El secreto del valle del Guardián
—El valle del Guardián —declaró Bruenor con voz solemne. Los compañeros permanecían en un saliente elevado de la montaña observando desde muchos metros de altura al accidentado suelo de un cañón profundo y escarpado.
—¿Cómo vamos a llegar hasta allá abajo? —Regis tragó saliva preocupado, ya que por todas partes la roca parecía tallada en vertical, como si el cañón hubiera sido cortado a propósito en línea recta a partir de una misma roca.
Sin embargo, no cabía duda de que debía haber un sendero para descender y Bruenor, que todavía se paseaba por los recuerdos de su juventud, lo conocía a la perfección. Condujo a sus amigos al borde más oriental del cañón y miró hacia el oeste, en dirección a los picos de las tres montañas más cercanas.
—Estamos justo encima de la Cuarta Cima —les explicó—, que se llama así porque está al lado de las otras tres. «Tres picos que parecen uno» —recitó el enano.
Era un verso de una antigua canción que todos los jóvenes enanos de Mithril Hall aprendían antes siquiera de ser lo suficientemente mayores como para salir de las minas.
Tres picos que parecen uno,
detrás de ti, el sol de la mañana.
Bruenor cambió de posición para encontrar la línea exacta de las tres montañas occidentales; luego avanzó despacio hacia el borde mismo del barranco y alzó la vista.
—Hemos llegado a la entrada del valle —declaró con calma, a pesar de que el corazón le latía con furia ante aquel descubrimiento.
Los otros tres se acercaron a él. Justo debajo del borde, vieron que había un escalón cavado en la misma roca y que era el primero de una larga escalera que descendía por la pared del precipicio. Por ser del mismo color que la piedra, la escalera quedaba perfectamente disimulada y descubrieron que era imposible localizarla desde cualquier otro ángulo.
Regis estuvo a punto de desmayarse al divisar la escalinata, abrumado al pensar en descender cientos de metros por una escalera estrecha que no tenía siquiera pasamanos.
—¡Nos caeremos y nos mataremos! —chilló, mientras se apartaba.
Pero Bruenor no estaba dispuesto a escuchar opiniones ni a discutir. Empezó a descender y Regis, al ver que Drizzt y Wulfgar se disponían a seguirlo, comprendió que no le quedaba otra alternativa. Drizzt y Wulfgar, entendiendo su inquietud, intentaron ayudarlo en la medida de lo posible. Cuando el viento arreciaba, el bárbaro aceptaba llevarlo incluso en brazos.
El descenso fue lento e inseguro, incluso con Bruenor a la cabeza, y pareció que transcurrían horas antes de ver que el suelo estaba más cerca de ellos.
—«Quinientos a la izquierda y luego un centenar más» —recitó Bruenor cuando al fin llegaron al suelo.
El enano fue siguiendo el muro en dirección al sur, contando los pasos que daba y conduciendo a los demás a través de pilares de rocas altos como torres, grandes monolitos de otra época que, desde el borde del precipicio, les habían parecido simples montones de escombros caídos. Incluso Bruenor, cuya familia había vivido aquí durante siglos, no conocía ninguna historia que hablara de la creación de aquellos monolitos o de su propósito. Pero, fuera cual fuera el motivo, habían permanecido como vigías silenciosos e imponentes en la base del cañón durante innumerables siglos. Ya eran antiguos antes de la llegada de los enanos; proyectaban sombras siniestras y parecían despreciar a los simples mortales que llegaban hasta allí.
El paso del viento entre los pilares envolvía el ambiente con un gemido misterioso y triste, y provocaba en todo el entorno la sensación de algo sobrenatural, eterno como el Sostén del Heraldo, que parecía recordar a los visitantes su condición de mortales, como si los monolitos se burlaran de su breve vida en comparación con su existencia eterna.
Bruenor, impasible entre las torres, dio por finalizada su cuenta.
Quinientos a la izquierda
y luego un centenar más,
las líneas ocultas de la puerta secreta.
Examinó el muro que tenía junto a él en busca de alguna señal que indicara la entrada de Mithril Hall.
Drizzt también acarició la piedra lisa con sus sensibles dedos.
—¿Estás seguro? —preguntó al enano tras unos interminables minutos de búsqueda, sin haber descubierto ninguna hendidura.
