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Luz de estrellas, brillo de estrellas

Wulfgar depositó a Regis y Bruenor en un lecho de musgo en un pequeño claro situado en las profundidades del bosque y luego se dejó caer sumido en el dolor. Drizzt llegó hasta ellos unos minutos después.

—Debemos acampar aquí —iba diciendo el drow—, aunque desearía dejar una distancia más grande entre… —Se detuvo al ver a su joven amigo revolcándose en el suelo y sujetándose con la mano la pierna herida, casi inconsciente por el dolor. Drizzt se inclinó para examinarle la rodilla, con los ojos abiertos de par en par por la impresión y la repugnancia.

Una mano de troll, probablemente de uno de los que él había tumbado cuando Wulfgar rescató a Bruenor, se había agarrado al bárbaro mientras corría y había encontrado un hueco en el dorso de la rodilla. Un dedo engarfiado se había hundido profundamente en la pierna y dos más la estaban perforando en ese mismo instante.

—No mires —aconsejó Drizzt a Wulfgar. Rebuscó en su bolsa y extrajo las yescas para prender fuego a una pequeña rama y con ella quemar la mano asquerosa. En cuanto el miembro empezó a humear y retorcerse, Drizzt lo extrajo de la pierna y lo lanzó al suelo. La mano intentó escabullirse, pero Drizzt se abalanzó sobre ella, pinchándola con la cimitarra, para incendiarla por completo.

Desvió la vista hacia Wulfgar, sorprendido por la tenacidad que había permitido al bárbaro continuar avanzando con una herida semejante. Pero ahora la carrera había terminado, Wulfgar había ya sucumbido al dolor y al cansancio y yacía inconsciente en el suelo junto a Bruenor y Regis.

—Felices sueños —murmuró Drizzt con suavidad a los tres—. Os lo merecéis.

Se inclinó sobre cada uno de ellos para asegurarse de que las heridas que tenían no eran graves y luego, satisfecho de ver que todos se recuperarían, se sentó para montar la vigilancia.

Sin embargo, incluso el esforzado drow había sobrepasado los límites de su resistencia durante la huida a través de los Páramos Eternos y pronto inclinó la cabeza y se unió al sueño de sus amigos.

A última hora de la mañana siguiente, los despertaron los gruñidos de Bruenor.

—¡Olvidasteis mi hacha! —gritó el enano, furioso—. ¡No podré cortar cabezas de inmundos trolls sin mi hacha!

Drizzt estiró los brazos, algo más repuesto pero todavía agotado.

—Te dije que cogieras el hacha —declaró, dirigiéndose a Wulfgar, quien también intentaba salir de su profundo sueño—. Te lo dije con toda claridad —añadió en tono de burla—. ¡Coge el hacha y deja al desagradecido enano!

—Me confundió la narizota —contestó Wulfgar—. Se parece más a una cabeza de hacha que a cualquier otra narizota que haya visto en mi vida.

Bruenor desvió la vista involuntariamente hacia su nariz.

—¡Bah! —gruñó—. Me buscaré una porra. —Y se adentró en el bosque.

—Un poco de silencio, por favor —murmuró Regis, mientras el último resto de su plácido sueño se desvanecía. Enojado porque lo habían despertado tan temprano, volvió a dar media vuelta y se cubrió la cabeza con la capa.

Hubieran podido llegar a Luna Plateada aquel mismo día, pero una única noche de descanso no podía borrar la fatiga de los días que habían pasado en los Páramos Eternos e incluso antes. Además, Wulfgar, con su pierna y espalda herida, tenía que apoyarse en un bastón para andar y el sueño del que había disfrutado Drizzt la noche anterior era el primero en casi una semana. A diferencia de los páramos, aquel bosque parecía bastante tranquilo y, aunque sabían que no habían abandonado todavía las tierras salvajes, se sentían lo suficientemente seguros para emprender el camino a la ciudad y disfrutar, por primera vez desde que salieran de Diez Ciudades, de un placentero paseo.

A mediodía del día siguiente salieron del bosque y recorrieron los últimos kilómetros que los separaban de Luna Plateada. Antes del anochecer, llegaron a la última cuesta y vislumbraron desde arriba el río Rauvin y las espirales de la ciudad encantada.

