3


Vida nocturna

La taberna de Cutlass se iba llenando a medida que avanzaba la noche. Los marinos mercantes desembarcaban y los locales se apresuraban a recibirlos. Regis y Wulfgar permanecieron en la misma mesa; el bárbaro observando con curiosidad lo que ocurría a su alrededor, y el halfling, intentando actuar con cautela.

Regis reconoció el peligro al ver a una mujer que se acercaba con paso lento hacia ellos. No era una mujer joven y tenía el aspecto ojeroso habitual de todos los habitantes de esa zona de los muelles, pero su vestido, bastante revelador en todos aquellos lugares que el vestido de una dama debería ocultar, enmascaraba todas sus imperfecciones físicas tras una barrera de sugerencias. Al ver la mirada en el rostro de Wulfgar, con la barbilla casi al mismo nivel que la mesa, se confirmaron los temores de Regis.

—Bienvenido, mozo —ronroneó la mujer, mientras se sentaba en la silla junto al bárbaro.

Wulfgar observó a Regis y estuvo a punto de soltar una carcajada incrédula y embarazosa.

—No eres de Luskan —prosiguió la mujer—, ni tienes el aspecto de esos marinos mercantes que acaban de atracar en los muelles. ¿De dónde eres?

—Del norte —tartamudeó Wulfgar—. El valle… del Viento Helado.

Regis no había visto tanto descaro en una mujer desde sus años de estancia en Calimport y sintió que debía intervenir. Había algo perverso en aquella mujer, un placer malvado que era demasiado excepcional. La fruta prohibida era fácil. De pronto, Regis se descubrió a sí mismo añorando su vida en Calimport. Wulfgar sería presa fácil para las tretas de aquella criatura.

—Somos pobres viajeros —explicó Regis, poniendo gran énfasis en la palabra «pobres» para proteger a su amigo—. No nos queda una sola moneda, pero tenemos un largo camino por delante.

Wulfgar observó con curiosidad a su compañero, sin comprender demasiado bien el motivo de aquella mentira.

La mujer escrutó de nuevo a Wulfgar y chasqueó la lengua.

—Una lástima —gimió, y, luego, dirigiéndose a Regis, preguntó—: ¿Ni una sola moneda?

Regis se encogió de hombros con aire apenado.

—Una verdadera lástima —repitió la mujer mientras se ponía de pie para marcharse.

El rostro de Wulfgar se sonrojó profundamente al empezar a comprender los verdaderos motivos de aquel encuentro.

Algo se agitaba también en el interior de Regis. Añoranza de los viejos tiempos, corriendo por el entramado de calles de Calimport, viviendo frenéticamente hasta el límite de sus fuerzas. Cuando la mujer pasó junto a él, la cogió del codo.

—Ni una sola moneda —le explicó al ver sus ojos interrogativos—. Pero tenemos esto.

Extrajo el medallón de rubíes de debajo de la camisa y lo hizo balancearse en el aire en el extremo de la cadena. El brillo captó de inmediato la mirada avariciosa de la mujer y la gema mágica la sumió en un trance hipnótico. Volvió a sentarse, esta vez en la silla situada junto a Regis, sin que sus ojos se apartaran un instante de las profundidades del maravilloso rubí en constante balanceo.

La confusión impidió que Wulfgar estallara, ultrajado ante aquella traición, y el torbellino de pensamientos y emociones que cruzaba por su mente se reflejaron en una mirada vacía.

Regis captó la mirada del bárbaro, pero no le hizo caso, acostumbrado como estaba a rechazar las emociones negativas, como el sentimiento de culpabilidad. Dejaría que a la luz de la mañana descubriera su treta, pero eso no impedía que pudiera disfrutar de la noche.

—El viento nocturno es gélido en Luskan —dijo a la mujer.

Ella colocó una mano sobre su brazo.

—Te encontraremos un lecho cálido, no temas.

El halfling esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

Wulfgar tuvo que hacer esfuerzos para no caer de la silla.

Bruenor recobró la compostura con rapidez, ya que no quería insultar a Susurro, ni deseaba que, al ver ella la sorpresa que le había causado encontrar a una mujer, le diera ventaja sobre él. Sin embargo, la mujer sabía la verdad y la sonrisa que dedicó a Bruenor lo dejó todavía más aturdido. La venta de información en un lugar tan peligroso como los muelles de Luskan significaba un trato constante con asesinos y ladrones, y, aunque lo hiciera en el marco de una red de apoyo muy intrincada, era un trabajo que requería una piel dura. Pocos de aquellos que venían a solicitar los servicios de Susurro podían ocultar su sorpresa al encontrar a una mujer joven y atractiva ejerciendo semejante trabajo.

