23


El casco roto

El aire se arremolinaba en sus negras alas como el rugido constante de un trueno lejano mientras el dragón salía del pasadizo y se adentraba en el barranco de Garumn, utilizando la misma salida que habían empleado Drizzt y Entreri unos momentos antes. Los dos permanecían inmóviles, a unos metros de distancia, sin atreverse siquiera a respirar. Sabían que el oscuro rey de Mithril Hall había llegado.

La nube negra que envolvía a Tiniebla Brillante pasó junto a ellos, sin advertir su presencia, y se cernió sobre toda la amplitud del abismo. Drizzt, en cabeza, remontó el costado del barranco, clavando las manos en la pared de piedra en busca de algo donde asirse y confiando en no perder el equilibrio. Había oído los sonidos de la batalla por encima de él al entrar en el abismo y sabía que, si sus amigos habían conseguido salir victoriosos hasta ahora, pronto se encontrarían con el mayor enemigo con el que se habían enfrentado jamás.

Drizzt estaba decidido a permanecer junto a ellos.

Entreri seguía los pasos del drow, pues no quería apartarse de él, a pesar de que todavía no había formulado un plan preciso de acción.

Wulfgar y Catti-brie se sostenían el uno al otro al caminar. Regis avanzaba junto a Bruenor, preocupado por las heridas de éste mucho más que el propio enano.

—¡Preocúpate por tu pellejo, Panza Redonda! —le espetó Bruenor al halfling, pero éste percibió que su brusquedad había disminuido. El enano parecía en cierto modo incómodo por el modo en que había actuado anteriormente—. Mis heridas sanarán; ¡no creas que te vas a librar tan fácilmente de mí! Habrá tiempo de preocuparse por mí en cuanto nos alejemos de este lugar.

Regis se había detenido, con una expresión perpleja en el rostro. Bruenor desvió la vista hacia él, también confuso y preguntándose si habría ofendido de alguna forma al halfling. Wulfgar y Catti-brie se detuvieron tras ellos, esperando que les indicaran qué ocurría, ya que no habían oído su conversación.

—¿Qué te pasa? —preguntó Bruenor.

Regis no estaba molesto por nada de lo que había dicho el enano ni preocupado por su estado de salud. Había percibido a Tiniebla Brillante: un súbito helor que había entrado en la caverna, una maldad que, con su mera presencia, ultrajaba los lazos de afecto que había entre los compañeros.

Bruenor estaba a punto de hablar de nuevo cuando también él percibió que se acercaba el dragón de la oscuridad. Miró hacia el abismo en el preciso instante en que la nube de oscuridad asomaba por el borde, más allá del puente situado a la izquierda, y avanzaba con rapidez hacia ellos.

Catti-brie tiró de Wulfgar hacia un lado, mientras Regis reculaba en dirección a la antesala.

Bruenor recordó.

Era el dragón de la oscuridad, el monstruo inmundo que había diezmado a los suyos y que los había obligado a huir por los estrechos pasadizos de los pisos superiores. Esperó, con el hacha de mithril alzada y los pies clavados en el suelo.

La oscuridad envolvió el arco de piedra del puente y luego se posó en el saliente. Garras afiladas como lanzas se incrustaron en el borde de piedra del abismo, y Tiniebla Brillante se alzó ante Bruenor con todo su horroroso esplendor. El reptil usurpador se enfrentaba al legítimo rey de Mithril Hall.

—¡Bruenor! —gritó Regis mientras extraía su pequeña maza y regresaba a la caverna, consciente de que lo mejor que podía hacer era morir al lado de su amigo.

Wulfgar apartó a Catti-brie a un lado y se abalanzó sobre el dragón.

El reptil, con la vista fija en la desafiante mirada del enano, no vio siquiera cómo Aegis-fang se acercaba e él ni cómo el enorme bárbaro lo embestía sin temor alguno.

El poderoso martillo de guerra dio en el blanco sobre las escamas negras como el cuervo, pero rebotó sin causar daño ninguno. Encolerizado porque alguien había interrumpido su victorioso momento, Tiniebla Brillante desvió la vista hacia Wulfgar.

Y soltó su mortífero aliento.

Una oscuridad absoluta envolvió a Wulfgar y le robó la fuerza de los huesos. Sintió que caía, que caería siempre, porque no habría suelo que lo detuviera.

