La Ciudad de los Veleros
—Bueno, ahí está, muchacho, la Ciudad de los Veleros —dijo Bruenor a Wulfgar, mientras ambos contemplaban la ciudad de Luskan desde un pequeño montículo situado varios kilómetros al norte de la ciudad.
Wulfgar contemplaba el panorama con aspecto de profunda admiración. Luskan tenía más de quince mil habitantes… Era pequeña comparada con las grandes ciudades del sur y con la ciudad vecina más cercana, Aguas Profundas, situada a varios cientos de kilómetros hacia el sur, en la costa; pero para el joven bárbaro, que había pasado la totalidad de sus dieciocho años entre tribus nómadas y en las diminutas poblaciones de Diez Ciudades, el puerto de mar amurallado le parecía grandioso.
Una muralla rodeaba la ciudad de Luskan, con torres de vigilancia estratégicamente situadas a intervalos. Incluso desde aquella distancia, Wulfgar alcanzaba a distinguir las siluetas oscuras de numerosos soldados que caminaban por los parapetos, con los extremos de sus lanzas relucientes bajo la luz del nuevo día.
—No parece ser una invitación demasiado prometedora —comentó Wulfgar.
—Luskan no acoge de buen grado a los visitantes —intervino Drizzt, que se había unido a sus dos amigos—. Pueden abrir sus puertas a los mercaderes, pero a los viajeros comunes se les suele negar el paso.
—Nuestro primer contacto está ahí dentro —gruñó Bruenor—. ¡Y pienso entrar!
Drizzt asintió, sin querer entrar en discusiones. Él había evitado la entrada a la ciudad de Luskan durante su primer viaje a Diez Ciudades. Los habitantes de la ciudad, mayoritariamente humanos, miraban con desprecio a las demás razas e incluso a veces se negaba la entrada a los elfos de la superficie y a los enanos. Drizzt tenía la sospecha de que los guardias, al encontrarse con un elfo oscuro, harían algo más que limitarse a negarle la entrada.
—Vamos a encender el fuego para nuestro desayuno —continuó Bruenor, cuyo tono de voz malhumorado indicaba que estaba decidido a que nada lo apartara de su ruta—. Tendremos que levantar el campamento temprano, para llegar a la entrada antes de mediodía. ¿Dónde está ese condenado Panza Redonda?
Drizzt miró por encima del hombro en dirección al campamento.
—Durmiendo —respondió, a pesar de que la pregunta de Bruenor era un comentario que no esperaba respuesta. Regis había sido el primero en irse a la cama y el último en levantarse cada día, y nunca sin ayuda, desde que los cuatro habían salido de Diez Ciudades.
—¡Bueno, dale un puntapié! —ordenó Bruenor. Se volvió en dirección al campamento, pero Drizzt le puso una mano en el hombro para detenerlo.
—Deja que duerma —sugirió—. Tal vez sería más conveniente que llegásemos a las puertas de Luskan bajo la mortecina luz del crepúsculo.
La propuesta de Drizzt confundió a Bruenor durante un breve instante… hasta que observó más de cerca el rostro taciturno del drow y reconoció el brillo de sus ojos. Durante sus años de amistad, ambos habían llegado a conocerse tanto que Bruenor a menudo olvidaba que Drizzt era un proscrito. Cuanto más se alejaran de Diez Ciudades, lugar donde Drizzt era conocido, más se vería juzgado por el color de su piel y la reputación de su gente.
—De acuerdo, dejémoslo dormir —concedió Bruenor—. También yo podría dormir un poco.
Levantaron el campamento aquella misma mañana, a última hora, y siguieron su rumbo, con paso tranquilo, pero pronto descubrieron que habían calculado mal la distancia que los separaba de la ciudad. Cuando finalmente llegaron a la puerta norte de la muralla, era ya pasado el crepúsculo y bien entrada la noche.
La estructura era tan poco hospitalaria como la reputación de la ciudad: una única puerta de hierro incrustada en la piedra entre dos torres, bajas y cuadradas, se alzaba cerrada ante ellos. Una docena de cabezas con gorros de piel estaban asomadas al parapeto de encima de la entrada, pero los viajeros presintieron que había muchos más ojos observándolos desde la oscuridad de las torres, y probablemente alguna ballesta apuntándolos.
—¿Quiénes sois, viajeros que llegáis a las puertas de Luskan? —preguntó una voz desde la muralla.
