Luna Plateada
La cabalgata desde Luskan fue sin duda breve. Entreri y su cohorte aparecían ante cualquier espectador como un destello borroso en el viento nocturno. Los caballos mágicos no dejaban rastro alguno a sus espaldas y ninguna criatura viviente podía haberlos alcanzado. El gólem, como siempre, avanzaba pesadamente y sin descanso detrás de ellos, gracias a las largas zancadas que daba con sus rígidas piernas.
Era tan cómodo y fácil cabalgar sobre los corceles que había invocado Dendybar que el grupo mantuvo el mismo ritmo pasada el alba y durante todo el día siguiente, haciendo tan sólo breves paradas para comer, de tal modo que, cuando montaron el campamento al anochecer del primer día completo de viaje, ya habían dejado los peñascos a sus espaldas.
Aquel primer día, Catti-brie se vio enfrascada en una pelea interna. No le cabía duda de que Entreri y sus nuevos aliados superarían en fuerza a Bruenor y, tal como estaba la situación ahora, ella no iba a ser más que un obstáculo para sus amigos, una baza que Entreri podía jugar a su gusto y conveniencia.
Poco podía hacer para solucionar el problema, a menos que pudiera encontrar el modo de reducir, o superar, el lazo de terror que el asesino había creado en torno a ella. Aquel primer día se dedicó a reflexionar, evitando en lo posible todo contacto con el exterior y buscando en su espíritu interno aquella fuerza y valentía que iba a necesitar.
Con el paso de los años, Bruenor le había dado numerosas armas para vencer en semejante batalla, armas de disciplina y confianza en sí misma que le habían sido de gran ayuda en multitud de situaciones difíciles. Al segundo día de marcha, más segura y cómoda con la situación, Catti-brie pudo concentrar la atención en sus secuestradores. Las miradas que intercambiaban Jierdan y Entreri eran sumamente interesantes. Sin duda, el orgulloso soldado no había olvidado la humillación que había sufrido la noche de su primer encuentro en el campo, en las afueras de Luskan. Entreri, consciente de aquella inquina, deseaba incluso alimentarla por su disponibilidad a llevar el asunto a una confrontación directa, y miraba con ojos desconfiados al hombre.
Aquella creciente rivalidad podía convertirse en su arma más prometedora…, tal vez la única, para escapar, pensaba Catti-brie. Admitía que Bok era una máquina indestructible, sin mente y con un gran poder de destrucción, y que estaba por encima de cualquier manipulación que ella intentase hacer. Pronto aprendió, también, que de Sydney no podría obtener nada.
Catti-brie había intentado entablar conversación con la joven maga aquel segundo día, pero el punto de mira de Sydney era demasiado estrecho como para concederse ninguna distracción. En ningún caso podía lograr engañarla o persuadirla para que se apartara de su obsesión. Ni siquiera respondió a los saludos de Catti-brie cuando se sentaron a comer al mediodía y, cuando la muchacha la presionó un poco más, Sydney dio instrucciones a Entreri para que «mantuviera a la zorra alejada de ella».
Sin embargo, a pesar de su intento fallido, la frialdad de la maga había ayudado a Catti-brie de un modo que ninguno de ellos hubiera podido prever. El franco desprecio de Sydney y sus insultos fueron como una bofetada en la cara para Catti-brie y le otorgaron otra arma que podía ayudarla a superar la parálisis de su horror: la cólera.
En el segundo día, habían cubierto ya la mitad del viaje y el paisaje había adquirido un tono surrealista a su alrededor cuando acamparon en una pequeña colina situada al nordeste de Nesme, a más de trescientos kilómetros de distancia de Luskan.
Divisaron hogueras de campamento en la lejanía, y Sydney supuso que serían de alguna patrulla de Nesme.
—Deberíamos acercarnos y obtener la información que necesitamos —sugirió Entreri, ansioso por tener noticias de su objetivo.
—De acuerdo, tú y yo —aceptó Sydney—. Podemos ir y volver antes de que amanezca.
Entreri observó a Catti-brie.
—¿Y ella? —preguntó a la maga—. No pienso dejarla con Jierdan.
—¿Crees que el soldado intentará aprovecharse de la muchacha? —contestó Sydney—. Te aseguro que es una persona honesta.
