Plata en las sombras
De pronto, encontró un foco en la confusa niebla gris que lo envolvía, algo tangible en aquel remolino vacío, algo que permanecía flotando delante de él y se volvía lentamente.
Los extremos se duplicaron y se apartaron, pero pronto volvieron a unirse. Intentó luchar contra el terrible dolor de cabeza que sentía, la oscuridad interna que lo había consumido y que pretendía mantenerlo bajo su control. Gradualmente, empezó a sentir las piernas y los brazos, mientras recobraba la conciencia de quién era y de cómo había llegado hasta allí.
Mientras volvía poco a poco a la realidad, la imagen se convirtió en un foco cristalino: la punta de una daga de pedrería.
Entreri permanecía inclinado sobre él y su silueta oscura se recortaba sobre el muro situado a pocos metros, bajo el haz de luz de una única antorcha. Tenía la daga a punto para atacar al primer signo de resistencia, Drizzt podía ver que el asesino también había recibido heridas en la caída, pero era evidente que su recuperación había sido más rápida.
—¿Puedes andar? —preguntó Entreri, y Drizzt supo al instante lo que le ocurriría si no podía hacerlo.
Asintió e hizo un movimiento para incorporarse, pero la daga se acercó unos centímetros.
—Todavía no —le espetó Entreri—. Primero tenemos que saber dónde estamos y dónde tenemos que ir.
Drizzt apartó la vista del asesino y estudió los alrededores, convencido de que Entreri podría haberlo matado ya si ésa hubiera sido su intención. Parecía que estaban en las minas, pues las paredes estaban excavadas toscamente y soportadas por columnas de madera cada cinco o seis metros.
—¿A qué profundidad hemos caído? —preguntó al asesino, pues sus sentidos le indicaban que estaban a un nivel mucho más bajo que el de la estancia donde habían empezado la lucha.
Entreri se encogió de hombros.
—Tras una breve caída, recuerdo haber topado contra una roca dura y luego haberme deslizado por una escarpada y abrupta pendiente. Pareció que transcurría mucho tiempo antes de caer finalmente aquí. —Señaló una apertura en un extremo del techo, por la que habían caído—. Pero el paso del tiempo parece muy lento para un hombre que cree que está a punto de morir, así que supongo que todo habrá sucedido mucho más rápido de lo que recuerdo.
—Yo que tú confiaría en tu primera reacción —le sugirió Drizzt—, pues mis sentidos me dicen que hemos descendido a mucha profundidad.
—¿Cómo podremos salir?
Drizzt examinó la ligera pendiente del suelo y señaló a su derecha.
—Por allí se sube.
—Pues ponte de pie —ordenó Entreri mientras le tendía una mano para ayudarlo.
Drizzt aceptó la ayuda y se puso en pie con gran cautela, sin hacer ningún movimiento extraño, pues sabía que la daga de Entreri se clavaría en su cuerpo antes de que pudiera atacarlo él.
Entreri también lo sabía, pero no esperaba que el drow ofreciera ninguna resistencia en la situación en que se encontraban. Arriba, en la habitación oval, habían compartido algo más que un intercambio de esgrima y ambos miraban al contrario con un rencoroso respeto.
—Necesito tus ojos —le explicó Entreri, aunque Drizzt ya lo había supuesto—. He encontrado una sola antorcha y no durará hasta que salgamos de aquí. Tus ojos, elfo oscuro, pueden seguir el camino en la oscuridad. ¡Pero no olvides que estaré lo suficientemente cerca para percibir todos y cada uno de tus movimientos, y para matarte de un solo golpe! —Hizo girar la daga para poner más énfasis en sus palabras, pero Drizzt ya lo había comprendido a la perfección sin necesidad de que se la enseñara.
Cuando se puso de pie, Drizzt descubrió que no estaba tan malherido como había temido. Se había torcido el tobillo y la rodilla de una pierna y sabía que cuando intentara poner peso sobre ella cada paso sería muy doloroso, pero no quería que Entreri se diera cuenta. Si no podía mantenerse de pie, no sería de utilidad para el asesino.
Entreri dio media vuelta para coger la antorcha y Drizzt echó un rápido vistazo a sus pertenencias. Había visto una de las cimitarras atada al cinturón de Entreri, pero la otra, la de poderes mágicos, no estaba por ninguna parte. En la funda oculta en una de sus botas, percibió el roce de una de sus dagas, pero no sabía si podría serle de gran utilidad contra el sable y la daga de un enemigo tan experto. Enfrentarse a Entreri en desigualdad de condiciones era una opción que no pensaba considerar más que en una situación desesperada.