Catti-brie soltó un alarido y, precipitándose hacia él, se sumergió en la nube negra del aliento de Tiniebla Brillante sin pensar en el peligro que corría.

Bruenor tembló fuera de sí, por su pueblo, muerto hacía ya tiempo, y por su amigo.

—¡Vete de mi casa! —gritó al dragón. Luego arremetió contra él, inclinando la cabeza, y embistió de forma salvaje con el hacha, con la intención de hacer caer a la bestia por el abismo. El extremo afilado del arma de mithril causó más daño en las escamas que el martillo de guerra, pero el dragón se apresuró a contraatacar.

Una pesada pata lanzó al enano por los suelos y, antes de que pudiera incorporarse, el cuello en forma de látigo se inclinó sobre él y las fauces del dragón lo alzaron por los aires.

Regis cayó de espaldas al suelo, temblando de miedo.

—¡Bruenor! —llamó de nuevo, aunque esta vez sus palabras no fueron más que un susurro.

La nube negra se disipó alrededor de Catti-brie y Wulfgar, pero el maligno veneno de Tiniebla Brillante le había robado la fuerza al bárbaro. Deseaba huir, incluso si la única vía de escape significaba zambullirse de cabeza por el precipicio. Los ladridos de los sabuesos, aunque sonaban aún en la distancia, lo aturdían. Todas sus heridas, el estrujón del gólem y los cortes que le habían infligido los enanos grises le dolían terriblemente y lo hacían encogerse a cada paso a pesar de que, en ocasiones anteriores, su ansia de batalla le había permitido no hacer caso de heridas más serias y dolorosas.

El dragón parecía diez veces más poderoso que Wulfgar y éste ni siquiera se atrevía a pensar en alzar un arma contra él, porque en el fondo de su corazón creía que Tiniebla Brillante no podría ser derrotado.

La desesperación había conseguido detenerlo, cosa que ni el fuego ni el acero habían logrado nunca. Dejó que Catti-brie lo condujera, tambaleante, hacia otra habitación, sin ánimos siquiera para resistirse.

Bruenor sintió que se le entrecortaba la respiración mientras la terrible mandíbula lo iba estrujando, pero mantuvo el hacha alzada con gran tozudez e incluso se las arregló para propinar un par de golpes.

Catti-brie empujó a Wulfgar a través de la puerta y, dejándolo al abrigo de una pequeña habitación, volvió a la caverna.

—¡Eh, hijo bastardo de lagarto demoníaco! —gritó, mientras ponía en marcha a Taulmaril. Las flechas de plata se incrustaron con facilidad en la negra armadura del dragón y, al comprender la eficacia de su arma, Catti-brie se asió a un plan desesperado. A partir de aquel momento, empezó a lanzar los disparos contra los pies del monstruo, en un intento de que perdiera el equilibrio y cayera por el precipicio.

Tiniebla Brillante brincaba sumido en el dolor y la confusión, mientras los punzantes proyectiles iban dando en el blanco. El profundo odio que despedían los ojos del dragón se centró en la valerosa joven. Tras dejar caer al suelo al maltrecho Bruenor, soltó un rugido.

—¡Verás lo que es el miedo, loca! ¡Prueba mi aliento y la perdición caerá sobre ti! —Los negros pulmones se expandieron y convirtieron el aire que inhalaban en una inmunda nube de desesperación.

De pronto, la piedra del borde del precipicio se rompió.

La caída del dragón no causó una gran alegría a Regis. Se las arregló para arrastrar a Bruenor a la antesala pero, una vez allí, no supo qué hacer a continuación. A sus espaldas, los sabuesos de las sombras se iban acercando; estaba separado de Wulfgar y Catti-brie y no se atrevía a cruzar la caverna sin saber si el dragón había muerto realmente. Se inclinó sobre el vapuleado y ensangrentado cuerpo de su amigo, sin tener la más mínima idea de cómo ayudarlo y sin saber siquiera si Bruenor seguía con vida.

Sólo la sorpresa logró retrasar un tanto los inmediatos gritos de alegría de Regis cuando Bruenor abrió los ojos y le guiñó un ojo.

