Los Páramos de los Trolls
Aquél era un territorio de tierra oscura y brumosos pantanos en la que el decaimiento y una terrible sensación de peligro predominaban incluso sobre el cielo más soleado. El terreno subía y bajaba constantemente y en la cima de cada colina, por la que todo viajero ascendía con la esperanza de que fuera la última, sólo había más desolación y el mismo paisaje invariable.
Los Jinetes de Nesme se adentraban en los páramos cada primavera para instalar largas hileras de fuegos y alejar de las fronteras de su ciudad a los monstruos de aquella tierra hostil. Se acercaba ya el final de la estación y habían pasado varias semanas desde la última quema, pero los valles aún estaban cubiertos de un humo pesado procedente de las grandes hogueras que todavía ardían sobre pilas de leños.
Bruenor había conducido a sus amigos a los Páramos de los Trolls por su tozudez en desafiar a los jinetes y estaba decidido a llegar a Luna Plateada por este camino. Pero, tras el primer día de viaje, incluso él empezó a dudar de su decisión. El lugar exigía una alerta constante, y en cada grupo de árboles chamuscados por el que pasaban se veían obligados a detenerse, ya que los tocones negruzcos y sin hojas y las ramas caídas tenían un inquietante parecido con los monstruos de los pantanos. En más de una ocasión, la esponjosa tierra que pisaban se convertía de pronto en un profundo charco de lodo y tan sólo la rápida reacción de aquel que se encontraba más cerca les impedía comprobar la profundidad real de aquellos hoyos.
Una brisa continua recorría los páramos, alimentada por el contraste entre pedazos de tierra caliente y fríos pantanos, y hasta ellos llegaba un olor más nauseabundo que el humo o el hollín de las hogueras, un olor enfermizo y dulzón que le resultaba desagradablemente familiar a Drizzt Do’Urden: el hedor de los trolls.
Aquél era su territorio y todos los rumores que habían oído sobre los Páramos Eternos, y de los cuales se habían reído desde la comodidad del Fuzzy Quarterstaff, no podían haberlos preparado para la realidad que los envolvió de improviso al entrar en aquel lugar.
Bruenor había calculado que podían cruzar los páramos en cinco días si mantenían un buen ritmo y, aunque durante el primer día cubrieron la distancia prevista, el enano no había tenido en cuenta los continuos rodeos que iban a tener que dar para esquivar los pantanos. Aquel primer día, después de caminar durante más de treinta kilómetros, descubrieron que en realidad no habían avanzado más que quince en línea recta.
Aun así, no se toparon con ningún grupo de trolls ni con ningún otro tipo de demonios, y aquella noche montaron el campamento con una especie de calmado optimismo.
—¿Harás la guardia? —preguntó Bruenor a Drizzt, consciente de que sólo el drow poseía los aguzados sentidos necesarios para poder sobrevivir aquella noche.
Drizzt asintió.
—Toda la noche —contestó.
Bruenor no hizo objeción alguna, aunque sabía que, tanto si montaba guardia como si no, nadie iba a poder pegar ojo aquella noche.
La oscuridad se extendió de repente y por completo. Bruenor, Regis y Wulfgar no eran capaces de ver sus propias manos aunque se las acercaran a la cara, y con la oscuridad llegaron los sonidos de una pesadilla real. Chapoteos y ruidos de succión resonaban a su alrededor. El humo se mezclaba con la niebla nocturna y envolvía los troncos de los árboles pelados. El viento no arreció, pero el hedor que llevaba se intensificó y con él empezaron a llegar los gemidos de los espíritus atormentados de aquellas personas que habían perecido en los páramos.
—Recoged vuestras cosas —susurró Drizzt a sus amigos.
—¿Qué oyes? —preguntó Bruenor con calma.
—Directamente nada —fue la respuesta—. Pero lo percibo a mi alrededor, como vosotros. No podemos dejar que nos encuentren aquí sentados. Debemos movernos por entre ellos para evitar que nos rodeen.
—Me duelen las piernas —se quejó Regis—, y tengo los pies hinchados. ¡Ni siquiera estoy seguro de poder ponerme de nuevo las botas!
—Ayúdalo, muchacho —dijo Bruenor a Wulfgar—. El elfo tiene razón. Si es necesario, te llevaremos, Panza Redonda, pero no podemos quedarnos quietos.
