El desafío
Partieron cuando las estrellas empezaban a despuntar en el cielo y no se detuvieron hasta que el firmamento volvió a estar cubierto de ellas a la noche siguiente. Bruenor no necesitaba ayuda de ningún tipo, más bien al contrario. Recuperado ya de su delirio y con los ojos fijos en el primer camino tangible que los conducía a su tan ansiado destino, era él mismo quien los dirigía, adoptando de nuevo el rápido ritmo de viaje con el que habían empezado la búsqueda en el valle del Viento Helado. Con los ojos vidriosos, perdidos tanto en el pasado como en el presente, la obsesión de Bruenor lo consumía. Durante casi doscientos años había soñado con este regreso y estos últimos días de marcha le parecían mucho más interminables que los siglos que habían pasado anteriormente.
Al parecer, los compañeros habían derrotado a su peor enemigo: el tiempo. Si las suposiciones del heraldo eran ciertas, Mithril Hall tenía que estar a unos pocos días de distancia, ahora que había transcurrido ya la mitad del verano. Sin la presión del tiempo, Drizzt, Wulfgar y Regis habían previsto caminar a un paso más lento cuando hacían los preparativos en el Sostén del Heraldo, pero Bruenor, en cuanto se despertó y fue informado de los descubrimientos, no quiso ni oír hablar de caminar despacio. Ninguno de ellos se atrevió a discutir sus prisas, ya que, en su excitación, el áspero genio de Bruenor se había intensificado.
—¡Mantén los pies en movimiento! —reñía continuamente a Regis, cuyas cortas piernas no podían seguir el frenético paso del enano—. ¡Deberías haberte quedado en Diez Ciudades, con tu panza colgando por encima de tu cinturón! —Luego, el enano se perdía en una serie de gruñidos, inclinando todavía más el cuerpo y sin aflojar el paso, haciendo oídos sordos a las protestas de Regis o a los comentarios que pudieran hacer Wulfgar o Drizzt sobre su comportamiento.
Desviaron su rumbo para regresar al río Rauvin y poder usar su curso como punto de referencia. Drizzt se las arregló para convencer a Bruenor de virar hacia el nordeste en cuanto aparecieron a lo lejos los primeros picos de la cadena de montañas. El drow no sentía el más mínimo deseo de encontrarse de nuevo con las patrullas de Nesme, convencido como estaba que los gritos de advertencia de los habitantes de aquella ciudad habían obligado a Alustriel a negarle la entrada a su ciudad.
Aquella noche, en el campamento, Bruenor no consiguió relajarse, a pesar de que habían cubierto con creces la mitad de la distancia que los separaba de las ruinas de Piedra Alzada. Empezó a pasear por el campamento como un animal enjaulado, apretando y aflojando los puños, mientras maldecía para sí el día aciago en que su gente había sido expulsada de Mithril Hall y murmuraba venganzas para cuando consiguiera por fin encontrarlo.
—¿Es un efecto de la poción? —preguntó Wulfgar a Drizzt a última hora de la tarde, mientras permanecían sentados en el campamento y observaban al enano.
—En parte, quizá sí —contestó Drizzt, que también estaba preocupado por su amigo—. La poción ha obligado a Bruenor a recordar la experiencia más dolorosa de su larga vida y ahora, mientras los recuerdos del pasado interfieren en sus emociones, se agudiza el deseo de venganza que ha permanecido dormido en su mente durante todos estos años.
—Tiene miedo —afirmó Wulfgar.
Drizzt asintió.
—Éste es el camino de su vida. Su promesa de regresar a Mithril Hall es el único valor que para él merece toda su existencia.
—Está forzando demasiado las cosas —aseguró el bárbaro, mientras observaba a Regis, que se había quedado dormido, exhausto, inmediatamente después de cenar—. El halfling no puede mantener ese ritmo.