Aun así, el respeto de Bruenor por su informante no disminuyó en lo más mínimo, a pesar de su asombro, ya que la reputación que se había ganado Susurro había llegado a él a cientos de kilómetros de distancia. La mujer todavía seguía con vida, lo cual era razón suficiente para que el enano la admirara.

Drizzt se sorprendió mucho menos que su compañero ante el descubrimiento. En las oscuras ciudades de los elfos drow, las mujeres solían ocupar cargos superiores a los hombres y, a menudo, eran mucho más despiadadas que ellos. Drizzt comprendió enseguida la ventaja que tenía Susurro sobre los clientes varones que tendían a subestimarla por proceder de sociedades de las peligrosas tierras septentrionales, dominadas por hombres.

Ansioso por acabar el asunto y regresar a la carretera, el enano fue directamente al grano en cuanto al propósito del encuentro.

—Necesito un mapa —explicó—, y me han dicho que usted puede conseguírmelo.

—Poseo numerosos mapas —contestó la mujer con frialdad.

—Uno del norte —prosiguió Bruenor—. Desde el mar hasta el desierto, en el que aparezcan debidamente los nombres de las poblaciones y las razas que las habitan.

Susurro asintió.

—El precio será elevado, buen enano —dijo, mientras un destello aparecía en sus ojos ante la mera mención del dinero.

Bruenor le tendió una pequeña bolsa con gemas.

—Éste será el pago por las molestias —gruñó, entregándole el dinero de mala gana.

Susurro vació el contenido de la bolsa sobre la palma de la mano y examinó las piedras sin pulir. Asintió, mientras volvía a introducirlas en la bolsa, consciente de su considerable valor.

—¡Espera! —chilló Bruenor al ver que la mujer se ataba la bolsa al cinturón—. ¡No te llevarás mis piedras antes de que vea el mapa!

—Por supuesto —respondió la mujer con una encantadora sonrisa—. Espera aquí. Volveré enseguida con el mapa que deseas.

Le devolvió la bolsa a Bruenor y, de pronto, dio un par de vueltas en el aire, haciendo girar la capa y levantando una nube de niebla. En la agitación, se sucedió un pequeño relampagueo y la mujer desapareció.

Bruenor dio un salto hacia atrás y agarró el mango de su hacha.

—¿Qué truco diabólico es éste? —gritó.

Drizzt, impasible, colocó una mano sobre el hombro del enano.

—Calma, querido amigo —lo tranquilizó—. Un truco menor, nada más, para ocultar en la niebla y el relampagueo su huida —señaló un pequeño montón de tablas— hacia esa alcantarilla.

Bruenor siguió con la vista la dirección que marcaba el dedo de Drizzt y se relajó. El borde de un agujero abierto era apenas visible, con el emparrillado apoyado sobre el muro del almacén unos centímetros más abajo del callejón.

—Conoces este ambiente mejor que yo, elfo —bufó el enano, aturdido por su falta de experiencia en el trato con los delincuentes urbanos—. ¿Piensa ella hacer un trato justo, o debemos sentarnos aquí y esperar que nos ataquen sus perros para saquearnos?

—Ninguna de las dos cosas —respondió Drizzt—. Susurro no estaría viva si proveyera de clientes a los ladrones. Pero yo no confiaría demasiado en que el trato que haga con nosotros sea en realidad justo.

Bruenor observó que Drizzt había extraído una de las cimitarras de su funda mientras hablaba.

—No es una trampa, ¿verdad?

—De su gente, no —replicó Drizzt—. Pero las sombras ocultan muchos más ojos.

Más ojos que los de Wulfgar observaban ahora a la mujer y al halfling.

Los robustos tipos de los muelles de Luskan sentían a menudo un gran placer en atormentar a criaturas de menos estatura física que ellos, y los halfling constituían sus blancos favoritos. Aquella noche en particular, un hombre corpulento y obeso, de cejas espesas y tupida barba, que se manchaba constantemente con la espuma de su jarra siempre llena, dominaba la conversación en la barra, alardeando de imposibles proezas de resistencia y amenazando a todo el mundo a su alrededor con darles una paliza si disminuía en lo más mínimo el suministro de cerveza.