—Eso no es asunto mío. —Entreri esbozó una sonrisa—. No me preocupa lo que le ocurra a la hija de Bruenor Battlehammer, pero sería capaz de engañar a tu honesto soldado y perderse en la noche antes de que regresemos.
A Catti-brie no le hizo gracia el cumplido. Comprendía que las palabras de Entreri eran más un insulto a Jierdan, que en aquel momento estaba recogiendo leña para el fuego, que un reconocimiento de su propia habilidad, pero el inesperado respeto del asesino por ella haría su tarea el doble de difícil. No quería que Entreri pensara que era peligrosa, ni que tenía recursos, porque aquello lo mantendría en todo momento pendiente de sus movimientos.
Sydney se volvió hacia Bok.
—Me voy —dijo al gólem, en un tono de voz suficientemente alto como para que Catti-brie la oyese—. Si la prisionera intenta huir, alcánzala y mátala. —Dirigió a Entreri una sonrisa diabólica—. ¿Estás satisfecho?
El asesino le devolvió la sonrisa y alargó el brazo en dirección al lejano campamento.
Jierdan regresaba en aquel momento y Sydney le comentó sus planes. El soldado no parecía muy contento de que Sydney y Entreri salieran juntos, pero no hizo nada para disuadir a la maga. Catti-brie, que lo observaba con atención, pronto adivinó el motivo. El que lo dejaran solo con ella y con el gólem no le molestaba en lo más mínimo, pero temía que surgiera una amistad entre sus dos competidores. Catti-brie comprendía e incluso esperaba aquella reacción, ya que Jierdan estaba en la posición más frágil de los tres…, a las órdenes de Sydney y temeroso de Entreri. Una alianza entre ellos dos, tal vez incluso un pacto que excluyera a Dendybar y la Torre de Huéspedes, lo dejaría al margen y significaría probablemente el final de su carrera.
—Estoy segura de que la naturaleza de su sucio trabajo va en contra suya —susurró Catti-brie en voz alta para reforzar su creciente confianza, mientras Sydney y Entreri se alejaban del campamento—. Yo podría ayudarte con eso —propuso a Jierdan, que se disponía a encender la hoguera.
El soldado desvió la vista hacia ella.
—¿Ayudarme? —se mofó—. Tendrías que hacer tú todo el trabajo.
—Sé que estás enojado —contestó Catti-brie con acento comprensivo—. Yo misma he tenido que sufrir en las malvadas manos de Entreri.
Su lástima encolerizó al orgulloso soldado, que avanzó hacia ella con gesto amenazador, pero la muchacha mantuvo la compostura y ni siquiera parpadeó.
—Este trabajo no es digno de ti.
Jierdan se detuvo de improviso y la cólera se convirtió en intriga ante el cumplido. Sin duda era un truco para engatusarlo, pero para el ego herido de Jierdan el respeto de la mujer era como una caricia que no podía pasar por alto.
—¿Qué sabes tú de mi trabajo? —preguntó.
—Sé que eres un soldado de Luskan —contestó Catti-brie—, y que los soldados de Luskan gozan de una gran reputación en todas las tierras del norte. No deberías hacer el trabajo humillante mientras la maga y el asesino están jugando por ahí.
—¡Tú sólo buscas problemas! —gruñó Jierdan, pero se detuvo a considerar sus palabras—. Prepara el campamento —ordenó al final, recobrando parte de la confianza en sí mismo al mostrar su superioridad sobre ella.
A Catti-brie no le importó y, poniéndose a trabajar de inmediato, cumplió servilmente su tarea sin quejarse. Un plan empezaba a perfilarse de forma concreta en su mente y ahora necesitaba conseguir un aliado entre sus enemigos, o al menos colocarse en una posición que le permitiera sembrar las semillas de los celos en la mente de Jierdan.
Escuchó, satisfecha, cómo el soldado se alejaba del campamento, murmurando en voz baja.
Antes de que Entreri y Sydney consiguieran acercarse lo suficiente para divisar el campamento, empezaron a escuchar cantos rituales, lo cual descartaba la posibilidad de que fuera una caravana de Nesme. Continuaron avanzando con más cautela para confirmar sus sospechas.
Altos bárbaros de cabellos largos y piel oscura, vestidos con ceremoniosos ropajes cubiertos de plumas, danzaban alrededor de un tótem de madera con forma de grifo.