Drizzt y Entreri se aplastaron contra el muro cuando las rocas del borde del abismo se precipitaron hacia abajo, pasando peligrosamente cerca de ellos. Una vez superado el peligro, Drizzt continuó subiendo deprisa, ansioso por llegar hasta sus amigos.

Pero tuvo que detenerse de nuevo y esperar con gran nerviosismo a que la forma oscura del dragón cayera precipicio abajo. Enseguida prosiguió su ascenso hacia la cima.

—¿Cómo? —preguntó Regis, mientras observaba embobado al enano.

Bruenor se incorporó vacilante y luchó por ponerse en pie. La armadura de mithril había resistido el mordisco del dragón, a pesar de que el enano había sido estrujado terriblemente y lucía profundos cardenales en todo el cuerpo, además de tener con toda probabilidad varias costillas rotas. Sin embargo, el resistente enano estaba todavía bien vivo y alerta e intentaba alejar de su mente el considerable dolor para concentrarse en la tarea más importante que tenía ante él: la seguridad de sus amigos.

—¿Dónde está el muchacho…, y Catti-brie? —preguntó de inmediato, con un tono de desesperación al oír los aullidos de los sabuesos.

—En otra habitación —respondió Regis señalando hacia la derecha, más allá de la puerta que daba acceso a la caverna.

—¡Cat! —gritó Bruenor—. ¿Cómo estáis?

Tras un momento de asombro, ya que Catti-brie tampoco esperaba volver a oír la voz de Bruenor, llegó la respuesta.

—¡Me temo que Wulfgar ha perdido el ánimo por la lucha! Supongo que por causa de algún hechizo del dragón. Por mi parte, estoy dispuesta para marcharme. Los perros llegarán antes de lo que desearía.

—¡Sí! —gritó Bruenor, encogiéndose por una punzada de dolor que sintió en el costado—. Pero, ¿has visto al dragón?

—No, ni tampoco lo he oído —fue la incierta respuesta.

Bruenor observó a Regis.

—Cayó, y no ha vuelto a dar señales de vida —respondió el halfling ante la interrogativa mirada, a pesar de que él tampoco estaba convencido de que hubieran derrotado a Tiniebla Brillante con tanta facilidad.

—¡Entonces, no tenemos alternativa! —gritó Bruenor—. ¡Vamos a cruzar el puente! ¿Puedes llevar al muchacho?

—¡Lo único que ha perdido es el ansia de batalla! —contestó Catti-brie—. ¡Nos las arreglaremos!

Bruenor asió a Regis por el hombro, intentando apaciguar a su nervioso amigo.

—Vamos —dijo, en su habitual tono lleno de confianza.

Regis sonrió a pesar del temor que sentía cuando vio que Bruenor volvía a ser el de siempre. Sin decir palabra, salió junto con el enano de la habitación. Pero, en cuanto dieron el primer paso en dirección al abismo, la nube oscura que envolvía al dragón apareció de nuevo por el borde del abismo.

—¿Lo ves? —gritó Catti-brie.

Bruenor volvió sobre sus pasos hasta la habitación y divisó al dragón con demasiada claridad. La oscuridad se cernía sobre él, insistente e inesquivable. La desesperación le impedía actuar con determinación, no por sí mismo, ya que sabía que había seguido el curso lógico de su vida al regresar a Mithril Hall —un destino que había quedado grabado en el entretejido de su propio ser desde el día en que su pueblo había sido asesinado—, pero sus amigos no se merecían un final semejante. No el halfling, que siempre hasta ahora había encontrado el modo de escapar a todas las trampas. No el muchacho, que todavía tenía muchas batallas gloriosas que luchar en su camino.

Y no la muchacha, Catti-brie, su amada hija, la única luz que había brillado de verdad en las minas del clan Battlehammer en el valle del Viento Helado.

La pérdida del drow, de su mejor compañero y amigo más querido, había sido un precio demasiado alto de su egoísta osadía. Pero la pérdida que veía ante él era simplemente demasiado enorme para que pudiera resistirla.

Observó con desesperación a su alrededor. Tenía que haber una alternativa. Si alguna vez había sido leal a los dioses de los enanos, lo único que les pedía ahora era eso: que le dieran una oportunidad.

En una de las paredes de la habitación, divisó una pequeña cortina y miró a Regis con aire interrogativo.