De repente, siguiendo un súbito impulso, cogió la bolsa que llevaba colgada en el cinturón y su temor aumentó al ver que no estaba atada. Incluso antes de deslizarse los dedos en su interior, supo que Guenhwyvar había desaparecido. Observó frenéticamente a su alrededor, pero sólo alcanzó a ver montones de escombros.
Al percibir su angustia, Entreri esbozó una diabólica sonrisa bajo la capucha de su capa.
—Vamos —ordenó.
Drizzt no tenía alternativa. Sin duda no podía hablar a Entreri de la estatuilla mágica y arriesgarse así a que Guenhwyvar cayese de nuevo en manos de un dueño diabólico. Había rescatado en una ocasión a la enorme pantera de un destino similar y prefería que se quedase enterrada bajo toneladas de rocas a que cayera en posesión de un dueño que no se la merecía. Tras echar una última ojeada a los escombros, decidió aceptar con entereza la pérdida, consolándose al pensar que el felino vivía, prácticamente ileso, en su propio mundo.
Los pilares que sostenía el túnel se sucedían con enojosa regularidad, como si estuvieran pasando una y otra vez por el mismo lugar. Drizzt percibía que el túnel iba dibujando un amplio círculo a medida que ascendía, lo cual lo ponía todavía más nervioso. Conocía la habilidad de los enanos para excavar túneles, en especial cuando se trataba de ocultar piedras preciosas o metales, y empezó a preguntarse cuántos kilómetros tendrían que andar todavía antes de llegar al nivel del piso inmediatamente superior.
A pesar de que su percepción del mundo subterráneo era más débil y no conocía las costumbres de los enanos, Entreri se sentía igual de incómodo. Pasó una hora, y luego otra, y la línea de los soportes de madera continuaba perdiéndose en la oscuridad.
—La antorcha se está consumiendo —dijo Entreri, rompiendo el silencio que se había impuesto sobre ellos desde que habían empezado a andar. Incluso sus pisadas, los experimentados pasos de sigilosos guerreros, no hallaban resonancia alguna por la estrechez del pasadizo—. Tal vez la ventaja sea ahora para ti, elfo.
Pero Drizzt no se engañaba. Entreri era una criatura tan nocturna cono él, con aguzados reflejos y una amplia experiencia que compensaba su falta de visión en la oscuridad. Los asesinos nunca trabajaban a plena luz del día.
Sin responder, Drizzt fijó la vista en el camino que tenían ante ellos, pero, de pronto, un súbito reflejo de la antorcha captó su atención. Se acercó al muro del corredor, sin prestar atención al hecho de que Entreri avanzó más deprisa para no perderlo de vista, y empezó a palpar la superficie con los dedos, mientras observaba con atención la pared para ver si se producía algún otro destello. Al cabo de un segundo, volvió a verlo, justo en el momento en que Entreri se situaba a su espalda: un resplandor plateado a lo largo del muro.
—Donde fluyen ríos de plata —murmuró, incrédulo.
—¿Qué?
—Trae la antorcha —fue la única respuesta de Drizzt. Ahora palpaba las paredes con entusiasmo, buscando la prueba que echaba por tierra su tozuda lógica de que el enano exageraba sus historias de Mithril Hall, y daba la razón a Bruenor.
Entreri estaba junto a él, observándolo con curiosidad. La antorcha lo mostraba con toda claridad: un río de plata que cruzaba de lado a lado la pared, ancho como el antebrazo de Drizzt, y que resplandecía en todo el esplendor de su pureza.
—¡Mithril! —exclamó Entreri, embobado—. ¡El tesoro de un rey!
—Pero de poca utilidad para nosotros —respondió Drizzt para apagar su entusiasmo. Echó a andar de nuevo por el corredor, como si la veta de mithril no lo hubiera impresionado. En cierto modo sentía que Entreri no debía mirar aquellas cosas, que la mera presencia del asesino enturbiaba las riquezas del clan Battlehammer. Drizzt no deseaba dar motivos al asesino para querer regresar de nuevo a aquellas minas. Entreri se encogió de hombros y echó a andar tras él.
La inclinación del pasadizo era cada vez más evidente a medida que avanzaban, y los reflejos plateados del mithril se sucedían con la suficiente regularidad como para que Drizzt se preguntara si Bruenor habría llegado a comprender jamás la prosperidad de su clan.
Entreri, que no se separaba un paso del drow, estaba demasiado preocupado por vigilar a su prisionero para prestar atención al metal precioso, pero comprendía a la perfección el potencial de lo que lo rodeaba. A él no le interesaba aquel tipo de negocios, pero sabía que la información podía ser valiosa y podía serle de utilidad en algún trato que hiciera en el futuro.
