El Dragón de la Oscuridad
En el corazón de los niveles inferiores, en una inmensa caverna de paredes torcidas y desiguales que proyectaban profundas sombras y con un techo tan alto que ni el mayor de los fuegos podía iluminar, reposaba el actual dirigente de Mithril Hall, tumbado sobre un sólido pedestal de mithril puro que se elevaba por encima de un montón de monedas y joyas, copas y armas, y muchísimos más objetos que las hábiles manos de los herreros enanos habían creado a partir de bloques de mithril.
Unas siluetas oscuras rodeaban a la bestia, enormes perros de su propio mundo; obedientes, de larga vida y hambrientos de carne humana o élfica, o de cualquier otra presa que les proporcionara el placer del sangriento deporte de matarla.
Tiniebla Brillante no estaba de muy buen humor. No sólo había oído ruidos en los pisos superiores que predecían la presencia de intrusos, sino que además una banda de duergars comentaba algo de una carnicería en los túneles y corrían rumores de que se había visto un elfo oscuro.
El dragón no era de este mundo. Había llegado del Mundo de las Sombras, una imagen oscura del mundo real que los habitantes de la superficie no conocían más que de forma insustancial en sus peores pesadillas. Tiniebla Brillante había conseguido una elevada posición en aquel lugar, a pesar de su avanzada edad, y se había ganado un alto respeto de los dragones que gobernaban aquel mundo. Pero cuando los alocados y codiciosos enanos que una vez habían habitado esas minas habían cavado profundos agujeros con la suficiente oscuridad para abrirle una puerta de paso a su mundo, el dragón había aprovechado rápidamente la oportunidad. Ahora poseía un tesoro diez veces más valioso que el mayor de los que existían en su mundo, y no tenía la más mínima intención de regresar.
Negociaría con los intrusos.
Por primera vez desde la expulsión del clan Battlehammer, el aullido de los sabuesos de las sombras resonaba por los túneles sembrando el miedo incluso en los corazones de los enanos grises. El dragón los envió a cumplir su misión en dirección al oeste, hacia los túneles que rodeaban la entrada del valle del Guardián, lugar por donde habían entrado al complejo los compañeros. Con sus poderosas fauces e increíble sigilo, los sabuesos eran una fuerza mortífera, pero su misión no era atrapar y matar… sino únicamente reunir a los intrusos.
En la primera pelea por Mithril Hall, Tiniebla Brillante había derrotado él solo a los mineros en las cavernas inferiores y en algunas de las amplias estancias del extremo oriental del nivel superior, pero la victoria final había escapado al dragón, ya que se había producido en los corredores del oeste, demasiado estrechos para su enorme cuerpo cubierto de escamas.
La bestia no quería volver a perderse la gloria de nuevo, de modo que puso en marcha a sus secuaces para que condujeran a quien fuera que había entrado en Mithril Hall a la única entrada que poseía él a los pisos superiores: el barranco de Garumn.
Tiniebla Brillante estiró al máximo los músculos de su cuerpo y desplegó sus correosas alas por primera vez en casi doscientos años, sembrando la oscuridad a su alrededor. Aquellos duergars que habían permanecido en la sala del trono cayeron de rodillas ante la visión de su amo que se alzaba, en parte por el respeto que sentían por él, pero en especial por el miedo que les inspiraba.
El dragón se había ido, deslizándose por un túnel secreto situado en la parte trasera de la sala, en dirección al lugar en que una vez había conocido la gloria, el lugar que sus secuaces habían bautizado con el nombre de Paso de Tiniebla Brillante en honor a su dueño.
Como una imagen confusa y de impenetrable oscuridad, avanzó tan en silencio como la nube negra que dejaba a sus espaldas.
Wulfgar avanzaba inquieto, preguntándose hasta dónde tendría que agacharse para llegar al barranco de Garumn, ya que los túneles se habían ido estrechando de acuerdo con la estatura de los enanos mientras se acercaban al extremo oriental del nivel superior. Bruenor identificaba aquello como una buena señal, ya que los únicos túneles de todo el complejo cuyos techos no superaban el metro ochenta de altura eran los de las minas más profundas y los que se habían abierto para defender el barranco.