Todos ellos tuvieron una sensación de alivio y esperanza al observar aquel magnífico paisaje, pero ninguno de ellos lo sintió tan profundamente como Drizzt Do’Urden. Desde los primeros preparativos del viaje, el drow había soñado con que el camino los condujera a través de Luna Plateada, aunque no había hecho nada para influir en la decisión de Bruenor en cuanto a la ruta. Drizzt había oído hablar de la ciudad poco después de su llegada a Diez Ciudades y, de no haber sido por la relativa tolerancia que había encontrado en la tosca comunidad fronteriza, se habría dirigido de inmediato a aquel lugar. De gran renombre por aceptar a todo aquel que viniese en busca de sabiduría, sin importarles la raza, la gente de Luna Plateada ofrecía al elfo oscuro renegado una verdadera oportunidad de encontrar un hogar.

Muchas veces había considerado la posibilidad de viajar hasta allí, pero algo en su interior, tal vez el miedo a hacerse falsas esperanzas o expectativas no cumplidas, lo mantenía dentro de la seguridad del valle del Viento Helado. De este modo, cuando en Longsaddle tomaron la decisión de que Luna Plateada sería su próximo destino, Drizzt había visto cumplida una fantasía que nunca se había atrevido a soñar. Ahora, mientras observaba su única esperanza de encontrar una acogida verdadera en la superficie terrestre, intentó apartar de su mente las aprensiones que todavía sentía.

—¡El Puente de la Luna! —exclamó Bruenor al ver un carro que cruzaba el río Rauvin y que parecía flotar en el aire. El enano había oído hablar de la estructura invisible cuando era un niño, pero nunca lo había visto con sus propios ojos.

Wulfgar y Regis observaron estupefactos el espectáculo del carro volador. Durante su estancia en Longsaddle, el bárbaro había superado en gran medida su temor a la magia, y estaba de verdad ansioso por explorar aquella legendaria ciudad. Regis había estado en la ciudad en una ocasión, pero su familiaridad con el lugar no mermaba en absoluto su entusiasmo.

Se acercaron impacientes al puesto de guardia del río Rauvin, a pesar de su cansancio; al mismo puesto que había permitido el paso del grupo de Entreri cuatro días antes, con los mismos guardias que les habían franqueado el paso.

—Saludos —se presentó Bruenor en un tono que podía considerarse jovial para el austero enano—. ¡La visión de vuestra ciudad ha renovado el ánimo de mi fatigado corazón!

Los guardias apenas lo oyeron, concentrados como estaban observando al drow, que se había apartado la capucha. Parecían sentir curiosidad, ya que nunca con anterioridad habían visto elfos oscuros, pero no mostraban signos de estar sorprendidos ante la llegada de Drizzt.

—¿Nos podéis escoltar a través del Puente de la Luna ahora? —preguntó Regis tras un instante de silencio que empezaba a hacerse incómodo—. No podéis imaginar lo ansiosos que estamos de llegar a Luna Plateada. ¡Hemos oído hablar tanto de esta ciudad!

Drizzt sospechó lo que estaba a punto de suceder. Sentía un sabor amargo en la garganta.

—Marchaos —ordenó el guardia con tranquilidad—. No podéis pasar.

El rostro de Bruenor se contrajo por la ira, pero Regis intentó evitar que explotara.

—Seguro que no hemos hecho nada para merecer este trato tan duro —protestó el halfling con calma—. Somos simples viajeros y no queremos problemas. —Se introdujo la mano en la camisa en busca del rubí hipnótico, pero un gesto de Drizzt lo hizo detenerse.

—Vuestra reputación no parece corresponder con la realidad —señaló Wulfgar a los guardias.

—Lo siento —contestó uno de ellos—, pero tengo órdenes y he de cumplirlas.

—¿Nosotros o el drow? —preguntó Bruenor.

—El drow —contestó el guardia—. Los demás podéis entrar en la ciudad, pero el drow no.

Drizzt sintió que los muros de esperanza se derrumbaban a su alrededor. Le temblaban las manos, colocadas a los costados. Nunca hasta ahora había experimentado un dolor semejante, tal vez porque nunca había acudido a un lugar sin esperar que lo rechazaran. Aún así, se las arregló para ahogar su rabia inmediata, y recordó que aquél era el viaje de Bruenor, no el suyo, para bien o para mal.