Poco después, la antorcha se consumió por completo, pero descubrieron que todavía podían ver, ya que debía de existir algún foco de luz en la lejanía, al final del túnel. Aun así, el asesino se acercó más a Drizzt y apoyó el extremo de la daga en la espalda del drow, para asegurarse de que no perdía la única esperanza de escapar si la luz se desvanecía por completo.
Aunque la claridad era muy tenue, la fuente que la producía debía de ser muy potente. El aire empezó a caldearse a su alrededor y, al poco rato, escucharon el eco de una maquinaria en funcionamiento. Entreri se acercó todavía más al drow, agarrándolo de la capa.
—Aquí eres tan intruso como yo —susurró—. Evitar conflictos nos será útil a los dos.
—¿Acaso los mineros me ofrecerán un destino peor que el tuyo? —preguntó Drizzt en tono sarcástico.
Entreri soltó la capa y dio un paso atrás.
—Veo que tendré que ofrecerte algo más para garantizar nuestro acuerdo —dijo.
Drizzt estudió su rostro de cerca, sin saber qué podía esperar de él.
—Tienes todas las ventajas —afirmó.
—No creas —contestó el asesino. Drizzt observó perplejo cómo volvía a introducir la daga en su funda—. Admito que podría matarte, pero ¿qué ganaría? Matar por matar no me produce placer.
—Pero los asesinatos no te desagradan —replicó Drizzt.
—Hago lo que debo. —Entreri hizo caso omiso del mordaz comentario y soltó una carcajada.
Drizzt conocía a aquel hombre demasiado bien. Era desapasionado y pragmático e indudablemente hábil en el trato con la muerte. Observando a Entreri, Drizzt veía la persona en que él mismo se habría convertido si hubiera permanecido en Menzoberranzan, entre gente sin moral. En Entreri veía todos los rasgos de la sociedad drow, el carácter egoísta y despiadado que había hecho huir a Drizzt de las bóvedas del mundo. Observaba al asesino sin pestañear, detestando todas y cada una de las características de su ser, pero en cierto modo era incapaz de pasar por alto la similitud que existía entre ellos.
Decidió que ahora tenía que atenerse a sus principios, tal como había hecho años atrás en la oscura ciudad.
—Haces lo que debes —le espetó, disgustado, sin prestar atención a las posibles consecuencias—, sea cual sea el precio.
—Sea cual sea el precio —reiteró Entreri sin alterarse y su sonrisa de autosatisfacción convirtió el insulto en un cumplido—. Da gracias por que sea tan práctico, Drizzt Do’Urden, porque si no nunca te hubieras despertado tras la caída. Pero, basta ya de discusiones inútiles. Tengo que proponerte un trato que nos será beneficioso a los dos. —Drizzt permaneció en silencio e intentó no mostrar el más mínimo interés—. ¿Sabes por qué estoy aquí? —preguntó Entreri.
—Has venido a buscar al halfling.
—Te equivocas —contestó Entreri—. No al halfling sino al medallón del halfling. Se lo robó a mi dueño, aunque dudo que os lo haya confesado nunca.
—Adivino más de lo que me dicen —repuso Drizzt irónicamente, antes de añadir—: Tu dueño busca venganza, ¿verdad?
—Tal vez —respondió Entreri con rapidez—. Pero lo primordial es que le devuelva el medallón. Así que ésta es mi oferta: trabajaremos juntos para encontrar el camino de regreso a tus amigos. Te ofrezco mi ayuda en el trayecto y tu vida a cambio del medallón. En cuanto lleguemos a ellos, tú convences al halfling de que me lo devuelva y yo me iré por donde he venido y nunca volveréis a saber de mí. Mi dueño recupera su tesoro y tu pequeño amigo vive el resto de su vida sin tener que mirar continuamente a sus espaldas.
—¿Me das tu palabra? —se burló Drizzt.
—Te lo demostraré —contestó Entreri mientras se desataba la cimitarra del cinturón y se la tendía a Drizzt—. No tengo la más mínima intención de morir en estas malditas minas, y espero que tú tampoco.
—¿Cómo sabes que cumpliré mi parte del trato cuando encontremos a mis compañeros? —preguntó Drizzt, inspeccionando de cerca la cuchilla sin acabar de creer en aquel súbito cambio de acontecimientos.
Entreri volvió a soltar una carcajada.
—Eres demasiado honesto para que me quepa duda alguna, elfo. ¡Estoy seguro de que harás lo que prometas! Así pues, ¿hacemos el trato?
Drizzt tenía que admitir que Entreri tenía razón. Juntos, tenían una mínima oportunidad de salir con vida de los niveles inferiores y no estaba dispuesto a perder la oportunidad de encontrar a sus amigos, en especial cuando el único precio era un medallón que, por regla general, causaba más problemas que beneficios a Regis.