—Venimos del norte —respondió Bruenor—. Somos un grupo de hombres cansados, que viajamos desde Diez Ciudades, en el valle del Viento Helado.
—La puerta se cierra al crepúsculo —replicó la voz—. ¡Marchaos!
—Hijo de perra —gruñó Bruenor por lo bajo, al tiempo que sujetaba el hacha con las dos manos, como si se dispusiera a echar la puerta abajo.
Drizzt colocó una mano apaciguadora sobre el hombro del enano, al reconocer, con su aguzado oído, el clic claro e inconfundible de una ballesta.
Luego, de pronto, Regis tomó inesperadamente el control de la situación. Se alzó el pantalón, que se le había caído por debajo de la enorme panza, e introdujo los pulgares por detrás del cinturón, intentando parecer alguien importante. Tras erguir el cuerpo y echar hacia atrás los hombros, caminó unos pasos hasta situarse frente a sus compañeros.
—¿Su nombre, caballero? —preguntó al soldado del muro.
—Soy el guardián nocturno de la puerta norte. ¡Es todo lo que necesitas saber! —fue la brusca respuesta—. ¿Y quién…?
—Regis, Primer Ciudadano de Bryn Shander. No dudo que habréis oído hablar de mí o habréis visto mis esculturas.
Los viajeros escucharon murmullos por encima de sus cabezas y, después, se sucedió una pausa.
—Hemos visto figuras talladas por un halfling de Diez Ciudades. ¿Eres tú?
—Héroe de la guerra con los goblins y maestro escultor de marfil —declaró Regis, con una profunda reverencia—. Al portavoz de Diez Ciudades no le agradará saber que fui expulsado a las puertas de una ciudad hermanada comercialmente con ellas.
Volvieron a sucederse los murmullos y, a continuación, una prolongada pausa. De improviso, los cuatro compañeros oyeron un áspero ruido al otro lado de la puerta, que Regis identificó como el de un rastrillo al ser alzado, y luego el golpe de los cerrojos de la puerta al ser corridos. El halfling observó por encima del hombro a sus sorprendidos amigos y sonrió con picardía.
—Diplomacia, mi querido y tosco enano —bromeó.
La puerta se abrió tan sólo una rendija y dos hombres salieron al exterior, desarmados, pero con aspecto cauteloso. Era obvio que podían contar con una eficaz protección desde las murallas. Soldados de rostro serio estaban apostados en el parapeto, observando todos y cada uno de los movimientos de los forasteros a través de las mirillas de sus ballestas.
—Soy Jierdan —dijo el hombre más grueso, aunque era difícil saber en realidad su talla por la enorme cantidad de pieles que llevaba.
—Y yo soy el guardián nocturno —se presentó el otro—. Enseñadme lo que habéis venido a vender.
—¿Vender? —repitió Bruenor de mal humor—. ¿Quién ha hablado de vender algo? —Volvió a coger el hacha con las dos manos, lo cual provocó una serie de murmullos nerviosos en la muralla—. ¿Parece esto el cuchillo de un asqueroso mercader?
Regis y Drizzt se movieron al unísono para apaciguar al enano, pero Wulfgar, tan tenso como Bruenor, permaneció a un lado, con los brazos cruzados en el pecho y la mirada fija en el descarado guardián.
Los dos soldados dieron un paso atrás a la defensiva y el guardián nocturno volvió a hablar, esta vez en tono de furia.
—Primer Ciudadano —preguntó a Regis—, ¿por qué llamáis a nuestra puerta?
Regis se colocó delante de Bruenor y se irguió ante el soldado.
—Emm…, venimos a hacer un estudio preliminar del mercado —empezó, tratando de inventar una historia a medida que hablaba—. He realizado una serie de tallas de gran calidad para vender en el mercado esta temporada y quería asegurarme que todo lo que tiene relación con ese objetivo, incluso el precio de las esculturas, estaría en su lugar para llevar a cabo la venta.
Los soldados intercambiaron una sonrisa de complicidad.
—Has realizado un largo viaje para eso —murmuró el guardián nocturno en tono frío—. ¿No habría sido más cómodo bajar con la caravana que transportase la mercancía?
