13


La última carrera

Al disiparse la nube de oscuridad, Regis se encontró de nuevo subido al tronco, que ahora era tan sólo un palo carbonizado y negro, y sacudió la cabeza.

—Esta vez hemos ido demasiado lejos —susurró—. No lo conseguiremos.

—Ten fe, Panza Redonda —lo consoló Bruenor mientras nadaba por el pantano para unirse al halfling. Estamos creando historias que podremos contar a los hijos de nuestros hijos y que otros podrán seguir narrando cuando ya no estemos.

—¿Te refieres a hoy, no? —lo cortó Regis—. Porque quizá no habrá un mañana.

Bruenor se echó a reír y se agarró del tronco.

—Todavía no, amigo —le aseguró con una sonrisa—. ¡Todavía tengo un asunto pendiente!

Drizzt, que se disponía a recoger sus flechas, percibió que Wulfgar estaba recostado inmóvil sobre el cuerpo del gusano. Desde aquella distancia, pensó que el joven estaba simplemente exhausto, pero, cuando se acercó un poco más, empezó a sospechar que le había ocurrido algo más serio. Con aquella postura, Wulfgar intentaba no cargar el peso sobre una de las piernas, como si le hubiera quedado dañada o se resintiera de un fuerte golpe en la base de la columna. Cuando Wulfgar vio la mirada preocupada del drow, se incorporó estoicamente.

—Vámonos —sugirió, mientras se acercaba a Bruenor y Regis intentando no cojear.

Drizzt decidió no preguntarle nada. El joven estaba hecho de una madera más dura que la tundra en pleno invierno y era demasiado orgulloso para admitir que había sido herido si no conseguía nada con eso. Sus amigos no podían detenerse a esperar que se curara la herida y, como tampoco podían transportarlo, decidió borrar de su rostro la mueca de dolor y continuar avanzando.

Sin embargo, Wulfgar estaba en verdad herido. Al caer en el agua tras saltar del árbol, se había torcido de mala manera la espalda y, aunque en el fragor de la batalla la adrenalina que corría por sus venas le había impedido percibir el dolor, ahora cada paso era un sufrimiento.

Drizzt lo percibió con la misma claridad con que advirtió la mueca de desesperación que ensombrecía el rostro por lo general alegre de Regis, y tal como vio la extenuación que se escondía tras el suave balanceo del hacha de Bruenor, a pesar de sus palabras optimistas. Observó el páramo que los rodeaba y que parecía extenderse hasta el infinito en todas direcciones, y por primera vez se preguntó si él y sus compañeros no habían sobrepasado ya el límite de sus posibilidades.

Guenhwyvar no había recibido más que unos rasguños durante la batalla, pero Drizzt decidió enviarlo a su mundo, consciente de que los movimientos de la pantera eran muy limitados en los pantanos. Le hubiera gustado poder contar con el poderoso felino en aquellos momentos, pero el agua era demasiado profunda para él y el único modo en que Guenhwyvar hubiera podido continuar con ellos habría sido saltando de rama en rama, algo que Drizzt sabía que no funcionaría. Él y sus amigos deberían proseguir solos. Rebuscando en su interior la energía suficiente para seguir, los compañeros se abocaron a su trabajo. El drow inspeccionó a fondo la cabeza del gusano en busca de todas las flechas que había lanzado, consciente como los demás de que era probable que volviera a necesitarlas antes de salir de los páramos, y los otros tres buscaron el resto de troncos y provisiones.

Poco después, los amigos continuaron avanzando por el pantano, usando el mínimo esfuerzo físico posible, e intentando en todo momento tener la mente bien alerta a los peligros que los rodeaban. Sin embargo, bajo el calor tórrido del sol —aquel día era el más caluroso de todos— y con el suave balanceo de los troncos sobre las aguas tranquilas, todos menos Drizzt acabaron cayendo en un profundo sueño.

El drow continuaba empujando la balsa improvisada y permanecía alerta; no podían permitirse retraso alguno ni ningún descuido. Por fortuna, el agua estaba en calma y no aparecieron obstáculos importantes en su camino. Al poco rato, la imagen del pantano empezó a hacerse confusa ante sus fatigados ojos y perdió todos los detalles, distinguiendo únicamente los perfiles generales y cualquier movimiento súbito entre los juncos.