—Uthgardts —explicó Sydney—. La tribu del Grifo. Estamos cerca de Blanco Brillante, su túmulo ancestral. —Se apartó de la luz que despedía el campamento—. Ven, no vamos a obtener información alguna aquí —susurró.
Entreri la siguió en dirección a su campamento.
—¿Conviene que continuemos cabalgando para ganar distancia a los bárbaros? —preguntó en cuanto estuvieron ya lejos y a salvo.
—No es necesario —contestó Sydney—. Los uthgardts bailarán durante toda la noche. Todas las tribus participan en el ritual y dudo incluso que hayan apostado centinelas.
—Sabes mucho sobre ellos —comentó el asesino en un tono de voz acusador, súbitamente receloso de que hubiese algún plan más importante que controlase lo que ocurría a su alrededor.
—Me preparé para este viaje —contestó Sydney—. Los uthgardts no tienen muchos secretos y su estilo de vida es conocido y se recoge en varios libros. Los viajeros que lleguen hasta estas tierras harían bien en comprender a esta gente.
—Soy afortunado al tener una compañera tan instruida —replicó Entreri mientras hacía una sarcástica reverencia.
Sydney, con la vista fija en el camino, no respondió.
Pero Entreri no tenía intención de que la conversación finalizara tan pronto. Sus sospechas lo obligaban a actuar de forma metódica y había elegido a propósito esa ocasión para jugar su baza y mostrar su desconfianza antes incluso de llegar al campamento. Por primera vez estaban a solas, sin Catti-brie o Jierdan que pudiesen complicar la confrontación, y estaba dispuesto a acabar con sus preocupaciones o, en caso contrario, a acabar con la maga.
—¿Cuándo tengo que morir yo? —preguntó de improviso.
Sydney no vaciló.
—Cuando te llegue la hora, como todos nosotros.
—Déjame que haga la pregunta de otro modo —insistió Entreri, agarrándola por el brazo y haciendo que se volviera para observarla a los ojos—. ¿Cuándo te han dicho que tienes que intentar matarme?
»¿Por qué si no habría enviado Dendybar al gólem? —continuó Entreri—. Al mago le importan muy poco los pactos o el honor. Hace lo que sea necesario para conseguir sus objetivos de la manera más rápida y luego elimina a aquellos que ya no necesita. Cuando deje de ser valioso para vosotros, tendréis que asesinarme, pero te advierto que será una tarea más difícil de lo que supones.
—Eres inteligente —respondió Sydney con frialdad—. Has juzgado correctamente a Dendybar. El mago te habría asesinado sólo para evitarse posibles complicaciones, pero olvidas el papel que tengo yo en todo esto. A instancias mías, Dendybar dejó la decisión sobre tu destino en mis manos. —La mujer se detuvo para que Entreri pudiera reflexionar sobre sus palabras. Ambos sabían que el asesino podía matarla en aquel mismo instante, pero su franqueza en admitir que existía un plan para asesinarlo detenía cualquier acción inmediata que Entreri pudiese planear hacer contra ella y lo obligaba a escucharla—. Estoy segura de que nuestro objetivo al enfrentarnos al grupo del enano es diferente, así que no tengo la más mínima intención de destruir un aliado actual, y posiblemente también futuro.
A pesar de su naturaleza recelosa, Entreri comprendió a la perfección la lógica de su razonamiento. El hombre reconocía en Sydney muchas de sus propias características. De carácter implacable, la mujer no dejaba que nada interfiriera en el camino que había elegido, pero tampoco permitía que ninguna diversión la alejara de él, por fuertes que fueran sus sentimientos. Le soltó el brazo.
—Sin embargo, el gólem viaja con nosotros —dijo con aire distraído, observando la oscuridad de la noche—. ¿Acaso cree Dendybar que lo necesitaremos para derrotar al enano y sus compañeros?
—Mi maestro no deja nunca opciones al azar —respondió Sydney—. Envió a Bok para asegurarse de que conseguiría lo que deseaba, para protegerse contra problemas inesperados y contra ti.
Entreri dio un paso más en su línea de razonamientos.
—El objetivo que persigue el mago debe de ser muy poderoso.
Sydney asintió.
—Tal vez tentador para una joven maga —continuó Entreri.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Sydney, enojada porque el asesino dudara de su lealtad a Dendybar.