Drizzt tomó la delantera. De vez en cuando tenía que dar la mano a Bruenor, quien hacía lo propio con Regis y éste con Wulfgar, que cerraba la marcha, para evitar que sus compañeros se desviaran del camino que había elegido.
Todos ellos podían percibir las formas oscuras que se movían a su alrededor y oler el hedor de los miserables trolls, aunque Drizzt era el único que podía ver cómo la horda se cerraba en torno a ellos y, comprendiendo lo apurado de su situación, instaba a sus amigos a caminar cada vez más deprisa.
Pero la suerte estaba de su parte aquella noche, ya que al poco rato emergió la luna, transformando la niebla en un fantasmal manto de plata, y bajo su luz todos pudieron ver el acuciante peligro. En cuanto pudieron distinguir todos los movimientos que se sucedían a su alrededor, los amigos echaron a correr.
Formas larguiruchas y tambaleantes se agolparon en la niebla a sus espaldas y dedos ganchudos aparecieron por todas partes para cerrarles el paso mientras los cuatro viajeros corrían con todas sus fuerzas. Wulfgar se situó al lado de Drizzt y mantuvo a los trolls apartados sacudiendo a derecha e izquierda a Aegis-fang, mientras el drow se concentraba en mantener la marcha en la dirección correcta.
Corrieron durante horas, pero los trolls estaban por todas partes. Sin prestar atención a la fatiga, los dolores o el entumecimiento de sus miembros, los amigos corrían con la certidumbre de que la muerte que les esperaba si flaqueaban un instante sería horrible, y el miedo ahogaba los lamentos de sus cuerpos. Hasta Regis, demasiado gordo y débil, y con las piernas cortas para aquel camino, mantenía en todo momento el ritmo e incluso instaba a sus amigos a correr todavía más.
Sin embargo, Drizzt comprendió enseguida que aquella loca carrera no los conduciría a ninguna parte. El martillo de Wulfgar iba cada vez más lento y todos ellos tropezaban más y más a cada minuto que pasaba. La noche era larga y el alba ni siquiera podía garantizarles que finalizaría aquella persecución. ¿Cuántos kilómetros más podrían aguantar? ¿Cuándo acabarían perdiéndose en un camino que terminara en un pantano sin salida y con una multitud de trolls a sus espaldas?
Al final, Drizzt decidió cambiar de estrategia. En vez de buscar únicamente un camino por el que huir, se concentró en encontrar un terreno que les permitiese defenderse. Vislumbró un pequeño montículo, de unos tres metros de alto, con las paredes cortadas casi en perpendicular por los tres lados que veía desde ese ángulo. Un solitario árbol crecía en uno de los lados. Le señaló el lugar a Wulfgar, quien comprendió al instante el plan y cambió de rumbo. Dos trolls aparecieron frente a ellos para cerrarles el paso, pero Wulfgar, henchido de rabia, se abalanzó sobre ellos. Aegis-fang subía y bajaba una y otra vez con movimientos frenéticos y los tres compañeros consiguieron colarse tras el bárbaro y abrirse camino hasta el montículo.
Wulfgar salió corriendo para unirse a ellos, mientras los tozudos trolls se apiñaban a sus espaldas y un grupo todavía mayor de aquellos miserables seres se unía a la persecución.
Con sorprendente agilidad, a pesar de su abultado vientre, Regis trepó por el árbol para alcanzar la cima del montículo, mientras Bruenor, cuya constitución no le facilitaba las cosas, luchaba por avanzar centímetro a centímetro.
—¡Ayúdalo! —gritó Drizzt a Wulfgar con la espalda apoyada en el árbol y las cimitarras a punto—. ¡Luego, sube tú! Yo los mantendré alejados.
Wulfgar estaba jadeando y una línea de sangre brillante le cruzaba la frente. Se abalanzó sobre el árbol y empezó a trepar por detrás del enano. Las ramas se rompían bajo el peso de sus cuerpos y parecían perder un centímetro por cada uno que avanzaban, pero al fin Regis pudo agarrar a Bruenor de la muñeca y ayudarlo a subir el último tramo, y Wulfgar, con el camino despejado frente a él, no tardó en unírseles en la cima. Suspiraron aliviados al sentirse seguros, pero pronto desviaron la vista hacia abajo, preocupados por su amigo.
Drizzt peleaba con tres de aquellos monstruos y muchos más se agolpaban detrás de ellos.