—¡Sí! —declaró Bruenor—. Mi gente era muy hábil con sus trabajos y me temo que la puerta estará tan bien escondida que será difícil encontrarla.
Regis se acercó a ayudar, mientras Wulfgar permanecía de guardia, incómodo ante las sombras de los monolitos.
Unos segundos después, el bárbaro detectó movimientos en el camino que habían dejado a sus espaldas, por encima de la escalera de piedra. Se agazapó a la defensiva, agarrando con firmeza a Aegis-fang.
—Visitantes —dijo en voz baja a sus amigos, pero el eco de sus palabras resonó a su alrededor como si los monolitos se burlaran de que intentara guardar algo en secreto.
Drizzt se acercó de un salto al primer pilar y empezó a avanzar en la dirección señalada por Wulfgar. Enojado por la interrupción, Bruenor extrajo un hacha pequeña de su cinturón y se situó detrás del bárbaro, con Regis a su espalda.
De pronto, todos oyeron el grito de Drizzt.
—¡Catti-brie!
Y se sintieron tan aliviados y alegres que no se detuvieron a considerar cómo había llegado su amiga hasta allí desde Diez Ciudades y cómo había conseguido encontrarlos.
Pero sus sonrisas desaparecieron al instante en cuanto la vieron llegar tambaleándose hacia ellos, con el cuerpo lleno de cardenales y ensangrentados arañazos. Corrieron a sostenerla, pero el drow, sospechando que alguien la había estado persiguiendo, se alejó a través de los monolitos para echar un vistazo.
—¿Qué te ha traído hasta aquí? —gritó Bruenor, agarrando a Catti-brie y abrazándola—. ¿Y quién te ha herido? ¡Yo mismo lo estrangularé por esto!
—¡Y yo lo aplastaré con mi martillo! —añadió Wulfgar, fuera de sí al pensar que alguien podía haber golpeado a Catti-brie.
Regis se había retirado unos pasos, porque empezaba a sospechar lo ocurrido.
—Fender Mallot y Grollo han muerto —explicó Catti-brie a Bruenor.
—¿En el camino? Pero ¿por qué?
—No, en Diez Ciudades. Un hombre, un asesino, fue allí en busca de Regis. Salí tras él para intentar advertiros, pero me atrapó y me ha traído prisionera.
Bruenor desvió la vista hacia el halfling, que se había alejado todavía más y permanecía con la cabeza gacha.
—Sabía que habías tenido problemas cuando viniste corriendo a unirte a nosotros en el camino —gruñó—. ¿Qué ocurrió? ¡Ya basta de mentiras!
—Se llama Entreri —admitió Regis—. Artemis Entreri. Viene de Calimport, enviado por el bajá Pook. —Regis extrajo el medallón de rubíes—. En busca de esto.
—Pero no está solo —añadió Catti-brie—. Magos de Luskan están persiguiendo a Drizzt.
—¿Por qué motivo? —preguntó el drow.
Catti-brie se encogió de hombros.
—Han tenido buen cuidado de no decírmelo, pero me da la impresión de que buscan respuestas referentes a Akar Kessell.
Drizzt comprendió al instante. Buscaban la Piedra de Cristal, la poderosa reliquia que había quedado enterrada en la avalancha de la cumbre de Kelvin.
—¿Cuántos son? —preguntó Wulfgar—. ¿Y dónde están?
—Tres: el asesino, la maga y un soldado de Luskan. Tenían un monstruo con ellos. Lo llamaban gólem, pero nunca vi nada semejante.
—Gólem —repitió Drizzt suavemente. Había visto muchas de aquellas creaciones en las ciudades subterráneas de los elfos oscuros. Eran monstruos de gran poder y una incuestionable lealtad hacia sus creadores. Sin duda eran enemigos poderosos.
—Pero esa cosa ha desaparecido —prosiguió Catti-brie—. Salió en mi persecución y, sin duda, me habría atrapado, pero se me ocurrió un truco y conseguí que le cayera encima una montaña de rocas.
Bruenor volvió a abrazarla.
—Bien hecho, muchacha —susurró.
—Y dejé al soldado y al asesino enfrascados en una terrible pelea. Creo que uno está muerto y supongo que será el soldado. Es una lástima, porque era un tipo decente.
