Sombras
—El barranco de Garumn —dijo Bruenor, trazando una línea en el tosco mapa que había dibujado en el suelo. A pesar de que los efectos de la poción de Alustriel habían desaparecido, el simple hecho de entrar en el hogar de su niñez había despertado una cadena de recuerdos en el enano. La localización exacta de todas las salas no la tenía del todo clara, pero poseía una idea general del diseño del lugar. Los demás se apiñaban a su alrededor, inclinándose para ver los dibujos bajo el resplandor de una antorcha que Wulfgar había cogido del corredor.
—Podemos salir por el extremo más lejano —continuó Bruenor—. Hay una puerta, que se abre sólo desde dentro y que sirve únicamente como salida, más allá del puente.
—¿Salida? —preguntó Wulfgar.
—El objetivo que teníamos era encontrar Mithril Hall —respondió Drizzt, arguyendo las mismas razones que había utilizado con Bruenor en una conversación anterior—. Si las fuerzas que derrotaron al clan Battlehammer residen aún aquí, tal vez sea una tarea imposible reclamar el lugar. Ahora que somos los únicos que sabemos dónde está Mithril Hall, debemos asegurarnos de que ese conocimiento no muera con nosotros aquí dentro.
—Estoy dispuesto a averiguar con qué tenemos que enfrentarnos —añadió Bruenor—. Siempre podemos salir por el mismo sitio por donde entramos; la puerta es fácil de abrir desde dentro. Mi objetivo es cruzar el nivel superior e investigar el lugar. Necesito saber qué queda antes de que pueda llamar a mis hermanos del valle y, si es necesario, a más enanos. —Lanzó a Drizzt una mirada sarcástica.
El drow sospechaba que Bruenor tenía algo más en mente que «investigar el lugar», pero permaneció en silencio, satisfecho de haber traspasado sus inquietudes al enano y de que la inesperada presencia de Catti-brie pudiese aumentar la cautela de Bruenor a la hora de tomar decisiones.
—Así que piensas volver —conjeturó Wulfgar.
—¡Con un ejército a mis espaldas! —contestó Bruenor. Observó a Catti-brie y la impaciencia desapareció en parte de sus ojos oscuros.
La muchacha lo comprendió al instante.
—¡No pensarás echarte atrás por mí! —protestó—. He luchado junto a ti antes y he librado mis propias batallas. No quería emprender este viaje, pero me he visto obligada y ahora permaneceré junto a ti hasta el final.
Después de todos los años que había estado educándola, Bruenor no podía desaprobar la decisión de la muchacha de continuar el camino que había elegido. Observó los esqueletos que había a su alrededor.
—Entonces, coge un arma, ponte una armadura y vámonos…, si estáis de acuerdo.
—Eres tú quien debe elegir el camino —contestó Drizzt—, ya que ésta es tu búsqueda. Caminamos junto a ti, pero no te diremos qué ruta debes elegir.
Bruenor sonrió ante la ironía de aquellas palabras. Percibió un ligero brillo en los ojos del drow, un indicio del resplandor que producía en ellos el entusiasmo. Tal vez el ansia de aventuras de Drizzt no había desaparecido por completo.
—¡Iré con vosotros! —intervino Wulfgar—. ¡No he caminado todos estos kilómetros para echarme atrás ahora que hemos encontrado la entrada!
Regis no pronunció palabra. Sabía que estaba atrapado por el remolino del entusiasmo de los demás, fueran cuales fuesen sus sentimientos. Dio unos golpecitos en la diminuta bolsa que llevaba colgada del cinturón y en la que había colocado las chucherías de reciente adquisición, y pensó en las riquezas que podría encontrar más adelante si aquellas salas eran en verdad tan maravillosas como Bruenor había dicho siempre. En realidad, pensaba que valía mucho más la pena caminar junto a sus formidables amigos por los nueve infiernos que regresar y tener que enfrentarse a solas con Artemis Entreri.