Pero era un guerrero de rápidos reflejos y una extraordinaria disciplina y, cuando los trolls de los pantanos atacaron de nuevo, la diminuta franja de lucidez que Drizzt Do’Urden había conservado lo devolvió a la realidad con el tiempo justo para robarles el factor sorpresa a los monstruos.

Wulfgar y Bruenor también despertaron de inmediato de su sueño en cuanto oyeron la voz de alarma, con las armas en la mano. Aquella vez se trataba de un ataque de sólo dos trolls, y entre los tres consiguieron derrotarlos en pocos minutos.

Regis permaneció dormido durante toda la batalla.

La fría noche llegó y disipó suavemente las oleadas de calor. Bruenor decidió continuar la marcha y repartirse en dos grupos, para que mientras unos empujaban los otros dos pudiesen descansar.

—Regis no puede empujar —razonó Drizzt—. Es demasiado pequeño para hacer pie en el pantano.

—Entonces, que permanezca sentado y mantenga guardia mientras empujo yo —se ofreció Wulfgar—. No necesito ayuda.

—Bueno, empezad vosotros —ordenó Bruenor—. Panza Redonda ha dormido ya todo el día ¡Podrá montar guardia durante un par de horas!

Drizzt se subió a los troncos por primera vez en todo el día y apoyó la cabeza en su bolsa, pero no llegó a cerrar los ojos. El plan de Bruenor de trabajar en turnos era justo, pero impracticable. En la oscura noche, él era el único que podía guiarlos y percibir con suficiente antelación los posibles peligros, así que en más de una ocasión, mientras Wulfgar y Regis hacían su turno, el drow alzaba la cabeza y daba al halfling indicaciones sobre los alrededores y consejos sobre cuál era la mejor dirección.

Aquella noche no habría ninguna posibilidad de descanso para Drizzt y, aunque soñaba con poder descansar por la mañana, cuando llegó el alba descubrió que estaban de nuevo rodeados de árboles y juncos. La inquietud de los páramos se cernía sobre ellos, como si hubiera un único y silencioso ser vivo espiándolos y obstaculizándoles el paso.

Pero al final el agua resultó beneficiosa para los compañeros. Atravesarla era más fácil que avanzar sobre la tierra y, a pesar de los acuciantes peligros, no se encontraron con ningún otro ser hostil tras el segundo ataque de trolls. Cuando al fin llegaron a tierra firme, tras días y noches de deslizarse por el agua, supusieron que habían cubierto ya la mayor parte del trayecto a través de los Páramos Eternos. Hicieron subir al halfling al árbol más alto que encontraron, ya que él era el más ligero y podría trepar a las ramas más altas (en especial después de que el duro viaje hubiera suavizado la curva de su vientre), y sus esperanzas se vieron satisfechas. En el lejano horizonte oriental, pero no a menos de uno o dos días de marcha, Regis divisó árboles: no los pequeños grupos de abedules o los árboles cubiertos de musgo húmedo de los pantanos, sino un espeso bosque de robles y olmos.

Continuaron avanzando con renovadas energías a pesar de su cansancio. Volvieron a caminar sobre tierra sólida y se dieron cuenta de que ya no tendrían que acampar con las hordas de trolls vagabundos acechándolos en la oscuridad, pero también comprendieron que todavía no habían salido por completo de los Páramos Eternos, aunque no tenían la más mínima intención de dejar que sus malvados habitantes los derrotaran en esta última parte del viaje.

—Por hoy, deberíamos detenernos —sugirió Drizzt, aunque el sol tardaría más de una hora en alcanzar el horizonte en el oeste. El drow empezaba ya a percibir la presencia de los trolls, quienes, tras despertarse de su sueño diurno, habían detectado el olor de los visitantes de los páramos—. Debemos preparar el campamento con sumo cuidado. Todavía no estamos libres de la garra de los páramos.

—Perderemos una hora o dos —respondió Bruenor, no para discutir sino para presentar la parte negativa del plan. El enano recordaba con demasiada claridad la horrible batalla que habían librado en aquel montículo de rocas y no sentía el más mínimo deseo de repetir semejante esfuerzo colosal.

—Ya las podremos recuperar mañana por la mañana —insistió Drizzt—. Ahora, nuestra mayor preocupación es seguir con vida.