Todos los hombres reunidos a su alrededor en la barra, hombres que lo conocían o que habían oído hablar de él, asentían con la cabeza con entusiasmo al escuchar sus palabras, colocándolo en un pedestal de cumplidos para disipar sus propios temores respecto a él. Sin embargo, el ego del hombre gordo necesitaba nuevas diversiones, una nueva víctima para intimidar, y, cuando su mirada se paseó por toda la estancia, se detuvo naturalmente en el halfling y en su enorme, aunque sin lugar a dudas joven, acompañante. La escena del halfling cortejando a la dama más preciada de la taberna de Cutlass constituía una oportunidad demasiado tentadora para el hombre gordo.

—Ven aquí, preciosa —babeó, escupiendo gotas de cerveza con cada palabra—. ¿Crees que las simpatías de un medio hombre te bastarán para toda la noche?

La multitud apiñada en la barra, ansiosa por mantener el respeto del hombre gordo, estalló en una exagerada carcajada.

La mujer había tratado con anterioridad con aquel hombre y había visto cómo otros caían vencidos a sus pies. Le dirigió una mirada preocupada, pero permaneció firmemente sujeta al encanto del medallón de rubíes. Regis, en cambio, desvió de inmediato la vista del hombre gordo, y centró su atención en donde suponía que empezarían los problemas: en el otro lado de la mesa y en Wulfgar.

Su inquietud estaba justificada. Los nudillos del orgulloso bárbaro se pusieron blancos por la fuerza con que agarraba la mesa, y la furia que reflejaban sus ojos indicó a Regis que el joven estaba a punto de explotar.

—¡Deja que pasen las burlas! —insistió Regis—. ¡Éste no es el mejor momento!

Wulfgar no se relajó en lo más mínimo y no apartó la vista un ápice de su adversario. Podía hacer caso omiso de los insultos del hombre gordo, incluso aquellos dirigidos a Regis y a la mujer, pero Wulfgar comprendía el motivo oculto en aquella provocación. A través de la burla a sus amigos menos capacitados, el matón lo estaba desafiando a él. Se preguntó cuántos otros habrían caído víctimas de aquella mole detestable. Tal vez había llegado el momento de que aquel hombre gordo aprendiera una lección de humildad.

Intuyendo que podía hacer explotar al joven, el grotesco matón se acercó unos pasos a ellos.

—Apártate un poco, medio hombre —ordenó, haciéndole un gesto a Regis.

Regis paseó una mirada rápida por la estancia para ver el ambiente que se respiraba. Sin duda, habría varios hombres que se lanzarían en su ayuda contra el hombre gordo y sus repugnantes secuaces. Incluso había un miembro de la guardia oficial de la ciudad, un grupo que se tenía en gran estima en todos los sectores de Luskan.

Regis interrumpió su examen por un instante y observó al soldado. ¡Cuán fuera de lugar parecía aquel hombre en una escupidera como la taberna de Cutlass, infestada de perros! Sintió todavía más curiosidad al reconocer a aquel hombre como Jierdan, el soldado de la puerta que había reconocido a Drizzt y que había intercedido para que los dejaran entrar en la ciudad un par de horas antes.

El hombre gordo se acercó un paso más y Regis no tuvo tiempo de continuar analizando las implicaciones de su descubrimiento.

El corpulento matón lo estaba observando desde arriba, con los brazos en jarras. Regis sintió que se le aceleraba el corazón y percibió cómo le corría la sangre por las venas, como siempre le sucedía ante aquel tipo de confrontaciones extremas que habían marcado sus días en Calimport. Y ahora, al igual que entonces, buscaba desesperadamente el modo de escapar a ella.

Pero sus esperanzas se disiparon al recordar a su compañero.

Menos experimentado —y, Regis se hubiera atrevido a decir, «menos inteligente»—, Wulfgar no permitiría que el desafío quedara sin respuesta. De un salto, se subió a la mesa y, con una zancada de sus largas piernas, se interpuso entre el hombre gordo y Regis, devolviendo al hombre su mirada amenazadora con igual intensidad.

El gordo observó a sus amigos, convencido de que el deformado sentido del honor de su orgulloso y joven oponente le impediría lanzar el primer golpe.