En cuanto Catti-brie se hubo armado, Bruenor encabezó la marcha. Avanzaba con aire orgulloso, cubierto con la reluciente armadura de su abuelo, con el hacha de mithril en la mano y la corona de rey colocada firmemente sobre su cabeza.
—¡Al barranco de Garumn! —gritó mientras salían del vestíbulo—. Una vez allí, decidiremos si nos conviene subir o bajar. ¡Oh, las glorias que yacen ante nosotros, amigos míos! Rezad para que esta vez pueda conduciros hasta ellas.
Wulfgar caminaba junto a él, con Aegis-fang en una mano y una antorcha en la otra. Su rostro lucía la misma expresión ceñuda pero impaciente. Detrás de ellos iban Catti-brie y Regis, menos entusiasmados y más inseguros, pero aceptando la ruta como inevitable y resueltos a sacar el mayor provecho de ella.
Drizzt avanzaba a solas por un costado, a veces por delante de ellos, a veces por detrás, sin que apenas lo vieran ni escucharan sus movimientos, a pesar de que su presencia los hacía caminar mucho más tranquilos por el corredor.
Los pasillos no eran lisos y llanos, como solían ser las construcciones de los enanos. Los huecos en las paredes se sucedían cada pocos metros; unos quedaban cerrados a pocos centímetros de profundidad, pero otros se perdían en la oscuridad hasta desembocar en otro entretejido de corredores. Las paredes estaban salpicadas de hendiduras y afilados picos diseñados de ese modo para potenciar el juego de luces y sombras que proyectaban las antorchas siempre encendidas. Aquél era un lugar de misterios y secretos en el que los enanos podían forjar sus trabajos de más calidad en una atmósfera de protectora reclusión.
Además, el nivel por el que paseaban era un auténtico laberinto. Ningún forastero podría haberse abierto camino a través de aquella red de bifurcaciones, intersecciones y multitud de galerías. El mismo Bruenor, con la ayuda de las inconexas imágenes de su niñez y de la comprensión de la lógica que había guiado a los enanos que construyeron aquel lugar, se equivocaba mucho más a menudo de lo que acertaba y se pasaba más tiempo desandando el camino que avanzando.
Pero había algo que Bruenor recordaba bien.
—Mirad dónde ponéis los pies —advirtió a sus amigos—. El nivel por el que caminamos fue diseñado con fines defensivos y una trampa excavada en la misma piedra podría enviaros rápidamente al piso inferior.
Por primera vez en aquel día de marcha, llegaron a estancias más amplias, la mayoría sin adornos y toscamente excavadas, que no mostraban signos de haber sido habitadas nunca.
—Las habitaciones de los guardias y los huéspedes —les explicó Bruenor—. La mayoría eran para Elmor y su familia de Piedra Alzada cuando venían a recoger los trabajos para enviarlos al mercado.
Continuaron adentrándose en las profundidades. Una imponente quietud los envolvía e incluso los pocos sonidos que rompían el silencio, el ruido de sus pisadas y el chisporroteo accidental de alguna antorcha, parecían quedar suspendidos en el aire paralizado. Para Drizzt y Bruenor, el entorno tan sólo despertaba sus recuerdos de los días pasados bajo la superficie terrestre, pero, para los otros tres, la sensación de cerrado y el darse cuenta de las toneladas de piedra que había sobre sus cabezas era una experiencia totalmente nueva y, en realidad, muy incómoda.
Drizzt se deslizaba de hueco en hueco, teniendo especial cuidado en probar el suelo antes de dar un paso. En un momento dado, percibió algo en la pierna y, al inclinarse para investigar, descubrió que una ligera brisa se colaba por una hendidura que había en el suelo. Llamó a sus amigos.
Bruenor se agachó y se rascó la barba, comprendiendo al instante lo que aquella brisa significaba, ya que el aire era cálido, como solía suceder en el exterior de una forja. Se quitó un guante y palpó la roca.
—Los hornos —murmuró, más para sus adentros que para sus amigos.
—Eso significa que hay alguien ahí abajo —razonó Drizzt.