Wulfgar consideró la posibilidad de colgarse por una rama y aterrizar al lado del drow, pero Drizzt, que observaba de vez en cuando por encima del hombro para ver cómo trepaba por el árbol, percibió la vacilación del bárbaro y pareció leerle el pensamiento.
—¡Vete! —gritó—. ¡Aquí no me ayudas en nada!
Wulfgar se detuvo a considerar la orden. Su confianza y respeto por Drizzt sobrepasaban su impulso de bajar y unirse a la contienda, así que obligó a sus reticentes piernas a subir hasta unirse con Regis y Bruenor en la pequeña meseta de la cima.
Los trolls se dispusieron a rodear al drow, y sus afiladas garras intentaban alcanzarlo por todas partes. Drizzt oía los implorantes gritos de sus amigos para que abandonara la lucha y se uniera a ellos, pero sabía que los monstruos ya se habían colocado de forma que le impedían la retirada.
Una ancha sonrisa apareció en sus labios y la luz de sus ojos centelleó.
Se abalanzó sobre la horda de trolls, apartándose del inaccesible montículo y de sus horrorizados amigos.
Pero los tres compañeros apenas tuvieron tiempo de pensar en la suerte que podía correr el drow, ya que pronto se vieron asaltados por todos los lados por trolls incansables que intentaban trepar por las escarpadas laderas.
Cada uno de ellos se dispuso a defender un lado. Por fortuna, la pendiente del cuarto lado era aún más abrupta que las demás, en algunos puntos totalmente vertical, y los trolls no tenían la posibilidad de atacarlos por la espalda.
Wulfgar era el más mortífero y con cada golpe de su poderoso martillo lanzaba al suelo a uno de los trolls que conseguía trepar por la pendiente. Sin embargo, antes de que pudiera recuperar el aliento, otro venía a reemplazarlo.
Regis, con su pequeña maza, era menos eficaz. Golpeaba con todas sus fuerzas los dedos, codos o incluso cabezas de los trolls que se acercaban, pero conseguía que cayeran rodando hasta el suelo. Así que, una y otra vez, cuando uno de ellos lograba alcanzar la cima del montículo, Wulfgar o Bruenor tenían que abandonar su propia pelea y lanzar pendiente abajo a la bestia.
Sabían que en cuanto fallaran un golpe, aunque fuese un único golpe, se encontrarían a un troll listo para atacarlos en la cima del montículo.
El desastre llegó al cabo de pocos minutos. Bruenor se acercó a ayudar a Regis al ver que otro monstruo conseguía alcanzar la cima y dejó caer con destreza el hacha.
Con demasiada destreza: el arma se incrustó en la nuca del troll y le cortó el cuello, decapitándolo. Pero, aunque la cabeza salió volando por los aires, el cuerpo continuó avanzando. Regis se echó hacia atrás, demasiado horrorizado para poder reaccionar.
—¡Wulfgar! —gritó Bruenor.
El bárbaro se acercó, sin detenerse a mirar al troll decapitado, y aplastándole el tórax con Aegis-fang, lo lanzó pendiente abajo.
Dos manos más se agarraron al borde. En el lado de Wulfgar, otro troll había conseguido reptar hasta más de la mitad de la pendiente y, detrás de ellos, en la parte que defendía Bruenor, vieron que un tercero se abalanzaba sobre el indefenso halfling.
No sabían por dónde empezar. El montículo estaba perdido. Wulfgar consideró incluso la posibilidad de lanzarse a la horda que se apiñaba debajo y morir como un verdadero guerrero, tras matar a cuantos enemigos pudiera, y así no tener que presenciar cómo cortaban en pedazos a sus dos amigos.
Pero, de pronto, el troll que estaba casi sobre el halfling perdió el equilibrio, como si algo lo estuviera empujando desde detrás. Una de sus piernas se dobló y, cayéndose de espaldas, desapareció en la noche.
Drizzt Do’Urden extrajo la cuchilla de la pantorrilla del monstruo y, tras trepar el último trecho de la pendiente, se puso de pie junto al sorprendido halfling. Llevaba la capa hecha jirones y manchas de sangre salpicaban sus ropas por todos lados.
A pesar de ello, su sonrisa era inalterable y el fuego que encendía sus ojos de espliego fue para sus amigos prueba suficiente de que no estaba ni mucho menos acabado. De un salto, se situó en el hueco que habían dejado el enano y el bárbaro, y despachó con rapidez al siguiente troll.