—Nos queda menos de un día de viaje —contestó Drizzt—. Regis sobrevivirá al camino, igual que todos nosotros. —Le dio unos golpecitos a Wulfgar en el hombro y el bárbaro, no muy satisfecho, pero resignado al hecho de que no podía influir en el enano, se dispuso a dormir un poco. Drizzt volvió a observar al inquieto enano y en su rostro se reflejó una preocupación más profunda de la que había querido demostrar ante el joven bárbaro.
Drizzt no estaba demasiado preocupado por Regis, pues éste siempre encontraba el modo de superar todas las dificultades; estaba inquieto por Bruenor. Recordaba el momento en que el enano había forjado a Aegis-fang, el poderoso martillo de guerra. El arma había sido la definitiva creación de Bruenor en su carrera como herrero, un arma digna de leyenda. Bruenor no podía esperar llegar a superar una creación semejante, ni siquiera a igualarla. Y, de hecho, el enano no había puesto en el yunque ningún otro martillo desde entonces.
Ahora se trataba del viaje a Mithril Hall, el objetivo de toda la vida de Bruenor. Al igual que Aegis-fang había sido su obra de más calidad, aquel viaje sería la culminación de toda su vida. El centro de la preocupación de Drizzt era más sutil, y sin embargo, más peligroso que el éxito o el fracaso de la búsqueda; los peligros de la carretera los afectaban a todos por igual y, de hecho, todos los habían aceptado de buen grado antes de iniciar el viaje. Reclamara quien reclamase las antiguas cavernas, Bruenor llegaría a la cima de su montaña. El momento de gloria habría pasado.
—Cálmate, amigo —lo tranquilizó Drizzt mientras se acercaba al enano.
—¡Es mi hogar, elfo! —le espetó Bruenor, pero pareció que se relajaba un poco.
—Lo comprendo. Parece que pronto podremos observar Mithril Hall, lo cual nos plantea una nueva cuestión a resolver.
Bruenor lo observó con curiosidad, aunque sabía adónde quería ir a parar Drizzt.
—Hasta ahora, nos hemos preocupado únicamente de encontrar Mithril Hall, y poco hemos hablado de los planes futuros.
—Según todos los derechos, soy el rey del Hall —gruñó Bruenor.
—De acuerdo, pero ¿qué ocurre con la oscuridad que puede reinar todavía allí? Una fuerza que obligó a que el clan entero se alejara de las minas. ¿La derrotaremos nosotros cuatro?
—Ya habrá desaparecido, elfo —contestó Bruenor, malhumorado y sin desear enfrentarse a las posibilidades—. Según todo lo que sabemos, las salas estarán limpias.
—Tal vez, pero ¿qué planes tienes si la oscuridad permanece todavía?
Bruenor se detuvo un instante a reflexionar.
—Enviaremos un mensaje al valle del Viento Helado y mi gente se unirá a nosotros en la primavera.
—Apenas un centenar de enanos —le recordó Drizzt.
—¡Si necesitamos más ayuda, acudiré a Adbar! —le espetó Bruenor—. Harbromm estará encantado de ayudarnos, si le prometemos una parte del tesoro.
Drizzt sabía que Bruenor no formularía con tanta rapidez una promesa semejante, pero decidió poner fin al torrente de preguntas inquietantes pero necesarias.
—Que duermas bien —dijo—. Encontrarás las respuestas cuando sea necesario.
A la mañana siguiente, el ritmo de marcha continuó siendo frenético. Pronto llegaron al pie de las montañas pero, de improviso, algo le sucedió al enano. Se detuvo de repente, mareado y luchando por mantener el equilibrio. Wulfgar y Drizzt se apresuraron a sujetarlo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Drizzt.
—La Flecha Enana —contestó Bruenor, señalando un montón de rocas situadas en la base de la montaña más cercana.
—¿Conoces el lugar?
Bruenor no respondió. Echó de nuevo a andar, tambaleándose pero negándose a recibir ayuda. Sus amigos se encogieron de hombros y le siguieron los pasos.