Bruenor no respondió. Percibía una sutil vibración en el suelo, pero para un enano, tan familiarizado con la roca, el mensaje le llegaba con tanta claridad como si la propia piedra del suelo hubiera hablado: el roce de los bloques de piedra deslizándose en las profundidades, la maquinaria de las minas.
Bruenor desvió la vista e intentó ordenar sus pensamientos, ya que había llegado a convencerse a sí mismo de que en las minas no habría ningún grupo organizado, por lo que sería fácil volver a ocuparlas. Sin embargo, si los hornos estaban funcionando, sus esperanzas se desvanecían en el aire.
—Ve y muéstrales la escalera —ordenó Dendybar.
Morkai estudió al mago durante largo rato. Sabía que podía librarse del débil control que ejercía el mago sobre él y desobedecer la orden. En verdad, Morkai estaba sorprendido de que Dendybar hubiera osado invocarlo de nuevo tan pronto, ya que era evidente que el mago no había recuperado aún toda su fuerza. Aunque no había llegado a un punto tal de fatiga que Morkai pudiese atacarlo, había perdido la mayor parte de su poder para hacer obedecer al espectro.
Morkai decidió cumplir su orden, pues deseaba mantener este juego con Dendybar durante el máximo tiempo posible. Dendybar estaba obsesionado con encontrar al drow y no dudaría en volver a invocarlo una vez más dentro de poco tiempo. Tal vez entonces el mago moteado estaría todavía más debilitado.
—¿Cómo vamos a bajar? —preguntó Entreri a Sydney. Bok los había conducido al borde del valle del Guardián, pero ahora estaban los tres inmóviles, observando el escarpado precipicio.
Sydney observó a Bok en busca de una respuesta y el gólem se encaminó con rapidez hacia el borde. Si no lo hubiera detenido, se habría precipitado hacia abajo. La joven maga observó con ojos interrogativos a Entreri y se encogió de hombros.
De pronto, resplandeció una llamarada ante ellos y el espectro de Morkai apareció una vez más.
—Venid —les dijo—. Me han ordenado que os enseñe el camino.
Sin añadir palabra, Morkai los condujo a la escalera secreta y, tras fundirse en las llamas, desapareció.
—Tu maestro nos está resultando de gran utilidad —señaló Entreri mientras empezaba a descender.
Sydney sonrió, intentando disimular el miedo que sentía.
—Al menos cuatro veces —susurró para sí, calculando las veces que Dendybar había invocado al espectro. Morkai parecía cada vez más relajado al llevar a cabo la misión que le ordenaban…, cada vez más poderoso. Sydney empezó a bajar la escalera por detrás de Entreri. Esperaba que Dendybar no tuviera que volver a llamar al espectro una vez más…, por el bien de todos ellos.
En cuanto llegaron a la base del cañón, Bok los condujo directamente al muro y a la puerta secreta. Luego, como si percibiera la barrera que tenía ante él, se apartó de la puerta y esperó pacientemente a que la maga le diera instrucciones.
Entreri palpó con los dedos la superficie lisa de la roca, observándola de cerca, en busca de alguna hendidura significativa.
—Pierdes el tiempo —le aseguró Sydney—. La puerta ha sido construida por enanos y no podrás encontrarla de ese modo.
—Si es que hay una puerta —contestó el asesino.
—La hay. Bok ha seguido el rastro del drow hasta este lugar y sabe que continúa a través del muro. No hay forma de desviar al gólem de su camino.
—Entonces, abrid la puerta —se burló Entreri—. A cada minuto que pasa, se separan más de nosotros.
Sydney respiró hondo para serenarse y se frotó las manos con nerviosismo. Desde que habían salido de la Torre de Huéspedes, aquélla era la primera vez que encontraba la oportunidad de utilizar sus poderes mágicos, y el exceso de energía para hacer hechizos hervía en su interior, buscando una vía de escape.