—De acuerdo.
El pasadizo tenía cada vez más claridad, no el brillo parpadeante de la antorcha sino una luz mucho más continua. El ruido de maquinaria aumentaba en la misma proporción y, al poco rato, tuvieron que empezar a hablarse a gritos para entenderse.
Tras rodear una última esquina, llegaron bruscamente al final de la mina y vieron que los soportes laterales daban acceso a una caverna de grandes proporciones. Avanzaron con cautela por un saliente que serpenteaba por el borde de un amplio cañón: la gran ciudad subterránea del clan Battlehammer.
Por fortuna, se encontraban en el nivel superior del abismo, porque ambos muros estaban cortados en vertical hasta el suelo y en ellos se veían las decoradas puertas que en su día daban acceso a las casas de los familiares de Bruenor. La mayoría de escaleras estaban ahora vacías, pero, con las incontables historias que Bruenor le había explicado, Drizzt podía imaginarse a la perfección la gloria de aquel lugar. Diez mil enanos, incansables por la pasión a su amado trabajo, golpeando los bloques de mithril y cantando oraciones a sus dioses.
¡Qué espectáculo debía de haber sido! Los enanos subiendo de nivel en nivel para mostrar sus últimos trabajos, objetos de mithril de belleza increíble y gran valor. Y, aun así, a juzgar por lo que Drizzt conocía a los enanos del valle del Viento Helado, la más mínima imperfección provocaba que los artesanos retornaran a toda prisa a sus yunques, suplicando a sus dioses que los perdonaran y que les otorgaran la habilidad suficiente para crear una pieza de mayor calidad. Ninguna otra raza en los Reinos se sentía tan orgullosa por su trabajo como los enanos, y los miembros del clan Battlehammer eran un modelo perfecto de aquella barbuda raza.
Ahora únicamente había actividad en la parte inferior del abismo, donde, cientos de metros por debajo de ellos y en todas direcciones, se veían las forjas principales de Mithril Hall, hornos con el calor suficiente para fundir en metal la piedra que extraían de las minas. Incluso desde aquella altura, Drizzt y Entreri percibían el calor sofocante, y la intensidad de la luz los hacía parpadear. Grupos de trabajadores de baja estatura iban de un lado a otro, empujando carretillas de mineral o carbón para las hogueras. Drizzt supuso que eran duergars, aunque no podía distinguirlos muy bien por la luz y la altura.
A pocos metros a la derecha de la salida del túnel, una rampa amplia y suavemente arqueada descendía en espiral hasta el siguiente nivel inferior. A la izquierda, el saliente continuaba a lo largo de todo el muro y, aunque era muy estrecho y no parecía diseñado como camino de paso, Drizzt distinguió en la lejanía la oscura silueta de un puente que cruzaba en arco el precipicio.
Entreri lo condujo de nuevo al túnel.
—El puente parece ser la mejor ruta —opinó el asesino—. Pero no me gusta la idea de tener que avanzar por el saliente con tanta gente ahí debajo.
—Tenemos pocas opciones —razonó Drizzt—. Podríamos volver sobre nuestros pasos y tomar alguno de los corredores laterales que hemos pasado, pero creo que no son más que extensiones del complejo minero y dudo que nos lleven a ninguna parte.
—Entonces, prosigamos. Tal vez el ruido y la luz nos den cierta protección.
Sin más dilación, salió del túnel y empezó a avanzar por el saliente en dirección a la oscura silueta del puente sobre el abismo, con Drizzt siguiéndole los pasos.
Aunque el saliente no sobrepasaba nunca los sesenta centímetros de ancho y se estrechaba todavía más en algunos tramos, los ágiles luchadores no tuvieron dificultad alguna en caminar por él. Pronto llegaron al comienzo del puente, una estrecha estructura de piedra que atravesaba en arco el bullicio de abajo.
Se agacharon y empezaron a cruzarlo con facilidad. Al llegar a la mitad del puente e iniciar el descenso por el otro lado, vieron que en la pared opuesta del abismo había un saliente, aunque un poco más ancho, y una entrada a un túnel iluminado con antorchas como el que habían dejado atrás. A la izquierda de la boca del túnel, vieron las siluetas de un grupo de enanos duergars que estaban conversando, sin prestar atención a su entorno. Entreri observó por encima del hombro a Drizzt, con una furtiva sonrisa en los labios, y señaló el túnel.
Silenciosos como gatos e invisibles en las sombras, llegaron hasta el túnel sin que el grupo de duergars se diera cuenta de su presencia.