—¿Cómo diablos…? —preguntó Bruenor embobado, mientras se acercaba a Regis, aunque sabía que no obtendría una respuesta del atareado drow.
El osado movimiento de Drizzt allá abajo le había dado ventaja sobre sus enemigos. Los trolls eran dos veces más grandes que él y los que estaban detrás de aquellos con los que se enfrentaban no tenían ni idea de que se estaba abriendo camino hacia ellos. Sabía que no había conseguido infligir daños duraderos a aquellas bestias —las heridas de sus cimitarras cicatrizarían pronto y los miembros que cortaba volverían a crecer—, pero la arriesgada maniobra le había concedido el tiempo suficiente para abrirse camino entre la multitud y dar un rodeo en la oscuridad. Una vez libre en la negra noche, había emprendido el camino de regreso al montículo, abriéndose paso a través de los distraídos trolls con la misma violenta intensidad. Al llegar a la base, había conseguido salir con vida gracias a su agilidad, ya que había emprendido el ascenso, incluso por encima de los trolls que trepaban, con tanta rapidez que los sorprendidos monstruos no pudieron reaccionar a tiempo para agarrarlo.
La defensa del montículo era ahora mucho más sólida. Con la cruel hacha de Bruenor, el poderoso martillo de Wulfgar y las incansables cimitarras de Drizzt, cada uno de ellos defendiendo un lado, los trolls que trepaban por el montículo no tenían ninguna vía fácil para llegar a la cima. Regis permanecía en el centro de la plataforma, y alternaba sus golpes para ayudar a sus tres amigos cuando un troll se acercaba demasiado al borde.
Pero los trolls seguían acudiendo y la horda de la base aumentaba minuto a minuto. Los amigos comprendían con toda claridad cuál sería el fin de aquella contienda. La única posibilidad que tenían consistía en abrirse paso entre la multitud de monstruos que se arracimaba abajo, pero estaban demasiado ocupados en impedir que llegaran a la cima para poder pensar en una solución.
Todos, salvo Regis.
Sucedió casi por casualidad. Un brazo retorcido, que Drizzt había cortado de cuajo con sus cimitarras, reptó por el suelo hasta el centro del montículo. Regis, venciendo la repugnancia, empezó a golpear a aquella cosa con su maza.
—¡No muere! —gritó, mientras el miembro continuaba moviéndose y agarraba su arma—. ¡No muere! ¡Qué alguien lo golpee! ¡Que alguien lo corte! ¡Que alguien lo queme!
Los otros tres estaban demasiado ocupados para reaccionar a las súplicas desesperadas del halfling, pero sus palabras, pronunciadas con voz desmayada, hicieron que una idea surgiera en su propia mente. Se lanzó sobre el retorcido brazo, y lo mantuvo inmóvil un instante mientras rebuscaba en su bolsa las yescas y la piedra.
Sus temblorosas manos a duras penas conseguían rascar la piedra, pero pronto surgió una débil chispa que prendió fuego de inmediato al brazo del troll, que empezó a agitarse frenéticamente. Regis, que no estaba dispuesto a perder la oportunidad que se le ofrecía, recogió el brazo en llamas y se acercó corriendo a Bruenor. Detuvo el hacha del enano, y le propuso que dejara subir hasta la cima al siguiente monstruo.
Cuando el troll se puso de pie en la plataforma, Regis le lanzó el brazo a la cara. La cabeza explotó prácticamente en llamas y, gritando en plena agonía, el troll cayó por la ladera esparciendo el mortífero fuego entre sus compañeros.
Los trolls no temían a los cuchillos o martillos. Las heridas que les infligían esas armas cicatrizaban pronto e incluso una cabeza decapitada volvía a crecer de nuevo. De hecho, aquel tipo de enfrentamiento los ayudaba a propagar su miserable especie, ya que un troll al que le cortaran el brazo no tardaba en volver a tener otro y, del miembro cortado, surgía otro monstruo. Más de un felino o lobo salvaje había comprobado con horror cómo, tras comerse uno de esos miembros, el monstruo crecía en su estómago, despedazándolo por dentro.
Pero había algo que sí aterrorizaba a los trolls: el fuego era su peor enemigo y los trolls de los Páramos Eternos lo conocían bien. Las quemaduras no se regeneraban y un troll que hubiese muerto incendiado no volvía a vivir jamás. Casi como si los dioses lo hubieran diseñado así a propósito, el fuego prendía en la seca piel de los trolls como si de leña se tratara.