—¡Hubiera tenido que vérselas conmigo de todas formas por ayudar a esos perros! —replicó Bruenor—. Pero, basta ya de esta historia. Habrá tiempo suficiente para las explicaciones. Estás en Mithril Hall, muchacha, ¿lo ves? ¡Vas a ver por ti misma las maravillas de las que tanto te he hablado durante todos estos años! Así que ve y descansa. —Dio media vuelta para decirle a Wulfgar que la acompañara, pero en vez del bárbaro vio a Regis. El halfling se debatía de remordimiento; tenía la cabeza gacha y se preguntaba si esta vez no había llevado a sus amigos demasiado lejos.
—No temas, amigo —lo tranquilizó Wulfgar, que también había percibido la inquietud de Regis—. Actuaste para sobrevivir. No tienes por qué avergonzarte. ¡Aunque nos tendrías que haber avisado del peligro!
—¡Va, levanta el ánimo, Panza Redonda! —añadió Bruenor—. ¡Esperábamos algo parecido de ti, estafador de pacotilla! ¡No creas que nos has sorprendido! —La rabia de Bruenor, que se apropiaba de su mente movida por una voluntad propia, emergió de pronto y se apoderó del enano mientras éste permanecía allí de pie encarándose con el halfling—. ¿Cómo te atreves a ponernos en una situación semejante? —gruñó mientras apartaba a Catti-brie y avanzaba un paso hacia él—. ¡Y ahora que estábamos a punto de encontrar mi hogar!
Wulfgar reaccionó con rapidez, a pesar de que el súbito cambio de actitud del enano lo había sorprendido, e impidió que Bruenor continuara avanzando hacia el halfling. Nunca había visto a Bruenor tan a merced de sus emociones. Catti-brie también lo observaba, atónita.
—No fue culpa del halfling —intervino la muchacha—. ¡Y los magos os habrían perseguido de todos modos!
Drizzt se volvió hacia ellos.
—Nadie ha bajado por la escalera todavía —les informó, pero, al darse cuenta de la situación, comprendió que nadie escuchaba sus palabras.
Un prolongado e incómodo silencio se cernió sobre ellos, pero Wulfgar controló la situación.
—¡Hemos llegado demasiado lejos en todo esto para empezar a pelearnos entre nosotros! —reprendió a Bruenor.
Bruenor lo observó con ojos enturbiados, sin saber cómo reaccionar ante la inusual firmeza con que Wulfgar se estaba dirigiendo a él.
—¡Bah! —exclamó al fin el enano, haciendo un gesto de frustración con las manos—. ¡Este halfling loco conseguirá que nos maten a todos! Pero no hay que preocuparse… —gruñó, sarcástico, mientras se acercaba al muro y continuaba buscando la puerta.
Drizzt observó con curiosidad al malhumorado enano, pero de pronto se sintió más inquieto por Regis. El halfling, profundamente abatido, se había dejado caer al suelo y parecía haber perdido todo deseo de continuar con la búsqueda.
—Ánimo —lo alentó—. La rabia de Bruenor desaparecerá. Piensa que todavía sigue sumido en sus sueños.
—Y, respecto a ese asesino que anda buscando tu cabeza —añadió Wulfgar, acercándose a ellos—, le prepararemos una buena bienvenida cuando llegue, si es que consigue hacerlo. —Dio unos golpecitos en la cabeza de su martillo—. ¡Tal vez esto lo haga cambiar de opinión!
—Si podemos introducirnos en las minas, perderán nuestro rastro —dijo Drizzt a Bruenor, en un intento de suavizar su ira.
—No encontrarán la escalera —aseguró Catti-brie—. ¡Yo misma tuve problemas, a pesar de que vi cómo bajabais!
—¡Me gustaría enfrentarme a ellos ahora! —declaró Wulfgar—. Tienen muchas cosas que explicarnos y no escaparán al castigo por haber tratado de este modo a Catti-brie.
—Id con cuidado con el asesino —les advirtió Catti-brie—. Sus cuchillos son mortales y no se equivoca nunca.
—Y un mago también puede ser un enemigo terrible —añadió Drizzt—. Tenemos una tarea más importante ante nosotros… No tenemos que enfrascarnos en una pelea si podemos evitarlo.