Una hora después, las estructuras aparecieron a la vista. Como gigantescas casas de cartas, enormes bloques de piedra habían sido dispuestos unos contra otros para formar viviendas, y, aunque el lugar llevaba desierto más de cien años, las inclemencias del tiempo y el viento no habían podido destruirlo. Únicamente los enanos habían podido inyectar tanta fuerza en la roca; sólo ellos habían podido colocar las piedras con tanta perfección que perduraran tanto como las montañas, que subsistieran a las generaciones y a las historias de los bardos, de forma que alguna raza futura pudiera observar su construcción con respeto y admiración, sin tener la más mínima idea de quién la había creado.
Bruenor recordó. Empezó a pasear por el pueblo, tal como había hecho en aquellos tiempos remotos, con las lágrimas resbalando por sus mejillas y el cuerpo temblando ante el recuerdo de la oscuridad que se había cernido sobre el clan.
Sus amigos lo dejaron vagabundear por las calles durante un rato, sin desear interrumpir las solemnes emociones que habían salido a la luz desde algún rincón de su cerebro. Por fin, cuando caía ya el crepúsculo, Drizzt se acercó a él.
—¿Conoces el camino? —preguntó.
Bruenor alzó la vista hacia un paso que ascendía por el lado de la montaña más cercana.
—A medio día de aquí —contestó.
—¿Quieres que acampemos?
—Sí, será lo mejor. Tengo mucho que pensar, elfo. No temas, no voy a olvidar el camino. —Entornó los ojos al enfocarlos en el camino que había emprendido al huir de la oscuridad, y murmuró—: Nunca más volveré a olvidar el camino.
El ritmo frenético de Bruenor resultó de utilidad para los amigos, ya que Bok había descubierto con facilidad el rastro del drow en el exterior de Luna Plateada y conducía a su grupo a un ritmo similar. Al pasar de largo el Sostén del Heraldo —de hecho, la vigilancia mágica de la torre no los hubiera dejado acercarse—, el grupo del gólem había conseguido una amplia ventaja.
En un campamento no muy alejado del suyo, Entreri permanecía de pie con una sonrisa diabólica en el rostro, observando el oscuro horizonte y el haz de luz que sabía con certeza que procedía de la hoguera de su víctima.
Catti-brie también observaba la luz y era consciente de que al día siguiente se enfrentaría con el mayor de los desafíos. Había pasado la mayor parte de su vida junto a los enanos de espíritu guerrero, bajo la tutela del propio Bruenor, quien la había enseñado tanto disciplina como confianza en sí misma. No una fachada engreída para ocultar inseguridades más profundas, sino una verdadera confianza en sí misma y una consciente evaluación de lo que podía y no podía hacer. El hecho de que aquella noche no pudiera conciliar el sueño se debía más a su impaciencia por enfrentarse al desafío que al temor por fracasar.
Levantaron el campamento de buena mañana y llegaron a las ruinas poco antes del alba. Pero el grupo de Bruenor también estaba ansioso, de modo que, al llegar, sólo encontraron los restos del campamento de los compañeros.
—Una hora…, tal vez dos —afirmó Entreri, tras inclinarse y palpar el calor de las brasas.
—Bok ya ha encontrado el nuevo rastro —dijo Sydney, mientras señalaba al gólem, que se estaba acercando a la montaña más cercana.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Entreri mientras el ansia de la caza se apoderaba de él. Catti-brie apenas prestaba atención al asesino y estaba mucho más atenta a las expresiones que asomaban al rostro de Jierdan.
El soldado parecía inseguro de sí mismo. Se apresuró a seguirlos en cuanto Sydney y Entreri se encaminaron en pos de Bok, pero con pasos forzados. Era evidente que no estaba tan entusiasmado como Sydney y Entreri ante la inminente confrontación.
Catti-brie estaba complacida.