Los monstruos de la pendiente de Bruenor salieron huyendo o cayeron al suelo, carbonizados. Bruenor dio unos golpecitos al halfling en la espalda, mientras observaba el maravilloso espectáculo y renacía la esperanza en sus fatigados ojos.
—Madera —razonó Regis—. Necesitamos madera.
Bruenor se bajó la mochila de la espalda.
—Tendrás madera, Panza Redonda —se rio, señalando el árbol situado en la pendiente frente a él—. Y hay aceite en mi bolsa. —Se acercó corriendo a Wulfgar—. ¡El árbol, muchacho! Ayuda al halfling. —Fue la única explicación que dio mientras se alejaba.
En cuanto Wulfgar se volvió y vio a Regis manoseando un frasco de aceite, comprendió su participación en el plan. Ningún troll había regresado todavía por esa parte de la pendiente y el hedor de la carne chamuscada en la base era mareante. De un simple tirón, el musculoso bárbaro arrancó el árbol de la raíz y se lo pasó a Regis. Luego, fue a relevar al enano, para que éste pudiera utilizar el hacha para cortar la leña.
Al poco rato, proyectiles ardientes iluminaron el cielo en lo alto del montículo y fueron a caer sobre la horda de trolls, esparciendo mortíferas chispas por doquier. Regis se acercó al borde del montículo con otro frasco de aceite y lo vertió sobre los trolls que estaban más cerca, que salieron huyendo horrorizados. La batalla había terminado y, entre la estampida y la rápida proliferación de las llamas, en pocos minutos la zona de la base del montículo estaba despejada. Durante el resto de la noche, los cuatro amigos no vieron ningún otro movimiento, salvo las lamentables sacudidas de aquella masa de miembros y las convulsiones de cuerpos chamuscados. Drizzt observaba fascinado la escena, preguntándose cuánto tiempo podrían sobrevivir aquellas cosas con heridas que no cicatrizaban.
De tan exhaustos como estaban, ninguno de ellos consiguió pegar ojo aquella noche. Al alba, cuando comprobaron que no había signo alguno de la presencia de trolls, Drizzt insistió en continuar la marcha, a pesar del humo inmundo que impregnaba el aire.
Dejaron su fortaleza y echaron a andar, porque no les quedaba otra alternativa y porque se negaban a rendirse donde otros habían desfallecido. Aunque no se toparon con nadie, podían percibir los ojos de los trolls fijos en ellos, un silencio encubierto que presagiaba el desastre.
A última hora de la mañana, mientras avanzaban por la pantanosa hierba, Wulfgar se detuvo de pronto y lanzó a Aegis-fang contra un grupo de árboles chamuscados. El monstruo de los pantanos, que era el objetivo real del bárbaro, cruzó los brazos a la defensiva por delante del cuerpo pero el martillo mágico lo golpeó con tanta fuerza que lo cortó en dos. Sus atemorizados compañeros, casi una docena, salieron de sus escondrijos y desaparecieron entre los pantanos.
—¿Cómo pudiste saberlo? —preguntó Regis, convencido de que el bárbaro apenas había observado el grupo de árboles.
Wulfgar sacudió la cabeza, sin saber sinceramente qué le había impulsado a hacerlo, pero Drizzt y Bruenor lo comprendieron y lo aprobaron. Ahora todos actuaban guiados por su instinto, ya que el cansancio impedía que sus mentes esbozaran ningún pensamiento racional y coherente. Los reflejos de Wulfgar continuaban siendo de gran precisión. Probablemente habría captado un ligerísimo movimiento por el rabillo del ojo, tan minúsculo que su mente consciente ni siquiera lo había registrado. Pero su instinto de supervivencia sí había reaccionado. El enano y el drow intercambiaron una mirada comprensiva, esta vez no tan sorprendidos por las constantes demostraciones de madurez como guerrero que les ofrecía el bárbaro.
El calor era cada vez más insoportable y sólo conseguía hacerlos sentir más incómodos. Su único deseo era tumbarse y dejar que la fatiga los envolviera.