Regis se agitó inquieto, consciente de que aquellos soldados tenían demasiada experiencia como para caer en su treta. En contra de su sentido común, rebuscó por dentro de la camisa para extraer el medallón de rubíes, sabiendo que sus hipnóticos poderes convencerían al guardián de dejarlos entrar, aunque temiendo que, al enseñar la gema a todo el mundo, dejara una pista demasiado clara para el asesino que venía siguiéndole los pasos.
Pero en ese momento Jierdan dio un brinco, sobresaltado, al observar al hombre que permanecía junto a Bruenor. La capucha de Drizzt Do’Urden se había deslizado un poco, dejando al descubierto el color oscuro de su piel.
Como un resorte, el guardián nocturno se puso también en tensión y, al seguir la vista de su compañero, comprendió enseguida lo que había provocado aquella reacción súbita de Jierdan. Con reticencia, los cuatro aventureros se dispusieron a coger sus armas, listos para entablar una pelea que hubieran deseado evitar.
Pero Jierdan disipó la tensión con tanta rapidez como había empezado, al apoyar la mano en el pecho del guardián y dirigirse al drow con afabilidad.
—¿Drizzt Do’Urden? —inquirió con calma, esperando que le confirmaran la identidad de quien suponía haber reconocido.
El drow asintió, sorprendido de que conociesen su nombre.
—Tu fama también ha llegado a las puertas de Luskan con las historias del valle del Viento Helado —le explicó Jierdan—. Perdona nuestra sorpresa. —Hizo una profunda reverencia—. No solemos ver a miembros de tu raza por esta zona.
Drizzt volvió a asentir, pero no respondió, incómodo ante aquellas atenciones tan poco habituales. Nunca con anterioridad se había molestado un guardián de una muralla en preguntarle su nombre o su ocupación, y el drow había comprendido enseguida la ventaja que suponía evitar en todo momento las puertas de cualquier muralla, deslizándose en silencio por el muro, protegido por la oscuridad, y eligiendo siempre la zona más sórdida, con la esperanza de tener al menos la oportunidad de pasar inadvertido por los rincones oscuros con los demás delincuentes. ¿Era posible que su nombre y sus hazañas le otorgaran una dosis de respeto aun en un lugar tan alejado de Diez Ciudades?
Bruenor se volvió hacia Drizzt y le guiñó un ojo, esfumada por completo su ira al ver que su amigo recibía por fin el trato que se merecía ante un extraño.
Pero Drizzt no parecía demasiado convencido. No se atrevía a poner sus esperanzas en una cosa así…, ya que lo dejaba demasiado vulnerable a un tipo de sentimientos que había luchado por ocultar. Prefería mantener su recelo y su precaución tan cerca de él como la capucha oscura de su manto. Aguzó el oído al ver que los dos soldados se alejaban unos pasos para sostener una conversación en privado.
—No me importa la fama que tenga —decía el guardián nocturno a Jierdan—. ¡Un elfo oscuro no pasará por mi puerta!
—Cometes un grave error —replicó Jierdan—. Éstos son en verdad los héroes de Diez Ciudades. El halfling es Primer Ciudadano de Bryn Shander; el drow es un guardabosque indudablemente honorable, aunque los suyos gozan de mala reputación; y el enano es Bruenor Battlehammer, jefe de su clan en el valle. Fíjate en el estandarte de la jarra repleta de espuma de su escudo.
—Y, ¿qué me dices del gigante bárbaro? —inquirió el guardián, utilizando un tono de voz sarcástico en un intento de parecer impasible, aunque sin duda estaba un poco nervioso—. ¿Quién puede ser ese tipejo?
Jierdan se encogió de hombros.
—Es joven y muy corpulento, y parece poseer un control sobre sí mismo no muy acorde con su corta edad. Me parece extraño que esté aquí, pero tal vez pudiera ser el rey de las tribus del que tanto hemos oído hablar a los narradores de historias. No podemos expulsar a estos viajeros; las consecuencias podrían ser muy graves.
—¿Qué puede temer Luskan de las insignificantes ciudades del valle del Viento Helado? —se burló el guardián.
—Existen otros puertos comerciales —arguyó Jierdan—. No se ganan todas las batallas con una espada. La pérdida de las esculturas de marfil de Diez Ciudades no sería observada con buenos ojos por los mercaderes, ni por los barcos de comercio que atracan en la ciudad cada temporada.