—Bueno, mirad qué tenemos aquí —bromeó, relamiéndose los labios con expectación—. Parece que el joven tiene algo que decir.

Empezó a volverse hacia Wulfgar con lentitud y, luego, de pronto, se abalanzó en busca de la garganta del bárbaro, esperando que el rápido ataque pillara a Wulfgar por sorpresa.

Sin embargo, aunque el joven no tenía experiencia en el ambiente de las tabernas, sí comprendía a la perfección el combate. Había sido entrenado por Drizzt Do’Urden, un guerrero siempre alerta, y había tonificado sus músculos hasta el límite imaginable. Antes de que la mano del hombre pudiera aproximarse a su garganta, Wulfgar había pasado una de sus enormes garras por encima del rostro del hombre, mientras con la otra lo agarraba por la ingle.

El atónito adversario se vio de pronto alzado por los aires.

Por un instante, los espectadores se quedaron demasiado confusos para poder reaccionar, todos menos Regis, que, tras palmearse el rostro para obligarse a reaccionar, se deslizó sin llamar la atención debajo de la mesa.

El hombre gordo sobrepasaba en peso a tres hombres de estatura normal, pero el bárbaro lo alzó con facilidad, no sólo hasta su altura, de más de dos metros, sino que encima extendió los brazos al máximo por encima de la cabeza.

Agitándose en el aire con desesperada furia, el hombre gordo ordenó a sus seguidores que atacaran. Wulfgar esperó pacientemente a que el primer grupo se acercara a él.

La multitud entera pareció saltar al unísono. Sin perder la calma, el entrenado guerrero buscó con la mirada la concentración más numerosa, un grupo de tres hombres, y lanzó contra ellos el proyectil humano. Observó sus expresiones de terror un instante antes de que la mole de grasa cayera sobre ellos, y los lanzara hacia atrás. El impulso de la caída de los tres hombres destrozó los soportes de una parte de la barra y arrojó por los aires al desafortunado camarero, que fue a caer sobre los estantes en los que se guardaba el vino más selecto.

La diversión de Wulfgar duró poco, ya que los demás delincuentes no tardaron en alcanzarlo. El joven afianzó los pies en el suelo, dispuesto a mantener el equilibrio, y empezó a atacar con los puños. Fue golpeando a sus enemigos uno por uno y lanzándolos a los rincones más alejados de la estancia.

La pelea se dispersó por toda la taberna. Hombres que no habrían movido un dedo si se hubiera cometido un asesinato a sus pies se abalanzaban unos sobre otros con desenfrenada rabia ante la horrorosa visión de bebida desperdiciada y una barra rota.

Pero pocos de los seguidores del hombre gordo se sumaron a la batalla campal. Continuaban abalanzándose sobre Wulfgar, uno tras otro. El bárbaro mantenía bien su posición, ya que nadie podía entretenerlo lo suficiente para que lo atacaran más de uno a la vez. Aun así, el joven recibía puñetazos con la misma frecuencia con que los daba él, pero aceptaba los golpes con estoicismo, haciendo caso omiso del dolor gracias a su orgullo puro y a una tenacidad para la lucha que simplemente no le permitía rendirse.

Desde su nueva posición bajo la mesa, Regis observaba la escena al tiempo que iba dando sorbos a su bebida. Incluso las camareras se habían unido a la pelea, subiéndose en las espaldas de algunos desafortunados y utilizando las uñas para realizar intrincados dibujos en los rostros de los hombres. De hecho, Regis se dio cuenta enseguida de que la única persona que no participaba en la lucha, excepto los que ya estaban inconscientes, era Jierdan. El soldado permanecía tranquilamente sentado en su silla, indiferente al caos que se sucedía a su alrededor y tan sólo interesado, según parecía, en observar y medir la habilidad de Wulfgar.

Aquello también inquietaba al halfling, pero, una vez más, se encontró con que no tenía tiempo de contemplar las inusuales acciones del soldado. Regis había sabido desde el principio que tendría que apartar a su hercúleo amigo de todo esto y, ahora, sus ojos alertas captaron el esperado relampagueo del acero. Un tipo colocado en línea recta detrás de los últimos oponentes de Wulfgar acababa de desenfundar un cuchillo.

—¡Maldición! —murmuró Regis, apartando la bebida y extrayendo su maza por un pliegue de la capa. Ese tipo de asuntos le dejaba siempre un sabor amargo en la boca.