Pero Drizzt los instaba a continuar, buscando otra zona en la que pudieran defenderse, aunque dudaba que pudiese encontrar otra tan bien diseñada como la última. Aun así, les quedaba suficiente aceite para sobrevivir una noche más si conseguían mantener una línea lo suficiente larga para distribuir las llamas a su conveniencia. Cualquier montículo, tal vez incluso un grupo de árboles, sería suficiente.
Lo único que encontraron fue un pantano más amplio de lo que abarcaba su vista, tal vez de kilómetros de longitud.
—Podríamos desviarnos hacia el norte —sugirió Drizzt a Bruenor—. Ya nos hemos adentrado suficiente hacia el este para poder salir de los páramos lejos de la influencia de Nesme.
—La noche nos alcanzará en la orilla —observó Bruenor con una mueca.
—Quizá podríamos atravesarlo —sugirió Wulfgar.
—¿Los trolls son aficionados al agua? —preguntó Bruenor a Drizzt, intrigado por todas las posibilidades. El drow se encogió de hombros.
—Entonces, ¡vale la pena intentarlo! —declaró Bruenor.
—Recojamos varios troncos —ordenó Drizzt—. Pero no los atéis entre sí… Si es necesario, ya lo haremos dentro del pantano.
Colocando troncos a modo de boyas a ambos lados, se adentraron en las frías y quietas aguas de aquel pantano enorme.
Aunque no los espantó la sensación pastosa y lodosa que les producía cada paso, Drizzt y Wulfgar se dieron cuenta de que podían ir caminando en muchos trechos, empujando la balsa improvisada con facilidad. Regis y Bruenor, demasiado bajos para hacer pie, iban colocados sobre los troncos. A la larga, acabaron acostumbrándose al misterioso silencio del pantano y se dedicaron a disfrutar de un pequeño descanso durante el trayecto.
El retorno a la realidad fue duro de verdad.
El agua pareció explotar a su alrededor y tres formas semejantes a trolls se abalanzaron sobre ellos en una súbita emboscada. Regis, que iba medio adormilado sobre el tronco, fue lanzado de bruces al agua. Wulfgar recibió un golpe en el pecho antes de poder coger a Aegis-fang, pero no era un halfling y, a pesar de la fuerza considerable del monstruo, éste no consiguió que moviera un solo pie hacia atrás. El que apareció frente al drow, siempre alerta, se encontró con dos cimitarras sobre su rostro apenas sacó la cabeza del agua.
La batalla resultó tan rápida y furibunda como su repentino comienzo. Enojados por el acoso constante de los incansables trolls, los amigos reaccionaron al asalto con un contraataque furioso. El troll del drow fue derrotado antes de que consiguiera ponerse de pie y Bruenor tuvo tiempo suficiente de prepararse antes de enfrentarse al monstruo que había derribado a Regis.
Por su parte, el troll de Wulfgar, aunque consiguió descargar un segundo puñetazo tras el primero, se vio sorprendido por una reacción salvaje que no se esperaba. Como no eran criaturas inteligentes, su limitada razón y la experiencia que poseían sobre batallas les indicaban que ningún enemigo podía continuar en pie tras haber recibido dos fuertes puñetazos.
De poco le sirvió darse cuenta de su error, ya que Aegis-fang lo hundió de un solo golpe en el fango.
Regis salió medio ahogado a la superficie y pasó un brazo por encima del tronco. En una de las mejillas lucía un rasguño de aspecto doloroso.
—¿Qué eran? —preguntó Wulfgar al drow.
—Una variedad de trolls —respondió Drizzt, que continuaba golpeando a la forma inmóvil que yacía frente a él.
Wulfgar y Bruenor comprendieron al instante la razón de aquellos golpes y se abalanzaron sobre los demás cuerpos, con la esperanza de mutilarlos lo suficiente para estar a muchos kilómetros de distancia cuando aquellas cosas volvieran a la vida.
Por debajo de la superficie del pantano, en la arremolinada soledad de las aguas oscuras, los secos golpes del hacha y el martillo perturbaban el sueño de otros habitantes. Uno de ellos, en particular, había estado dormido durante más de una década, inmutable ante los peligros potenciales que acechaban en aquel lugar y consciente de su absoluta primacía.