El halfling se encogió de hombros.

—Un almacén —dijo—. Nada de valor, ni siquiera un arma.

Pero Bruenor no aceptaba una respuesta semejante. Apartó a un lado la cortina y empezó a rebuscar entre las cajas y sacos que allí había. Comida seca, unos pedazos de leña, una capa, un odre de agua.

Un barril de aceite.

Tiniebla Brillante cruzaba de un lado a otro el cañón, ansioso por enfrentarse a los intrusos en igualdad de condiciones, en la amplia caverna, y confiando en que los sabuesos los obligaran a salir de las habitaciones.

Drizzt había llegado casi a la misma altura del dragón y estaba dispuesto a abalanzarse sobre él sin otra preocupación que la que sentía por sus amigos.

—¡Espera! —gritó Entreri a poca distancia por debajo del drow—. ¿Tan dispuesto estás a que te maten?

—¡Maldito sea el dragón! —le respondió Drizzt—. ¡No me ocultaré en las sombras para ver cómo destruyen a mis amigos!

—¿Qué ganarás muriendo con ellos? —fue la sarcástica respuesta—. Estás completamente loco, drow. ¡Tú vales mucho más que tus pobres amigos!

—¿Pobres? —repitió Drizzt incrédulo—. Aquí el único que me da lástima eres tú, asesino.

El desprecio del drow afectó a Entreri más de lo que esperaba.

—¡Entonces, ten lástima de ti mismo! —le replicó enojado—. ¡Pues te pareces más a mí de lo que te atreves a creer!

—Si no voy con ellos, tus palabras serán ciertas —contestó Drizzt, ahora con más calma—, porque, entonces, mi vida no tendrá valor alguno, menos aún que la tuya. Si me abrazo a los principios sin alma que gobiernan tu mundo, mi vida entera habrá sido una mentira. —Empezó a subir de nuevo, consciente de que iba a morir pero con la seguridad de que era muy diferente del asesino que los seguía.

Con la seguridad, también, de que habría conseguido escapar a su propia herencia.

Bruenor salió de detrás de la cortina con una sonrisa salvaje en el rostro, una capa empapada de aceite sobre los hombros y el barril atado a la espalda. Regis lo observó con total confusión aunque empezaba a adivinar lo que el enano tenía en mente.

—¿Qué estás mirando? —dijo Bruenor con un guiño.

—Estás completamente loco —respondió Regis, a medida que el plan de Bruenor se iba perfilando en su mente.

—Sí, en eso estábamos ya de acuerdo antes de iniciar este viaje —replicó Bruenor. Luego, se calmó de improviso y el brillo salvaje de sus ojos se convirtió en una expresión de inquietud por su pequeño amigo—. Te mereces más de lo que yo puedo darte, Panza Redonda —añadió y, por primera vez en su vida, se sintió a gusto por pedir disculpas.

—No he conocido un amigo más leal que Bruenor Battlehammer.

Bruenor se quitó el casco cubierto de piedras preciosas de la cabeza y se lo dio al halfling, lo cual dejó a Regis todavía más confuso. Enseguida, alargó la mano hacia su espalda y, tras aflojar la cuerda que lo mantenía atado a la mochila y al cinturón, cogió su antiguo casco. Acarició con los dedos el cuerno roto, sonriendo al recordar las salvajes aventuras que habían estropeado de aquella forma el casco. Palpó incluso la abolladura que le había producido Wulfgar hacía ya tantos años, la primera vez que se encontraron como enemigos.

Bruenor se colocó el casco, sintiéndose de nuevo a gusto con él, y Regis lo contempló tal como lo había conocido.

—Cuida ese casco —le recomendó el enano—. ¡Es la corona del rey de Mithril Hall!

—Entonces, te pertenece —protestó Regis mientras le devolvía la corona.

—No, no tengo derecho ni elección. Mithril Hall ya no existe, Panza…, Regis. Soy Bruenor del valle del Viento Helado; lo he sido durante doscientos años, aunque hasta ahora era demasiado cabezota para comprenderlo.

»Perdona mis viejos huesos —añadió—. Seguro que mis pensamientos se han estado paseando por mi pasado y mi futuro.

Regis asintió y preguntó con verdadera inquietud:

—¿Qué vas a hacer?