—¡No más retrasos! —exclamó Bruenor, sin escuchar las protestas del enorme bárbaro—. ¡Mithril Hall está ante mí y tengo intención de entrar! Dejemos que nos sigan, si se atreven. —Se volvió de nuevo hacia el muro para continuar la búsqueda y pidió a Drizzt que lo ayudara—. Tú, muchacho, mantén la guardia —ordenó a Wulfgar—. Y cuida de mi hija.
—Tal vez se abra con una palabra mágica —sugirió Drizzt tras detenerse junto a Bruenor y frente a la pared lisa.
—Sí, existe una palabra, pero la magia que consigue abrir la puerta desaparece al poco rato y debe nombrarse una nueva palabra. ¡Y no había nadie aquí para hacerlo!
—Prueba con el nombre antiguo.
—Lo he hecho ya una docena de veces desde que llegamos, elfo. —Dio un puñetazo en la pared—. Sé que tiene que haber otro sistema —gruñó, frustrado.
—Ya lo recordarás —le aseguró Drizzt, y volvió a enfrascarse en estudiar la pared.
Sin embargo, ni siquiera la tozuda determinación del enano consiguió resultado alguno y, al caer la noche, los amigos se encontraron sentados en la oscuridad frente a la entrada, sin atreverse a encender una hoguera por miedo a alertar a sus perseguidores. De todas las pruebas que habían tenido que afrontar en el camino, aquella espera cuando estaban tan cerca de su objetivo era probablemente la más difícil. El mismo Bruenor empezó a flaquear, preguntándose si no se habría equivocado al situar la puerta. Recitaba una y otra vez la canción que había aprendido de niño en Mithril Hall, en busca de alguna pista que pudiera habérsele pasado por alto.
Los demás intentaron inútilmente conciliar el sueño, en especial Catti-brie, que sabía que la daga mortífera y silenciosa del asesino los acechaba en algún lugar. No habrían podido dormir en absoluto si no hubieran sabido que los ojos penetrantes y siempre alertas del drow vigilaban.
A pocos kilómetros a sus espaldas, se había instalado un campamento similar. Entreri permanecía de pie, inmóvil, observando en dirección a las montañas del este en busca de alguna señal que indicara que habían encendido una hoguera, aunque dudaba que los amigos fueran tan descuidados como para encender una si Catti-brie los había encontrado y les había avisado. Detrás de él, Sydney yacía envuelta en una manta sobre la fría roca, descansando y recuperándose del golpe que Catti-brie le había dado.
El asesino había evaluado la posibilidad de abandonarla —por regla general, lo hubiera hecho sin pensarlo dos veces—, pero necesitaba tiempo para ordenar sus pensamientos y planear cuál sería la acción más correcta.
Llegó el alba y él continuaba en el mismo lugar, inmóvil, contemplando la lejanía. La maga se despertó tras él.
—¿Jierdan? —llamó, confusa. Entreri dio un paso atrás y se inclinó sobre ella—. ¿Dónde está Jierdan?
—Ha muerto —respondió Entreri, sin el menor indicio de remordimiento en la voz—. Al igual que el gólem.
—¿Bok? —Sydney tragó saliva.
—Le cayó una montaña encima.
—¿Y la muchacha?
—Se fue. —Entreri desvió la vista hacia el este—. Cuando te procure lo que necesitas, yo también me iré. La caza ha terminado.
—Están cerca —protestó Sydney—. ¿Vas a abandonar la cacería?
Entreri sonrió.
—El halfling será mío —declaró lisa y llanamente, y Sydney no tuvo duda alguna de que decía la verdad—. Pero nuestro grupo se ha desmembrado. Yo volveré a mi propia cacería, y tú a la tuya, aunque te advierto que, si coges lo que es mío, tú serás mi próxima presa.
Sydney sopesó con cuidado sus palabras.
—¿Dónde cayó Bok? —preguntó de improviso.
Entreri desvió la vista hacia el este.
—En un valle que hay más allá del bosque.
—Llévame allí —insistió Sydney—. Tengo que hacer una cosa.
Entreri la ayudó a ponerse de pie y la condujo por el camino. Pensó que la dejaría partir cuando la maga hubiera logrado su propósito. Había llegado a respetar a la joven maga por su dedicación a sus deberes, y confiaba en que no iría contra él. Sydney no era un mago que pudiera competir con él y ambos sabían que el respeto que sentía Entreri por ella no le impediría usar su daga si se interponía en su camino.