Wulfgar estaba de acuerdo con él.

—El hedor de esas bestias inmundas es cada vez más fuerte —declaró—. Y están en todas partes, así que, como no podemos huir de ellos, será mejor que luchemos.

—Pero a nuestra manera —añadió Drizzt.

—Allí arriba —sugirió Regis, señalando una cresta abierta de hierba situada a su izquierda.

—Demasiado abierta —protestó Bruenor—. Los trolls pueden trepar con facilidad y nos será difícil detenerlos.

—No si está ardiendo —replicó Regis con una furtiva sonrisa, y sus compañeros tuvieron que admitir que estaba en lo cierto.

Se pasaron el resto del día preparando sus defensas. Wulfgar y Bruenor recogieron cuanta leña seca pudieron encontrar y la colocaron en líneas estratégicas para demarcar el diámetro de la zona que deseaban incendiar, mientras Regis abría un cortafuegos en la cima de la colina y Drizzt montaba guardia. Su plan de defensa era muy simple: dejar que los trolls se acercaran a ellos y luego incendiar toda la colina, excepto la zona en la que se encontrasen ellos.

Tan sólo Drizzt reconocía un punto débil en el plan, aunque no tenía nada mejor que ofrecer. Había luchado contra trolls mucho antes de que llegaran a esos páramos y conocía la tozudez de aquellas bestias inmundas. Cuando las llamas de su emboscada se extinguieran —mucho antes del alba—, él y sus amigos quedarían indefensos ante los trolls restantes. Su única esperanza era que la carnicería del incendio disuadiera a futuros enemigos.

Wulfgar y Bruenor hubieran deseado preparar más cosas, porque el recuerdo de la batalla mantenida en el montículo era demasiado vívido en sus mentes como para que cualquier defensa contra los trolls les pareciera insuficiente. Pero con la llegada de la noche empezaron a rodearlos ojos hambrientos. Se reunieron con Regis y Drizzt en el campamento situado en lo alto de la colina y se agazaparon en una ansiosa espera.

Transcurrió una hora, aunque para ellos se les hizo eterna, y la noche se cerró a su alrededor.

—¿Dónde están? —inquirió Bruenor, dando impacientes golpes al hacha, en un gesto muy poco habitual en el veterano guerrero.

—¿Por qué no atacan? —intervino Regis, cuya ansiedad se acercaba ya al pánico.

—Sed pacientes y alegraos —les respondió Drizzt—. Cuantas más horas pasen antes de que entremos en combate, más posibilidades tenemos de volver a ver el nuevo día. Supongo que todavía no nos habrán encontrado.

—Yo diría que deben estar reuniéndose para atacarnos todos de golpe —opinó Bruenor con una mueca.

—Eso es bueno —dijo Wulfgar, que estaba cómodamente tumbado y observando la oscuridad—. Cuantos más monstruos asquerosos vengan, más probarán el sabor del fuego.

Drizzt percibió que la fuerza y determinación del bárbaro conseguían apaciguar a Regis y Bruenor. El hacha del enano detuvo su nervioso balanceo y fue colocada en el suelo, al lado de Bruenor, preparada para la tarea que le esperaba. Incluso Regis, el guerrero más reticente, cogió su pequeña maza con un gruñido y los nudillos de la mano se le pusieron blancos por la fuerza.

Transcurrió otra hora interminable.

Sin embargo, el retraso no mermó un ápice el estado de alerta que mantenían los compañeros. Sabían que el peligro estaba ahora muy cerca, pues hasta ellos llegaba el hedor cada vez más fuerte de las bestias que se apiñaban en la niebla y la oscuridad, fuera de su vista.

—Enciende las antorchas —ordenó Drizzt a Regis.

—¡Atraeremos a las bestias de varios kilómetros a la redonda! —protestó Bruenor.

—Ya nos han encontrado —respondió Drizzt, señalando la base de la colina, aunque sabía que sus compañeros no podían ver los trolls que se arracimaban en la oscuridad—. La visión de las antorchas los mantendrá alejados y nos proporcionará más tiempo.

Pero, mientras hablaba, el primer troll emprendió el ascenso de la colina. Bruenor y Wulfgar esperaron, agazapados, hasta que el monstruo llegó casi hasta donde estaban, y entonces saltaron sobre él con una súbita furia. El hacha y el martillo se abrieron camino con un frenesí brutal de golpes bien colocados y el monstruo cayó al instante.