—¡Preocúpate de tu papel en todo esto! —replicó Bruenor, recuperando su tono brusco habitual—. ¡Cuando me haya ido, tendréis ya suficientes problemas para salir de estas malditas salas!

Soltó un gruñido amenazador al halfling para mantenerlo al margen y luego se movió a toda prisa; cogió una antorcha de la pared y salió por la puerta de la caverna antes de que Regis pudiera hacer nada para detenerlo.

La silueta negra del dragón pasaba rozando el borde del precipicio, sumergiéndose por debajo del puente y volviendo sobre sus pasos para mantener la guardia. Bruenor lo observó durante unos instantes para calcular el ritmo que tendría que dar a su carrera.

—¡Eres mío, gusano! —gruñó en voz muy baja y, luego, se lanzó a la carga—. ¡Éste es uno de tus trucos, muchacho! —gritó en dirección a la habitación en la que se encontraban Wulfgar y Catti-brie—. ¡Pero cuando deseo saltar sobre la espalda de un gusano, no me equivoco!

—¡Bruenor! —gritó Catti-brie al ver que salía corriendo hacia el barranco.

Era demasiado tarde. Bruenor acercó la antorcha a la capa empapada de aceite y alzó el hacha de mithril. El dragón lo oyó acercarse y se acercó al borde para investigar…, y se quedó tan sorprendido como los amigos del enano cuando Bruenor saltó desde el borde y se abalanzó sobre él, con la espalda envuelta en llamas.

Con una fuerza increíble, como si todos los fantasmas del clan Battlehammer hubieran unido sus manos con las de Bruenor y le hubieran transmitido su poder, el golpe inicial del enano clavó profundamente el hacha en la espalda de Tiniebla Brillante. El enano resbalaba pero se mantuvo firmemente sujeto al arma clavada, a pesar de que el barril de aceite se había roto con el impacto y las llamas se habían extendido por la espalda del monstruo.

El dragón soltó un alarido de rabia y se retorció de forma salvaje, golpeándose incluso con las paredes de piedra del abismo.

Pero Bruenor no se soltaba. Se mantenía agarrado al arma con todas sus fuerzas, esperando la oportunidad de poder sacarla y golpear de nuevo.

Catti-brie y Regis se abalanzaron al borde del precipicio, llamando inútilmente a gritos a su amigo. Wulfgar consiguió también acercarse, luchado contra las negras profundidades de su desesperación.

Cuando el bárbaro vio a Bruenor envuelto en llamas, alejó de su mente el hechizo del dragón con su rugido y, sin vacilar lanzó a Aegis-fang. El martillo golpeó a Tiniebla Brillante en la cabeza y el dragón, sorprendido, viró de rumbo y chocó con el otro lado del barranco.

—¿Estás loco? —gritó Catti-brie a Wulfgar.

—Coge tu arco —le ordenó el bárbaro—. Si de verdad estimas a Bruenor no dejes que caiga en vano. —Aegis-fang regresó de inmediato a sus manos. Wulfgar volvió a lanzarlo y golpeó de nuevo en el blanco.

Catti-brie tenía que aceptar la realidad: no podía salvar a Bruenor del destino que había elegido. Pero Wulfgar tenía razón: podía ayudar al enano a conseguir su objetivo. Sin prestar atención a las lágrimas que le anegaban los ojos, cogió a Taulmaril y empezó a lanzar flechas de plata al dragón.

Drizzt y Entreri observaron boquiabiertos el salto de Bruenor. Maldiciendo su inútil posición, Drizzt continuó subiendo hasta alcanzar prácticamente el borde. Lanzó un grito a sus amigos, pero, con la conmoción que reinaba y los rugidos del dragón, no alcanzaron a oírlo.

Entreri estaba justo por debajo de él. El asesino sabía que se encontraba ante la última oportunidad, aunque se arriesgaba a perder el único reto con el que se había topado en su vida. Cuando vio que Drizzt tanteaba con los pies en busca de algún soporte, Entreri lo cogió del tobillo y tiró hacia abajo.

El aceite se abrió camino entre las uniones de las escamas de Tiniebla Brillante y propagó el fuego a la carne fresca del dragón. El monstruo soltó un alarido al sentir un dolor que nunca hubiera creído que llegaría a conocer.