Los pilares de madera se sucedían a ambos lados del túnel mientras avanzaban con paso rápido, dejando atrás la ciudad subterránea. Las toscas paredes les proporcionaban sombreados rincones para protegerse de la luz de las antorchas y, cuando el ruido de los trabajadores se convirtió en un murmullo a sus espaldas, se relajaron un poco y empezaron a pensar en cómo se las arreglarían para encontrar a los demás.
Tras dar la vuelta a una esquina del túnel se toparon de frente con un solitario centinela duergar.
—¿Dónde vais? —les preguntó mientras su sable de mithril resplandecía a la vacilante luz de las antorchas. Su armadura de malla, el casco y el reluciente escudo eran también de aquel precioso metal; ¡una vestimenta propia de un rey y no de un soldado!
Drizzt se situó delante de su compañero e hizo un gesto a Entreri para que permaneciera al margen. No quería dejar un rastro de cadáveres marcando la ruta que había seguido para escapar. El asesino comprendía que el elfo oscuro podía tener suerte tratando con otro ciudadano de los mundos subterráneos y, como no quería delatar que él era humano y deseaba dar credibilidad a la historia que Drizzt pudiese tener en mente, se cubrió el rostro con la capucha.
El centinela dio un paso atrás y abrió los ojos de par en par al reconocer a Drizzt como un drow. Drizzt frunció el entrecejo y permaneció en silencio.
—Eh… ¿qué estáis haciendo en las minas? —preguntó el duergar en un tono de voz mucho más educado.
—Paseando —respondió Drizzt con frialdad, fingiendo todavía estar enojado por aquel brusco recibimiento.
—Y…, umm…, ¿quiénes sois? —tartamudeó el guardia.
Entreri percibió el terror que inspiraba Drizzt al enano gris. Percibía que el drow causaba más terror entre las razas del mundo subterráneo que entre los habitantes de la superficie. El asesino tomó nota mental de aquel detalle, prometiéndose a sí mismo tratar a Drizzt con más cautela en el futuro.
—Soy Drizzt Do’Urden, de la casa de Daermon N’a’shezbaernon, novena familia al trono de Menzoberranzan —respondió, creyendo que no había motivos para mentir.
—¡Bienvenido! —respondió el centinela, sumamente ansioso por ganarse la simpatía de aquel extraño—. Soy Mucknuggle, del clan Bukbukken. —Hizo una profunda reverencia, rozando el suelo con su barba grisácea—. No solemos recibir visitas en las minas. ¿Buscáis a alguien en concreto? ¿Os puedo ayudar en algo?
Drizzt reflexionó un instante. Si sus amigos habían sobrevivido al derrumbamiento, y no podía perder la esperanza de que así era, estarían dirigiéndose al barranco de Garumn.
—He acabado el asunto que me traía aquí —le dijo al duergar—. Estoy satisfecho.
Mucknuggle lo observó con curiosidad.
—¿Satisfecho?
—Tu gente ha excavado hasta lo más profundo —le explicó Drizzt—. Con vuestro trabajo habéis alcanzado uno de nuestros túneles, así que he venido a investigar este complejo minero, para asegurarme de que no está habitado por enemigos de los drow. He visto vuestras forjas, enano, y podéis estar muy orgullosos de ellas.
El centinela se subió el cinturón y escondió la barriga. El clan Bukbukken estaba orgulloso de sus minas, aunque en realidad se las habían robado el clan Battlehammer.
—Y dices que estás satisfecho… ¿Adónde os dirigís ahora, Drizzt Do’Urden? ¿A ver al jefe?
—¿A quién tendría que dirigirme si así fuera?
—¿No has oído hablar de Tiniebla Brillante? —preguntó Mucknuggle con una risa sofocada—. Es el Dragón de la Oscuridad, más negro que la noche y más feroz que un demonio. No sé que pensará de que unos drow estén merodeando en las minas, pero iremos a verlo.
—Me temo que no —contestó Drizzt—. He visto ya lo que venía a ver y ahora debo regresar a casa. No quiero molestar a Tiniebla Brillante ni a ningún miembro de tu hospitalario clan.
—Creo que deberíamos ir a ver al jefe —insistió Mucknuggle, que parecía recobrar la valentía por el tono de voz educado de Drizzt y la mención del nombre de su poderoso dirigente. Cruzó sus torcidos brazos sobre el pecho de forma que el sable de mithril quedara más visible sobre el resplandeciente escudo.
Drizzt frunció el entrecejo y extendió un dedo bajo la tela de su capa, señalando hacia el enano. Mucknuggle percibió el gesto, al igual que Entreri, y el asesino estuvo a punto de caerse al ver la reacción del duergar. Un manto ceniciento pareció cubrir las ya de por sí grisáceas facciones de Mucknuggle quien permaneció inmóvil, sin atreverse a respirar.
