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Vínculos de reputación

El sol relucía brillante en el cielo en la montaña del primer día de viaje desde que habían salido de Longsaddle. Los amigos, descansados gracias a su visita a los Harpell, cabalgaban a buen ritmo ya que todavía podían disfrutar del buen tiempo y la buena carretera. El territorio era completamente llano y sin nada que lo interrumpiera, ni siquiera un árbol o una colina.

—Tardaremos tres días en llegar a Nesme, o tal vez cuatro —les dijo Regis.

—Tres, si el tiempo se mantiene —afirmó Wulfgar.

Drizzt se movió por debajo de su capa. Por muy grato que pudiese parecerles la mañana, sabía que todavía estaban en territorio salvaje y, además, tres días cabalgando podían llegar a ser muy largos.

—¿Qué sabes de ese lugar…, Nesme? —preguntó Bruenor a Regis.

—Sólo lo que nos dijo Harkle. Es una ciudad bastante grande habitada por comerciantes, pero hay que ir con cuidado. Nunca he estado allí, pero las historias sobre los bravos hombres que viven en el extremo de los Páramos Eternos han corrido por todas las tierras del norte.

—Estoy intrigado por los Páramos Eternos —intervino Wulfgar—. Harkle nunca decía gran cosa sobre ese lugar. Se limitaba a sacudir la cabeza y estremecerse cuando le preguntaba.

—No dudes que será un lugar cuya fama va más allá de la realidad —opinó Bruenor con una carcajada, ya que no le impresionaban las reputaciones—. ¿Qué puede haber peor que el valle?

Regis se encogió de hombros, no demasiado convencido del razonamiento del enano.

—Las historias sobre los Páramos de los Trolls, que es el nombre que reciben esas tierras, pueden ser exageradas pero son siempre un presagio. Todas las ciudades del norte admiran la valentía de los habitantes de Nesme por mantener abierta la ruta comercial por el río Surbrin contra viento y marea.

Bruenor volvió a soltar una carcajada.

—¿No será que las historias tienen su origen en el propio Nesme para pintar a sus habitantes más fuertes de lo que en realidad son?

Regis no quería discutir.

Cuando se detuvieron a comer, una espesa neblina cubría la luz del sol y hacia el norte empezó a aparecer una línea de nubes negras en dirección a ellos. Drizzt había estado esperando la tormenta. En las tierras salvajes, incluso el tiempo podía convertirse en un enemigo.

Aquella tarde, las nubes de tormenta se instalaron sobre ellos y descargaron lluvia y granizo, que repicaba sobre el casco de Bruenor. Súbitos relámpagos rompían el cielo y los truenos eran tan fuertes que a duras penas conseguían mantenerse en sus monturas. Aun así, continuaron avanzando, a pesar de que el suelo se cubrió de una gran capa de barro.

—¡Ésta es la verdadera prueba del camino! —les gritó Drizzt, alzando la voz por encima del viento ensordecedor—. Hay muchos más viajeros que caen derrotados por las tormentas que no por los orcos, ya que no son capaces de anticipar los peligros antes de iniciar el viaje.

—¡Bah! No es más que una lluvia de verano —le espetó Bruenor con voz desafiante.

A modo de respuesta orgullosa, un relámpago fue a estallar a pocos metros de los jinetes. Los caballos se encabritaron y lanzaron coces al aire, y el poni de Bruenor cayó en el fango con las patas abiertas, y a punto estuvo de aplastar al atónito enano.

Con su propia montura fuera de control, Regis se las arregló para deslizarse de la silla y caer rodando al suelo.

Bruenor se puso de rodillas y se limpió el barro que le había entrado en los ojos, sin dejar de maldecir.

—¡Maldita sea! —exclamó, al ver los movimientos del poni—. ¡El animal está cojeando!

Wulfgar consiguió calmar a su caballo y se dispuso a perseguir al caballo desbocado de Regis, pero el granizo que el viento agitaba frenéticamente le golpeaba el cuerpo, lo cegaba y espantaba a su caballo, con lo que tuvo que contentarse con lograr mantener el equilibrio sobre la silla.