¡El golpe sordo del martillo de guerra! ¡El flujo constante de aquellas delgadas líneas de plata! ¡Y el enano! Incansable en sus ataques, el enano parecía no sentir las llamas.

El dragón echó a volar a lo largo del barranco. Se hundía en el precipicio, volvía a emerger y se retorcía en todas direcciones. Las flechas de Catti-brie daban en el blanco una y otra vez, y Wulfgar, con la mente cada vez más despejada, buscaba las mejores oportunidades para lanzar su martillo y esperaba a que el dragón se acercara a un saliente rocoso de la pared para que el impacto del lanzamiento lo precipitara contra las rocas.

Llamas, piedras y polvo salían disparados con cada atronador impacto.

Bruenor continuaba resistiendo. Lanzando exclamaciones a su padre y a sus compañeros, el enano consiguió absolverse de toda culpa y se alegró de haber satisfecho a los fantasmas del pasado y de haber dado una oportunidad a sus amigos para que se salvaran. No sentía las punzadas del fuego ni los choques contra las rocas. Lo único que percibía era el temblor de la carne de dragón cuando le hundía el hacha hasta el mango y el eco de los horribles gritos agonizantes de Tiniebla Brillante.

Drizzt se precipitó hacia abajo por el precipicio, manoteando frenéticamente en busca de algún punto de agarre. Aterrizó sobre un diminuto saliente unos cinco metros por debajo del asesino y consiguió detener la caída.

Entreri asintió satisfecho por su puntería, ya que el drow había caído justo donde él deseaba.

—¡Hasta la vista, confiado loco! —gritó a Drizzt y empezó a trepar por la pared.

Drizzt nunca había confiado en la palabra del asesino, pero había llegado a creer en el sentido práctico de Entreri. Aquel ataque carecía de sentido.

—¿Por qué? —le preguntó a gritos—. ¡Habrías conseguido el medallón sin recurrir a esto!

—La gema es mía —respondió Entreri.

—¡Pero no a cambio de nada! —exclamó Drizzt—. ¡Sabes que iré tras de ti, asesino!

Entreri desvió la vista hacia él con una alegre sonrisa en los labios.

—¿No lo comprendes, Drizzt Do’Urden? ¡Ése es exactamente mi propósito!

El asesino alcanzó el borde a toda prisa y atisbó por encima de él. A su izquierda, Wulfgar y Catti-brie continuaban atacando a Tiniebla Brillante y, a la derecha, divisó a Regis, que permanecía observando embobado la escena.

La sorpresa del halfling fue mayúscula y su rostro palideció de terror cuando su peor pesadilla se incorporó ante él. Regis dejó caer el casco de piedras preciosas y se quedó paralizado por el pánico, mientras Entreri lo alzaba en silencio del suelo y echaba a andar en dirección al puente.

Agotado, el dragón intentó encontrar otro método de defensa, pero su rabia y su dolor lo habían conducido demasiado lejos en la batalla. Tenía demasiadas heridas y las flechas de plata se incrustaban en su cuerpo una y otra vez.

Además, el incansable enano continuaba hundiendo el hacha en la carne de su espalda.

Por última vez, el dragón detuvo el vuelo e intentó girar el largo cuello para conseguir vengarse al menos del cruel enano. Por un instante, permaneció inmóvil, y Aegis-fang lo golpeó directamente en un ojo.

El dragón se retorció ciego de rabia, perdido en un mareante ataque de dolor, y se precipitó de cabeza contra el saliente del muro.

La explosión sacudió los cimientos de la caverna y estuvo a punto de hacer perder el equilibrio a Catti-brie y lanzar a Drizzt precipicio abajo.

Bruenor captó una última imagen, una imagen que hizo que su corazón palpitara una vez más por la victoria: la penetrante mirada de los ojos color de espliego de Drizzt Do’Urden que se despedían de él desde la oscuridad del muro.

Malherido y apaleado, con el fuego consumiéndolo por dentro, el dragón de la oscuridad resbaló y se precipitó en la negrura más profunda que había conocido, una oscuridad de la que ya no podría volver. Las profundidades del barranco de Garumn.

Y se llevó consigo al legítimo rey de Mithril Hall.