—¡Eh, perros! —gritó Bruenor—. El elfo vale más que una docena de vosotros. Me ha salvado la vida un centenar de veces y os atrevéis a decir que no es suficientemente bueno para vuestra apestosa ciudad. ¿A cuántos trolls habéis matado con vuestras espadas?

—Cálmate, amigo —lo interrumpió Drizzt, recobrando por completo el control—. Ya me lo esperaba. Ellos no conocen a Drizzt Do’Urden; sólo la reputación de mi gente. Y no puedes echarles la culpa por eso. Entrad vosotros. Yo os esperaré fuera.

—¡No! —protestó Bruenor en un tono que no admitía discusión—. ¡Si no puedes entrar, ninguno de nosotros lo hará!

—Piensa en tu objetivo, enano cabezota —le espetó Drizzt—. La Bóveda de los Sabios está en la ciudad. Tal vez sea nuestra única esperanza.

—¡Bah! —gruñó Bruenor—. ¡Que se vayan al Abismo esta maldita ciudad y todos los que viven en ella! Sundabar está a menos de una semana de viaje. ¡Helm, el amigo de los enanos, será más hospitalario o soy un gnomo barbudo!

—Deberías entrar —interrumpió Wulfgar—. No dejes que tu rabia interfiera en nuestro propósito. Pero yo permaneceré con Drizzt. ¡Donde él no puede entrar, Wulfgar, el hijo de Beornegar, se niega a entrar!

Pero Bruenor, con unas resueltas zancadas de sus rechonchas piernas, ya se estaba alejando de la ciudad. Regis se encogió de hombros y salió tras él, tan fiel al drow como todos los demás.

—Montad el campamento donde queráis y no temáis —les dijo el guardia, en un tono casi compungido—. Los Caballeros de Plata no os molestarán ni dejarán que ningún monstruo se acerque a las fronteras de Luna Plateada.

Drizzt asintió ya que, a pesar de que el dolor que sentía por el rechazo no había disminuido, comprendía que el guardia había sido incapaz de cambiar la desafortunada situación. Empezó a alejarse lentamente, mientras las incómodas preguntas que había evitado hacerse durante tantos años empezaban a asaltarlo.

Pero Wulfgar no era tan comprensivo.

—Os equivocáis respecto a él —dijo al guardia en cuanto Drizzt se hubo alejado—. Nunca ha alzado una espada en contra de quien no se lo merecía y este mundo, vuestro y mío, puede considerarse afortunado al tener a Drizzt Do’Urden.

El guardia desvió la vista, incapaz de contestar a aquellas justificadas palabras.

—Y me atrevo a poner en duda el honor de aquel que se atiene a órdenes injustas —finalizó Wulfgar.

El guardia dirigió al bárbaro una furiosa mirada.

—Las razones de la dama nunca se ponen en duda —respondió, con una mano sobre el puño de la espada. Simpatizaba con la rabia de los viajeros, pero no podía aceptar ninguna crítica a la dama Alustriel, su amada dirigente—. Sus órdenes siguen siempre un camino justo, y ni tú ni yo tenemos sabiduría suficiente para cuestionarlas —gruñó.

Wulfgar no respondió a la amenaza con ninguna muestra de preocupación. Se limitó a dar media vuelta y seguir a sus amigos.

Bruenor instaló a propósito el campamento a pocos metros del río Rauvin, desde donde se podía ver con claridad el puesto de guardia. Había percibido el embarazo de los guardias al expulsarlo y quería jugar en lo posible con aquel sentimiento de culpa.

—En Sundabar nos indicarán el camino —declaró después de cenar, intentando convencerse a sí mismo y a los demás de que el fracaso en Luna Plateada no afectaría al propósito del viaje—. Y, más allá de esa ciudad está la Ciudadela de Adbar. ¡Si hay alguien en los Reinos que puede conocer Mithril Hall, ése es el Harbromm y los enanos de Adbar!

—Un largo camino —comentó Regis—. El verano habrá acabado antes de que lleguemos a la fortaleza del rey Harbromm.

—Sundabar —repitió Bruenor con tozudez—. ¡Y Adbar si es necesario!

Los dos continuaron con la conversación durante un buen rato. Wulfgar no participaba en ella, ya que estaba demasiado preocupado por el drow, que se había alejado unos metros del campamento después de la comida —que apenas había probado— y observaba en silencio la ciudad junto al río Rauvin.