—Tengo que regresar a casa —repitió Drizzt.
—Sí, a casa —gritó Mucknuggle—. ¿Puedo serte de utilidad para encontrar el camino? Los túneles son un auténtico laberinto ahí atrás.
«¿Por qué no?», pensó Drizzt, suponiendo que tendrían más posibilidades si al menos conocían la ruta más rápida.
—En los tiempos anteriores al clan Bukbukken, existía un precipicio conocido con el nombre del barranco de Garumn.
—Ahora es el Paso de Tiniebla Brillante —lo corrigió Mucknuggle—. Seguid el túnel de la izquierda en la siguiente bifurcación —les indicó, mientras señalaba el pasadizo—. Y, desde allí, en línea recta.
A Drizzt no le gustó en absoluto el nuevo nombre que habían impuesto al barranco. Se preguntó qué monstruos podrían encontrarse sus amigos esperándolos cuando llegaran allí. Como no quería perder ni un segundo más de tiempo, hizo un gesto de asentimiento y pasó junto a Mucknuggle. El duergar no sentía deseos de continuar conversando con aquel drow, así que se hizo a un lado para dejarlos pasar.
Entreri observó por encima del hombro a Mucknuggle cuando pasó por su lado y notó que tenía la frente perlada de sudor por el nerviosismo.
—Deberíamos haberlo matado —le dijo a Drizzt en cuanto estuvieron a suficiente distancia—. Enviará a sus compañeros en persecución nuestra.
—No cundirá la alarma más deprisa que si hubiéramos dejado un cadáver o hubiera desaparecido uno de los centinelas —contestó Drizzt—. Quizás un grupo reducido venga a comprobar su historia, pero al menos sabemos el camino. No se hubiera atrevido a mentirme, por temor a que mi pregunta fuera una prueba para verificar la verdad de sus palabras. Mi gente suele matar por descubrir mentiras semejantes.
—¿Qué le hiciste? —preguntó Entreri.
Drizzt no pudo evitar soltar una carcajada ante los irónicos beneficios que le procuraba la reputación de su pueblo. Volvió a extender el dedo bajo la tela de su capa.
—Le hice creer que llevaba un arco lo suficientemente pequeño para que cupiera en el bolsillo —le explicó—. ¿No daría una impresión parecida? Los drow son famosos por poseer ese tipo de arcos.
—Pero ¿que podría hacer un arma tan pequeña contra una armadura de mithril? —preguntó Entreri, que todavía no comprendía cómo había surtido efecto la amenaza.
—Ah…, el veneno… —sonrió Drizzt mientras se alejaba por el corredor.
Entreri se detuvo y sonrió ante la evidente lógica. ¡Qué malvados y despiadados debían de ser los drow para provocar una reacción tan poderosa con una simple amenaza! Parecía que la mortífera reputación que poseían no era exagerada. Entreri se dio cuenta de que empezaba a admirar a aquellos elfos oscuros.
La persecución llegó más deprisa de lo que esperaban, a pesar del rápido ritmo al que avanzaban. Las pisadas de las botas resonaban con fuerza y luego desaparecían, para volver a aparecer al siguiente recodo y cada vez más cerca. Tanto Drizzt como Entreri comprendían que se trataba de pasillos laterales y maldecían cada una de las vueltas que daba su serpenteante túnel. Al fin, cuando sus perseguidores casi los habían alcanzado, Drizzt detuvo al asesino.
—Son pocos —dijo, tras contar el número de pisadas.
—Debe de ser el grupo que estaba junto al precipicio —conjeturó Entreri—. Nos desharemos de ellos, pero hay que actuar deprisa. Vendrán más tras ellos. —El brillo de excitación que cruzó por la mirada del asesino le pareció terriblemente familiar a Drizzt.
Sin embargo, no tenía tiempo para pensar en las implicaciones desagradables. Sacudió la cabeza para alejarlas de su mente y, tras concentrarse de nuevo en el asunto que tenía entre manos, extrajo la daga que llevaba oculta en la bota —no era el momento de tener secretos para Entreri—, y se situó en un rincón oscuro de la pared del muro.
Entreri hizo lo mismo, colocándose a varios metros de distancia del drow, al otro lado del corredor.
Los segundos pasaban muy despacio y hasta ellos llegaba sólo el débil crujido de las botas. Ambos compañeros contuvieron la respiración y esperaron pacientemente, conscientes de que tarde o temprano el grupo tenía que pasar por allí.
—¡No pueden andar lejos! —oyeron decir a uno de los enanos.
—¡El dragón nos recompensará por esta captura! —afirmó otra voz.