El guardián nocturno volvió a observar minuciosamente a los cuatro extranjeros. No confiaba en absoluto en ellos, a pesar de las palabras de su compañero, y no los quería en la ciudad. Pero también era consciente de que, si sus sospechas eran erróneas y hacía algo que pudiese afectar al comercio de tallas de marfil, su propio futuro se vería ensombrecido. Los soldados de Luskan dependían de los mercaderes, a quienes les costaba olvidar errores que hubieran mermado sus ganancias.
El guardián alzó la mano en señal de derrota.
—Entrad —dijo a los viajeros—. Caminad junto al muro hasta llegar al muelle. El último callejón conduce al Cutlass. Estaréis suficientemente bien allí.
Drizzt observó las orgullosas zancadas de sus amigos mientras atravesaban la puerta y supo que también habrían escuchado parte de la conversación. Bruenor confirmó sus sospechas cuando se hubieron alejado de las torres de vigilancia, siguiendo la ruta que bordeaba la muralla.
—¡Eh, elfo! —bufó el enano, dándole un codazo a Drizzt con evidente satisfacción—. Así que nuestra fama ha sobrepasado la frontera del valle hasta llegar a un lugar tan meridional como éste. ¿Qué tienes que decir a eso?
Drizzt se encogió de hombros y Bruenor rio entre dientes, suponiendo que su amigo se sentía incómodo por la fama. Regis y Wulfgar compartían también la alegría de Bruenor, y el bárbaro dio al drow una palmada en la espalda mientras se ponía en cabeza de la comitiva.
Pero la inquietud de Drizzt iba más allá que la simple incomodidad. Había percibido la mueca del rostro de Jierdan cuando pasaban por la puerta, una sonrisa que indicaba algo más que admiración. Y, a pesar de que no dudaba que las historias sobre la batalla con el ejército de goblins de Akar Kessell hubiesen llegado a la Ciudad de los Veleros, no dejaba de sorprenderle que un simple soldado supiera tantas cosas sobre él y sus amigos mientras que el guardián de la muralla, único responsable de quién entraba y quién no en la ciudad, no supiese nada.
Las calles de Luskan estaban flanqueadas por apiñados edificios de dos y tres plantas, reflejo de la desesperación de la gente por ampararse en la seguridad que proporcionaban los altos muros de la ciudad, lejos de los peligros siempre presentes de la salvaje tierra del norte. De vez en cuando alguna torre o poste de vigilancia o el ostentoso edificio de algún ciudadano prominente o de un gremio sobresalía por encima de la fila de techos. Ciudad cautelosa, Luskan sobrevivía e incluso prosperaba en aquella peligrosa frontera, manteniendo una postura de alerta que a menudo traspasaba el límite de la paranoia. Era una ciudad de sombras, y los cuatro visitantes de aquella noche percibían con toda claridad las miradas curiosas y peligrosas que les dirigían desde todos los rincones oscuros por los que pasaban.
Los muelles albergaban el sector más escabroso de la ciudad, en cuyas estrechas callejuelas y sombreados rincones abundaban ladrones, proscritos y mendigos. Un perpetuo manto de niebla se alzaba desde el mar, convirtiendo las ya de por sí sombrías avenidas en calles todavía más misteriosas.
Así era la callejuela en la que desembocaron los cuatro amigos, el último callejón antes de los embarcaderos, un camino particularmente decrépito llamado la Media Luna. Regis, Drizzt y Bruenor supieron al instante que habían entrado en una zona dominada por vagabundos y matones, y pusieron una mano cautelosa sobre sus armas. Wulfgar caminaba tranquilo y sin miedo aunque él también percibía la atmósfera amenazadora. Sin comprender que aquella área era anormalmente vil, estaba decidido a aproximarse a su primera experiencia con la civilización con una mente abierta.
—Éste es el lugar —dijo Bruenor, señalando un pequeño grupo, probablemente de ladrones, congregado ante la puerta de una taberna. El cartel ajado por las inclemencias del tiempo que colgaba encima de la puerta indicaba que el local se llamaba Cutlass.
Regis tragó saliva, con una aterradora mezcla de emociones en su interior. En sus primeros años de ladrón en Calimport había frecuentado lugares como éste, pero su familiaridad con el entorno no hacía más que aumentar su recelo. Sabía que el placer prohibido de hacer negocios en las sombras de una taberna peligrosa podía ser tan mortífero como los cuchillos ocultos que todos aquellos delincuentes debían de guardar bajo la mesa.