Continuaron avanzando durante toda la mañana, bordeando profundos barrancos y rocas, mientras ascendían por el costado de la montaña. De pronto, por primera vez desde que había emprendido la búsqueda dos años atrás, Entreri vio a su presa.
El asesino se había subido a un montón de rocas y había aflojado el paso para descender por una pronunciada pendiente que desembocaba en un reducido valle cubierto de árboles, cuando Bruenor y sus amigos salieron de un pequeño bosque y continuaron avanzando por una escarpada pendiente en la lejanía. Entreri se agazapó de inmediato e indicó a los demás que hicieran lo mismo.
—Detén al gólem —le ordenó a Sydney, pues Bok había desaparecido ya en el diminuto bosque y pronto saldría por el otro lado, sobre otro montón de rocas, a la vista de los compañeros.
Sydney se puso de pie.
—¡Bok, regresa! —gritó, aunque no demasiado fuerte, porque, a pesar de que los compañeros estaban todavía lejos, el eco de la montaña multiplicaba cualquier sonido.
Entreri señaló las cuatro manchas que se veían caminando en la lejanía, frente a ellos.
—Podemos atraparlos antes de que se pierdan por detrás de la montaña —le dijo a Sydney. Luego, caminó unos pasos hacia atrás para unirse a Jierdan y Catti-brie y, con brusquedad, ató las manos de la muchacha a la espalda—. Si sueltas un solo grito, verás cómo mueren tus amigos —le aseguró—. Y luego morirás tú de la forma más desagradable que se me ocurra.
Catti-brie fingió una mueca de terror, complacida de que la última amenaza del asesino le pareciera vacía. Había conseguido superar el grado de terror con el que Entreri había jugado con ella la primera vez que se encontraron en Diez Ciudades. Se había convencido a sí misma, en contra de la repulsa instintiva que sentía contra el despiadado asesino, que en el fondo no era más que un hombre.
Entreri señaló el escarpado valle que había por debajo de los compañeros.
—Iré a través del barranco —le explicó a Sydney—, y les cortaré el paso. Tú y el gólem continuad por el camino y atacadlos por la espalda.
—¿Y yo? —protestó Jierdan.
—¡Quédate con la muchacha! —le ordenó Entreri con aire distraído, como si estuviera hablando con un criado. Luego, se incorporó y empezó a alejarse, negándose a escuchar protesta alguna.
Sydney ni siquiera se dio la vuelta para observar a Jierdan mientras esperaba a que regresara Bok. No tenía tiempo para aquellas disputas y suponía que, si Jierdan no podía hablar por sí mismo, no valía la pena que se preocupara por él.
—Actúa ahora —susurró Catti-brie a Jierdan—. Por ti, no por mí.
El soldado desvió la vista hacia ella, más curioso que enojado, y dispuesto a escuchar cualquier sugerencia que pudiera ayudarlo a salir de aquella incómoda posición.
—La maga ha perdido todo el respeto por ti, hombre —prosiguió Catti-brie—. El asesino ha ocupado tu puesto y ella prefiere estar de su parte y te desprecia. ¡Ésta es tu oportunidad, tu última oportunidad, si lo que ven mis ojos es cierto! ¡Es hora de que muestres tu valía a la maga, soldado de Luskan!
Jierdan miró a su alrededor con nerviosismo. A pesar de que sabía que la mujer intentaría cualquier manipulación, sus palabras eran lo suficientemente ciertas como para convencerlo de que sus suposiciones eran correctas.
Al final, prevaleció el orgullo. Se volvió hacia Catti-brie y le dio un puñetazo que la tumbó en el suelo. Luego, echó a correr por delante de Sydney en persecución de Entreri.
—¿Adónde vas? —le gritó Sydney, pero a Jierdan ya no le interesaban las conversaciones inútiles.
Sorprendida y confusa, Sydney se volvió para ver cómo estaba la prisionera. Catti-brie había previsto aquella reacción, así que soltó un gemido y rodó por el suelo, como si el golpe le hubiera hecho perder el conocimiento, aunque en realidad había conseguido esquivar el puñetazo. Con plena conciencia y coherencia, había calculado sus movimientos para situarse de forma que pudiese pasar los brazos atados por debajo de las piernas y colocarlos por delante del cuerpo.