La sonrisa confiada de Entreri la hizo sentirse incómoda.
—El propósito del gólem es proteger a Dendybar de problemas inesperados que pueda tener… contigo.
Sydney tartamudeó, pero no pudo encontrar palabras para responderle. No se había parado a considerar esa posibilidad. Intentó desmentir lógicamente la conclusión extravagante de Entreri, pero el siguiente comentario del asesino ofuscó por completo su capacidad de pensar.
—Sólo para evitarse posibles complicaciones —concluyó con una sonrisa, repitiendo las palabras que ella había dicho poco antes.
La lógica de sus suposiciones fue como si le hubieran dado una bofetada en la cara. ¿Cómo podía haber creído que ella estaba por encima de los malévolos planes de Dendybar? Aquella nueva posibilidad la hacía estremecerse, pero no estaba dispuesta a intentar encontrar una respuesta teniendo a Entreri frente a ella.
—Debemos confiar el uno en el otro —le dijo—. Debemos comprender que ambos salimos beneficiados con la alianza y que no nos cuesta nada.
—Entonces, haz que regrese el gólem —contestó Entreri.
Una alarma se disparó en la mente de Sydney. ¿Acaso estaría tratando Entreri de sembrar dudas en su interior para sacar partido de su alianza?
—No necesitamos a esa cosa —prosiguió el hombre—. Tenemos a la muchacha e incluso si los compañeros rechazan nuestras exigencias, tenemos fuerza suficiente para ganar. —Devolvió a la maga una mirada recelosa—. ¿No dices que hemos de confiar en nosotros?
Sydney no respondió y emprendió de nuevo el camino hacia el campamento. Tal vez debería alejar a Bok. Enviar al gólem de regreso satisfaría las dudas que Entreri tuviera sobre ella, pero sin duda también le otorgaría a él el control sobre ella si surgía algún problema. Aun así, despedir al gólem también respondería algunas de las preguntas más inquietantes que en aquel momento le rondaban por la cabeza: las preguntas sobre Dendybar.
El siguiente día fue el más tranquilo y el más productivo del viaje. Sydney luchaba contra el torbellino que bullía en su cabeza sobre las razones de la presencia del gólem. Había llegado a la conclusión de que tenía que alejar a Bok, al menos para probarse a sí misma la confianza de su maestro.
Entreri observaba los elocuentes signos de su pelea interna con gran interés, consciente de que había debilitado el lazo entre Sydney y Dendybar lo suficiente como para fortalecer su propia posición con la joven maga. Ahora sólo tenía que esperar y buscar su próxima oportunidad para realinear a sus compañeros.
De una forma parecida, Catti-brie estaba alerta ante cualquier oportunidad de cultivar las semillas que había plantado en los pensamientos de Jierdan. Los gruñidos que veía que el soldado soltaba a escondidas a Entreri y a Sydney le confirmaban que su plan pronto surtiría efecto.
Llegaron a Luna Plateada poco después del mediodía del día siguiente. Si Entreri todavía tenía algunas dudas sobre su decisión de unirse al grupo de la Torre de Huéspedes, se desvanecieron al instante cuando calculó la distancia que habían recorrido. Con aquellos caballos mágicos e incansables, habían cubierto cerca de ochocientos kilómetros en cuatro días. Y, gracias a aquella descansada cabalgata en la que no costaba esfuerzo guiar a los corceles, apenas estaban fatigados cuando llegaron a las montañas situadas al oeste de la ciudad encantada.
—El río Rauvin —les dijo Jierdan, que iba a la cabeza del grupo—. Hay un puesto de guardia.
—Pasemos de largo —contestó Entreri.
—No —intervino Sydney—. Son los guías del Puente de la Luna y con su ayuda nuestro viaje a la ciudad será mucho más fácil.
Entreri desvió la vista hacia Bok, que caminaba pesadamente siguiendo sus pasos.
—¿Todos? —preguntó, incrédulo.
Sydney no había olvidado al gólem.
—Bok —le ordenó cuando la criatura llegó hasta ellos—, ya no te necesitamos. Regresa con Dendybar y dile que todo va bien.
Los ojos de Catti-brie resplandecieron un instante al ver que enviaban de regreso al monstruo, y Jierdan, asombrado, volvió la vista hacia atrás con creciente ansiedad. Al verlo, Catti-brie comprendió que podía sacar buen partido de aquel cambio de planes inesperado. Al despedir al gólem, Sydney acababa de dar más crédito a los temores del soldado sobre una posible alianza entre ella y Entreri de lo que Catti-brie había conseguido.