—¿De verdad queréis entrar ahí? —preguntó a sus amigos con aprensión.
—No seas remilgado —le espetó Bruenor—. Sabías lo que nos deparaba la ruta cuando te uniste a nosotros en el valle. No te pongas a gimotear ahora.
—Estás bien protegido —intervino Drizzt para dar confianza a Regis.
Orgulloso en exceso por su inexperiencia, Wulfgar fue todavía más lejos.
—¿Por qué motivo iban a hacernos daño? No hemos hecho nada equivocado —declaró. Luego, dirigiéndose con voz desafiante a las sombras, añadió—: No tengas miedo, amigo. Tumbaré con mi martillo a todo aquel que nos ataque.
—El orgullo de la juventud —gruñó Bruenor, al tiempo que intercambiaba con Regis y Drizzt una mirada de incredulidad.
La atmósfera que reinaba en el interior de la taberna de Cutlass concordaba con el aspecto decadente y sucio que tenía el local desde el exterior. La parte del edificio dedicada a la taberna era una única estancia, con una larga barra colocada a la defensiva en la esquina de la pared posterior, directamente enfrente de la puerta. Una escalera se alzaba a un lado del bar para comunicarse con el segundo piso del edificio, una escalera más utilizada por mujeres pintadas y perfumadas en exceso con sus últimos acompañantes que por clientes de la posada. Además, los marineros mercantes que llegaban a Luskan permanecían en tierra sólo por breves períodos de entusiasmo y diversión, pero volvían si podían a la seguridad de sus embarcaciones antes de que la borrachera los hiciera vulnerables.
Pero, por encima de cualquier cosa, la taberna de Cutlass era un lugar para los sentidos, con una miríada de sonidos, visiones y olores. El aroma del alcohol, desde la cerveza fuerte y el vino barato a bebidas raras y más poderosas, impregnaba todos los rincones. Una neblina de humo procedente de pipas de tabaco empañaba, como la niebla en el exterior, la cruda realidad de las imágenes hasta convertirlas en sensaciones más suaves, como de ensueño.
Drizzt los condujo a una mesa vacía situada junto a la puerta, mientras Bruenor se acercaba a la barra para arreglar su estancia. Wulfgar se dispuso a seguir al enano, pero Drizzt lo detuvo.
—Ven a la mesa —le indicó—. Estás demasiado excitado para este tipo de asuntos. Bruenor puede arreglárselas solo.
Wulfgar intentó protestar, pero fue interrumpido de inmediato.
—Vamos —intervino Regis—. Siéntate con Drizzt y conmigo. Nadie molestará a un rudo enano, pero un halfling diminuto y un escuálido elfo pueden ser un cebo para los brutos que hay aquí. Necesitamos tu presencia y tu fuerza para disuadirlos.
Wulfgar apretó la mandíbula con firmeza ante el cumplido y se encaminó enérgicamente hacia la mesa. Regis guiñó un ojo de complicidad a Drizzt y se dispuso a seguirlo.
—Aprenderás muchas lecciones en este viaje, querido amigo —murmuró Drizzt en tono bajo para que el bárbaro no lo oyera—. Tan lejos de tu hogar…
Bruenor regresó con cuatro jarras de cerveza y gruñendo por lo bajo.
—Debemos acabar pronto con nuestros asuntos —dijo a Drizzt—, y seguir nuestra ruta. ¡El precio de una habitación en este nido de orcos es un robo descarado!
—Aquí nadie suele ocupar una habitación durante toda la noche —bromeó Regis.
Pero el entrecejo de Bruenor seguía fruncido.
—Acabaos la bebida —le indicó al drow—. La calle de la Rata se encuentra cerca de aquí, según me ha contado el camarero, y tal vez podamos establecer contacto esta misma noche.