Se puso a hacer una serie de gestos claros y precisos, mientras murmuraba palabras arcanas, y, luego, ordenó:
—¡Bausin saumine!
Y extendió las manos hacia la puerta.
El cinturón de Entreri se desabrochó de inmediato y el sable y la daga cayeron al suelo.
—Bien hecho —murmuró sarcástico mientras recogía sus armas.
Sydney se quedó mirando la puerta, perpleja.
—Ha resistido a mi hechizo —dijo, aunque era evidente—. En realidad, no es extraño, tratándose de una puerta creada por enanos. Los enanos utilizan poco la magia, pero su habilidad para resistir a los hechizos de los demás es considerable.
—¿Qué hacemos ahora? —siseó Entreri—. ¿Hay otra entrada, quizás?
—Entraremos por esta puerta —insistió Sydney y, dirigiéndose a Bok, añadió—: ¡Derríbala!
Entreri se retiró de un salto al ver que el gólem se acercaba a la puerta.
Moviendo los brazos con si fueran arietes, Bok empezó a golpear la puerta, una y otra vez, sin importarle los daños que causaba en su propia carne. Durante varios segundos, no sucedió nada y tan sólo rompía el silencio el ruido sordo de los puños clavándose en la piedra.
Sydney tenía paciencia. Atajó con un gesto las protestas de Entreri en lo referente al sistema y observó cómo el gólem proseguía incansable con su trabajo. Una grieta apareció en la piedra, y luego otra. Bok no conocía el cansancio y el ímpetu con que golpeaba no disminuía en lo más mínimo.
Empezaron a aparecer más grietas y, a continuación, el contorno definido de la puerta. Entreri parpadeó al ver lo que estaba a punto de suceder.
Con un último puñetazo, Bok atravesó con la mano la puerta, destrozándola y reduciéndola a un montón de escombros.
Por segunda vez en aquel día, por segunda vez en casi doscientos años, el vestíbulo de Mithril Hall se vio bañado por la luz del sol.
—¿Qué ha sido eso? —susurró Regis cuando al fin enmudecieron los ecos de los golpes.
Drizzt conocía ya la respuesta, aunque, con el sonido rebotando en todas direcciones sobre las paredes desnudas, era imposible saber de dónde procedía.
Catti-brie también tenía sus sospechas, ya que recordaba a la perfección el muro roto de Luna Plateada.
Ninguno de ellos habló más del tema. En la situación de peligro constante en la que se encontraban, los ecos de una amenaza potencial en la lejanía no iban a hacerlos actuar con más rapidez. Continuaron avanzando con más cautela y el drow se mantenía en la retaguardia del grupo.
En algún rincón de su memoria, Bruenor presintió que un peligro los acechaba. No podía estar seguro de si sus temores eran fundados, o si no se trataba más que de una reacción al saber que las minas estaban ocupadas o al recordar con claridad los días terribles en que su clan había sido expulsado.
Continuó avanzando, porque aquélla era su tierra natal y no estaba dispuesto a rendirse de nuevo.
Al llegar a una intersección de los pasadizos, las sombras se reunieron en una oscuridad más profunda y movediza.
Una de ellas se separó del grupo y agarró a Wulfgar. Una corriente de frío mortal hizo estremecer al bárbaro. A sus espaldas, Regis soltó un grito y, de pronto, los cuatro se vieron rodeados por aquellas manchas oscuras y movedizas.
Wulfgar, demasiado sorprendido para reaccionar, recibió otro golpe. Catti-brie se situó a su lado y atacó a la oscuridad con la espada corta que había recogido en el vestíbulo. Sintió una ligera punzada mientras la cuchilla se hundía en aquella negrura, como si hubiera golpeado algo que no estuviera por completo allí. No tenía tiempo de estudiar la naturaleza de su extraño enemigo, así que continuó atacando.
Al otro lado del corredor, los ataques de Bruenor eran incluso más desesperados. Veía que varios brazos negros se extendían para golpearlo, pero sus embestidas furiosas no encontraban nada sólido que apartar. Una y otra vez sentía una punzante frialdad en el cuerpo cuando aquellas cosas oscuras lo tocaban.