Wulfgar apartó a un lado a sus dos oponentes, dejando un camino abierto para el hombre del cuchillo. El tipo se abalanzó hacia adelante, con los ojos alzados y fijos en los del bárbaro. Ni siquiera se dio cuenta del movimiento rápido de Regis, que apareció entre las largas piernas de Wulfgar, con la pequeña maza lista para atacar. Golpeó al hombre en la rodilla, aplastándole la rótula, lo cual lo hizo caer hacia adelante, con el cuchillo extendido, hacia Wulfgar.

El bárbaro esquivó el ataque en el último momento y agarró con la mano la muñeca de su atacante. Llevado por su propio impulso, Wulfgar cayó de la mesa y se estrelló contra el muro. Con un apretón consiguió aplastar los dedos del asaltante sobre la empuñadura del cuchillo, mientras con la mano libre agarraba el rostro del hombre y lo alzaba del suelo. Lanzando una exclamación a Tempos, el dios de la batalla, el bárbaro, fuera de sí ante la aparición de un arma, aplastó la cabeza del hombre contra las planchas de madera de la pared y lo dejó balanceándose en el aire, con los pies a varios centímetros del suelo.

Fue una acción impresionante, pero le hizo perder mucho tiempo. Cuando se dio la vuelta en dirección a la barra, se vio sepultado bajo una ráfaga de puñetazos y puntapiés de numerosos atacantes.

—Ahí viene —susurró Bruenor a Drizzt al ver regresar a Susurro, a pesar de que los aguzados sentidos del drow habían percibido su presencia mucho antes de que el enano se diera cuenta. La mujer había estado fuera una media hora, pero el tiempo les había parecido eterno a los dos amigos, apostados en un callejón peligrosamente abierto a la vista de los arqueros y otros criminales que sabían que andaban cerca.

Susurro se acercó con paso tranquilo a ellos.

—Aquí está el mapa que deseas —le dijo a Bruenor, sosteniendo en la mano un pergamino enrollado.

—Quiero echarle un vistazo —contestó el enano.

La mujer reculó y dejó caer el pergamino a un lado.

—El precio es más elevado —declaró con sencillez—. Diez veces superior al que me has ofrecido.

La amenazadora mirada de Bruenor no la disuadió.

—No te queda otra alternativa —siseó—. No encontrarás a nadie más que pueda ofrecerte uno. ¡Paga el precio y quédatelo!

—Un momento —replicó Bruenor con súbita tranquilidad—. Mi amigo tiene algo que decir sobre esto.

Él y Drizzt se alejaron unos pasos.

—Ha descubierto quiénes somos —le explicó el drow, aunque Bruenor había llegado ya a la misma conclusión—, y sabe cuánto podemos pagar.

—¿Será ése el mapa? —inquirió Bruenor.

Drizzt asintió.

—La mujer no tiene motivos para creer que esté en peligro, no en este lugar. ¿Tienes el dinero?

—Sí, pero nos queda aún un largo camino por delante y me temo que vamos a necesitar lo que tenemos y más.

—Entonces, de acuerdo —replicó Drizzt. Bruenor reconoció el brillo de ferocidad que apareció en los ojos color de espliego del drow—. Cuanto antes nos reunamos con esa mujer, un trato más justo conseguiremos —prosiguió—. Un pacto que tendremos que respetar.

Bruenor comprendió y asintió. Se daba cuenta de que le bullía la sangre de ansiedad. Se dio la vuelta en dirección a la mujer y al instante advirtió que ésta sostenía ahora una daga en la mano izquierda, en vez del pergamino. Aparentemente conocía la naturaleza de los dos aventureros con los que estaba tratando.

Drizzt también advirtió el brillo metálico y se alejó un paso de Bruenor, intentando que Susurro no lo considerara una amenaza, aunque en realidad lo que deseaba era observar desde un ángulo más adecuado las hendiduras sospechosas que había detectado en el muro…, hendiduras que podían esconder entradas secretas.

Bruenor se acercó a la mujer con las manos vacías y extendidas.

—Si ése es el precio —gruñó—, no nos queda otro remedio que pagar. ¡Pero primero quiero ver el mapa!

Convencida de que podía clavar la daga en los ojos del enano antes de que éste pudiera llevarse las manos al cinturón en busca de un arma. Susurro se relajó e introdujo la mano libre bajo la capa para coger el pergamino.