Otro relámpago estalló en el cielo. Y luego otro más.

Drizzt cubrió la cabeza de su caballo con su capa mientras le susurraba para calmarlo, y se acercó despacio al enano.

—¡Cojo! —volvió a gritar Bruenor, aunque Drizzt apenas podía oírlo.

El elfo sacudió la cabeza con aire de desesperación y señaló el hacha de Bruenor.

Más relámpagos se sucedieron en el cielo y llegó una nueva embestida de viento. Drizzt se deslizó hacia un lado en su silla para cobijarse, consciente de que no podría mantener tranquilo al animal durante mucho más rato. El granizo era cada vez más grueso y les golpeaba el cuerpo con la fuerza de afiladas balas.

El aterrorizado caballo de Drizzt lanzó a su jinete al suelo y se alejó al galope, intentando huir hasta donde no lo alcanzara aquella tormenta maldita.

Drizzt se apresuró a acercarse a Bruenor, pero cualquier plan de emergencia que hubieran podido esbozar se vino abajo cuando vieron a Wulfgar que se acercaba hacia ellos.

El hombre avanzaba con esfuerzo en contra del viento, aprovechando el ímpetu de éste para mantenerse derecho. Tenía los ojos enrojecidos, la mandíbula contraída y sangre mezclada con lluvia sobre la mejilla. Observaba sin ver a sus amigos, como si no pudiera entender lo que le había ocurrido.

Luego, de pronto, cayó de bruces sobre el fango, delante de ellos.

Un agudo silbido resonó por encima del muro de viento, un punto de esperanza contra el poder cada vez mayor de la tormenta. Los aguzados oídos de Drizzt lo captaron mientras él y Bruenor alzaban el rostro de su joven amigo del barro. El silbido parecía muy lejano, pero Drizzt sabía que las tormentas podían desfigurar la percepción de la gente.

—¿Qué es? —preguntó Bruenor al advertir la reacción del drow, a pesar de que él no había oído la llamada.

—¡Regis! —respondió Drizzt. Empezó a arrastrar a Wulfgar en la dirección de donde procedía el silbido, con Bruenor pisándole los talones. Ni siquiera habían tenido tiempo de comprobar si el joven bárbaro seguía con vida.

La mente despierta del halfling los salvó a todos aquel día. Consciente del potencial mortífero de las tempestades que procedían de la Columna del Mundo, Regis había ido reptando por el suelo en busca de algún lugar donde cobijarse en aquella tierra vacía. Tropezó con un hoyo situado en la ladera de una pequeña cresta, tal vez una antigua madriguera de lobos, que ahora estaba vacía.

Guiados por sus silbidos, Drizzt y Bruenor no tardaron en encontrarlo.

—¡Con esta lluvia se llenará de agua y nos ahogaremos! —gritó Bruenor, pero ayudó a Drizzt a arrastrar a Wulfgar a su interior y lo colocó estirado junto a la pared posterior de la cueva. Luego se sumó a sus amigos para construir, con tierra y el resto de sus bolsas, una barrera que impidiera una riada.

Wulfgar soltó un gemido y Regis se acercó arrastrándose a él.

—¡Está vivo! —gritó el halfling—. ¡Y las heridas no parecen muy graves!

—¡Es fuerte como un roble! —exclamó Bruenor.

Pronto consiguieron dejar la cueva aceptable, si no cómoda, e incluso Bruenor dejó de quejarse.

—La verdadera prueba de la carretera —dijo Drizzt de nuevo a Regis intentando levantar el ánimo a su amigo mientras permanecían sentados sobre el fango y veían cómo se acercaba la noche. El constante estallido de los truenos y el golpeteo del granizo sobre el suelo no dejaba de recordarles que al menos ahora disfrutaban de cierta seguridad.

Como respuesta, Regis vació el agua de una de sus botas.

—¿Cuántos kilómetros crees que habremos hecho? —gruñó Bruenor, dirigiéndose a Drizzt.

—Quince, tal vez.