Cuando Bruenor y Regis se fueron a dormir, todavía enojados, pero sintiéndose suficientemente seguros en el campamento para ceder a su cansancio, Wulfgar se unió al drow.

—Encontraremos Mithril Hall —dijo para levantarle el ánimo, aunque sabía que la tristeza de Drizzt no tenía nada que ver con el objetivo del viaje.

Drizzt asintió, pero no pronunció palabra alguna.

—Su rechazo te ha herido —prosiguió Wulfgar—. Pensé que habías llegado a aceptar tu destino. ¿Por qué es tan diferente esta vez?

De nuevo, el drow permaneció en silencio.

Wulfgar respetaba su intimidad e intentó darle ánimos.

—Ten paciencia, Drizzt Do’Urden, noble guerrero y apreciado amigo. Ten la seguridad de que aquellos que te conocen estarían dispuestos a morir por ti o junto a ti. —Colocó una mano sobre el hombro de Drizzt, dio media vuelta y se marchó.

Drizzt no dijo nada, a pesar de que apreciaba de verdad la inquietud de Wulfgar. Sin embargo, su amistad había superado ya la necesidad de expresar su agradecimiento en voz alta y Wulfgar sólo esperaba haber proporcionado a su amigo cierto alivio, mientras regresaba al campamento, dejando a Drizzt sumido en sus pensamientos.

Las estrellas empezaron a aparecer en el firmamento y el drow permanecía todavía de pie y a solas junto al río Rauvin. Drizzt se había sentido vulnerable por primera vez desde que se habían iniciado sus días en la superficie terrestre, y la decepción que ahora sentía no hacía sino aumentar las mismas dudas que había creído resueltas muchos años atrás, antes incluso de dejar Menzoberranzan, la ciudad de los elfos oscuros. ¿Cómo podía siquiera esperar que se lo aceptara en el mundo bañado por la luz del sol de los elfos de piel blanca? En Diez Ciudades, lugar donde los asesinos y ladrones ocupaban a menudo posiciones respetables y dirigentes, apenas era tolerado. En Longsaddle, donde los prejuicios eran secundarios a la fanática curiosidad de los Harpell, había sido exhibido como un animal doméstico que hubiera sufrido mutaciones, habían investigado y hurgado en su mente y, aunque los magos no pretendían hacerle daño alguno, no eran capaces de comprenderlo y respetarlo como algo más que una rareza digna de ser observada.

Y ahora Luna Plateada, una ciudad fundada y estructurada según los principios de la individualidad y la justicia, una ciudad que recibía con los brazos abiertos a la gente de todas las razas si venían con buenas intenciones, lo había rechazado. Parecía que aceptaban a todas las razas, menos a los elfos oscuros.

Nunca había visto con tanta claridad lo condenado que estaba a llevar una vida de fugitivo. Ninguna otra ciudad, ni siquiera el pueblo más remoto de todos los Reinos, podía ofrecerle un hogar o una existencia dentro de los márgenes de la civilización. Las severas limitaciones de sus posibilidades, o, aún peor, de sus futuras esperanzas de cambio, lo abrumaban.

Permanecía bajo las estrellas, observándolas con el mismo amor y respeto que cualquiera de sus parientes de la superficie podría haber sentido, pero en lo más profundo estaba reconsiderando seriamente su decisión de abandonar el mundo subterráneo.

¿Acaso había actuado en contra de un plan divino, había cruzado las fronteras de un tipo de orden natural? Tal vez debería haber aceptado su destino y haberse quedado en la oscura ciudad, junto a los suyos.

Un parpadeo en el cielo nocturno lo sacó de su ensimismamiento. Una estrella situada encima de él latía y crecía hasta alcanzar un tamaño desproporcionado. Su luz envolvía a Drizzt con un brillo suave y la estrella continuaba latiendo.

De repente, la luz encantada desapareció y de pie frente a él Drizzt divisó a una mujer, con una brillante cabellera plateada y unos ojos resplandecientes que traducían años de experiencia y sabiduría con el ansia de la eterna juventud. Era alta, más alta que Drizzt, y permanecía erguida y envuelta en una túnica de fina seda, con una corona de oro y piedras preciosas en la cabeza.

Lo observó con aspecto de sincera comprensión, como si leyera cada uno de sus pensamientos y comprendiera a la perfección la maraña de emociones con las que se enfrentaba.