La comedia de Catti-brie pareció satisfacer a Sydney lo suficiente para que la maga concentrara su atención en la inminente confrontación entre sus dos camaradas. Al oír que Jierdan se aproximaba, Entreri había girado en redondo, con la daga y el sable desenfundados.
—¡Te he dicho que te quedes con la muchacha! —siseó.
—No he venido a este viaje para quedarme a vigilar a tu prisionera —replicó Jierdan, con la espada en la mano.
Aquella sonrisa característica volvió a dibujarse en el rostro de Artemis Entreri.
—¡Regresa! —ordenó por última vez a Jierdan aunque sabía que el orgulloso soldado no iba a obedecerlo, y hasta se alegraba de ello.
Jierdan dio otro paso hacia adelante.
Entreri atacó.
Pero Jierdan era un luchador inteligente, un veterano de muchas escaramuzas, y, si Entreri esperaba derrotarlo con un único golpe, estaba equivocado. La espada de Jierdan desvió el ataque y el soldado devolvió el golpe.
Consciente del evidente desprecio que Entreri mostraba por Jierdan y sabiendo el orgullo que poseía el soldado, Sydney había temido esta confrontación desde que habían salido de la Torre de Huéspedes. Ahora, no le preocupaba en absoluto si uno de los dos moría —sospechaba que iba a ser Jierdan—, pero no iba a tolerar nada que pudiera hacer fracasar su misión. Una vez que el drow estuviera a salvo en sus manos, Entreri y Jierdan podrían resolver sus discrepancias.
—¡Síguelos! —ordenó al gólem que se acercaba—. ¡Detén esta lucha! —Bok se volvió de inmediato y se abalanzó sobre los dos hombres. Mientras, Sydney sacudió la cabeza disgustada, convencida de que pronto volvería a estar la situación bajo control y podrían acabar aquella persecución.
En su distracción, no vio cómo Catti-brie se ponía de pie a sus espaldas.
La muchacha era consciente de que disponía de una sola oportunidad. Se incorporó en silencio y golpeó en la nuca de la maga con toda la fuerza de sus manos atadas. Sydney cayó de bruces sobre la dura roca y Catti-brie salió corriendo en dirección a la arboleda, con la sangre fluyendo a toda prisa por sus venas. Tenía que acercarse lo suficiente a sus amigos para dar un grito de advertencia antes de que sus captores la alcanzaran.
Poco después de que hubo desaparecido en el diminuto bosque, oyó el grito de Sydney.
—¡Bok!
El gólem dio media vuelta y salió en persecución de Catti-brie, ganando terreno a cada paso.
Incluso en el caso de que hubieran visto cómo huía, Jierdan y Entreri estaban demasiado enfrascados en su propia batalla para preocuparse por ella.
—¡No me insultarás nunca más! —gritó Jierdan, alzando la voz por encima del tintineo del acero contra el acero.
—¡Por supuesto que sí! —gruñó Entreri—. ¡Hay muchas formas de despedazar un cadáver, loco, y verás cómo las pruebo todas con tus podridos huesos! —Presionó con más fuerza, concentrado únicamente en su enemigo, mientras las cuchillas iban ganando ímpetu mortal con su danza.
Jierdan contrarrestaba todavía con valentía, pero el experto asesino no tenía grandes dificultades en parar sus golpes, con hábiles defensas y sutiles movimientos. Al poco rato, el soldado había agotado ya su repertorio de estratagemas y golpes y todavía no había conseguido ni acercarse a su objetivo. Moriría en manos de Entreri…, lo vio claro mucho antes de que finalizara la batalla.