—¡A este paso, tardaremos dos semanas en llegar a Nesme! —murmuró Bruenor cruzando los brazos sobre el pecho.

—La tormenta pasará —contestó Drizzt con optimismo, pero el enano ya no lo escuchaba.

El día siguiente amaneció sin lluvia, aunque el cielo estaba cubierto de espesas nubes grises. Wulfgar se había recuperado ya, pero todavía no acertaba a comprender lo que le había ocurrido. Bruenor insistía en partir de inmediato, pero Regis prefería quedarse en la madriguera hasta que estuvieran seguros de que la tormenta había pasado.

—Hemos perdido la mayor parte de las provisiones —le recordó Drizzt al halfling—. No recibirás más comida que un pedazo de pan seco hasta que lleguemos a Nesme.

Ante aquella amenaza, Regis fue el primero en salir del agujero.

La humedad insoportable y el suelo cubierto de fango los hacía avanzar con paso lento y pronto descubrieron que les dolían las rodillas de tantos tropezones y chapoteos. Las ropas empapadas los estorbaban y pesaban más y más a cada paso.

Encontraron el caballo de Wulfgar, una masa de carne quemada y humeante medio enterrada en el fango.

—Un rayo —comentó Regis.

Los tres desviaron la vista hacia el bárbaro, asombrados de que hubiera podido sobrevivir a un golpe semejante. Wulfgar observaba también atónito el caballo, al comprender lo que lo había hecho caer de la silla la noche anterior.

—¡Más fuerte que un roble! —repitió Bruenor de nuevo a Drizzt.

De vez en cuando, tenues rayos de sol conseguían colarse entre la capa de nubes, pero, aun así, la luz del día era escasa y, a mediodía, casi había oscurecido. Un trueno lejano les anunció una tarde sombría.

La tormenta había pasado ya su apogeo, pero aquella noche no encontraron más cobijo que sus ropas mojadas y, cuando el destello de un relámpago iluminaba el cielo, podían vislumbrarse cuatro formas sentadas en el barro, con las cabezas inclinadas y aceptando con desesperada resignación su destino.

Durante dos días más continuaron avanzando a través de la lluvia y el viento, sin que les quedara otra alternativa que seguir el camino hacia adelante. Durante aquella racha de mala suerte, Wulfgar resultó ser el más animoso de todo el grupo. El bárbaro levantó a Regis del suelo empapado y se lo cargó con facilidad a la espalda, diciendo que necesitaba un peso extra para equilibrar. Y, tras salvaguardar el orgullo del halfling de este modo, el bárbaro incluso acabó convenciendo al hosco enano de que se montara a su espalda durante un rato. Además, nunca perdía el buen humor.

—Te digo que esto es una bendición —repetía una y otra vez observando el cielo grisáceo—. La tormenta mantiene alejados a los insectos… y a los orcos. ¿Y cuántos meses pasarán antes de que nos quedemos sin agua para beber?

El bárbaro se esforzaba al máximo por levantarles la moral. Una vez, incluso, se dedicó a observar los rayos con gran atención, calculando el tiempo que transcurría entre el relámpago y el consiguiente trueno, y, cuando se acercaban a los restos oscurecidos de un árbol muerto, vio resplandecer un relámpago y se preparó para gastar su broma. Al grito de «¡Tempos!», lanzó su martillo de guerra para que se incrustara y partiera en dos el tronco en el preciso momento en que estallaba el trueno a su alrededor. Sus amigos, divertidos, desviaron la vista hacia él y lo vieron erguido, orgulloso, con los ojos y las manos alzadas a los dioses como si hubieran respondido en persona a su llamada.

Drizzt, aceptando toda aquella penitencia con su habitual estoicismo, aplaudió en silencio a su joven amigo y comprobó, aun más que antes, que había sido un gran acierto llevarlo con ellos. El drow comprendía que su deber en aquellos momentos difíciles era continuar con su papel de centinela a pesar de que el bárbaro proclamara que estaban a salvo.