En cuanto se hubo recuperado, la primera reacción de Wulfgar fue golpear con Aegis-fang, pero, anticipándose a sus movimientos, Catti-brie lo detuvo con un grito.
—¡La antorcha! —gritó—. ¡Ilumina las sombras!
Wulfgar acercó la llama a aquella mezcla de sombras. Las siluetas oscuras recularon al instante, alejándose de aquel brillo que las hacía visibles. Wulfgar se abalanzó tras ellas para perseguirlas y hacerlas recular todavía más, pero tropezó con el halfling, que estaba agazapado y muerto de miedo, y cayó de bruces al suelo.
Catti-brie recuperó la antorcha y empezó a agitarla frenéticamente para mantener a los monstruos a raya.
Drizzt conocía bien a aquellos monstruos. Aquellas cosas eran habituales en los reinos del drow, a veces incluso aliados de su gente. Utilizando de nuevo los poderes de su herencia, invocó llamas mágicas para delimitar las siluetas oscuras y luego echó a correr para unirse a la batalla.
Los monstruos parecían humanoides, como si fueran sombras humanas, aunque sus perfiles se movían continuamente y se fundían con la oscuridad que los envolvía. Superaban en número a los compañeros, pero su mayor aliado, el refugio de la oscuridad, les había sido robado por las llamas del drow y, sin su disfraz, las sombras vivientes tenían pocas defensas en contra de los ataques del grupo, así que pronto desaparecieron entre las hendiduras de las paredes de piedra.
Los compañeros no permanecieron durante más tiempo en la zona. Wulfgar alzó a Regis del suelo y siguió a Bruenor y Catti-brie que avanzaban a toda prisa por el pasadizo, mientras Drizzt les cubría la retirada.
Habían dejado multitud de pasillos y salas a sus espaldas antes de que Bruenor se atreviera a aflojar el paso. Preguntas inquietantes volvían a acechar los pensamientos del enano; preocupación sobre la fantasía de reclamar Mithril Hall e incluso si había sido un acierto traer a sus mejores amigos a aquel lugar. Ahora observaba cualquier sombra con terror, a la espera de que un monstruo surgiera en cada esquina.
Pero el cambio emocional que había experimentado el enano era mucho más sutil. La idea le había estado rondando por el subconsciente desde que había escuchado las vibraciones del suelo y ahora, tras la lucha con los monstruos de la oscuridad, había adquirido una forma definida: Bruenor aceptaba el hecho de que ya no le parecía estar de regreso en su hogar, a pesar de que anteriormente se había jactado de ello. Sus recuerdos de aquel lugar, buenos recuerdos de la prosperidad de su gente en los primeros días, no parecían concordar con el espantoso ambiente que rodeaba a la fortaleza ahora. La habían despojado de demasiadas cosas, y las sombras de las antorchas siempre encendidas eran una de ellas. Las sombras, que en su día eran representaciones de su dios, Dumathoin, el Guardián de Secretos, albergaban ahora a los habitantes de la oscuridad.
Todos los amigos de Bruenor percibían la decepción y frustración que sentía el enano. Wulfgar y Drizzt, que se esperaban algo parecido aun antes de entrar en aquellas salas, comprendían la situación mejor que los demás, lo cual los hacía estar más preocupados. Si, al igual que la creación de Aegis-fang, el regreso de Mithril Hall representaba un hito en la vida de Bruenor —y ya se habían sentido inquietos por su reacción al pensar en que la búsqueda fuera un éxito—, ¿cuán doloroso podía ser el golpe si el viaje resultaba desastroso?
Bruenor seguía avanzando, con la mente fija en el camino para llegar al barranco de Garumn y a la salida. Aquellas últimas semanas, en la carretera, y cuando había entrado por primera vez en Mithril Hall, el enano había tenido la intención de permanecer allí hasta que pudiera recuperar lo que le pertenecía por derecho propio, pero ahora todo su sentido común le decía que abandonara el lugar y no regresara nunca.