Intercambiaron varios golpes más y, mientras los movimientos de Entreri se iban haciendo más y más rápidos, Jierdan, que cogía su espada con ambas manos, atacaba cada vez con más lentitud. El soldado había esperado que Sydney interviniera al llegar a aquel punto. Había demostrado a Entreri su debilidad y no podía comprender cómo la maga no había interferido todavía en la lucha. Echó una ojeada a su alrededor, cada vez más desesperado, y, de pronto, descubrió a Sydney, que yacía de bruces en el suelo.
Pensó que había llegado el momento de hacer una retirada honorable, todavía más preocupado por sí mismo que por lo que le había ocurrido a Sydney.
—¡La maga! —gritó a Entreri—. ¡Tenemos que ayudarla!
Pero el asesino no prestaba atención a sus palabras.
—¡Y la muchacha! —insistió Jierdan, intentando atraer la atención de Entreri. Trató de alejarse del combate, dando un salto hacia atrás y bajando su espada—. ¡Continuaremos con esto más tarde! —declaró en un tono de voz amenazador, a pesar de que no tenía la intención de volver a desafiar al asesino de nuevo.
Entreri no respondió, pero bajó sus armas como si aceptara el trato.
Jierdan, el honorable soldado, dio media vuelta para acercarse a Sydney.
Una daga de pedrería se hundió en su espalda.
Catti-brie tropezaba continuamente, incapaz de mantener el equilibrio con las manos atadas. Las piedras sueltas de la pendiente la hacían resbalar y en más de una ocasión cayó de espaldas al suelo, pero, ágil como un felino, se volvía a incorporar a toda prisa.
Pero Bok era más rápido.
Catti-brie cayó de nuevo y rodó por encima de una roca cuyo extremo era afilado. Empezó a rodar por una peligrosa pendiente de rocas sueltas, mientras oía correr tras ella al gólem, y se dio cuenta de que no podría dejarlo atrás. Sin embargo, no tenía otra alternativa. El sudor le provocaba escozor en una docena de arañazos y le cegaba la vista. La esperanza había desaparecido ya de su mente, pero continuaba corriendo, mientras su valentía se negaba a someterse al evidente final de aquella carrera.
En contra de su desesperación y su terror, encontró la fuerza necesaria para buscar una salida. La pendiente seguía descendiendo unos cincuenta metros por delante de ella, y justo a su lado vislumbró el tronco delgado y podrido de un árbol muerto hacía ya tiempo. Un plan empezó a perfilarse en su mente; un plan desesperado pero que al menos le ofrecía una esperanza para intentarlo. Se detuvo un instante para observar la estructura del tronco podrido y evaluar el efecto que provocaría sobre las piedras el arrancarlo.
Subió unos metros por la pendiente y esperó, agazapada, para realizar su salto imposible. Bok asomó por la cuesta y siguió corriendo tras ella, mientras las rocas salían disparadas por el impacto de las pesadas botas que le cubrían los pies. Enseguida se acercó a ella por la espalda, con sus horrorosos brazos extendidos para atraparla.
Y Catti-brie saltó.
Mientras volaba por los aires, Catti-brie enganchó en el tronco la cuerda que le unía las manos y dejó caer todo el peso de su cuerpo para desarraigarlo.
Bok se precipitó tras ella, sin captar sus intenciones. Incluso cuando el tronco empezó a inclinarse y el entretejido de raíces muertas se levantó del suelo, el gólem fue incapaz de comprender el peligro. Mientras las piedras sueltas empezaban a rodar por la pendiente, Bok mantuvo su mente concentrada en la presa que tenía ante sí.
Catti-brie rebotó contra el suelo y se apartó de la avalancha de piedras. No intentó ni siquiera levantarse, sino que siguió rodando acurrucada a pesar del dolor, para alejarse lo más posible de la movediza pendiente. Su determinación la condujo hasta el grueso tronco de un roble. Se parapetó detrás de él y se volvió para observar la pendiente.
Justo a tiempo para ver cómo el gólem desaparecía bajo una tonelada de rocas sueltas.