Finalmente, el mismo viento enérgico que la había traído, se llevó la tormenta. La brillante luz del sol y el cielo azul con que amaneció el día siguiente les levantó el ánimo a todos y les permitió volver a pensar en lo que les esperaba en el camino.

En especial Bruenor. El enano empezó a avanzar con paso rápido, con el torso inclinado, tal como había empezado a hacer durante sus primeros días de viaje en el valle del Viento Helado.

Con la barba rojiza agitándose al mismo ritmo que su incansable paso, Bruenor volvió a concentrar su mente en su objetivo. Se perdió de nuevo en sueños de su tierra natal, recordando otra vez las sombras vacilantes de las antorchas apoyadas en las paredes de plata y los maravillosos objetos que surgían de la meticulosa labor de su gente. Durante aquellos últimos meses en que había intensificado su concentración en Mithril Hall, los recuerdos se habían ido perfilando con más claridad y habían aparecido otros nuevos. Ahora, en la carretera, por primera vez en más de un siglo, se acordó de la Sala de Dumathoin.

Los enanos de Mithril Hall se ganaban bien la vida comerciando con los objetos forjados, pero siempre se guardaban para ellos las piezas de mayor calidad y los regalos más preciosos que les hacían los extranjeros. En una amplia y decorada sala que hacía abrir los ojos de par en par a los visitantes, se mostraba en exposición la herencia de los antepasados de Bruenor, que servía de inspiración de futuros artistas del clan.

Bruenor rio entre dientes al recordar aquella sala maravillosa y las piezas de arte que guardaba, en su mayoría armas y armaduras. Observó a Wulfgar que caminaba junto a él y al poderoso martillo de guerra que había forjado el año anterior. Aegis-fang habría estado expuesto en la Sala de Dumathoin si el clan de Bruenor todavía hubiera permanecido en Mithril Hall, y habría sellado la inmortalidad de Bruenor en la herencia de su pueblo.

Sin embargo, al ver cómo sostenía Wulfgar el martillo, con tanta facilidad como si fuera su propio brazo, no lamentó el habérselo regalado.

El día siguiente les deparaba más buenas noticias. Poco después de levantar el campamento, los amigos descubrieron que habían caminado más deprisa de lo previsto durante la tormenta, ya que a medida que avanzaban vieron que el paisaje iba transformándose sutil pero definitivamente. Así donde antes la tierra había estado salpicada por malas hierbas y se había convertido en un auténtico barrizal con el torrente de lluvia, ahora encontraban hierba fresca y grupos de olmos desperdigados. Tras subir una última cuesta, se confirmaron sus sospechas al encontrar frente a ellos el valle Dessarin. Varios kilómetros más allá, hinchado por el deshielo de primavera y la reciente tormenta, y claramente visible desde su posición elevada, se deslizaba un ramal del gran río, siguiendo su viaje hacia el sur.

Aquella tierra soportaba un invierno muy largo, pero, cuando al fin llegaba la primavera, las plantas emergían para vivir su corta vida con una energía que no tenía parangón en el resto del mundo. Los vivos colores de la primavera rodeaban a los cuatro amigos mientras se abrían paso por la pendiente, de camino hacia el río. La capa de hierba era tan espesa que decidieron quitarse las botas y caminar descalzos sobre aquella mullida alfombra. La vitalidad de aquel valle era enorme, y contagiosa.

—¡Tenéis que ver las salas! —exclamó Bruenor siguiendo un súbito impulso—. Vetas de mithril puro más anchas que la mano. Ríos de plata, las llaman, y su belleza sólo queda superada por lo que un enano es capaz de sacar de ellas.

—El deseo de ver todas esas cosas es lo que nos mantiene caminando, a pesar de los momentos difíciles —contestó Drizzt.

—¡Bah! —se burló Bruenor, de buen humor—. Estás aquí porque te engañé para que vinieras, elfo. ¡Siempre me habías dado largas para realizar esta aventura conmigo!

Wulfgar se rio entre dientes. Había asistido a la escena con que habían engañado a Drizzt para que aceptara hacer el viaje. Bruenor había fingido estar mortalmente herido y, en su aparente lecho de muerte, había suplicado al drow que viajara con él a su antigua tierra natal. Creyendo que el enano estaba a punto de morir, Drizzt no pudo negarse.