Todos iban cubiertos con resplandecientes mallas y llevaban armas forjadas con mithril. De pronto, rodearon una última esquina y aparecieron ante la vista de los compañeros escondidos.
Drizzt observó el deslustrado acero de su cimitarra y se preguntó lo precisos que podían llegar a ser sus golpes contra las armaduras de mithril. Un suspiro de resignación se le escapó de los labios, mientras lamentaba no tener ahora su arma mágica.
Entreri también percibió el problema y comprendió que de algún modo tenían que compensar la ventaja que tenían los enanos sobre ellos. A toda prisa, extrajo una bolsa de monedas de su cinturón y la lanzó pendiente abajo por el corredor. Las monedas volaron por el aire y fueron a chocar contra la pared en el punto en que el túnel trazaba una nueva curva.
La banda de duergars se detuvo al instante.
—¡Allí delante! —gritó uno de ellos y todos inclinaron el cuerpo y echaron a correr en dirección a la curva siguiente, entre el drow y el asesino, que los estaban esperando.
Las sombras se pusieron de improviso en movimiento y cayeron sobre los atónitos enanos grises. Drizzt y Entreri atacaron en el mismo preciso instante, tras esperar el momento adecuado, cuando el primero de la banda había llegado a la altura del asesino y el último estaba pasando frente a Drizzt.
Los duergars empezaron a chillar, entre sorprendidos y horrorizados. El sable, la cimitarra y las dos dagas danzaban a su alrededor con mortífero frenesí, apuntando a las juntas de sus armaduras en espera de que un movimiento les proporcionara una apertura a través del metal. Cuando encontraban una, clavaban las cuchillas en su objetivo con una eficacia despiadada.
Cuando los duergars se recuperaron del impacto inicial del ataque, dos yacían muertos a los pies del drow, un tercero frente a Entreri y otro más acababa de tambalearse hacia atrás, sujetándose el vientre con una mano empapada de sangre.
—¡De espaldas! —gritó Entreri.
Drizzt, que había pensado en la misma estrategia, había empezado ya a abrirse camino entre los desorganizados enanos. Justo antes de encontrarse, Entreri derribó a otro, aprovechando que el desafortunado duergar estaba mirando por encima del hombro al drow que se le aproximaba y no vio cómo la daga de pedrería se introducía en el hueco que había en la base de su casco.
Ahora continuaban peleando juntos, uno de espaldas al otro, dando rápidas vueltas bajo la protección de la capa del otro y manejando sus armas con súbitos movimientos tan similares que los tres duergars que quedaban titubearon antes de atacar, puesto que era imposible discernir dónde acababa un enemigo y empezaba otro.
Lanzando aclamaciones a Tiniebla Brillante, su divino dirigente, se abalanzaron sobre sus oponentes.
Drizzt recibió a su adversario con una serie de golpes que deberían haberlo dejado tumbado en el suelo, pero la armadura era de un material más resistente que el acero de su cimitarra y el enano salió ileso. Entreri, por su parte, también tenía problemas para encontrar un hueco por el que colar su arma entre las mallas de mithril y los escudos.
Drizzt dio un cuarto de vuelta, de modo que uno de sus hombros se acercó a su compañero mientras el otro se alejaba. Entreri comprendió al instante sus intenciones e hizo exactamente lo mismo, siguiendo su movimiento en redondo.
El ataque circular iba ganando ímpetu poco a poco, como si se tratara de bailarines sincronizados y expertos, y los duergars no intentaron ni resistirse. Su oponente cambiaba constantemente y tanto el drow como Entreri iban dando vueltas y contrarrestando los golpes que su compañero había detenido en la vuelta anterior. Mantuvieron el mismo ritmo durante unos cuantos giros, permitiendo que los duergars se acostumbraran al baile, y luego Drizzt, que todavía llevaba la voz cantante, cambió el paso e invirtió el sentido de las vueltas.
Los tres duergars, distanciados alrededor de la pareja, no sabían siquiera desde qué dirección procedían los ataques.
Entreri, que parecía leer todos los pensamientos del drow, vio las posibilidades de la situación. Mientras se alejaba de un enano particularmente confundido, fingió un ataque del revés, que dejó al duergar inmóvil el tiempo suficiente para que Drizzt, que venía por el otro lado, encontrara una apertura en la malla.
—¡Cógelo! —gritó el asesino con voz triunfante.
La cimitarra hizo su trabajo.
Ahora eran dos contra dos. Detuvieron el baile y se enfrentaron cara a cara a los enanos.
Drizzt se dispuso a embestir a su enemigo de reducida estatura acercándose a él con un súbito salto. El duergar, que tenía la vista fija en las mortíferas cuchilladas del drow, no vio cómo una tercera arma del drow se unía a la contienda.