Pero el gólem no se movió.
—¡He dicho que te vayas! —repitió Sydney, mientras por el rabillo del ojo veía la mirada impasible de Entreri—. Maldita sea —murmuró para sí misma. Bok permaneció inmóvil—. Eres muy inteligente —le espetó a Entreri. Luego, volviéndose hacia el gólem, añadió—: Quédate aquí, entonces. Permaneceremos en la ciudad durante varios días.
Se deslizó al suelo y empezó a alejarse, sintiéndose humillada por la sonrisa del asesino a sus espaldas.
—¿Y los caballos? —preguntó Jierdan.
—Fueron creados para traernos a Luna Plateada, no más —contestó Sydney.
Mientras los cuatro descendían por el camino, las relucientes luces que habían sido los caballos se convirtieron en un brillo tenue y azul hasta que, de pronto, desaparecieron.
No tuvieron gran dificultad en pasar el puesto de guardia, en especial cuando Sydney se identificó como representante de la Torre de Huéspedes del Arcano. A diferencia de la mayoría de ciudades de las hostiles tierras del norte, cuyo temor a los extranjeros rondaba ya la paranoia, Luna Plateada no se mantenía oculta entre altos muros y líneas de cautelosos soldados. Los habitantes de esa ciudad veían a los extranjeros como un enriquecimiento de su cultura, no como una amenaza a su estilo de vida.
Uno de los Caballeros de Plata, nombre que recibían los guardias apostados en el río Rauvin, condujo a los cuatro viajeros a la entrada del Puente de la Luna, una estructura arqueada e invisible que cruzaba el río hasta la puerta principal de la ciudad. Los extranjeros pasaron por el puente con gran vacilación, incómodos por la falta de material bajo sus pies. Pronto se encontraron paseando por las serpenteantes calles de la ciudad mágica. Involuntariamente aflojaron el paso, poseídos por una pereza contagiosa, una atmósfera relajada y contemplativa que disipaba incluso la estrechez de miras de Entreri.
En cada recoveco se encontraban altas y retorcidas torres junto con estructuras de extrañas formas. Ningún estilo arquitectónico predominaba en Luna Plateada, a no ser la libertad total para ejercer la creatividad personal sin temor a recibir críticas o desprecios. El resultado era una ciudad de infinito esplendor, de escasa riqueza constante, a diferencia de sus poderosas vecinas, Aguas profundas y Mirabar, pero sin rival en belleza estética. Como un retorno a los primeros días de los Reinos, días en que los elfos, enanos y humanos vagaban a sus anchas bajo el sol y las estrellas sin miedo a cruzar una frontera invisible de un reino hostil, Luna Plateada significaba un franco desafío a los conquistadores y tiranos del mundo, un lugar en el que nadie reclamaba nada de los demás.
Gentes de todas las razas paseaban libremente y sin miedo por la ciudad, por sus calles y callejuelas, aun en las noches más oscuras, y si los viajeros se cruzaban con alguien que no les decía una palabra de bienvenida era porque estaba demasiado enfrascado en una contemplación meditabunda.
—El grupo del enano salió hace menos de una semana de Longsaddle —mencionó Sydney mientras se adentraban en la ciudad—. Deberemos esperar unos días.
—¿Adónde vamos? —preguntó Entreri, que se sentía fuera de lugar. Los valores que sin duda tenían prioridad en Luna Plateada eran diferentes de los de cualquier ciudad que hubiera conocido y le eran extraños por su propia concepción de un mundo avaricioso y lujurioso.
—Hay multitud de posadas en las calles —respondió Sydney—. Esta ciudad aloja muchos extranjeros y se les da la bienvenida abiertamente.
—Entonces la tarea de encontrar a los compañeros en cuanto lleguen nos será difícil —gruñó Jierdan.
—No tanto —replicó Sydney con ironía—. El enano viene a Luna Plateada en busca de información. Más pronto o más tarde se acercarán a la Bóveda de los Sabios, la biblioteca de más renombre de todo el norte.
Entreri la miró de soslayo y dijo:
—Y nosotros estaremos allí para darles la bienvenida.