Más rápidamente de lo que Bruenor hubiera deseado, llegaron a la puerta secreta que daba acceso a un pequeño túnel que viraba a la izquierda, un lugar demasiado familiar para el enano a pesar de los doscientos años de ausencia. Palpó con los dedos el pedazo de muro liso que había debajo de la antorcha y su revelador soporte de color rojo, buscando el dibujo grabado que conduciría sus dedos al lugar preciso. Encontró un triángulo, luego otro, y siguió sus líneas hasta el punto central, el punto más bajo del valle existente entre las cimas de las dos montañas gemelas que representaban el símbolo de Dumathoin, el Guardián de los Secretos Bajo la Montaña. Bruenor empujó con un solo dedo y el muro se apartó para dar paso a otro túnel de poca altura. Este último no estaba iluminado, pero un sonido sordo, como de viento al rozar las rocas, llegó hasta ellos.
Bruenor les guiñó un ojo para indicar que conocía el lugar y se precipitó hacia adentro, pero aflojó el paso al ver las inscripciones y los relieves esculpidos en las paredes. A lo largo de todo el paso, los artesanos enanos habían dejado su huella en todas las superficies. Bruenor se irguió orgulloso a pesar de su depresión al ver las expresiones de admiración que reflejaban los rostros de sus amigos.
Unas cuantas vueltas más tarde se encontraron ante un rastrillo, echado y oxidado, y, tras él, vislumbraron el vacío de otra amplia caverna.
—El barranco de Garumn —proclamó Bruenor, mientras se acercaba a las barras de hierro—. Decían que se podía lanzar una antorcha desde el borde superior y que ardería por completo antes de llegar al suelo.
Cuatro pares de ojos maravillados observaron a través de la puerta. Si el viaje a través de Mithril Hall había sido una frustración para ellos, ya que todavía no habían podido ver las maravillas de las que tanto les había hablado Bruenor, la vista que tenían ante ellos lo compensaba. Habían llegado al barranco de Garumn, aunque más que un barranco parecía un cañón de varias decenas de metros de amplitud y que se perdía más allá del alcance de su visión. Estaban encima del suelo de la cámara y, al otro lado del rastrillo, se veía el inicio de una escalera que descendía. Estirando al máximo el cuello a través de los barrotes, podían vislumbrar la luz de otra habitación en la base de las escaleras y hasta ellos llegaba claramente el jaleo de varios duergars.
A mano izquierda, el muro se arqueaba hacia un extremo, aunque el abismo continuaba más allá de la pared contigua de la caverna. Un único puente cruzaba el vacío, un antiguo trabajo de piedra tan bien construido que podía sostener el peso de un ejército de los mayores gigantes de las montañas.
Bruenor estudió el puente concienzudamente, pues algo en su estructura le parecía extraño. Siguió con la vista una línea de cables que atravesaba el abismo, suponiendo que continuaría por debajo del suelo de piedra y que conectaría con una palanca más amplia que sobresaliera de alguna plataforma de más reciente construcción que cruzara el paso. Dos centinelas duergars circulaban alrededor de la palanca, aunque su actitud desenfadada traducía incontables días de aburrimiento.
—Han arreglado eso para que se caiga —declaró Bruenor.
Los demás comprendieron al instante de lo que estaba hablando.
—Entonces, ¿hay otro camino? —preguntó Catti-brie.
—Sí, un saliente en el extremo sur del barranco. Pero hay que andar varias horas y la única forma de llegar allí es a través de esta caverna.
Wulfgar asió los barrotes de hierro del rastrillo e intentó forzarlos, pero, tal como esperaba, estaban firmemente sujetos.
—En cualquier caso, no podemos pasar a través de esta verja —afirmó—, a menos que encontremos la manivela.
—Está a medio día de distancia —contestó Bruenor, como si la respuesta, perfectamente lógica para la mente de un enano que protegiese sus tesoros, fuera evidente—. Por el otro lado.
—Tipos inquietos —murmuró Regis para sí.
Bruenor captó el comentario y, tras soltar un gruñido, asió a Regis del cuello, alzándolo del suelo y colocando su rostro frente al suyo.
—Mi gente era muy cuidadosa —le espetó sintiendo que su propia frustración y confusión avivaban su errónea rabia—. Nos gusta mantener lo que es nuestro a salvo, en especial de los pequeños ladrones de dedos pequeños y amplias bocazas.