—Paz, Drizzt Do’Urden —dijo, en un tono de voz que sonaba dulce como la música—. Soy Alustriel, dama de Luna Plateada.

Drizzt la estudió más de cerca, aunque su porte y su belleza no le dejaban duda alguna de que decía la verdad.

—¿Me conoces? —preguntó.

—Muchos han oído hablar de los Compañeros del Hall, ya que ése es el nombre con el que Harkle Harpell ha bautizado a vuestro grupo. Un enano en busca de su antiguo hogar no es un hecho extraño en los Reinos, pero si va acompañado de un elfo oscuro, no hay duda de que atrae la atención en todos los lugares por donde pasa.

La mujer tragó saliva y clavó la vista en los ojos de espliego.

—Fui yo quien ha denegado tu entrada a la ciudad —confesó.

—Dime, entonces, ¿por qué acudes a mí? —inquirió Drizzt, con más curiosidad que rabia, incapaz de compaginar el rechazo con la persona que tenía ante él. La justicia y la tolerancia de Alustriel era conocida en todas las tierras del norte, a pesar de que Drizzt había empezado a pensar que las historias exageraban, tras su encuentro con los guardias. Sin embargo, ahora que observaba a la dama, que mostraba abiertamente su comprensión, no se creía capaz de desmentir tales historias.

—Creo que te debo una explicación.

—No necesitas justificar tus decisiones.

—Pero debo hacerlo, por mí y por mi hogar, tanto como por ti. El rechazo te ha dolido más de lo que quieres admitir. —Se acercó a él—. También me ha dolido a mí.

—Entonces, ¿por qué? —preguntó Drizzt, cuyo tranquilo rostro reflejaba la furia contenida—. Si me conoces, sabrás que no soy ninguna amenaza para tu gente.

Ella le acarició la mejilla con una mano fría.

—Perspicacia —le explicó—. En el norte, hay una serie de elementos en marcha que hacen que sea de vital importancia actuar con perspicacia, y a veces incluso hay que pasar por alto lo que es justo. Nos hemos visto obligados a cometer un sacrificio contigo.

—Un sacrifico que me es demasiado familiar.

—Lo sé —susurró Alustriel—. Nos han llegado noticias de que fuiste expulsado en Nesme y, por desgracia, es una situación a la que te enfrentas a menudo.

—Voy siempre preparado —respondió con frialdad.

—Pero no aquí —replicó Alustriel—. No lo esperabas en Luna Plateada, o al menos no deberías haberlo esperado.

Su sensibilidad tocó la fibra sensible de Drizzt. El drow sintió que la rabia desaparecía por completo y esperó sus explicaciones, convencido de que la mujer tenía un buen motivo para actuar como lo había hecho.

—Hay una serie de fuerzas en marcha en este lugar que nada tienen que ver contigo, o que al menos no deberían —empezó—. Amenazas de guerra y alianzas secretas, rumores y sospechas que, de hecho, no tienen base ninguna ni tendrían sentido para gente razonable. No soy gran amiga de los mercaderes, aunque los dejo pasar libremente por la ciudad, porque temen que nuestras ideas e ideales constituyan una amenaza para sus estructuras de poder. Son muy poderosos y les gustaría que Luna Plateada se asemejara más a sus pretensiones.

»Pero ya basta de esta charla. Como te he dicho, todo eso no tiene nada que ver contigo. Lo único que te pido que comprendas es que, como dirigente de mi ciudad, a veces me veo obligada a actuar en pro del bienestar general, aunque ello tenga que pagarlo un solo individuo.

—¿Temes acaso las mentiras y sospechas que puedan caer sobre ti si un elfo oscuro se pasea libremente por la ciudad? —preguntó Drizzt, incrédulo—. ¿Dejando simplemente que un drow se pasee entre tu gente te comprometerías en alguna malvada alianza con el mundo subterráneo?

—Tú no eres un drow cualquiera —prosiguió Alustriel—. Tú eres Drizzt Do’Urden, un nombre que está destinado a que se lo conozca en todos los Reinos. Aun así, por ahora tú eres un drow que se está dando a conocer rápidamente a los gobernantes del norte y, al menos en un principio, no pueden comprender que tú hayas abandonado a tu gente.

»Y si parece que la historia se va complicando poco a poco —continuó Alustriel—. ¿Sabías que tengo dos hermanas?