Regis había encendido una de las antorchas. La lanzó a Wulfgar y éste se apresuró a incendiar el cuerpo del troll caído antes de que rodara por la colina. Dos trolls más que se habían acercado a la base de la colina huyeron perdiéndose en la niebla al ver el tan temido fuego.

—¡Ah! Habéis descubierto el truco demasiado pronto —gruñó Bruenor—. ¡No podremos pillar a ninguno con las antorchas a la vista!

—Si las antorchas los mantienen alejados, podemos darnos por satisfechos —insistió Drizzt, aunque era demasiado inteligente para creer en esa posibilidad.

De pronto, como si los mismos páramos les hubieran inyectado su veneno, una enorme horda de trolls se alineó en la base del peñasco. Se acercaban vacilantes, sin asustarse por la presencia del fuego, pero cada vez eran más numerosos y acechaban extasiados la colina.

—Paciencia —dijo Drizzt a sus compañeros al ver su inquietud—. Mantengámoslos detrás del cortafuegos, pero dejad que se introduzcan la mayor cantidad posible dentro de la zona donde está la leña.

Wulfgar se acercó corriendo al borde del cortafuegos agitando la antorcha con gesto amenazador.

Bruenor permanecía de pie, con los dos últimos frascos de aceite en las manos, trapos empapados colgando de ellos y una amplia sonrisa en el rostro.

—La hierba está todavía muy verde para arder —dijo a Drizzt con un guiño—. Necesitaremos un poco de ayuda para que la cosa funcione.

Los trolls se apiñaban en la base del peñasco y la horda avanzaba con determinación, mientras nuevos monstruos engrosaban las filas a cada paso.

Drizzt fue el primero en entrar en acción. Con una antorcha en la mano, se acercó corriendo a una pila de leña y le prendió fuego. Wulfgar y Regis se unieron a él por detrás, intentando encender el máximo de hogueras entre ellos y el avance de trolls. Bruenor lanzó su antorcha sobre la primera fila de monstruos, con la esperanza de pillarlos entre dos fuegos, y luego vertió los frascos de aceite sobre los grupos en que se concentraban más trolls. Las llamas se alzaron contra el cielo nocturno, iluminando la zona más cercana pero aumentando la oscuridad de lo que había detrás. Los trolls estaban tan apiñados que no podían volverse con facilidad y huir, y el fuego, como si lo comprendiese, descendía metódicamente por encima de ellos.

Cuando uno de ellos empezó a arder, su frenética danza esparció las llamas hasta mucho más allá de la base de la colina.

En toda la amplia extensión de los páramos, las criaturas detuvieron un instante sus acciones nocturnas para observar aquella hoguera cada vez más grande y escuchar los chillidos de trolls moribundos que les traía el viento.

Amontonados en la cima del peñasco, los compañeros estuvieron a punto de sucumbir por el calor que desprendía el fuego, pero las hogueras se consumieron rápidamente, alimentadas por la carne de troll, y pronto empezaron a extinguirse, dejando en el aire un hedor repulsivo y una tierra chamuscada como testigo de la carnicería que se había sucedido en los Páramos Eternos.

Los compañeros prepararon más antorchas para poder emprender la huida del peñasco, ya que, incluso después del incendio, quedaban todavía muchos trolls dispuestos a luchar, y los amigos no podían esperar mantener su posición una vez que se hubiera consumido el fuego. Por insistencia de Drizzt, esperaron a que se abriera una clara vía de escape en la parte oriental del peñasco y, en cuanto la vieron, empezaron a correr en la oscuridad, abalanzándose sobre los primeros grupos de sorprendidos trolls con un ataque tan súbito que los monstruos quedaron desparramados por el suelo, muchos de ellos envueltos en llamas.

Corrieron a través de la noche, pisando ciegamente lodo y zarzas, con la esperanza de que la suerte les impidiera hundirse en un pantano sin fondo. Su huida pilló a los monstruos tan por sorpresa que durante varios minutos no observaron indicios de que los estuvieran persiguiendo.

Pero los trolls no tardaron en reaccionar y pronto empezaron a escuchar gruñidos y chillidos a su alrededor.

