Los ojos del gólem
Drizzt no tuvo gran dificultad en convencer a Bruenor de cambiar de rumbo y encaminarse hacia el oeste. Ansioso como estaba el enano por llegar a Sundabar y oír lo que Helm pudiese contarles, la posibilidad de hallar información valiosa a menos de un día de marcha lo puso enseguida a punto para emprender el viaje.
En cuanto al modo en que había conseguido aquella información, Drizzt dio pocas explicaciones, diciendo únicamente que se había encontrado durante la noche con un viajero solitario que iba camino de Luna Plateada. Aunque la historia les parecía poco fundada, los amigos, que respetaban su intimidad y confiaban en él por completo, no hicieron más preguntas.
Después de desayunar, Regis deseó que les hubiese dicho toda la verdad porque las galletas que el viajero había dado a Drizzt eran verdaderamente deliciosas y refrescantes. Tras unos cuantos mordiscos, el halfling se sintió como si hubiera descansado durante una semana entera y el ungüento mágico curó de inmediato la pierna y la espalda herida de Wulfgar, quien, por primera vez desde que habían salido de los Páramos Eternos, pudo caminar sin ayuda del bastón.
Wulfgar sospechó que el encuentro de Drizzt había sido con alguien de gran importancia mucho antes de que el drow les mostrara los regalos maravillosos, porque el optimismo interno del drow, el conocido brillo de sus ojos que reflejaba un espíritu indomable que lo había hecho sobrevivir a pruebas que habrían acabado con la mayoría de hombres, había vuelto, de forma plena y espectacular. El bárbaro no necesitaba conocer la identidad de la persona; simplemente se alegraba de que su amigo hubiera superado la depresión.
Cuando levantaron el campamento, a última hora de la mañana, parecían más un grupo que hubiese empezado una aventura que una comitiva de hombres cansados por el duro camino. Silbando y charlando, fueron siguiendo el cauce del río Rauvin hacia el oeste. Según todos los indicios, parecía que habían salido de la parte dura del viaje relativamente ilesos y habían hecho buenos progresos para conseguir su objetivo. El sol estival brillaba sobre sus cabezas y todas las piezas del rompecabezas de Mithril Hall les parecían al alcance de la mano.
No podían suponer que unos ojos asesinos los observaban.
Desde las colinas situadas al norte del Rauvin, muy por encima de los viajeros, el gólem percibió el paso del elfo drow. Impelido por el hechizo mágico de búsqueda que Dendybar le había otorgado, Bok no tardó en localizar al grupo que seguía el camino. Sin vacilar, el monstruo obedeció las órdenes y salió en busca de Sydney.
Bok apartó una piedra que se interponía en su camino y luego trepó por otra que era demasiado alta para moverla, sin llegar a comprender las ventajas de rodear aquellos obstáculos. El camino de Bok estaba claramente señalado y el monstruo se negaba a desviarse un ápice de la ruta.
—¡Ése es enorme! —se rio entre dientes uno de los guardias del puesto de Rauvin al ver a Bok que se acercaba por el claro. Aún no había acabado de hablar, cuando percibió el peligro inminente: ¡aquél no era un viajero normal!
Con gran coraje, se precipitó a recibir al gólem con la cabeza bien alta, la espada en la mano y su compañero a pocos pasos a sus espaldas.
Pero Bok, concentrado en su objetivo, no prestó atención a sus advertencias.
—¡Detente donde estás! —ordenó el soldado por última vez mientras Bok caminaba los últimos pasos que los separaban.
El gólem no demostró emoción alguna, ni siquiera rabia contra los guardias, al ver que se acercaban a él. Pero le obstaculizaban el paso, así que Bok los apartó de un manotazo. La increíble fuerza de sus brazos derribó sus débiles defensas y los lanzó volando por los aires. Sin detenerse siquiera, el gólem continuó hacia el río y, sin aminorar el paso, desapareció en sus turbulentas aguas.
La alarma se disparó en la ciudad, pues los soldados del puesto de guardia del otro lado del río vieron con claridad el espectáculo. Al instante, se cerraron y se afianzaron las enormes puertas de la ciudad mientras los Caballeros de Plata observaban el río en espera de que volviera a aparecer el monstruo.