Sydney examinó la rocosa pendiente durante un momento y luego se volvió hacia Entreri, con una sonrisa de complicidad en los labios.
—Dices que nuestra búsqueda juntos ha acabado, pero te equivocas. Nosotros todavía podemos serte de utilidad, asesino.
—¿Nosotros?
Sydney se volvió hacia la pendiente.
—¡Bok! —llamó en voz alta, con la vista en las rocas.
Una mirada de perplejidad cruzó por el rostro de Entreri, que también se volvió para observar la pendiente, aunque no vio señal ninguna de movimiento.
—¡Bok! —repitió Sydney de nuevo, y esta vez sí hubo respuesta. Bajo la capa de rocas empezó a oírse un rugido y, de pronto, una de ellas se alzó y el gólem apareció por debajo. Magullado y con los miembros torcidos, aunque no parecía sentir dolor ninguno, Bok lanzó la roca a un lado y se encaminó hacia su dueña.
—Un gólem no se destruye con tanta facilidad —le explicó Sydney, satisfecha al ver la confusa expresión que mostraba el rostro habitualmente impasible de Entreri—. Bok tiene todavía un largo camino por delante, un camino que no abandonará de buenas a primeras.
—Un camino que nos conducirá de nuevo al drow. —Entreri soltó una carcajada—. Ven, compañera, continuemos con la caza.
A la llegada del alba, los amigos aún no habían conseguido encontrar pistas. Bruenor permanecía delante del muro, recitando una letanía de cantos arcanos, aunque la mayoría no tenían nada que ver con las palabras mágicas de apertura.
Wulfgar, entretanto, intentaba otra alternativa. Suponiendo que un eco hueco podía ayudarlos a asegurarse que habían dado con el lugar correcto, avanzaba con la oreja pegada a la pared y dando golpecitos con Aegis-fang. El martillo repicaba contra la sólida roca, con un sonido musical que revelaba la perfección con que había sido forjado.
De pronto, uno de los golpes no alcanzó su objetivo. Wulfgar hizo avanzar la cabeza del martillo, pero, en el momento en que éste estaba a punto de tocar las rocas, una luz azulada lo hizo detenerse. Wulfgar saltó hacia atrás, boquiabierto. La roca empezó a plegarse, formando el perfil de una puerta; luego, continuó moviéndose y se deslizó a un lado, dejando al descubierto la entrada a la tierra natal de los enanos. Una ráfaga de aire, que había permanecido encerrada durante siglos y estaba impregnada con las fragancias de épocas pasadas, los envolvió.
—¡Un arma mágica! —gritó Bruenor—. ¡El único comercio que mi gente aceptaba en las minas!
—Cuando venían los visitantes, ¿tenían que entrar dando golpecitos en la puerta con un arma mágica? —preguntó Drizzt.
El enano asintió, aunque en aquel momento se estaba fijando en la oscuridad del otro lado del muro. La cámara que tenían frente a ellos no estaba iluminada, salvo por la claridad del sol que entraba a través de la puerta abierta, pero en el corredor que había más allá del vestíbulo, podían distinguir el brillo de antorchas.
—Hay alguien aquí —afirmó Regis.
—No —respondió Bruenor, mientras la mayoría de imágenes olvidadas de Mithril Hall fluían de nuevo a su mente—. Las antorchas brillan siempre, duran más que la vida de un enano. —Dio un paso a través del portal, apartando el polvo que había permanecido intacto durante doscientos años.
Sus amigos lo dejaron un momento a solas y luego se unieron a él solemnemente. A su alrededor yacían los restos de muchos enanos. Allí se había librado una batalla, la batalla final antes de que el clan de Bruenor fuera expulsado de su hogar.
—Veo con mis propios ojos que las historias eran ciertas —murmuró el enano. Luego, se volvió hacia sus amigos para darles una explicación—. Los rumores que llegaron a Piedra Alzada detrás de mí y de los enanos más jóvenes hablaban de una gran batalla librada en el vestíbulo de entrada. Algunos regresaron a comprobar la veracidad de los rumores, pero nunca volvieron a nosotros.