Sin embargo, sentía que al menos debía llegar al nivel superior, por respeto a sus antepasados muertos y a sus amigos, que tanto habían arriesgado para acompañarlo hasta allí. Además, esperaba que la repulsa que sentía ahora por su antiguo hogar desapareciera, o que al menos encontrara algún haz de luz en el velo oscuro que envolvía las salas. Percibió en la mano el calor del hacha y el escudo de su heroico tocayo y, tras rascarse la barbuda barbilla, siguió caminando.
El pasadizo iba descendiendo y cada vez encontraban menos salas y corredores laterales. Ráfagas de aire caliente se alzaban constantemente del suelo en esta sección, para tormento del enano, pues le recordaban lo que podía haber abajo. Las sombras eran ahora menos imponentes, ya que las paredes habían sido excavadas más lisas. Al dar la vuelta a una abrupta esquina, se encontraron ante una enorme puerta de piedra que obstruía por completo el pasillo.
—¿Una cámara? —preguntó Wulfgar, asiendo la pesada aldaba.
Bruenor sacudió la cabeza, no muy seguro de lo que habría detrás. Wulfgar abrió la puerta y se encontraron ante otro tramo vacío de pasadizo que finalizaba en otra puerta similar.
—Diez puertas —observó Bruenor, recordando de nuevo el lugar—. Diez puertas en la pendiente; cada una de ellas con una barra de cierre por detrás. —Se acercó a la parte interna de la puerta y asió una pesada barra de metal, con goznes en un extremo para que pudiera encajarse con facilidad sobre los dos ganchos de la puerta—. Y, detrás de estas diez, diez más en dirección ascendente, cada una de ellas con una barra en el otro lado.
—De forma que, si tienes que huir de un enemigo, vengas por donde vengas, puedes cerrar las puertas a tus espaldas —razonó Catti-brie—. Y te encuentras en el centro con los tuyos que han conseguido entrar por el otro lado.
—Y, entre las puertas centrales, un pasadizo a los niveles inferiores —añadió Drizzt, que había comprendido enseguida la lógica eficaz que se escondía tras la estructura de defensa.
—En el suelo hay una trampilla secreta —confirmó Bruenor.
—Tal vez podamos descansar allí —sugirió el drow.
Bruenor asintió y empezó de nuevo a andar. Sus recuerdos resultaron ser ciertos, ya que, pocos minutos después, atravesaron la décima puerta y se encontraron en una pequeña habitación de forma oval, en cuyo extremo opuesto divisaron otra puerta con la barra de hierro por la parte interna. En el centro mismo de la estancia había una trampilla, que parecía haber estado cerrada durante años, con una barra de cierre similar a las demás. En todo el perímetro de la habitación divisaron los oscurecidos huecos en las paredes que tan familiares les eran.
Tras una rápida inspección para asegurarse de que estaban a salvo, cerraron las salidas y empezaron a descargar sus pesados bártulos, porque el calor se había vuelto opresivo y la mala ventilación del aire los agobiaba.
—Hemos llegado al centro del nivel superior —comentó Bruenor con voz distraída—. Mañana hemos de encontrar el barranco.
—¿Y luego? —preguntó Wulfgar, cuyo espíritu aventurero deseaba sumergirse más profundamente en las minas.
—Fuera o abajo —respondió Drizzt, poniendo más énfasis en la primera opción para hacer comprender al bárbaro que la segunda era menos probable—. Lo sabremos cuando lleguemos allí.
Wulfgar estudió a su amigo de piel oscura en busca de algún atisbo del espíritu aventurero que tan bien conocía, pero Drizzt parecía casi tan resignado a marcharse como Bruenor. Había algo en este lugar que había mermado la habitual energía inagotable del drow. Wulfgar supuso que Drizzt también libraba una batalla personal con los desagradables recuerdos de su pasado en un lugar similar a éste.