—¡Y tú! —gritó Bruenor a Wulfgar—. ¡Sé por qué has venido con nosotros, aunque tu dura cabezota te impida saberlo!

—Por favor, dímelo —contestó Wulfgar con una sonrisa.

—¡Estás huyendo! ¡Pero nunca podrás librarte del todo! —exclamó el enano, mientras Wulfgar cambiaba la expresión alegre por una de confusión.

—La chica lo ha pescado —explicó Bruenor a Drizzt—. Catti-brie lo ha pillado en una red que sus poderosos músculos no pueden romper.

Wulfgar soltó una carcajada ante las francas conclusiones de Bruenor, sin sentirse ofendido. El nombre de Catti-brie le trajo un montón de imágenes a la mente. Recordó las puestas de sol que se veían desde la cumbre de Kelvin y las horas que habían pasado charlando en una pendiente de rocas llamada la Escalada de Bruenor, y el joven bárbaro tuvo que admitir con cierta incomodidad que las observaciones del enano tenían parte de razón.

—¿Y qué me dices de Regis? —preguntó Drizzt a Bruenor—. ¿Has averiguado el motivo de que se haya unido a nosotros? ¿Será tal vez una pasión oculta por el fango que cubre sus pequeñas piernas hasta la rodilla?

Bruenor dejó de reír y estudió la reacción del halfling ante las preguntas del drow.

—No, no lo sé —respondió por fin en tono serio, tras unos instantes de observación inútil—. Lo único que sé es que si Panza Redonda elige lanzarse a la carretera significa que el fango y los orcos no son nada comparado con lo que deja a sus espaldas. —Bruenor mantenía la vista fija en su pequeño amigo mientras hablaba, buscando algún indicio en la reacción del halfling.

Regis mantenía la cabeza inclinada, observando sus peludos pies que sobresalían por debajo de su redondo vientre por primera vez en muchos meses, mientras caminaba por aquella espesa marea verde. Pensó que el asesino, Entreri, parecía hallarse a un mundo entero de distancia, y no tenía la más mínima intención de dar explicaciones de un peligro que había conseguido evitar.

Tras caminar varios kilómetros por la orilla, llegaron a la primera gran bifurcación del río, donde el Surbrin, procedente del nordeste, vaciaba sus aguas en el cauce principal del gran río que venía del norte.

Los amigos buscaron la manera de cruzar el río principal, el Dessarin, para introducirse en el pequeño valle que había entre él y el Surbrin. Nesme, su próxima y última parada antes de Luna Plateada, estaba situada junto al Surbrin y, aunque en realidad la ciudad estaba en la orilla este, los amigos, siguiendo el consejo de Harkle Harpell, habían decidido viajar por la orilla oeste y evitar así los peligros desconocidos de los Páramos Eternos.

Cruzaron el Dessarin sin demasiada dificultad gracias a la increíble agilidad del drow, que se colgó de la rama de un árbol que pendía sobre el río y, avanzando con las manos, pasó a una rama similar que colgaba de la otra orilla. Poco después, caminaban todos siguiendo la vera del Surbrin, disfrutando de la luz del sol, la cálida brisa y el eterno arrullo del agua. Drizzt consiguió incluso cazar un ciervo con sus flechas, lo cual les proporcionó una cena excelente y provisiones suficientes para los días venideros.

Acamparon cerca de la orilla y, por primera vez en cuatro días bajo la luz de las estrellas, se sentaron alrededor del fuego y escucharon las historias de Bruenor sobre los muros de plata y las maravillas que encontrarían al final del camino.

Sin embargo, la serenidad de la noche no se prolongó al día siguiente, ya que los despertó el sonido de una batalla. Wulfgar trepó de inmediato a un árbol cercano para ver quiénes eran los combatientes.

—¡Jinetes! —gritó mientras descendía al suelo y sacaba su martillo de guerra antes de poner los pies en tierra—. ¡Algunos han caído ya! Están luchando contra monstruos que no conozco.