—Seguro que hay otro modo de entrar —razonó Catti-brie, intentando evitar la confrontación.
Bruenor dejó caer al halfling al suelo.
—Podemos llegar a esa habitación —dijo, señalando la estancia iluminada en la base de la escalera.
—Entonces, démonos prisa —ordenó Catti-brie—. Si el derrumbamiento ha despertado la alarma, quizá no haya llegado hasta este extremo.
Bruenor los condujo a toda prisa de regreso por el pequeño túnel y por el corredor de detrás de la puerta secreta.
Al dar la vuelta a la siguiente esquina del pasadizo principal y ver de nuevo las inscripciones y relieves esculpidos por los herreros enanos, Bruenor se vio de nuevo inmerso en las maravillas de su pasado y el enojo que sentía contra Regis se desvaneció al instante. Volvió a oír en su mente el repicar de los martillos en el día de Garumn y los cantos que entonaban los enanos cuando se reunían. Si la maldad que habían encontrado aquí y la pérdida de Drizzt habían suavizado su ferviente deseo de recuperar Mithril Hall, los vívidos recuerdos que lo asaltaron mientras caminaba por ese corredor avivaban de nuevo ese antiguo fuego.
Tal vez podría volver con su ejército, pensó. Tal vez el mithril volvería a cantar en las herrerías del clan Battlehammer.
Mientras el ansia de recuperar la gloria de su gente volvía a bullir en su cerebro, Bruenor observó a sus amigos, cansados, hambrientos y entristecidos por la pérdida del drow, y se recordó a sí mismo que la única misión que tenía ante él era huir del complejo minero y llevarlos de nuevo a un lugar seguro.
Una claridad más intensa les advirtió que habían llegado al final del túnel. Bruenor aflojó el paso y se acercó con gran cautela a la salida. De nuevo se encontraban en un balcón de piedra desde el que podían observar otro corredor, un amplio pasadizo que parecía una habitación con el techo muy alto y las paredes decoradas. A ambos lados había antorchas colocadas cada pocos metros y que trazaban dos líneas paralelas a sus pies.
A Bruenor se le hizo un nudo en la garganta al contemplar las esculturas que adornaban la pared opuesta del pasadizo, bajorrelieves de gran tamaño de Garumn y Bangor, así como de todos los patriarcas del clan Battlehammer. Se preguntó, y no por primera vez, si su propio busto ocuparía algún día su lugar al lado de sus antepasados.
—Calculo que hay de media docena a diez —susurró Catti-brie, más interesada en el griterío que llegaba de la puerta entreabierta a mano izquierda, procedente de la estancia iluminada que habían visto desde su observatorio de la sala del barranco. Los compañeros se encontraban a unos seis metros por encima del suelo del amplio pasadizo. A la derecha, divisaron una escalera que descendía hasta allí y, más allá, el principio de un túnel que regresaba a las amplias salas.
—¿Hay habitaciones laterales donde pueden ocultarse más? —preguntó Wulfgar a Bruenor.
El enano sacudió la cabeza.
—Hay una única antesala —respondió—, pero existen más habitaciones en la caverna del barranco de Garumn. Si están llenas de enanos grises o no, no podemos saberlo, pero no os preocupéis por eso: tenemos que atravesar esta habitación y la puerta para llegar al barranco.
Wulfgar asió con fuerza el mango de su martillo.
—Entonces, vamos allá —gruñó, mientras se disponía a bajar por la escalera.
—¿Y los dos que hay en la caverna de más allá? —preguntó Regis, tras detener al ansioso guerrero con una mano.
—Dejarán caer el puente antes de que consigamos llegar al barranco —añadió Catti-brie.
Bruenor se rascó la barba y luego desvió la vista hacia su hija.
—¿Qué tal disparas? —le preguntó.
Catti-brie alzó el arco mágico.
—¡Lo suficientemente bien para tumbar a un par de centinelas!
—Regresa al otro túnel —la instruyó Bruenor—. Al menor signo de batalla, dispara. Y actúa con rapidez, hija. Esos canallas cobardes son capaces de destrozar el puente a la mínima señal de peligro.
La muchacha asintió y echó a andar. Wulfgar la vio alejarse por el corredor, pero ahora no estaba tan resuelto a entablar una lucha, no sin saber si Catti-brie estaría a salvo tras ellos.