Pero había subestimado a su oponente.

Bruenor dio un salto con sus piernas regordetas, lo suficientemente alto para golpear con su casco el rostro de la mujer, con tal fuerza que le aplastó la nariz y la lanzó contra el muro. Luego, cogió el mapa y dejó caer la bolsa de gemas original sobre el fláccido cuerpo de Susurro.

—Tal como acordamos —murmuró.

Drizzt, por su parte, también había entrado en acción. En cuanto el enano pegó el brinco, había utilizado la magia propia de su raza para crear una nube de oscuridad frente a la ventana donde estaban apostados los arqueros. Los hombres no llegaron a disparar, pero el eco de sus gritos enfurecidos resonó por todo el callejón.

De improviso, las hendiduras de la pared se abrieron de par en par, tal como había supuesto Drizzt, y la segunda línea de defensa de Susurro salió al ataque. El drow estaba preparado, con las cimitarras sujetas en las manos. Las hojas relucieron en la oscuridad, sólo por el lado romo, pero con la suficiente precisión como para desarmar al corpulento tipo que había aparecido ante él. Enseguida volvieron a atacar, golpeando al hombre en el rostro y, con la misma gracilidad de movimientos, Drizzt cambió el ángulo y clavó primero un pomo y después el otro en las sienes del hombre. Cuando Bruenor regresó con el plano, el camino estaba despejado ante ellos.

El enano examinó el trabajo realizado por el drow con verdadera admiración.

De repente, una flecha se clavó en el muro, a pocos centímetros de su cabeza.

—Es hora de marcharnos —anunció Drizzt.

—Apuesto mi barba a que el final del callejón estará obstruido —afirmó Bruenor mientras se acercaban al extremo de la calle.

Un gruñido amenazador procedente del edificio de al lado, seguido de gritos de terror, les dio cierto alivio.

—Guenhwyvar —declaró Drizzt mientras dos hombres encapuchados salían a la calle delante de ellos y huían sin mirar atrás.

—¡Me había olvidado por completo del felino! —gritó Bruenor.

—Puedes estar contento de que la memoria de Guenhwyvar sea más fiable que la tuya —bromeó Drizzt.

A pesar de sus sentimientos respecto a la pantera, el enano se unió a sus risas. Se detuvieron al final del callejón y examinaron la calle. No había señales de peligro, aunque la espesa niebla era un aliado perfecto para una posible emboscada.

—Vayamos despacio —sugirió Bruenor—. Llamaremos menos la atención.

Drizzt hubiera estado de acuerdo, pero una segunda flecha, lanzada desde algún rincón del callejón, fue a incrustarse en una viga de madera que había entre ambos.

—¡Hora de irnos! —afirmó Drizzt con decisión, aunque Bruenor no necesitaba más aliciente para poner en movimiento sus cortas piernas y perderse entre la niebla.

Consiguieron abrirse camino en el laberinto de recodos y vueltas de Luskan. Drizzt esquivando con elegancia las barreras de escombros con que se encontraban y Bruenor pasando sin más a través de ellas. Al poco rato, cuando se aseguraron de que no los estaban persiguiendo, aminoraron poco a poco el paso.

El blanco de una sonrisa apareció entre la tupida barba roja del enano mientras observaba con ojos satisfechos el camino a sus espaldas. Pero, cuando volvió la vista hacia adelante, se precipitó de pronto a un lado y se apresuró a buscar su hacha.

Se acababa de topar con el felino mágico.

Drizzt no pudo contener una carcajada.

—¡Aparta esa cosa de ahí! —ordenó Bruenor.

—Buenos modales, querido enano —le replicó el drow—. Recuerda que fue Guenhwyvar quien nos despejó el camino.

—¡Apártalo! —repitió Bruenor, mientras balanceaba el arma, dispuesto para el ataque.

Drizzt acarició el musculoso cuello de la pantera.

—No hagas caso de sus palabras, amigo —le dijo—. ¡Es un enano, y no puede apreciar la magia de calidad!

—¡Bah! —gruñó Bruenor, aunque no pudo evitar respirar más tranquilo cuando Drizzt despidió el felino y guardó la estatuilla de ónice en su bolsa.