Al instante, salió corriendo en dirección al norte, con Bruenor pisándole los talones, mientras Drizzt daba un rodeo por el río para acercarse por el otro flanco. Con mucho menos entusiasmo los seguía Regis, que había desenfundado su maza pero que a duras penas estaba preparado para enfrentarse a una batalla.

Wulfgar fue el primero en llegar al campo de batalla. Siete jinetes permanecían todavía en pie, intentando en vano maniobrar con sus monturas para formar algo parecido a una línea defensiva. Las criaturas con las que luchaban eran veloces y no tenían miedo de arriesgarse a recibir alguna coz para hacer caer a los caballos. Los monstruos medían tan sólo unos noventa centímetros de estatura pero los brazos, el doble de largos que el cuerpo, los hacían parecer árboles pequeños, aunque sin duda vivos, que corrían salvajemente de un lado a otro, golpeando con unos brazos que parecían porras o, tal como descubrió un desafortunado jinete en el momento en que Wulfgar se metía en la contienda, envolviendo a sus enemigos con aquellos miembros flexibles para hacerlos caer de sus monturas.

Wulfgar se plantó entre dos criaturas y, tras apartarlos con un empujón, se abalanzó sobre el que acababa de tumbar al jinete. Pero el bárbaro había subestimado a los monstruos porque sus pies a modo de raíces recobraron pronto el equilibrio y, antes de que hubiera podido dar dos pasos, lo capturaron por la espalda, agarrándolo uno por cada lado y haciéndolo volver sobre sus pasos.

Bruenor entró en combate justo por detrás de él. El hacha del enano se clavó en uno de los monstruos, partiéndolo por la mitad como si fuera un leño, y luego se incrustó en el otro y lanzó por los aires un buen pedazo de su pecho.

Drizzt también se unió a la batalla, ansioso pero con esa acostumbrada cautela que le había permitido salir con vida de numerosas peleas. Viró hacia un lado, siguiendo por la vera del río, y descubrió un destartalado puente, construido con leños, que cruzaba el Surbrin. Drizzt supuso que lo habían construido los monstruos, lo que significaba que aquellas bestias tenían cierta inteligencia.

Drizzt oteó el campo de batalla por la pendiente que descendía hasta el río. Los jinetes habían conseguido replegarse gracias a aquellos refuerzos inesperados, pero un monstruo acababa de pillar a uno de ellos justo enfrente de él y estaba a punto de hacerlo caer del caballo. Al ver a aquellas criaturas en forma de árbol, Drizzt comprendió por qué todos los jinetes empuñaban hachas y se preguntó si sus delgadas cimitarras serían eficaces.

Sin embargo, tenía que entrar en acción. Salió corriendo de su escondrijo y lanzó las dos cimitarras sobre la criatura. Las armas dieron en el blanco, pero tuvieron el mismo efecto que si las hubiera lanzado contra un árbol.

Aun así, el ataque del drow acababa de salvar al jinete ya que el monstruo golpeó a su víctima una vez más para dejarlo atontado y lo soltó para encararse a Drizzt. Pensando a toda prisa, el drow intentó un ataque diferente, utilizando sus ineficaces armas para esquivar los golpes de aquellos brazos con forma de ramas. Luego, mientras la criatura se abalanzaba sobre él, se lanzó contra sus pies y, alzándola por los aires, la arrojó hacia la ribera del río. Pinchándole con las cimitarras aquella piel que parecía corteza, empujó al monstruo tambaleándose hacia el Surbrin. Antes de caer al agua, el animal consiguió asirse a una rama, pero Drizzt se echó de nuevo sobre él y con una lluvia de puñetazos consiguió que el monstruo cayera al agua y que se lo llevara la corriente.

Entre tanto, el jinete había logrado volver a montar y había recobrado el entendimiento. Dirigió su caballo hacia la ribera del río para darle las gracias a quien le había salvado la vida.

Pero, de pronto, divisó la piel oscura.

—¡Drow! —gritó, y arrojó el hacha.