Bok mantuvo su camino en línea recta por las profundidades del río, trazando un surco a través de los sedimentos y el barro, sin desviarse un ápice por el empuje de la corriente. Cuando el monstruo volvió a aparecer al otro lado del río, los caballeros apostados junto a la puerta de la ciudad sofocaron un grito, incrédulos, pero permanecieron en sus puestos, con los rostros serios y las armas dispuestas.
La puerta de entrada a la ciudad estaba un poco más arriba del camino que Bok se había trazado. El gólem continuó acercándose a la muralla, pero no cambió de rumbo para dirigirse a la puerta.
De un golpe abrió un agujero en la muralla y pasó a través de él.
Entreri paseaba ansioso por su habitación de la posada de los Sabios Traviesos, cerca del centro de la ciudad.
—Ya deberían haber llegado —dijo, dirigiéndose a Sydney, que permanecía sentada en la cama y estaba asegurando las cuerdas que mantenían presa a Catti-brie.
Antes de que la mujer pudiese responder, una bola de fuego apareció en el centro de la estancia. No se trataba de un fuego real, sino de la imagen ilusoria de una llamarada, como si algo estuviera ardiendo en aquel mismo lugar de otra esfera. De pronto, las llamas menguaron y en su lugar apareció un hombre envuelto en una túnica.
—¡Morkai! —exclamó Sydney.
—Saludos —contestó el espectro—. Y saludos también de Dendybar el Moteado.
Entreri, receloso, reculó hasta un rincón de la habitación, mientras Catti-brie, incapaz de moverse por las ataduras, se mantenía inmóvil.
Sydney, versada en las sutilezas de las invocaciones, supo al instante que el ser de otro mundo estaba bajo el control de Dendybar, y preguntó sin temor:
—¿Por qué te ha ordenado mi maestro que vengas aquí?
—Traigo noticias —contestó el espectro—. El grupo que buscáis se introdujo en los Páramos Eternos hace una semana, al sur de Nesme.
Sydney se mordió el labio inferior, previendo la siguiente revelación del espectro, pero Morkai permaneció en silencio y esperó.
—¿Dónde están ahora? —lo presionó Sydney con impaciencia.
Morkai sonrió.
—Dos veces me lo han preguntado, pero nadie me ha obligado a responder. —Las llamas volvieron a relucir y el espectro desapareció.
—Los Páramos Eternos —repitió Entreri—. Eso explicaría su retraso.
Sydney asintió con aire ausente, ya que otros temas ocupaban sus pensamientos.
—Nadie me ha obligado —susurró para sus adentros, repitiendo las últimas palabras del espectro. Una serie de preguntas incómodas empezaban a abrumarla. ¿Por qué había esperado Dendybar una semana en enviar a Morkai con las noticias? ¿Y por qué no podía el mago obligar al espectro a revelar las acciones más recientes del grupo del drow? Sydney conocía los peligros y las limitaciones de realizar invocaciones, y sabía que toda invocación suponía una merma importante de poder para el mago que realizara el acto. Dendybar había invocado a Morkai al menos tres veces últimamente: la primera, cuando el grupo había llegado a Luskan, y al menos dos más desde que ella y sus compañeros habían emprendido la persecución. ¿Acaso había abandonado Dendybar todas sus precauciones en su obsesión por la Piedra de Cristal? Sydney presentía que el control que el mago moteado ejercía sobre Morkai se había debilitado en gran medida, y esperaba que Dendybar actuara con prudencia en futuras invocaciones, al menos hasta que hubiera descansado profundamente.
—¡Pasarán semanas antes de que lleguen! —opinó Entreri, tras meditar las noticias—. Si es que llegan.
—Quizá tengas razón —admitió Sydney—. Pueden haber caído en los páramos.
—¿Y en ese caso?
—Iremos tras ellos —respondió Sydney sin vacilar.
Entreri estudió su rostro durante unos instantes.
—El premio que buscas debe de ser realmente enorme —murmuró.
—Cumplo con mi deber y no puedo defraudar a mi maestro —replicó con voz fría—. Bok los encontrará aunque estén hundidos en el pantano más profundo.
—Debemos decidir qué hacemos —insistió Entreri mientras desviaba la vista y clavaba sus fríos ojos en Catti-brie—. Me estoy cansando de vigilar a ésta.
—Yo tampoco confío en ella —concedió Sydney—, aunque nos será útil cuando encontremos al enano. Esperaremos durante tres días más. Después, regresaremos a Nesme, y nos introduciremos en los Páramos Eternos si es necesario.