Llegaron a la calle de la Media Luna poco después y se detuvieron en una callejuela para comprobar que no hubiera señales de emboscada. Al instante se dieron cuenta de que había habido problemas, ya que varios hombres heridos pasaron tambaleantes ante la entrada del callejón, algunos de ellos sostenidos por sus compañeros.

Luego divisaron la taberna de Cutlass y dos conocidas figuras sentadas en el exterior, frente a la entrada.

—¿Qué estáis haciendo aquí fuera? —preguntó Bruenor cuando llegaron junto a ellos.

—Parece que nuestro corpulento amigo responde a insultos con puñetazos —explicó Regis, que no había sido herido en la contienda. El rostro de Wulfgar, en cambio, estaba hinchado y magullado y a duras penas podía abrir uno de los ojos. Llevaba los puños y las ropas manchadas de sangre seca, que en parte era de sus propias heridas.

Drizzt y Bruenor intercambiaron una mirada, no demasiado sorprendidos.

—¿Y las habitaciones? —gruñó Bruenor.

Regis sacudió la cabeza.

—No creo que podamos contar con ellas.

—¿Y mi dinero?

El halfling volvió a negar con la cabeza.

—¡Bah! —bufó el enano y echó a andar en dirección a la puerta de la taberna.

—Yo no lo haría… —empezó Regis, pero luego se encogió de hombros y decidió dejar que lo descubriera por sí mismo.

La sorpresa de Bruenor fue completa cuando abrió la puerta de la taberna. Mesas, vidrios y clientes inconscientes yacían desparramados por el suelo. El dueño de la posada estaba desplomado sobre la parte de la barra que todavía seguía en pie y una camarera le ponía vendajes sobre las heridas de la cabeza. El hombre que Wulfgar había dejado colgado contra la pared seguía allí, gimoteando suavemente, y Bruenor no pudo menos que reírse entre dientes al ver el trabajo del bárbaro. De vez en cuando, alguna de las camareras que pasaba junto al hombre mientras iban limpiando el local, le daba un ligero empujón, riéndose del balanceo de su cuerpo.

«Dinero perdido», pensó Bruenor, y se apresuró a salir antes de que el dueño notara su presencia y lanzara a las camareras contra él.

—Una bronca de mil demonios —le dijo a Drizzt cuando regresó junto a sus compañeros—. ¿Todo el mundo participó?

—Todos menos uno —respondió Regis—, un soldado.

—¿Un soldado de Luskan aquí? —preguntó Drizzt, asombrado por la aparente paradoja.

Regis asintió.

—Y lo más curioso —prosiguió— es que era Jierdan, el mismo guardia que nos dejó entrar en la ciudad.

Drizzt y Bruenor intercambiaron una mirada de inquietud.

—Tenemos asesinos pisándonos los talones, una posada destrozada a nuestras espaldas y un soldado que nos presta más atención de la que debiera —meditó Bruenor.

—¡Hora de irse! —respondió Drizzt por tercera vez. Wulfgar lo observó con ojos incrédulos—. ¿Cuántos hombres has tumbado esta noche? —le preguntó, intentando hacerle ver las razones de su decisión—. ¿Y a cuántos de ellos les encantaría tener la oportunidad de clavarte un puñal en la espalda?

—Además —añadió Regis antes de que Wulfgar pudiera responder—, no siento el más mínimo deseo de dormir en un callejón rodeado de una multitud de ratas.

—Entonces, vayamos a las puertas de la ciudad —intervino Bruenor.

Drizzt negó con la cabeza.

—Con un guardia tan interesado en nosotros, no. Saldremos escalando el muro y procurando que nadie se dé cuenta de nuestra marcha.

Una hora después, avanzaban con tranquilidad a campo atraviesa, sintiendo de nuevo el viento sobre el rostro, después de salir de los muros de Luskan.

Regis logró resumir los pensamientos de todos cuando dijo:

—Nuestra primera noche en la primera ciudad y hemos traicionado a asesinos, tumbado una multitud de delincuentes y atraído la atención de la guardia de la ciudad. ¡Un buen augurio para nuestro viaje!

—¡Sí, pero tenemos esto! —gritó Bruenor, emocionado con antelación por el encuentro con su hogar, ahora que el primer obstáculo, el mapa, había sido salvado.

Poco se imaginaban él o sus amigos que en el mapa que guardaba con tanto cariño aparecían varias regiones mortales y que una de ellas en particular pondría a prueba a los cuatro amigos hasta el límite…, o más.