Drizzt sacudió la cabeza.

—Tormenta, una bardo de renombre, y Dove Mano de Halcón, una montaraz. Ambas han empezado a interesarse en el nombre de Drizzt Do’Urden; Tormenta, como una renacida leyenda que pronto necesitará una canción propia, y Dove…, todavía no he podido averiguar sus motivos. Creo que te has convertido en un héroe para ella, en un compendio de cualidades que ella, como montaraz, considera perfectas. Llegó a la ciudad esta misma mañana y se enteró de tu inminente llegada.

»Dove es muchos años menor que yo y no tiene tanta experiencia en cuanto a política del mundo se refiere.

—Y me habría hecho buscar —concluyó Drizzt, que empezaba a ver las implicaciones que tenía Alustriel.

—A la larga, sí —contestó la dama—. Pero no puedo permitirlo, no en Luna Plateada. —Alustriel clavó los ojos en él, con una mirada que traducía unas emociones más profundas y personales—. Y, más todavía, yo misma hubiera deseado una audiencia contigo, como hago ahora.

Las consecuencias de un encuentro semejante dentro de la ciudad parecían evidentes para Drizzt, teniendo en cuenta los conflictos políticos de los que había hablado Alustriel.

—Tal vez en otro momento y en otro lugar —dijo en tono de duda—. ¿Te hubiera molestado tanto?

La mujer contestó con una sonrisa.

—En absoluto.

Una sensación de satisfacción y turbación se apoderó de Drizzt. Desvió la vista hacia las estrellas, mientras se preguntaba si algún día conseguiría descubrir la verdad sobre su decisión de vivir en la superficie terrestre, o si su vida continuaría siendo siempre un tumulto de esperanzas pendientes de un hilo y expectaciones destrozadas.

Permanecieron en silencio unos instantes antes de que Alustriel retomara la palabra.

—Vinisteis a visitar la Bóveda de los Sabios, ¿verdad? —afirmó—. Para descubrir si había alguna referencia sobre Mithril Hall.

—Insté al enano para que entrara en la ciudad —contestó Drizzt—, pero es tozudo como una mula.

—Lo comprendo —se rio Alustriel—, pero no desearía que mis actos interfirieran en vuestra noble búsqueda. Yo misma he estado investigando en la bóveda. ¡No podéis imaginaros lo enorme que es! No hubierais sabido por dónde empezar a buscar en los miles de volúmenes que están alienados en las estanterías. Pero yo conozco mejor que nadie la bóveda y he averiguado cosas que a vosotros os hubiera costado semanas encontrar. Por desgracia, he de deciros que se ha escrito muy poco sobre Mithril Hall, y no hay nada que dé más que una indicación general de dónde se encuentra.

—Entonces tal vez lo mejor sea que nos hayáis expulsado.

Alustriel se ruborizó, incómoda, aunque la observación de Drizzt no traducía sarcasmo ninguno.

—Mis guardias me han informado que planeáis viajar hasta Sundabar —prosiguió la dama.

—Así es. Y, desde allí, nos acercaremos a la Ciudadela de Adbar, si es necesario.

—Mi opinión es que seguís una ruta equivocada. Según todo lo que he podido averiguar en la bóveda, y según mi propio conocimiento de las leyendas de los días en que llegaban tesoros de Mithril Hall, supongo que debe de estar en el oeste, no en el este.

—Nosotros venimos del oeste y nuestra ruta, siguiendo aquellos que habían conocido los muros de plata, nos ha conducido siempre hacia el este —respondió Drizzt—. Más allá de Luna Plateada, nuestras únicas esperanzas son Helm y Harbromm, ambos en el este.

—Helm tal vez pueda deciros algo —admitió Alustriel—, pero poco aprenderéis del rey Harbromm y de los enanos de Adbar. Ellos mismos emprendieron la búsqueda de la tierra natal de Bruenor hace unos años, y pasaron por Luna Plateada… en dirección al oeste. Sin embargo, nunca llegaron a encontrar el lugar y volvieron a casa convencidos de que, o bien había quedado destruido, o bien estaba enterrado bajo alguna montaña, o bien nunca había existido y no era más que un cuento de los mercaderes del sur que comerciaban en el norte.

—No nos das muchas esperanzas —señaló Drizzt.