Entreri asintió con reticencia para aprobar el plan.
—¿Has oído? —le susurró a Catti-brie—. Tienes tres días más de vida, a menos que lleguen tus amigos. Si han muerto en los páramos, ya no te necesitamos.
Catti-brie no demostró emoción alguna durante la conversación, resuelta como estaba a no darle a Entreri la ventaja de conocer su debilidad, o su fuerza. Tenía fe en que sus amigos seguían con vida. Las personas como Bruenor Battlehammer y Drizzt Do’Urden no estaban destinadas a morir en una tumba sin nombre en un pantano desolado, y Catti-brie no creería que Wulfgar había muerto hasta que le presentaran pruebas irrefutables. Sujetándose a esa fe, por el bien de sus amigos tenía el deber de mantener una máscara de impasibilidad. Sabía que estaba ganando su batalla personal, que el terror paralizante que Entreri ejercía sobre ella se iba debilitando día a día. Estaría dispuesta a actuar cuando llegara el momento. Ahora, de lo único que tenía que asegurarse era de que Entreri y Sydney no llegaran a darse cuenta.
Había percibido que las tareas del viaje y sus nuevos compañeros estaban afectando al asesino. Ahora Entreri revelaba más emociones, más desesperación, más ansia día a día por finalizar de una vez su trabajo. ¿Sería posible que llegara a cometer un error?
—¡Ha llegado! —gritó una voz en el pasillo, y los tres se sobresaltaron, antes de darse cuenta de que era la voz de Jierdan, que había estado vigilando la Bóveda de los Sabios. Un segundo después, la puerta se abrió de par en par y el soldado se precipitó en la habitación, jadeando.
—¿El enano? —preguntó Sydney mientras agarraba a Jierdan del brazo para calmarlo.
—¡No! —gritó el soldado—. ¡El gólem! ¡Bok ha entrado en Luna Plateada! Lo tienen atrapado junto a la puerta occidental. Han llamado a un mago.
—¡Maldita sea! —exclamó Sydney, antes de encaminarse hacia la puerta. Entreri se dispuso a seguirla, pero antes agarró a Jierdan del brazo y lo hizo dar media vuelta para observarlo cara a cara.
—Quédate con la muchacha —ordenó el asesino.
Jierdan le devolvió la mirada.
—Es tu problema.
Catti-brie percibió que Entreri habría podido matar al soldado con toda facilidad en aquel momento y deseó que Jierdan hubiera observado la mortífera mirada del asesino con la misma claridad que ella.
—¡Haz lo que te dicen! —le gritó Sydney a Jierdan, atajando cualquier posible discusión. Luego, salió de la estancia, seguida de Entreri, que dio un portazo antes de desaparecer.
—Te hubiera matado —le aseguró Catti-brie a Jierdan en cuanto la puerta se cerró—. Lo sabes, ¿verdad?
—¡Silencio! —gruñó Jierdan—. ¡Ya he escuchado bastante de tus viles palabras! —Se acercó a ella con aspecto amenazador y los puños apretados a los costados.
—Pégame, si quieres —lo desafió Catti-brie, consciente de que, incluso si lo hacía, su código moral como soldado le impediría continuar un ataque semejante contra un enemigo indefenso—. ¡Aunque a decir verdad soy la única amiga que tienes en este maldito viaje!
Jierdan se detuvo al instante.
—¿Amiga? —se burló.
—La mejor amiga que puedas encontrar por aquí. Tú eres tan prisionero aquí como yo. —Reconocía el punto débil de aquel hombre orgulloso que se había visto reducido a servir como criado a la arrogante Sydney y a Entreri, y estaba dispuesta a sacar partido de él—. Ahora ya sabes que quieren matarte, pero, incluso si escapas a sus manos asesinas, no tienes lugar a donde ir. Has abandonado a tus amigos de Luskan, y, de todos modos, el mago de la torre se encargará de acabar contigo si vuelves por allí.
Jierdan se puso tenso por la rabia contenida, pero no explotó.