La suposición del bárbaro era correcta. Los recuerdos del drow sobre su vida en el mundo subterráneo alentaban sin duda sus esperanzas de que pronto abandonaran Mithril Hall, pero no por la reacción emocional que estaba experimentando tras su regreso al reino de su niñez. Lo que Drizzt recordaba ahora con toda claridad de Menzoberranzan eran las cosas oscuras que vivían en los huecos negros de debajo de la tierra. Sentía su presencia en aquel lugar, en las antiguas salas de los enanos; unos horrores que iban más allá de la imaginación de los habitantes de la superficie terrestre. No se preocupaba por sí mismo. Con su herencia de drow, podría afrontar a aquellos monstruos en términos de igualdad. Pero sus amigos, salvo quizá el experto enano, estarían en clara desventaja en semejante lucha y no iban equipados adecuadamente para enfrentarse a los monstruos que con toda seguridad encontrarían si permanecían en las minas.
Y Drizzt sabía que había ojos observándolos.
Entreri se incorporó y colocó el oído sobre la puerta, como había hecho nueve veces con anterioridad. Aquella vez, el sonido de un escudo que caía al suelo le hizo esbozar una sonrisa. Se volvió hacia Sydney y Bok y asintió.
Al final había cogido a su presa.
La puerta por la que habían entrado se curvó por el peso de un puñetazo increíble. Los compañeros, que apenas acababan de sentarse tras su larga marcha, desviaron la vista entre confusos y horrorizados en el momento en que un segundo puñetazo rompía en pedazos la puerta de piedra. El gólem se precipitó en la habitación oval y apartó a Regis y Catti-brie de un puntapié antes de que pudieran siquiera alcanzar sus armas.
El monstruo los podría haber matado allí mismo de un solo golpe, pero su objetivo, la meta a la que se encaminaban todos sus sentidos, era Drizzt Do’Urden. Se abalanzó sobre los dos que quedaban en el centro de la estancia para localizar al drow.
Pero Drizzt no había sido cogido por sorpresa y, tras deslizarse por las sombras de un lado de la estancia, se estaba acercando ahora a la puerta rota para asegurarse de que no entrara nadie más. Aun así, no podía escapar a la percepción mágica que Dendybar había otorgado al gólem, quien se volvió hacia él casi de inmediato.
Wulfgar y Bruenor se abalanzaron directamente sobre el monstruo.
Entreri entró en la estancia por detrás de Bok y, utilizando la conmoción causada por el gólem, se deslizó por las sombras de una forma similar a como andaba el drow. Cuando se acercaban a la parte central de la habitación oval, cada uno de ellos se encontró ante una silueta tan similar a la suya que ambos se detuvieron para evaluar a su adversario.
—Así que por fin te conozco, Drizzt Do’Urden —siseó Entreri.
—Tienes ventaja —respondió Drizzt— ya que yo no sé nada de ti.
—¡Ya me conocerás, elfo oscuro! —exclamó el asesino, con una carcajada. En un abrir y cerrar de ojos, se lanzaron uno sobre el otro, mientras el cruel sable y la daga de pedrería de Entreri competían en velocidad con las cimitarras de Drizzt.
Wulfgar hundió su martillo en el gólem con todas sus fuerzas y el monstruo distraído por perseguir al drow, no intentó siquiera defenderse. Aegis-fang lo hizo tambalearse hacia atrás, pero pareció no darse cuenta y continuó avanzando hacia su presa. Bruenor y Wulfgar se observaron, incrédulos, y, echándose de nuevo sobre él, lo golpearon con el hacha y el martillo.
Regis permanecía inmóvil con la espalda pegada al muro, medio atontado por el puntapié que le había dado Bok con sus pesadas botas, pero Catti-brie ya se había puesto de rodillas y había desenfundado su espada. El espectáculo de la gracia y habilidad de los adversarios que peleaban junto al muro la mantuvo en vilo un instante.