La sorpresa del enano gris no desapareció hasta que se dio cuenta de cómo se acercaba el golpe final, cuando la capa de Drizzt flotó por los aires y cayó sobre él envolviéndolo en una oscuridad que acabó sumergiéndolo en el vacío de la muerte.
Contrariamente a la elegancia técnica de Drizzt, Entreri combatía con súbita furia, embistiendo a su enemigo con cortes y contraataques rápidos como un relámpago, dirigidos siempre a la mano que sostenía el arma. El enano gris comprendió la táctica al notar que los dedos se le entumecían por causa de unos cortes de poca importancia.
El duergar no titubeó en mover el escudo para proteger la mano vulnerable.
Justo lo que Entreri esperaba. Hizo un movimiento opuesto al de su enemigo, en busca de una rendija que había en la armadura de mithril, por debajo del hombro. La daga del asesino se clavó en la carne con furia, alcanzó un pulmón y lanzó al duergar al suelo de piedra. El enano gris permaneció allí, recostado sobre un codo, mientras de sus labios escapaba su último aliento.
Drizzt se acercó al único enano que quedaba, el que había sido herido en el ataque inicial y que permanecía contra la pared a pocos metros de distancia, mientras la luz de las antorchas se reflejaba en un grotesco charco de sangre que había a sus pies. Pero el enano todavía tenía ánimos de lucha y alzó su sable para recibir al drow.
Drizzt vio que se trataba de Mucknuggle y una súbita clemencia se apoderó de él, mientras desaparecía el feroz brillo de sus ojos.
Un objeto brillante, reluciente de piedras preciosas, pasó junto a Drizzt y acabó con su debate interno.
La daga de Entreri se incrustó en el ojo de Mucknuggle. Fue tan certero el golpe, que el enano ni siquiera cayó al suelo. Se mantuvo en la misma posición, apoyado en la pared, sólo que ahora la sangre del suelo procedía de dos heridas.
Drizzt intentó apaciguar su rabia y ni siquiera parpadeó cuando el asesino se acercó a recuperar su arma.
Entreri extrajo la daga bruscamente y se volvió hacia Drizzt mientras Mucknuggle caía de bruces encima del charco de sangre.
—Cuatro a cuatro —gruñó el asesino—. ¿No creerás que iba a dejar que me superaras en el marcador?
Drizzt no respondió, ni parpadeó.
Mientras enfundaban sus armas, ambos sentían el sudor que se deslizaba por la palma de sus manos y los dos desearon poder completar la pelea que habían iniciado en la habitación oval.
Tan parecidos y, a la vez, tan terriblemente diferentes.
Drizzt no se dejó dominar por la rabia que le había causado la muerte de Mucknuggle, pero sirvió para confirmar sus sentimientos respecto a su malvado compañero. Su ansia por matar a Entreri era mucho más profunda que el enojo que podía causarle cualquiera de las maléficas hazañas del asesino. Drizzt creía que matar a Entreri significaría matar el lado perverso de sí mismo, ya que él podía haber sido como ese asesino. Aquélla era la prueba de su valía, el enfrentamiento con lo que podía haber sido. Si hubiera permanecido con su gente, y en multitud de ocasiones había creído que su decisión de abandonar a los suyos y a su ciudad oscura era un débil intento de cambiar el orden natural de las cosas, su propia daga se habría incrustado en el ojo de Mucknuggle.
Entreri observaba a Drizzt con el mismo desprecio. ¡Qué posibilidades veía en el drow! Pero éstas quedaban amortiguadas por una intolerable debilidad. Tal vez en su corazón el asesino sentía en realidad envidia por la capacidad de amar y de sentir compasión que reconocía en Drizzt. Al ser tan parecido a él, Drizzt no hacía más que acentuar la realidad de su propio vacío emocional.
Sin embargo, incluso en el caso de que en él existieran esos sentimientos, nunca serían lo bastante importantes como para influir en su conducta. Se había pasado la vida convirtiéndose en un instrumento para matar y ni un solo rayo de luz podría colarse a través de aquella cruel barrera de oscuridad. Deseaba probar ante sí mismo y ante el drow que un verdadero guerrero no podía permitirse debilidad ninguna.
Ahora permanecían el uno junto al otro, aunque ninguno de ellos tenía conciencia de haberse acercado, como si una fuerza invisible actuara sobre ellos. Las armas se agitaron, anticipándose a la situación, mientras cada uno de ellos esperaba que fuera el otro el primero en mostrar la mano.
Cada uno de ellos aguardaba que fuera el otro el primero en ceder a su deseo mutuo de someter los dogmas de su existencia a su postrer desafío.
El ruido de pasos rompió el hechizo.