—Mis amigos andan por aquí cerca —continuó Catti-brie a pesar de la advertencia que traducían aquellas señales—. Sé que todavía están con vida y un día cualquiera los encontraremos. En ese momento se decidirá nuestra suerte, soldado, podremos vivir o morir. Para mí misma, veo una posibilidad. Tanto si mis amigos ganan como si negocian conmigo, mi vida me pertenece. Pero, para ti, el camino es mucho más negro. Si mis amigos ganan, te matarán, y si ganan los tuyos… —Dejó que las crudas posibilidades quedaran pendientes durante unos instantes para que Jierdan pudiese valorarlas—. Cuando consigan lo que desean, ya no te necesitarán. —Percibió que el cuerpo del soldado temblaba, no de miedo, sino de rabia, y decidió empujarlo al máximo para que perdiera el control—. Tal vez te dejen vivir —concluyó con voz despreciativa—, si necesitan un lacayo.
Ahora sí que el soldado le dio un puñetazo, uno solo, y reculó.
Catti-brie recibió el golpe sin quejarse, incluso sonriendo a pesar del dolor, aunque intentó ocultar con cuidado su satisfacción. El hecho de que Jierdan hubiera perdido los nervios le demostraba que el continuo desprecio que Sydney, y en especial Entreri, habían mostrado por él había alimentado el fuego del descontento hasta límites insospechados.
También sabía que, cuando Entreri volviese y viera el cardenal que Jierdan le había dejado en la mejilla, aquel fuego ardería incluso con más intensidad.
Sydney y Entreri corrieron por las calles de Luna Plateada guiándose por los inconfundibles sonidos de aquella conmoción. Al llegar a la muralla, encontraron a Bok encerrado en una esfera de brillantes luces verdosas. Caballos sin jinete se movían inquietos a su alrededor entre los gemidos de una docena de soldados heridos, y un anciano, el mago, permanecía ante el globo de luz, rascándose la barba y estudiando al gólem atrapado. Un Caballero de Plata de considerable graduación estaba impaciente a su lado, agitándose con nerviosismo y agarrando firmemente la empuñadura de su espada enfundada.
—Destruye esa cosa y acabemos de una vez —oyó Sydney que el caballero decía al mago.
—¡Oh, no! —exclamó el anciano—. ¡Es una maravilla!
—¿Piensas tenerlo ahí para siempre? —protestó el caballero—. Mira a tu alrededor…
—Perdónenme, señores —los interrumpió la aprendiz de maga—. Soy Sydney, de la Torre de Huéspedes del Arcano, en Luskan. Tal vez pueda ayudarlos.
—Bienvenida —la saludó el mago—. Yo soy Mizzen, de la Segunda Escuela de Conocimiento. ¿Conoces al propietario de esta magnífica criatura?
—Bok es mío.
El caballero desvió la vista hacia ella, sorprendido de que una mujer, o cualquier persona, pudiese controlar a un monstruo que había derribado a varios de sus mejores soldados y destrozado una parte del muro de la ciudad.
—El precio que deberá pagar será alto, Sydney de Luskan —le espetó.
—La Torre de Huéspedes correrá con los gastos —le aseguró—. Ahora, ¿podría dejar al gólem bajo mi control? —pidió al mago—. Bok me obedecerá.
—¡No! —gritó el caballero—. No voy a dejar libre esa cosa.
—Calma, Gavin —lo tranquilizó Mizzen y, volviéndose hacia Sydney, añadió—: Si me lo permite, me gustaría estudiar a este gólem. Es en verdad la construcción de más calidad que he visto en mi vida. Sobrepasa todo lo conocido en los libros sobre la creación.
—Lo siento —respondió Sydney—, pero tenemos poco tiempo. Todavía nos queda un largo camino por delante. Dígame el precio de los destrozos causado por el gólem y lo transmitiré a mi maestro. Les doy mi palabra como miembro de la Torre de Huéspedes.
—Lo pagará usted ahora mismo —protestó el guardia.
De nuevo Mizzen lo hizo callar.
—Disculpe el enojo de Gavin —le dijo a Sydney mientras vigilaba la zona—. Tal vez podamos hacer un trato. Nadie parece haber sido herido de gravedad.
—¡Tres de mis hombres han sido derribados! —lo rebatió Gavin—. ¡Y como mínimo uno de los caballos se ha quedado cojo y habrá que sacrificarlo!
Mizzen hizo un gesto con la mano como para quitar importancia a aquellas quejas.