Drizzt se situó en cabeza. Confiando en su instinto tanto como en su visión, guiaba a sus amigos a derecha e izquierda, a través de las zonas que parecían presentar menos obstáculos, tratando de seguir la ruta hacia el este. Con la esperanza de jugar con el único temor de los trolls, prendían fuego a todo lo que encontraban a su paso y que podía arder.

Mientras avanzaba la noche, no se toparon con ningún obstáculo, pero los gruñidos y las fangosas pisadas a pocos metros a sus espaldas no cesaban. Pronto empezaron a sospechar que una inteligencia colectiva estaba trabajando en contra de ellos, ya que, a pesar de que no cabía duda de que corrían más deprisa que los trolls que llevaban a sus espaldas y a los lados, siempre aparecían más dispuestos a continuar la persecución. Algo diabólico impregnaba aquellas tierras, como si los mismos Páramos Eternos fueran sus enemigos. Los trolls los perseguían y constituían el peligro más inmediato, pero los amigos sospechaban que, incluso en el caso de que desapareciesen los trolls y los demás habitantes de los páramos, el lugar continuaría siendo malvado.

Llegó el alba, pero la luz del sol no les proporcionó descanso alguno.

—¡Hemos enojado a los páramos! —gritó Bruenor al darse cuenta de que esta vez la persecución no finalizaría tan fácilmente—. No hallaremos descanso hasta que nos alejemos de sus fronteras.

Continuaron avanzando, viendo las sombras larguiruchas que les salían al paso mientras viraban de rumbo, o aquellas que corrían junto a ellos, o justo a sus espaldas, apenas visibles y esperando tan sólo que alguno de ellos tropezara y cayera. Estaban rodeados de profundos pantanos, que les impedían mantener el ritmo y no hacían sino confirmar sus temores de que los propios páramos se habían alzado en contra suya.

Perdido cualquier pensamiento, perdida cualquier esperanza, continuaban corriendo, empujando a sus cuerpos más allá de sus límites físicos y emocionales, a falta de cualquier otra alternativa.

Apenas consciente de sus acciones, Regis tropezó y cayó al suelo. Su antorcha rodó por el suelo, pero ni siquiera se dio cuenta… ¡No sabía cómo ponerse de nuevo en pie y ni siquiera era consciente de haberse caído! Fauces hambrientas se abalanzaron sobre él, asegurada por fin una presa.

Sin embargo, el famélico monstruo se quedó frustrado porque Wulfgar se acercó al instante y cogió al halfling en brazos. El enorme bárbaro lanzó su martillo contra el troll, apartándolo de su camino, y consiguió mantener el equilibrio y continuar avanzando.

Drizzt había abandonado ya cualquier táctica sutil, al comprender la situación que se desarrollaba a sus espaldas. Más de una vez había tenido que aminorar el paso por culpa de los tropezones de Bruenor y dudaba de la habilidad de Wulfgar para continuar con el halfling en brazos. Sin duda, el exhausto bárbaro no tenía la más mínima posibilidad de alzar a Aegis-fang para defenderse. Su única esperanza era llegar a los límites de los páramos. En cualquier momento podían toparse con un pantano demasiado profundo o un barranco, e, incluso en el caso de no encontrar barreras naturales que les obstruyeran el camino, tenía pocas esperanzas de poder mantenerse fuera del alcance de los trolls durante mucho más rato. Drizzt temía que llegara el momento en que debería tomar una difícil decisión: huir para salvar su propia vida, ya que parecía que él era el único que tenía posibilidades de escapar, o permanecer junto a sus amigos condenados en una batalla que no podían ganar.

Continuaron corriendo e hicieron grandes progresos durante otra hora, pero el propio tiempo empezaba a afectarlo. Drizzt oía que Bruenor murmuraba a su lado, perdido en algún sueño de sus días infantiles en Mithril Hall. Wulfgar, con el halfling inconsciente en brazos, andaba despacio tras ellos, recitando una oración a uno de sus dioses y utilizando el ritmo de sus cantos para mantener el paso.

De pronto, Bruenor cayó, al recibir un golpe de un troll que había llegado hasta ellos sin que se dieran cuenta.

La fatídica decisión fue fácil para Drizzt. Dio media vuelta, con las cimitarras en las manos. No podía transportar en brazos al pesado enano y no tenía la más mínima posibilidad de derrotar a la horda de trolls que se acercaba.