—¿Qué ocurrirá si los enanos grises envían refuerzos? —le preguntó a Bruenor—. ¿Qué ocurrirá con Catti-brie? Tal vez le cierren el paso para volver con nosotros.
—No te quejes, muchacho —replicó Bruenor, que también se sentía incómodo por haber tenido que tomar la decisión de separarse—. Sé que te tiene robado el corazón, aunque tú mismo no quieras admitirlo, pero recuerda que Cat es una luchadora entrenada por mí mismo. El otro túnel es bastante seguro y, por lo que he podido averiguar, los enanos grises aún no lo han descubierto. La muchacha es muy capaz de cuidar de sí misma, así que concentra tu atención en la batalla que tienes frente a ti. Lo mejor que puedes hacer por ella es acabar con esos perros barbudos lo más rápidamente posible, para que sus compañeros no puedan venir a ayudarlos.
No sin esfuerzo, Wulfgar apartó la vista del corredor y concentró de nuevo su atención en la puerta entreabierta que tenía a sus pies, preparándose para la tarea que tenía entre manos.
Por su parte, Catti-brie se apresuró a recorrer la corta distancia del corredor y desapareció a través de la puerta secreta.
—¡Espera! —ordenó Sydney a Bok y ella también se quedó inmóvil, presintiendo que había alguien por delante de ellos. Luego, continuó avanzando con gran cautela y, con el gólem a sus espaldas, atisbó por la siguiente esquina del túnel, esperando encontrarse con los compañeros. Sin embargo, ante ella sólo divisó un corredor vacío.
La puerta secreta se había cerrado.
Wulfgar respiró profundamente y reflexionó sobre las dificultades que podían presentárseles. Si el cálculo de Catti-brie era acertado, él y Bruenor se verían superados varias veces en número cuando se precipitaran a través de la puerta. Pero no les quedaba otra opción. Tras tomar otra bocanada de aire para calmarse, empezó a descender por la escalera, con Bruenor siguiéndole los pasos. Regis vaciló y, luego, echó a andar tras ellos.
El bárbaro no disminuyó el paso ni se desvió un ápice del camino hacia la puerta, pero los primeros sonidos que llegaron hasta sus enemigos no fueron los golpes de Aegis-fang ni el usual grito de guerra del bárbaro a su dios Tempos, sino la canción de guerra de Bruenor Battlehammer.
Aquélla era su tierra natal y su lucha, y el enano se hacía responsable por la seguridad de sus compañeros. Adelantó a Wulfgar en cuanto acabaron de descender las escaleras y se precipitó en la estancia, con el hacha de mithril de su heroico tocayo alzada ante él.
—¡Esto es por mi padre! —gritó mientras aplastaba el reluciente casco del duergar más cercano con un solo golpe—. ¡Esto es por el padre de mi padre! —aulló, cuando tumbaba al segundo—. ¡Y esto es por el padre del padre de mi padre!
El árbol genealógico de Bruenor era sin lugar a dudas muy amplio y los enanos grises no tuvieron la más mínima oportunidad.
Wulfgar echó a correr en cuanto se dio cuenta de que Bruenor lo adelantaba, pero, cuando entró en la habitación, tres duergars yacían muertos en el suelo y el encolerizado Bruenor se lanzaba ya sobre el cuarto. Seis más empezaron a moverse a su alrededor intentando recuperarse del ataque salvaje, la mayoría dirigiéndose a la puerta que daba acceso a la caverna del barranco para poder reagruparse. Wulfgar lanzó a Aegis-fang y alcanzó a otro, y Bruenor golpeó a su quinta víctima antes de que los enanos grises llegaran a la puerta.
Los dos centinelas oyeron el inicio de la batalla a través del barranco al mismo tiempo que Catti-brie, pero, al no comprender lo que ocurría, titubearon.
Catti-brie no vaciló.
Una estela de plata cruzó el abismo y se clavó en el pecho de uno de los centinelas. Su poderosa magia atravesó la armadura de mithril y le provocó al instante la muerte.
El segundo se precipitó hacia la palanca, pero Catti-brie finalizó el trabajo con total frialdad. La segunda flecha plateada lo alcanzó en el ojo.