La reacción pilló a Drizzt por sorpresa. Gracias a sus rápidos reflejos, consiguió desviar el canto afilado del hacha con una de sus armas, pero la parte plana del hacha lo golpeó en la cabeza y lo hizo tambalear. Aprovechando el ímpetu del golpe, se lanzó al suelo y rodó sobre sí mismo intentando alejarse al máximo de aquel jinete, consciente de que el hombre lo mataría antes de que pudiese recuperarse.

—¡Wulfgar! —gritó Regis desde su propio escondrijo, a la vera del río.

El bárbaro derrumbó a uno de los monstruos con un poderoso manotazo que le hizo crujir todos los huesos y se volvió justo a tiempo para ver cómo el jinete hacía virar el caballo para abalanzarse sobre Drizzt.

Wulfgar soltó un rugido de rabia y, alejándose de su propia batalla, agarró la brida del caballo y tiró con todas sus fuerzas. Caballo y jinete cayeron al suelo; el animal logró ponerse en pie enseguida y, sacudiendo la cabeza, huyó al trote, pero el jinete siguió en el suelo, con la pierna rota por el peso del caballo que le había caído encima.

El resto de jinetes trabajaban ahora al unísono, abalanzándose sobre grupos de monstruos y obligándolos a dispersarse. Mientras, la cruel hacha de Bruenor trabajaba sin cesar, al tiempo que el enano entonaba una y otra vez una canción de leñadores que había aprendido de niño.

Ve a cortar leña para el fuego, hijo mío.

Pon la olla a hervir y empezaremos a comer.

Mientras cantaba, iba talando metódicamente monstruo tras monstruo.

Wulfgar cubría la figura del drow y aplastaba de un solo golpe con su poderoso martillo a todos los monstruos que osaban acercarse a él.

La batalla finalizó de pronto y, en pocos instantes, los pocos monstruos que habían conseguido sobrevivir salieron huyendo aterrados a través del puente sobre el río Surbrin.

Tres jinetes habían muerto, un cuarto yacía apoyado contra su caballo, prácticamente moribundo, y el que Wulfgar había tumbado se había desmayado por el dolor. Sin embargo, los cinco restantes no acudieron en ayuda de los heridos sino que se situaron en semicírculo alrededor de Wulfgar y Drizzt, que empezaba ya a ponerse de pie, acorralándolos contra el río con las hachas preparadas.

—¿Así es como dais la bienvenida a vuestros salvadores? —les gritó Bruenor, mientras se introducía en el círculo a empujones y se unía a sus amigos—. ¡Os aseguro que la próxima vez lo pensaremos bien antes de acudir en vuestra ayuda!

—Llevas una mala compañía, enano —respondió uno de los jinetes.

—Vuestro amigo estaría muerto si no fuera por esa mala compañía —replicó Wulfgar, señalando al hombre que yacía desmayado en el suelo—. ¡Y, para darle las gracias, lo ataca con su hacha!

—Somos los Jinetes de Nesme —explicó el que había hablado—. Nuestro deber es morir en el campo de batalla, protegiendo a los nuestros, y aceptamos de buen grado nuestro destino.

—Acércate un solo paso más y tendrás lo que deseas —le advirtió Bruenor.

—Nos estáis juzgando mal —intervino Wulfgar—. Nesme es nuestro destino. Venimos en son de paz y amistad.

—No entraréis en la ciudad…, no si vais con él —le espetó el jinete—. La fama de los malvados elfos oscuros es conocida por todos. ¿Nos estáis pidiendo que le demos la bienvenida a uno de ellos?

—Bah, eres un estúpido, como tu madre —gruñó Bruenor.

—Vigila tus palabras, enano —le advirtió el jinete—. Somos cinco contra tres, y con caballos.

—Inténtalo, entonces —replicó Bruenor—. Los buitres no tendrán suficiente comida con esos árboles danzantes. —Deslizó el dedo por el filo de su hacha—. Démosles algo mejor donde hincar el diente.