Drizzt asintió y dio un sorbo a la cerveza. En realidad, no tenía sed, pero confiaba en que una bebida en compañía podría tranquilizar al enano. El drow también estaba ansioso por salir de Luskan, ya que temía que su identidad, a pesar de que mantenía la capucha firmemente sujeta sobre su cabeza a la vacilante luz de las antorchas, pudiera acarrearles mayores problemas. Aun así, estaba todavía más preocupado por Wulfgar, joven, orgulloso y fuera de su elemento. Los bárbaros del valle del Viento Helado, aunque despiadados en la batalla, eran sin lugar a dudas un ejemplo de honradez y basaban por completo la estructura de su sociedad en códigos estrictos e inflexibles. Drizzt temía que Wulfgar constituyera presa fácil para las trampas y traiciones de la ciudad. En las salvajes tierras del camino, el martillo de Wulfgar podía mantenerlo bien a salvo, pero aquí podía llegar a encontrarse en situaciones engañosas que incluyeran armas ocultas, en las cuales su poderoso martillo y su habilidad para la batalla le serían de poca ayuda.
Wulfgar vació la jarra de cerveza de un solo trago, se lamió los labios con entusiasmo y se puso de pie.
—Vamos —dijo a Bruenor—. ¿A quién buscamos, exactamente?
—Vuelve a sentarte y cierra la boca, muchacho —lo regañó Bruenor, mientras echaba una ojeada a su alrededor para ver si habían llamado demasiado la atención—. El trabajo de esta noche es para mí y para el drow. ¡No nos hace falta un luchador enorme como tú! Permanecerás aquí con Panza Redonda, mantendrás la boca cerrada y la espalda pegada a la pared.
Wulfgar se dejó caer, humillado, pero Drizzt se alegró de ver que Bruenor parecía haber llegado a las mismas conclusiones que él respecto al joven guerrero. Un vez más, Regis intentó salvar una dosis de orgullo en Wulfgar.
—¡No te irás con ellos! —le espetó al bárbaro—. Yo no deseo ir, pero no me atrevería a quedarme aquí solo. Dejemos que Drizzt y Bruenor se diviertan en algún callejón frío y maloliente. ¡Nos quedaremos aquí a disfrutar de una agradable velada, tal como nos merecemos!
Drizzt dio unas palmadas a Regis en la rodilla, por debajo de la mesa, en señal de agradecimiento, y se puso de pie para partir. Bruenor apuró la cerveza y se levantó también.
—Vámonos —dijo al drow, y, luego, dirigiéndose a Wulfgar, añadió—: ¡Cuida al halfling y desconfía de las mujeres! ¡Son mezquinas como ratas hambrientas y lo único que desean morder es tu dinero!
Bruenor y Drizzt se detuvieron en el primer callejón vacío que encontraron más allá de la taberna de Cutlass y, mientras el enano montaba guardia a la entrada con cierto nerviosismo, Drizzt se adentró unos pasos en la oscuridad. Una vez que se hubo convencido de que estaba a solas, Drizzt extrajo de su bolsa una pequeña estatuilla de ónice, esculpida con toda meticulosidad en forma de pantera, y la colocó en el suelo, frente a él.
—Guenhwyvar —susurró suavemente—. Ven, mi sombra.
Su llamada atravesó las esferas en dirección al hogar astral de la entidad de la pantera. El gran felino se agitó en su sueño. Habían pasado muchos meses desde la última vez que lo había llamado su dueño y estaba ansioso por servirlo.
Guenhwyvar se deslizó a través del entretejido de las esferas, siguiendo una luz vacilante que sólo podía ser la llamada del drow y, al instante, estaba en el callejón, junto a Drizzt, alerta de inmediato al percibir el entorno desconocido.
—Me temo que nos encaminamos a una telaraña peligrosa —le explicó Drizzt—. Necesito unos ojos que vean más allá de donde llegan los míos.
Sin dilación y sin hacer el menor ruido, Guenhwyvar dio un salto y, tras apoyarse en un montón de escombros, alcanzó un pórtico roto y ligeramente desprendido y llegó hasta el tejado. Satisfecho y sintiéndose mucho más seguro ahora, Drizzt salió a la calle, donde lo estaba esperando Bruenor.
—Bueno, ¿dónde está ahora ese condenado felino? —preguntó Bruenor, con un matiz de alivio en la voz, al ver que la pantera no estaba junto al drow. La mayoría de enanos observa con recelo la magia, excepto los hechizos mágicos realizados sobre las armas, y Bruenor no apreciaba demasiado a la pantera.
—Allí donde lo necesitamos —fue la respuesta del drow. Echó a andar por la calle de la Media Luna—. No temas, Bruenor: los ojos de Guenhwyvar están sobre nosotros, aun cuando los nuestros no pueden devolverle su mirada protectora.