Los derrotados enanos de la estancia inferior salieron en tropel a la caverna que tenían a sus pies, y otros más, que habían permanecido ocultos en otras habitaciones, se precipitaron al exterior para unirse a ellos. Catti-brie era consciente de que Wulfgar y Bruenor saldrían pronto y se encontrarían en el centro de una horda dispuesta al ataque.
Sin embargo, la evaluación que Bruenor había hecho de Catti-brie era acertada. Era una luchadora y estaba dispuesta a enfrentarse a sus enemigos hasta la muerte. Intentó apartar de su mente los temores que pudiera tener por sus amigos y se situó de forma que pudiera serles de utilidad. Con una gran resolución en la mirada y la mandíbula firme, alzó a Taulmaril y lanzó una cortina de muerte a la horda de enanos, que provocó el caos y obligó a muchos de ellos a buscar cobijo.
Bruenor salió a la caverna, con las ropas salpicadas de sangre y el hacha de mithril teñida por la muerte de varios enanos. La lista de antepasados que aún no habían recibido venganza era todavía larga. Wulfgar le seguía los pasos, devorado por un ansia de sangre, y cantaba a su dios de la guerra mientras golpeaba a sus pequeños enemigos con la misma facilidad con que podría cortar arbustos para abrirse camino a través de un bosque.
El ímpetu de Catti-brie no disminuía ni un solo instante y las flechas de plata cruzaban el abismo una tras otra, alcanzando su objetivo con mortífera precisión. El guerrero que había en la muchacha la poseía por completo y sus actos estaban al margen de sus pensamientos conscientes. Metódicamente, cogía flecha tras flecha y la aljaba mágica de Anariel no se vaciaba nunca. Taulmaril tocaba su propia canción y, al compás de su música, caían los cuerpos destruidos de multitud de duergars.
Regis se mantuvo al margen, consciente de que podía ser más un problema que una ayuda para sus amigos, ya que deberían preocuparse por protegerlo a él cuando tenían suficiente trabajo protegiéndose a sí mismos. Vio que Bruenor y Wulfgar habían ganado una amplia ventaja que les permitía prever el triunfo, a pesar de los muchos enemigos que habían aparecido en la caverna para enfrentarse a ellos, así que Regis se dedicó a comprobar que los cuerpos que dejaban a sus espaldas estaban en verdad muertos, para evitar que pudieran atacarlos por detrás.
Y también para asegurarse de que cualquier cosa de valor que pudiese tener los enanos grises muertos no se desperdiciaba.
De pronto, oyó ruido de pasos a sus espaldas. Se lanzó al suelo y rodó hasta una esquina en el preciso instante en que Bok se precipitaba en la estancia, sin detectar su presencia. Cuando consiguió recuperar la voz, se dispuso a dar un grito de advertencia a sus amigos, pero, en aquel momento, Sydney se introdujo en la estancia.
Dos enanos cayeron a la vez por el barrido que hizo Wulfgar con su martillo de guerra. Impulsado por los fragmentos que captaba de los gritos de guerra del enano, «… por el padre, del padre, del padre, del padre, del padre, del padre…», Wulfgar sonreía ampliamente mientras avanzaba por las desorganizadas filas de duergars. Las flechas trazaban estelas de plata a su alrededor, mientras se abalanzaban sobre sus víctimas, pero confiaba lo suficiente en Catti-brie para no temer un tiro erróneo. Sus músculos se tensaron mientras propinaba otro golpe. La fuerza de sus brazos era tan demoledora que ni aun las relucientes armaduras de los duergars ofrecían protección contra ella. Pero entonces se sintió cogido por detrás por unos brazos más fuertes que los suyos.
Los pocos duergars que permanecían ante él no reconocieron a Bok como un aliado, así que salieron huyendo presas del pánico en dirección al puente que cruzaba el abismo, en un intento de cruzarlo y destruirlo a sus espaldas para evitar que los persiguiesen.
Catti-brie les cortó la retirada.
Regis intentaba no hacer movimientos bruscos pues recordaba el poder que había ejercido Sydney en la habitación oval. Su rayo de energía había derrotado tanto a Bruenor como a Wulfgar y el halfling temblaba al pensar lo que podía hacer con él.