—No, sí que os las doy —replicó Alustriel—. Al oeste de aquí, a menos de un día de marcha siguiendo una ruta no marcada que va rumbo al norte a partir del río Rauvin, está el Sostén del Heraldo, un antiguo baluarte de gran sabiduría. El heraldo, Noche Antigua, es el único que en la actualidad podría guiaros. Le he informado de vuestra llegada y ha accedido a hablar con vosotros, a pesar de que hace años que no concede audiencia a los visitantes, salvo a mí y a unos pocos eruditos selectos.

—Estamos en deuda contigo —repuso Drizzt con una profunda reverencia.

—No tengáis demasiadas esperanzas —le advirtió Alustriel—. Mithril Hall apareció y desapareció en el mundo en un abrir de ojos. Apenas tres generaciones de enanos trabajaron allí y, aunque te garantizo que una generación de enanos dura un período de tiempo considerable, no ejercían un comercio abierto. Si la leyenda es cierta, muy rara vez dejaban que nadie entrara en sus minas. Extraían sus trabajos en la oscuridad de la noche y los distribuían a través de una intrincada red de agentes enanos para que los llevaran al mercado.

—Se protegían bien de la codicia del mundo exterior —observó Drizzt.

—Pero su ruina vino del propio interior de las minas —concluyó Alustriel—. Un peligro desconocido que todavía puede estar allí, como ya sabes.

Drizzt asintió.

—¿Y, a pesar de ello queréis ir?

—A mí no me importan los tesoros, aunque, si son tan maravillosos como los ha descrito Bruenor, vale la pena echarles un vistazo. Pero ésta es la búsqueda del enano, su gran aventura, y yo sería un amigo desagradecido si no lo ayudara a llevarla a cabo.

—Es difícil tacharte de amigo desagradecido, Drizzt Do’Urden —afirmó Alustriel mientras extraía un pequeño frasco de un bolsillo de su túnica—. Lleva esto contigo.

—¿Qué es?

—Una poción de memoria —le explicó la dama—. Dásela al enano cuando las respuestas a vuestra búsqueda parezcan cercanas. Pero ten cuidado, ¡sus poderes son muy fuertes! Durante un tiempo, Bruenor paseará por los recuerdos de su lejano pasado mientras vive sus experiencias del presente.

»Y esto —prosiguió, mientras sacaba una pequeña bolsa del mismo bolsillo y se la daba a Drizzt— es para todos vosotros. Ungüento para curar heridas y galletas para aliviar el cansancio de un viajero.

—Mis amigos y yo estamos muy agradecidos.

—Es poca la recompensa que puedo darte por la terrible injusticia que he cometido contigo.

—Pero el hecho de que nos la dé alguien que se preocupa por nosotros es el mejor regalo —contestó Drizzt, mientras la observaba intensa y directamente a los ojos—. Me has devuelto la esperanza, dama de Luna Plateada. Me has recordado que siempre hay una recompensa para aquellos que siguen el camino que les dicta su conciencia, un tesoro mucho más importante que las chucherías materiales que a menudo consiguen los hombres injustos.

—Eso es cierto y tu futuro te dará muchas más muestras de ello, hombre orgulloso. Pero ahora es ya más de medianoche y debes descansar. No temas, porque esta noche velaremos vuestro sueño. Buen viaje, Drizzt Do’Urden. Deseo que el camino que te espera sea breve y claro.

Con un gesto de la mano, se desvaneció en la luz de las estrellas, mientras Drizzt se preguntaba si habría soñado aquel encuentro. Pero, en aquel momento, sus últimas palabras llegaron a él como una suave brisa.

—Buen viaje, Drizzt Do’Urden. Y sé paciente. Tu honor y valentía no pasarán inadvertidos.

Drizzt permaneció en silencio durante largo rato. Luego se agachó y arrancó una flor silvestre de la orilla del río y, mientras la acariciaba, se preguntó si él y la dama de Luna Plateada podrían volver a encontrarse en unos términos más propicios y adónde podría conducirlos ese encuentro.

Después lanzó la flor al río Rauvin.

—Dejemos que los acontecimientos se sucedan solos —murmuró con resolución mientras observaba el campamento y a sus amigos—. No necesito fantasías para despreciar los grandes tesoros que ya poseo. —Tomó una profunda bocanada de aire para borrar los restos de su autocompasión.

Y, con su fe restablecida, el estoico montaraz se acostó.