Sydney, al otro lado de la puerta, también los observaba boquiabierta, pues la batalla entre el elfo oscuro y Entreri era algo que no había visto en su vida: dos expertos espadachines que atacaban y esquivaban los golpes en perfecta armonía.
Cada uno de ellos anticipaba con exactitud los movimientos del otro, contrarrestando los ataques, hacia atrás y hacia adelante, en una batalla que parecía que no iba a tener vencedor. Cada uno de ellos era el vivo reflejo del otro y la única cosa que hacía verosímil la batalla ante los espectadores era el entrechocar constante del acero contra el acero, de la cimitarra contra el sable. Entraban y salían de las sombras, intentando encontrar una pequeña ventaja en una lucha entre iguales. De pronto, desaparecieron en la oscuridad de uno de los huecos de la pared.
En cuanto desaparecieron de la vista, Sydney recordó su parte en la batalla. Sin más dilación, extrajo una delgada varilla de su cinturón y apuntó hacia el bárbaro y el enano. A pesar de que le hubiera gustado ver cómo acababa la batalla entre Entreri y el elfo oscuro, su obligación le decía que tenía que liberar al gólem y dejarlo que cogiera al drow lo más rápidamente posible.
Wulfgar y Bruenor habían logrado hacer retroceder a Bok y, mientras Bruenor se introducía entre sus piernas, Wulfgar descargó sobre él su martillo y lo hizo tambalearse hacia adelante, por encima del enano.
Pero poco duró su ventaja. El rayo de energía de Sydney los alcanzó y su fuerza hizo volar por los aires a Wulfgar. El bárbaro se puso de pie junto a la puerta de la pared opuesta, con su justillo de piel despedazado y humeante, temblando por el impacto de la sacudida.
Bruenor cayó de bruces al suelo y permaneció allí tendido durante largo rato. No estaba demasiado herido —los enanos son resistentes como las rocas de las montañas y en especial ante la magia—, pero un rumor específico que acababa de percibir con la oreja pegada al suelo había atraído su atención. Recordaba aquel sonido vagamente de cuando era niño, pero no podía precisar con exactitud de dónde procedía.
Pero lo que sí sabía era que precedía al desastre.
El temblor se intensificó a su alrededor, sacudiendo la estancia, en el momento en que Bruenor alzaba la cabeza. El enano comprendió al instante. Desesperado, miró a Drizzt y soltó un grito:
—¡Cuidado, elfo!
Un segundo después, la trampilla se hundió y parte del suelo hueco se vino abajo.
Una nube de polvo emergió del lugar en el que habían combatido el drow y el asesino. El tiempo pareció haberse detenido para Bruenor, que se quedó inmóvil durante ese terrible momento. Entonces, un pesado bloque cayó del techo sobre el hueco, rompiendo en pedazos la última esperanza fútil del enano.
La ejecución de la trampa de piedra no hizo más que incrementar los violentos temblores que sacudían la estancia. Los muros empezaron a resquebrajarse mientras pedazos de roca iban cayendo desde el techo. Desde una de las puertas, Sydney llamó a gritos a Bok, mientras, en la otra, Wulfgar apartó la barra de metal y llamó a sus amigos.
Catti-brie se puso de pie y se acercó al halfling, que estaba inconsciente. Tras cogerlo de los tobillos, lo fue arrastrando en dirección a la puerta, llamando a gritos a Bruenor para que la ayudara.
Pero el enano estaba sumido en sus pensamientos, observando con ojos enturbiados las ruinas del hueco.
Una amplia hendidura separó en dos el suelo de la habitación amenazando con cortarles la retirada. Catti-brie se mordió el labio con resolución y continuó avanzando hasta llegar a la seguridad del pasillo. Wulfgar no cesaba de llamar al enano y, cuando estaba a punto de entrar a buscarlo, Bruenor se puso de pie y empezó a andar lentamente hacia ellos, con la cabeza gacha y una desesperación tal que deseaba que en aquel mismo momento se abriera una grieta en el suelo y lo tragara.
Y poner así fin a la intolerante sensación de culpabilidad que sentía.