Pensó que su única posibilidad era el medallón de rubíes. Si conseguía que Sydney quedara hipnotizada por el hechizo, tal vez pudiera mantenerla atrapada hasta que regresaran sus amigos.
Lentamente, introdujo la mano por debajo de la camisa, con los ojos fijos en la maga, por miedo a que el rayo mortífero saliera de sus manos.
Pero la varita mágica de Sydney permanecía atada en su cinturón, pues la maga había pensado en un truco especial para el halfling. Tras murmurar un breve canto, alargó la mano abierta hacia Regis y sopló ligeramente, lanzando un diáfano hilo en dirección a él.
Regis comprendió el tipo de hechizo al ver que el aire a su alrededor era ocupado de pronto por una telaraña flotante…, una tupida telaraña que se cernía sobre él, reduciendo sus movimientos y llenando el vacío a su alrededor. Aunque tenía cogido en la mano el rubí mágico, la telaraña lo había pillado en su propia red.
Complacida en el ejercicio de su poder, Sydney se volvió hacia la puerta y la batalla que se sucedía al otro lado. Aunque prefería utilizar los poderes que poseía en su interior, comprendía el poder de los enemigos con los que se enfrentaba, así que se dispuso a sacar la varita mágica.
Bruenor derrotó al último de los enanos que había frente a él. Había recibido muchos golpes, algunos de ellos bastante serios, y la sangre que cubría sus ropas era en gran parte suya. Aun así, la rabia que había ido acumulando durante todos aquellos años le impedía sentir dolor alguno. Su ansia de sangre estaba ahora saciada, pero renació al instante en cuanto dio media vuelta y vio que Bok tenía a Wulfgar alzado por los aires y que lo estaba oprimiendo para matarlo.
Catti-brie también presenciaba la escena, horrorizada. Intentó lanzar una flecha directa al gólem, pero, con los movimientos desesperados de Wulfgar, no se atrevía a disparar por miedo a herir a su amigo.
—¡Ayúdalo! —suplicó a Bruenor en un susurro, ya que todo lo que podía hacer era observar la lucha como espectadora.
Wulfgar tenía la mitad del cuerpo entumecido por la increíble fuerza mágica de los brazos de Bok, pero se las arregló para dar media vuelta y enfrentarse cara a cara con su enemigo. Colocó una mano sobre el ojo del gólem y apretó con todas sus fuerzas, intentando desviar de algún modo la energía del gólem de su ataque.
Pero Bok parecía no darse cuenta.
El bárbaro descargó entonces a Aegis-fang en el rostro del monstruo con toda la fuerza que le permitían las circunstancias. A pesar de su situación, el golpe hubiera podido derribar a un gigante.
Pero Bok, de nuevo, pareció no darse cuenta. Los brazos lo presionaban sin descanso. Una oleada de mareo se apoderó del bárbaro. Sentía los dedos entumecidos y el martillo cayó al suelo.
Bruenor había llegado casi hasta él, con el hacha a punto para empezar a golpear, pero, al pasar ante la puerta abierta de la antesala, una deslumbrante ráfaga de energía lo alcanzó. Por fortuna, golpeó en el escudo y salió rebotada hacia el techo de la caverna, pero el impulso que llevaba hizo perder el equilibrio a Bruenor. El enano sacudió la cabeza, incrédulo, y consiguió quedarse sentado.
Catti-brie presenció la escena y recordó el rayo similar que había derribado a Bruenor y Wulfgar en la habitación oval. Sin vacilar ni un instante ni preocuparse por su propia seguridad, salió corriendo por el pasillo, consciente de que, si ella no podía detener a la maga, sus amigos no tendrían la más mínima oportunidad.
Cuando llegó el siguiente rayo, Bruenor estaba ya más preparado. Vio cómo Sydney alzaba la varita en dirección a él desde la antesala y, agachándose, alzó el escudo por encima de la cabeza para encararse a la maga. El mithril resistió de nuevo el rayo y desvió su energía sin que llegara a hacerle daño, pero Bruenor sintió que se debilitaba bajo el impacto y comprendió que no podría resistir un tercer golpe.