Aturdido y agotado por el golpe que había recibido, como si la inesperada emboscada hubiera doblado su espíritu hasta romperlo, Regis, permanecía tumbado sobre el tronco mientras se preguntaba si todavía quedaba algo de espíritu de lucha en él. No se dio cuenta de que el tronco empezaba a mecerse suavemente empujado por la cálida brisa de los pantanos, ni que rodeaba las raíces visibles de una pequeña línea de árboles y continuaba flotando libremente sobre las quietas aguas de la laguna, cubiertas de nenúfares. Regis se estiró perezosamente, no del todo consciente de lo que lo rodeaba. Todavía podía oír el murmullo de la conversación de sus amigos a sus espaldas.
Cuando empezaba a maldecir su descuido e intentaba librarse de la presión de aquel letargo, el agua empezó a agitarse frente a él. Una figura purpúrea, de piel curtida, rompió la superficie del agua y ante él aparecieron unas enormes fauces circulares con crueles hileras de dientes afilados como dagas.
Regis, totalmente despierto, no gritó ni reaccionó, fascinado por el espectro de su propia muerte que se alzaba ante él: un gusano gigante.
—Pensé que el agua nos proporcionaría algún tipo de protección frente a estos monstruos asquerosos —gruñó Wulfgar, mientras propinaba un último golpe al cuerpo del troll que yacía sumergido frente a él.
—Al menos aquí es más fácil moverse —respondió Bruenor—. Recojamos los troncos y prosigamos. No quiero ni pensar cuántos monstruos van a salir de estos tres cuerpos.
—No tengo el más mínimo deseo de quedarme a contarlos —replicó Wulfgar. Luego, miró a su alrededor, confuso, y preguntó—: ¿Dónde está Regis?
Tras la confusión de la batalla, era la primera vez que uno de los tres notaba la ausencia del halfling. Bruenor se dispuso a llamarlo a gritos, pero Drizzt le tapó la boca con la mano.
—Escuchad —murmuró.
El enano y Wulfgar se quedaron inmóviles y escucharon en la dirección en que tenía la vista fija el drow. Tras aguzar el oído, hasta ellos llegó la voz melodiosa del halfling.
—… Es una piedra muy hermosa, ¿verdad?
Al instante supusieron que Regis estaba utilizando el medallón para salir de algún apuro. Pronto se dieron cuanta de lo peligrosa que era su situación, gracias a que Drizzt pudo distinguir una confusión de imágenes a través de un grupo de árboles, a unos treinta metros de distancia hacia el oeste.
—¡Un gusano! —susurró a sus compañeros—. ¡El gusano más grande que he visto en mi vida!
Señaló a Wulfgar un árbol cercano y echó a andar para dar un rodeo por el sur, al tiempo que extraía la estatuilla de ónice de su bolsa e invocaba a Guenhwyvar. Necesitarían toda la ayuda que pudiesen obtener para enfrentarse a aquella bestia.
Tras zambullirse en el agua, Wulfgar se abrió camino hacia el grupo de árboles y empezó a trepar por uno de ellos, lo que le permitió observar con claridad la escena. Bruenor le seguía los pasos pero pasó de largo del grupo de árboles, hundiéndose todavía más en el pantano, y se situó en el otro lado.
—Todavía hay más —negociaba Regis en voz alta, con la esperanza de que sus amigos lo oyeran y vinieran a rescatarlo. Mantenía el rubí hipnotizante balanceándose en el extremo de la cadena. Ni por un momento pensó que aquel monstruo primitivo pudiese comprenderlo, pero parecía lo suficientemente embobado con el brillo de la gema para no pensar en engullirse al halfling, al menos por el momento. De hecho, la magia del rubí poco podía hacer contra esa criatura. Los gusanos gigantes no tienen mente y los hechizos no tienen efecto alguno sobre ellos, pero el enorme gusano, que no estaba en realidad hambriento y sí atraído por aquel baile de luces, dejaba que Regis jugara sus cartas.
Drizzt se situó más allá del grupo de árboles, con el arco en la mano, mientras Guenhwyvar se zambullía todavía más lejos, a espaldas del monstruo. Drizzt distinguió a Wulfgar encaramado en el árbol por encima de Regis y dispuesto a entrar en acción. Aunque no podía ver a Bruenor, sabía que el habilidoso enano se habría colocado en algún lugar donde pudiera ser eficaz.
Al cabo de un rato, el gusano se cansó de jugar con el halfling y aquella gema. De pronto, tomó una amplia bocanada de aire para mezclarlo con su baba ácida.