—Todos se curarán —afirmó—. Se curarán. Y, en cualquier caso, el muro ya necesitaba varias reparaciones. —Desvió la vista hacia Sydney y volvió a acariciarse la barba—. Ésta es mi oferta, y le aseguro que no encontrará otra más justa: déjeme el gólem una noche, sólo una, y yo me ocuparé de los daños que ha producido. Una sola noche.
—¿Y me promete no desmontar a Bok? —preguntó Sydney.
—¿Ni siquiera la cabeza? —suplicó Mizzen.
—Ni siquiera la cabeza —insistió Sydney—. Y vendré a buscarlo a primera hora de la mañana.
Mizzen volvió a rascarse la barba.
—Un trabajo maravilloso —murmuró, atisbando el interior de la prisión mágica—. ¡De acuerdo!
—Si este monstruo… —empezó Gavin, enojado.
—¿Dónde está tu espíritu de aventura, Gavin? —lo interrumpió Mizzen antes de que el caballero pudiese finalizar su advertencia—. Recuerda los preceptos de tu ciudad: estamos aquí para aprender. ¡Si pudieses comprender el potencial de una creación semejante!
Empezaron a apartarse de Sydney, olvidándose ya de su presencia, mientras el mago iba murmurándole a Gavin al oído. Entreri se deslizó entre las sombras de un edificio cercano y se situó junto a la maga.
—¿Por qué ha venido? —inquirió.
Ella sacudió la cabeza.
—Sólo hay una respuesta.
—¿El drow?
—Sí. Bok debe de haberlos seguido al interior de la ciudad.
—No lo creo —razonó Entreri—, aunque tal vez los haya visto. Si Bok hubiera irrumpido en la ciudad detrás del drow y sus esforzados amigos, los habríamos encontrado aquí en plena batalla, intentando librarse de él.
—Entonces, deben de estar todavía afuera.
—O tal vez estaban saliendo de la ciudad cuando Bok los vio. Haré averiguaciones entre los soldados del puesto de guardia. No temas, ¡nuestra presa está ya al alcance de la mano!
Regresaron a la habitación un par de horas después. Gracias a los guardias de la puerta habían descubierto que se había negado la entrada al grupo del drow y ahora estaban ansiosos por recuperar a Bok y salir tras su pista.
Sydney empezó a darle instrucciones a Jierdan respecto a la marcha del día siguiente, pero entonces Entreri advirtió el ojo amoratado de Catti-brie. Se acercó a ella para comprobar las ataduras, y, tras asegurarse de que estaban intactas, se abalanzó sobre Jierdan con la daga desenfundada.
Sydney se apresuró a detenerlo.
—¡Ahora no! —ordenó—. Nuestra recompensa está al alcance de la mano. ¡No podemos permitirnos una cosa así!
Entreri se rio entre dientes de forma diabólica y guardó la daga.
—Hablaremos de esto más tarde —le prometió a Jierdan—. Y, mientras, no te atrevas a volver a tocar a la chica.
«Perfecto», pensó Catti-brie. Desde la perspectiva de Jierdan, las palabras de Entreri eran una muestra evidente de que pensaba matarlo.
Más combustible para las llamas.
Tras recuperar al gólem a la mañana siguiente, las sospechas de Sydney de que Bok había visto al grupo del drow se confirmaron. De inmediato, salieron de Luna Plateada y Bok los guió por la misma ruta que Bruenor y sus amigos habían seguido la mañana anterior.
Pero, al igual que el grupo al que seguían, también a ellos los vigilaban.
Alustriel se apartó un mechón de cabellos de su hermoso rostro, captando la luz del sol con sus ojos verdes, y observó la comitiva con creciente curiosidad. La dama había descubierto a través de los guardianes de la puerta que alguien había estado haciendo preguntas sobre el elfo oscuro.
Por el momento, no podía averiguar qué papel representaba aquel nuevo grupo en la búsqueda, pero sospechaba que su presencia no les aportaría nada bueno. Alustriel había saciado sus ansias de aventuras muchos años antes, pero ahora deseó poder ayudar al drow y a sus amigos en tan noble causa. Sin embargo, se veía presionada por asuntos de estado. Por un momento, consideró la posibilidad de enviar una patrulla para que capturaran a ese segundo grupo, de modo de poder averiguar así sus intenciones, pero luego desvió la vista hacia la ciudad, recordándose a sí misma que ella no era más que un jugador secundario en la búsqueda de Mithril Hall. Sólo podía confiar en la destreza de Drizzt Do’Urden y de sus amigos.