se alegró al saber que ella había escapado, al menos por un rato, de la investigación del mago moteado.
No se trataba de que Morkai fuera altruista; nunca había destacado por poseer esa virtud. Tan sólo le satisfacía enormemente estorbar en la medida de lo posible al bribón que había planeado su asesinato.
Los bucles rojizos del cabello de Catti-brie se esparcían por sus hombros. Permanecía sentada y muy erguida en el primer carro de la caravana mercante que había salido de Diez Ciudades el día anterior, con destino a Luskan. Impasible a la gélida brisa, mantenía los ojos fijos en la carretera que se abría ante ella, buscando cualquier señal que le indicase que el asesino había pasado por allí. Había transmitido la información sobre Entreri a Cassius, quien se encargaría de comunicárselo a los enanos, y en este momento se preguntaba si no se habría precipitado al unirse a la caravana mercante antes de que el clan Battlehammer organizara su propia persecución.
Sin embargo, sólo ella había visto actuar al asesino. Era plenamente consciente de que si los enanos iban tras él con un asalto frente a frente, olvidando la cautela por su ansia de vengar a Fender y Grollo, muchos más miembros del clan morirían.
Tal vez de un modo egoísta, Catti-brie había decidido que el asesino era asunto suyo. La había aterrorizado, había barrido por los suelos años de entrenamiento y disciplina y la había reducido a la temblorosa apariencia de una niña asustada. Pero ella era ahora una joven mujer, ya no una niña. Tenía que responder en persona a aquella humillación emocional, o las cicatrices la acompañarían hasta el día de su muerte, paralizando para siempre los esfuerzos que hiciera en su camino para descubrir su verdadero potencial en la vida.
Encontraría a sus amigos en Luskan y les advertiría del peligro que los perseguía. Entonces, entre todos se encargarían de Artemis Entreri.
—Vamos a buen ritmo —le aseguró el conductor de la caravana, comprendiendo su deseo de ir deprisa.
Catti-brie no desvió la vista, anclada en el llano horizonte que se extendía ante ella.
—El corazón me dice que no será suficientemente rápido —se lamentó.
El conductor la observó con curiosidad, pero prefirió no presionarla sobre ese punto. Ella había dejado claro desde el principio que el asunto que la traía era personal y, como hija adoptada de Bruenor Battlehammer y con la reputación de buena luchadora que tenía, los mercaderes se habían considerado afortunados de llevarla consigo, y habían respetado su deseo de intimidad. Además, tal como uno de los conductores había dicho con tanta elocuencia durante la reunión que mantuvieron antes de emprender el viaje: «El saber que voy a pasarme cerca de quinientos kilómetros observando el trasero de un buey hace que la idea de tener a esa muchacha de compañera me parezca estupenda».
Al final, habían decidido incluso cambiar la fecha de partida para que ella pudiese venir.
—No te preocupes, Catti-brie —le aseguró el conductor—. ¡Te llevaremos allí!
Catti-brie se apartó un mechón de cabellos de la cara y observó el sol que se ocultaba en el horizonte ante ella.
—Pero, ¿llegaremos a tiempo? —preguntó con suavidad sin esperar respuesta, consciente de que el susurro se perdería con el viento en cuanto saliera de sus labios.