Bruenor echó a andar y sus amigos lo siguieron para inspeccionar el lugar. Esqueletos de enanos yacían en las mismas posturas y sitios donde habían caído. Las armaduras de mithril, empañadas por el polvo pero no oxidadas, recuperaban el brillo simplemente con pasarles la mano y demostraban con claridad la muerte del clan Battlehammer. Mezclados con los muertos había otros esqueletos similares, envueltos en armaduras de mallas, como si la pelea hubiera ocurrido entre los mismos enanos. Para los habitantes de la superficie terrestre, aquello parecía un acertijo, pero Drizzt Do’Urden comprendió al instante. En la ciudad de los elfos oscuros, había conocido a los duergars, los malvados enanos grises, como aliados. Duergar era el equivalente enano de los drow y, como sus parientes de la superficie a menudo se instalaban en las profundidades de la tierra, territorio que reclamaban como propio, el odio entre las dos razas de enanos era incluso más intenso que el que separaba a las dos razas de elfos. Los esqueletos de los duergars sirvieron de explicación no sólo para Drizzt, sino también para Bruenor, que pronto reconoció aquella extraña armadura, y que por primera vez comprendió lo que había expulsado a sus familiares de Mithril Hall. Drizzt sabía que, si los enanos grises estaban todavía en las minas, Bruenor se sentiría obligado a reclamar como propio el lugar.
La puerta mágica se cerró tras ellos, oscureciendo todavía más la sala. Catti-brie y Wulfgar se cogieron de la mano para sentirse seguros, ya que sus ojos eran débiles en la oscuridad, pero Regis empezó a pasearse por la estancia en busca de las piedras preciosas y demás tesoros que podían tener los esqueletos de los enanos.
Bruenor también había visto algo que había captado su interés. Se acercó a dos esqueletos que yacían sentados, cada uno de ellos apoyado en la espalda del otro. Un montón de enanos grises habían caído a su alrededor y eso bastó para indicarle a Bruenor quiénes eran, incluso antes de ver la jarra repleta de espuma de sus escudos.
Drizzt se acercó a él, pero se mantuvo a una respetuosa distancia.
—Bangor, mi padre —le explicó Bruenor—. Y Garumn, el padre de mi padre, rey de Mithril Hall. ¡Seguro que causaron muchas víctimas antes de morir!
—Tan poderosos como su sucesor —observó Drizzt.
Bruenor aceptó el cumplido en silencio y se inclinó para quitar el polvo al casco de Garumn.
—Garumn lleva la armadura y las armas de Bruenor, mi tocayo y héroe de mi clan. Supongo que maldijeron este lugar antes de morir, porque los enanos grises no volvieron a saquearlo.
Drizzt estuvo de acuerdo con la explicación, ya que sabía el poder de la maldición de un rey cuando pierde su hogar.
Con gran respeto, Bruenor alzó los restos de Garumn y los transportó hasta una estancia adyacente. Drizzt no fue tras él para permitir que el enano disfrutara de un momento de intimidad, sino que volvió junto a Catti-brie y Wulfgar para ayudarlos a comprender la importancia de la escena que veían a su alrededor.
Aguardaron pacientes durante varios minutos, imaginando el desarrollo de la épica batalla que había tenido lugar y escuchando con toda claridad en sus mentes los sonidos de las hachas y los escudos, así como los gritos del clan Battlehammer.
Al cabo regresó Bruenor, e incluso las épicas imágenes que sus amigos se habían forjado en la mente se quedaron cortas ante la escena que tenían delante de ellos. Regis, boquiabierto, dejó caer las pocas baratijas que había encontrado por temor a que un fantasma del pasado hubiera regresado para desbaratar sus planes.
A un lado había quedado el magullado escudo de Bruenor. El casco abollado y con un solo cuerno iba atado en la mochila, a su espalda. Llevaba puesta la armadura de su tocayo, de mithril resplandeciente, el estandarte de la jarra grabado en un escudo de oro puro y el casco en el que relucían multitud de brillantes piedras preciosas.
—Con mis propios ojos he visto que las leyendas eran ciertas —gritó con voz desafiante, alzando por encima de su cabeza el hacha de mithril—. Garumn ha muerto, al igual que mi padre, ¡así que reclamo el título de octavo rey de Mithril Hall!