Intuyendo el peligro, Drizzt fue el primero en entrar en acción, invocando una nube de oscuridad alrededor del tronco donde se hallaba el halfling. Regis, en un principio, creyó que la súbita oscuridad significaba el fin de su vida, pero, cuando el agua fría le golpeó el rostro y lo engulló al resbalar del tronco, comprendió.
La nube oscura confundió un instante al monstruo, pero la bestia expulsó de todos modos una bocanada de su mortífero ácido, y la horrorosa sustancia chisporroteó al contacto con el agua y dejó el tronco envuelto en llamas.
Wulfgar saltó desde su elevada posición y se lanzó al aire gritando «¡Tempos!», con su martillo de guerra firmemente sujeto y listo para atacar.
El gusano ladeó la cabeza para alejarse del bárbaro, pero no fue lo bastante rápido. Aegis-fang se incrustó en su rostro, desgarrando el pellejo color púrpura, y, tras torcer el borde de su mandíbula, le destrozó varios dientes y huesos. Wulfgar había puesto todas sus fuerzas en aquel poderoso golpe y no podía imaginar siquiera el éxito que había tenido cuando cayó de bruces en las frías aguas, debajo de la nube de oscuridad que había creado el drow.
Encolerizado por el dolor y sintiéndose de pronto más dañado de lo que había estado en su vida, el enorme gusano lanzó un rugido que hizo temblar las hojas de los árboles y provocó la huida en busca de cobijo de todas las criaturas de los páramos a varios kilómetros a la redonda. Empezó a ondular arriba y abajo su cuerpo de más de quince metros de longitud, alzando enormes cortinas de agua.
Drizzt empezó el ataque y tenía ya lista la cuarta flecha antes de que la primera alcanzase siquiera el objetivo. El gusano volvió a rugir de dolor y giró hacia el drow para lanzar una segunda bocanada de ácido.
Pero el ágil elfo había desaparecido mucho antes de que el ácido crepitara en el agua.
Entre tanto, Bruenor se había zambullido por completo en el agua y se dirigía a tientas hacia la bestia. Prácticamente hundido en el barro por los frenéticos movimientos del gusano, salió a la superficie justo por detrás del cuerpo del monstruo. La anchura de su enorme torso duplicaba con creces la altura del enano, pero éste no vaciló en hundir su hacha en su duro pellejo.
En aquel momento, Guenhwyvar dio un salto sobre la espalda del monstruo y la recorrió de abajo arriba hasta llegar a la cabeza. Las afiladas garras del felino se incrustaron en los ojos del gusano antes de que éste tuviera ni siquiera tiempo de reaccionar ante ambos nuevos atacantes.
Drizzt reculó, con la aljaba casi vacía, tras dejar una docena de flechas clavadas en la mandíbula y la cabeza del gusano. La bestia decidió concentrarse en Bruenor, porque su malvada hacha le estaba infligiendo las peores heridas, pero, antes de que pudiera enredar con su cuerpo al enano, Wulfgar emergió de la oscuridad y lanzó su martillo de guerra. Aegis-fang volvió a incrustarse en la mandíbula, y el hueso, ya fracturado, acabó de romperse. Babas ácidas mezcladas con sangre y fragmentos de hueso cayeron sobre las aguas del pantano y el gusano volvió a rugir por tercera vez con un grito agónico y de protesta.
Sin embargo, los amigos no le dejaban un momento de respiro. Las flechas del drow daban en el blanco con una certeza incansable, mientras las garras del felino se hundían cada vez más profundamente en la carne. El enano cortaba y acuchillaba con su hacha, enviando al aire pedazos de pellejo, y Wulfgar machacaba con su arma.
El gusano gigante se tambaleaba, sin poder vengarse. En la oleada de vertiginosa oscuridad que pronto se cernió sobre él, a duras penas podía mantener el equilibrio. Tenía la mandíbula rota y abierta y le faltaba un ojo. Además, el ataque incansable del enano y el bárbaro había acabado por romper su protector pellejo y Bruenor gruñó de placer al ver que su hacha se hundía ya en carne fresca.
Un súbito espasmo del monstruo envió a Guenhwyvar por los aires y apartó con brusquedad a Bruenor y Wulfgar, pero los amigos no intentaron siquiera acercarse de nuevo, conscientes de que la tarea había finalizado. El gusano se estremeció y se retorció en convulsiones en sus últimos esfuerzos por conservar la vida.
Luego, se hundió en el pantano para dormir el sueño más largo que había conocido hasta ahora: el sueño eterno de la muerte.