Los tozudos instintos de supervivencia del bárbaro consiguieron que su mente superara el desmayo y volviera a concentrarse en la pelea. No llamó a su martillo, consciente de que le sería de poca utilidad frente al gólem y dudando de que pudiera ni siquiera cogerlo con la mano. En vez de eso, invocó a su propia fuerza y rodeó con sus poderosos brazos el cuello de Bok. Sus músculos se tensaron al máximo e incluso más mientras apretaba sin descanso. No podía detenerse ni para tomar aliento. Bruenor no iba a llegar a tiempo. Soltó un gruñido para alejar el dolor y el miedo y esbozó una mueca para superar la sensación de aturdimiento. Apretó con todas sus fuerzas.
Regis consiguió por fin extraer la mano y el medallón de debajo de su camisa.
—¡Espera, maga! —gritó a Sydney. No esperaba que la maga le hiciera caso, pero al menos deseaba distraer su atención lo suficiente para que captara el brillo de la gema. Rezó mentalmente para que Entreri no le hubiera informado de sus poderes hipnotizantes.
Una vez más, la desconfianza y el secreto que habían imperado en el grupo diabólico jugaron en contra de éste. Sin conocer los peligros del medallón de rubíes, Sydney observó al halfling por el rabillo del ojo, más para asegurarse de que todavía estaba atrapado bajo la telaraña que para escuchar lo que quisiera decirle.
Un destello de luz rojiza captó su atención más de lo que hubiera deseado y pasó largo rato antes de que pudiera apartar la vista.
En el pasadizo principal, Catti-brie se agazapó y continuó avanzando con tanta rapidez como le era posible. De pronto, oyó los ladridos.
Los sabuesos de las sombras llenaban los pasillos con sus excitados aullidos y Catti-brie sintió que el pánico se apoderaba de ella. Los sabuesos estaban todavía muy lejos, pero sus piernas se debilitaron al oír aquellos sonidos sobrenaturales que rebotaban de pared en pared sumiéndola en una mareante confusión. Apretó los dientes para que no le temblaran y continuó corriendo. Bruenor la necesitaba; Wulfgar la necesitaba. No podía fallarles.
Llegó al balcón y se precipitó escaleras abajo, pero, al llegar frente a la antesala, descubrió que la puerta estaba cerrada. Maldiciendo su mala suerte, ya que esperaba poder disparar a la maga desde aquella distancia, se colocó a Taulmaril sobre el hombro, extrajo su espada y se dirigió, llena de decisión, hacia adentro.
Aprisionados en un abrazo mortal, Wulfgar y Bok se tambaleaban por la caverna, a veces peligrosamente al borde del barranco. El bárbaro competía con sus músculos contra la obra mágica que había realizado Dendybar. Nunca hasta ahora se había encontrado con un enemigo semejante, pero se dedicaba a echar hacia adelante y hacia atrás la gruesa cabeza de Bok, rompiendo poco a poco la resistencia del monstruo. Luego, empezó a retorcerla en una dirección, poniendo en el empeño hasta la última gota de fuerza. No recordaba la última vez que había tomado aliento; no sabía ya quién era ni dónde se encontraba.
Pero su absoluta tozudez se negaba a rendirse.
Oyó el crujido de un hueso, pero no pudo discernir si se trataba de su propia espina dorsal o del cuello del gólem. Bok no parpadeaba siquiera, ni aflojaba al apretón que ejercía sobre el bárbaro. La cabeza giraba ahora con facilidad y Wulfgar, impulsado por la oscuridad final que lo embargaba, dio un tirón en un último frenesí de desafío.
La piel se desgarró y algo parecido a sangre empezó a manar de la creación del mago y salpicó los brazos y el pecho de Wulfgar, mientras la cabeza se liberaba del cuerpo. Para su propia sorpresa, Wulfgar pensó que había ganado.
Pero Bok parecía no darse cuenta.
El hechizo hipnótico que el rubí había empezado a ejercer se rompió en cuanto la puerta se abrió, pero Regis había representado ya su papel. Cuando Sydney percibió el acuciante peligro, Catti-brie estaba ya demasiado cerca para utilizar ninguno de sus hechizos.
Sydney se quedó petrificada, con los ojos bien abiertos y una mirada de confusa protesta en ellos. En aquel preciso instante, todos sus sueños y planes futuros se derrumbaron ante ella. Intentó gritar para negar aquella situación, convencida de que los dioses del destino le otorgaban un papel más importante en su esquema del universo, convencida de que no permitirían que la reluciente estrella de su poder creciente se desvaneciera antes de que pudiera demostrar sus posibilidades.