—¡Aquí finaliza nuestra historia, Bruenor Battlehammer! —gritó—. ¡En plena batalla, como es debido!

Wulfgar, confuso y jadeante, no eligió conscientemente su siguiente movimiento. Era tan sólo una reacción a la escena que veía ante él, un acto realizado por la tozuda obstinación de un hombre que se resiste a rendirse. Se abalanzó sobre el enano, que en aquel momento había conseguido ponerse de rodillas, y lo alzó con la mano que le quedaba libre. Dos trolls se lanzaron sobre él.

Drizzt Do’Urden estaba junto a ellos y el heroico gesto del joven bárbaro le sirvió de inspiración. Llamas de furia volvieron a brillar en sus ojos color de espliego y sus cimitarras emprendieron su propio baile de muerte.

Los dos trolls se abalanzaron para clavar sus garras sobre sus indefensas presas, pero Drizzt pasó como un relámpago ante ellos y en un instante los monstruos se dieron cuenta de que ya no tenían garras con las que atacar.

—¡Corre! —gritó Drizzt, protegiendo la retaguardia mientras animaba al bárbaro con un torrente de entusiastas palabras. En aquel último arranque de ansia de batalla, el cansancio desapareció por completo del drow. Corría por todas partes y desafiaba a gritos a los trolls, pero cualquiera que se acercara demasiado probaba el filo de sus cimitarras.

Gruñendo con cada doloroso paso y con los ojos ardiendo por el sudor, Wulfgar salió corriendo a ciegas. No se detuvo a pensar cuánto tiempo podría continuar avanzando con una carga tan pesada, ni en la muerte segura y horrorosa que lo acechaba por los flancos y que probablemente le cortaba también el paso. No se detuvo a pensar en el dolor insufrible de su espalda herida, o en la nueva punzada que sentía en el dorso de la rodilla. Su mente estaba únicamente concentrada en ir poniendo una bota delante de la otra.

Atravesaron unas zarzas, bajaron una colina y rodearon otra. Sus corazones se alegraron un instante pero pronto decayó su ánimo. Ante ellos se abría el amplio bosque que Regis había vislumbrado, el final de los Páramos Eternos, pero entre ellos y el bosque esperaba un sólido grupo de trolls, de tres filas de ancho.

No era tan fácil librarse de las garras de los páramos.

—Sigue —ordenó Drizzt a Wulfgar en un susurro, como si temiera que los páramos pudieran oírlo—. Me queda aún una última baza.

Wulfgar vio el grupo de trolls ante él, pero incluso en la situación actual, su confianza en Drizzt superaba todas las objeciones que pudiera hacerle su sentido común. Tras asir con más firmeza a Bruenor y Regis, inclinó la cabeza y empezó a gruñir a aquellas bestias, soltando gritos de rabia frenética.

Cuando estaba a punto de alcanzar a los trolls, con Drizzt pisándole los talones, y los monstruos esperaban ansiosos el momento de detener su impulso, el drow jugó su última carta.

Llamaradas mágicas empezaron a surgir del bárbaro. No tenían poder alguno para quemar, ni a Wulfgar ni a los trolls, pero la visión del enorme hombre salvaje envuelto en llamas que se abalanzaba sobre ellos sembró el terror en los corazones de los monstruos, normalmente impasibles.

Drizzt hizo durar el hechizo el tiempo preciso, permitiendo a los trolls un único segundo para reaccionar a aquella trampa. La fila de monstruos se abrió como si fuera agua ante la quilla de un barco y Wulfgar, tambaleándose al no encontrar el impacto que esperaba, se coló entre ellos, con Drizzt pegado a él.

Cuando los trolls se reagruparon para emprender la persecución, sus presas subían ya la última colina para salir de los Páramos Eternos y se introducían en el bosque…, un bosque bajo la protección de la dama Alustriel y los galantes Caballeros de Plata.

Al llegar al primer árbol, Drizzt se volvió para ver si los seguían. Una pesada niebla se arremolinaba en los páramos, como si aquella malvada tierra hubiera cerrado sus puertas tras ellos. Ningún troll atravesó sus límites.

El drow se apoyó contra el tronco del árbol, demasiado exhausto para sonreír.