El enano miró inquieto a su alrededor, mientras gotas de sudor resbalaban por el borde de su casco astado. Hacía ya muchos años que conocía a Drizzt, pero nunca había conseguido sentirse a gusto con el felino mágico.
Drizzt ocultó una sonrisa por debajo de la capucha.
Mientras seguían su ruta a lo largo de los muelles, atravesaron multitud de callejuelas que parecían la misma, repletas de escombros y desperdicios. Bruenor observaba los rincones oscuros con recelo y suspicacia. Sus ojos no estaban tan acostumbrados a la noche como los del drow, ya que, de haber podido ver en la oscuridad con tanta facilidad como Drizzt, seguro que habría agarrado con más fuerza el mango de su hacha.
Sin embargo, ni el enano ni el drow se preocupaban demasiado. No temían a los borrachos típicos que a estas horas de la noche se reunían en esa zona ni constituían presa fácil para los ladrones. Las numerosas muescas del hacha de Bruenor y el balanceo de las dos cimitarras que llevaba sujetas al cinturón el drow eran suficientes para disuadir a la mayoría de los delincuentes.
Les costó mucho rato encontrar la calle de la Rata en aquel laberinto de calles y callejuelas. Situada justo al lado de los embarcaderos, transcurría paralela al mar y tenía un aspecto impenetrable por causa de la espesa niebla. Almacenes amplios y de poca altura se alineaban a ambos lados de la calle, y multitud de cajones de embalaje y cajas esparcidas por el suelo reducían en varios tramos el ya de por sí estrecho pasaje en un sendero por el que se podía pasar sólo en fila india.
—Bonito lugar para pasear durante una noche oscura —comentó Bruenor, sin inmutarse.
—¿Estás seguro de que éste es el callejón? —preguntó Drizzt, con igual indiferencia ante el entorno que los rodeaba.
—Según las palabras del mercader de Diez Ciudades, si hay algún ser viviente que pueda proporcionarme el mapa, es Susurro, y el lugar donde encontrar a Susurro es la calle de la Rata…, siempre la calle de la Rata.
—Entonces, vamos —concluyó Drizzt—. Los negocios sucios es mejor finalizarlos deprisa.
Bruenor se abrió paso con lentitud a través del callejón, seguido de Drizzt, pero, apenas habían caminado diez pasos cuando el enano creyó oír el sonido de una ballesta. Se detuvo al instante y se volvió hacia Drizzt.
—Nos han visto —murmuró.
—Sí, están en la ventana de madera que hay allí arriba, a la derecha —respondió Drizzt, cuya visión nocturna excepcional y su aguzado oído le habían permitido identificar de inmediato el origen del sonido—. Espero que sea sólo como medida de precaución. Tal vez sea una buena señal que indique que el contacto está cerca.
—¡Nunca me atrevería a considerar como buena señal el que me apunten con una ballesta! —protestó el enano—. Pero, bueno, prosigamos, y mantente alerta. ¡Este lugar huele a peligro! —Echó a andar de nuevo a través de los escombros.
Un crujido a su izquierda les indicó que también los estaban vigilando desde ese lado. Sin embargo, continuaron avanzando, conscientes de que no podían haber esperado una escena diferente cuando salieron de la taberna de Cutlass. Al rodear un montón de tablones rotos, divisaron una figura delgada apoyada contra uno de los muros del callejón, con el manto ceñido para protegerse del frío de la niebla nocturna.
Drizzt se inclinó sobre el hombro de Bruenor.
—¿Podría ser ése? —susurró.
El enano se encogió de hombros.
—¿Quién si no? —contestó.
Dio un paso más al frente y, tras apostarse con firmeza y los pies separados, se dirigió a la figura.
—Estoy buscando a un hombre llamado Susurro —anunció—. ¿Es usted?
—Sí y no —fue la respuesta. La figura se volvió hacia ellos, pero el manto ceñido les impedía verle el rostro.
—¿A qué juega? —le replicó Bruenor.
—Soy Susurro —respondió la figura, apartando ligeramente la capa—. ¡Pero no soy un hombre!
Ahora podían ver con toda claridad que la figura pertenecía sin lugar a dudas a una mujer. Era una figura oscura y misteriosa con largos cabellos negros y ojos profundos y vivos que reflejaban una gran experiencia y un profundo conocimiento de cómo sobrevivir en las calles.