Pero una delgada varita de madera tenía poca utilidad frente a una cuchilla de metal.
Catti-brie no vio nada más que su objetivo, no sintió nada en aquel instante más que la necesidad de cumplir con su deber. Su espada rompió en dos la débil varita y se clavó en el blanco. Por primera vez, observó a Sydney directamente a los ojos. El tiempo parecía detenerse.
La expresión del rostro de Sydney no había cambiado: sus ojos y su boca estaban aún abiertos como si se negara a considerar esta posibilidad.
Catti-brie observó horrorizada cómo los últimos destellos de esperanza y ambición se desvanecían en los ojos de Sydney, mientras gotas de cálida sangre se deslizaban por su brazo. El último intento de la maga por coger aire le pareció increíblemente sonoro.
Y Sydney se deslizó con gran lentitud al reino de la muerte.
Un único y certero corte del hacha de mithril rompió en dos uno de los brazos de Bok y Wulfgar se vio liberado. Aterrizó en el suelo sobre una rodilla, apenas consciente, y sus amplios pulmones se expandieron buscando el vigorizante oxígeno.
Percibiendo con toda claridad la presencia del enano, aunque sin poder fijar los ojos en su objetivo, el gólem decapitado arremetió contra Bruenor pero erró el golpe.
Bruenor no comprendía las fuerzas mágicas que guiaban al monstruo y lo mantenían con vida, pero no sentía el más mínimo deseo de probar sus habilidades como guerrero ante él. De pronto, se le ocurrió otra posibilidad.
—¡Ven inmundo excremento de orco! —gritó mientras se acercaba al barranco. Luego, en un tono de voz más serio, se dirigió a Wulfgar—. Prepara el martillo, muchacho.
Bruenor tuvo que llamar a Wulfgar varias veces y, cuando el bárbaro empezó a oírlo, Bok había hecho recular al enano hasta el mismo borde del barranco.
Sólo a medias consciente de sus actos, Wulfgar sintió que el martillo de guerra retornaba a sus manos.
Bruenor se detuvo, con los pies afianzados sobre el suelo y una amplia sonrisa en el rostro, como si aceptara la muerte. El gólem también se detuvo, comprendiendo en cierto modo que Bruenor no tenía escapatoria.
Cuando Bok arremetió contra él. Bruenor se lanzó al suelo y Aegis-fang empujó al monstruo por la espalda, obligándolo a pasar por encima del enano. El gólem cayó en silencio, sin orejas para oír el roce cada vez más intenso del viento.
Catti-brie permanecía aún inmóvil sobre el cuerpo de la maga cuando Wulfgar y Bruenor entraron en la estancia. Los ojos y la boca de Sydney permanecían abiertos en una muda negación de lo ocurrido, un fútil intento de contradecir el charco de sangre que se agrandaba alrededor de su cuerpo.
Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Catti-brie. La muchacha había derrotado a goblins y enanos grises, e incluso una vez a un ogro y a un yeti de la tundra, pero nunca hasta ahora había matado a un ser humano. Nunca hasta ahora había visto cómo desaparecía la luz de unos ojos semejantes a los suyos. Nunca hasta ahora había entendido la complejidad de su víctima ni pensado en que la vida que ella había arrebatado había existido fuera del campo de batalla.
Wulfgar se acercó a ella y la abrazó en actitud comprensiva mientras Bruenor liberaba al halfling de los restos de telaraña. El enano había entrenado a Catti-brie para la lucha y se había alegrado con sus triunfos contra orcos y monstruos semejantes, contra bestias inmundas que se merecían la muerte, pero siempre había esperado que su amada Catti-brie no tuviera que enfrentarse a una experiencia semejante.
Una vez más Mithril Hall resultaba ser el origen de los sufrimientos de sus amigos.
Distantes aullidos resonaban a sus espaldas, a través de la puerta abierta. Catti-brie enfundó su espada, sin pensar siquiera en limpiar la sangre, y recobró la compostura.
—La persecución todavía no ha terminado —dijo con voz calma—. Hemos de irnos.
Los condujo fuera de la habitación pero a sus espaldas dejó una parte de sí misma, el pedestal de su inocencia.