Wulfgar desenfundó con rapidez a Aegis-fang y empezó a balancearla atrás y adelante. Drizzt, en cambio, no hizo movimiento alguno para sacar su arma, y aquella calma serena provocó todavía más nerviosismo en los jinetes.

El portavoz parecía menos seguro después del fracaso de su amenaza, pero intentaba aparentar calma.

—Sin embargo, no penséis que no vamos a agradeceros vuestra ayuda. Permitiremos que os marchéis. ¡Idos y no volváis nunca por nuestras tierras!

—¡Vamos a donde nos place! —gritó Bruenor.

—Y no queremos pelear —añadió Drizzt—. No es nuestro propósito, ni nuestro deseo, haceros daño alguno a vosotros o a vuestra ciudad, Jinetes de Nesme. Pasaremos, ocupándonos de nuestros asuntos y dejando que vosotros os ocupéis de los vuestros.

—¡Tú no te acercarás a mi ciudad, elfo oscuro! —gritó otro jinete—. ¡Puedes derrotarnos en el campo de batalla, pero hay cientos más detrás de nosotros y el doble detrás de ellos! ¡Ahora, marchaos! —Sus compañeros parecieron recobrar su valentía ante aquellas exaltadas palabras y los caballos empezaron a patear nerviosos el suelo al notar la súbita tensión de las bridas.

—Seguiremos nuestro camino —insistió Wulfgar.

—¡Maldita sea! —gritó Bruenor de improviso—. ¡Ya estoy harto de este juego! Maldita sea su ciudad. Ojalá se la trague el río. —Se volvió hacia sus amigos—. En el fondo nos están haciendo un favor. Ganaremos un día o quizá más si vamos directamente a Luna Plateada, en vez de dar un rodeo por el río.

—¿Directamente? —preguntó Drizzt—. ¿Y los Páramos Eternos?

—¿Pueden ser peor que el valle? —respondió Bruenor. Luego se volvió hacia los jinetes—. Podéis conservar vuestra ciudad, y vuestras cabezas…, por ahora. ¡Cruzaremos el río por aquí y nos libraremos de vosotros y de Nesme entera!

—Cosas peores que tipos enfangados vagabundean por los Páramos de los Trolls, enano loco —replicó el jinete con una sonrisa—. Hemos venido a destruir este puente, así que lo incendiaremos en cuanto hayáis pasado.

Bruenor asintió y le devolvió la sonrisa.

—Mantened vuestro camino en dirección al este —les advirtió el jinete—. Pasaremos la voz a todos los jinetes. Si se os descubre cerca de Nesme, os matarán.

—Coged a vuestro vil amigo y marchaos —se burló otro de los hombres—, antes de que manche mi hacha con sangre de elfo oscuro. Aunque después tendría que tirar el arma corrupta. —Todos los jinetes se unieron a la carcajada con que concluyó sus palabras.

Sin embargo, Drizzt ni siquiera lo había oído. Estaba concentrado en un jinete que permanecía quieto en la parte posterior del grupo y que podía utilizar la distracción general para sacar ventaja de la situación. El jinete había sacado un arco y estaba moviendo la mano con gran lentitud hacia su aljaba.

Bruenor había acabado de hablar y, junto con Wulfgar, dio media vuelta y se encaminó hacia el puente.

—Vamos, elfo —dijo a Drizzt mientras pasaba junto a él—. Dormiremos mucho mejor cuando nos alejemos de estos perros mal nacidos.

Pero Drizzt tenía todavía algo que hacer antes de dar la espalda a los jinetes. Con un rapidísimo movimiento, cogió el arco que llevaba colgado en la espalda, sacó una flecha de la aljaba y la lanzó por los aires. El proyectil alcanzó el gorro de piel del hombre que preparaba su arco, separándole el cabello por la mitad, y quedó clavada en un árbol que había detrás, a modo de advertencia.

—Acepto e incluso espero vuestros equivocados insultos —explicó Drizzt a los aterrorizados jinetes—. Pero no permitiré que ataquéis a mis amigos y me defenderé a mí mismo. Os lo advierto una única vez: si hacéis un solo movimiento más contra nosotros, moriréis. —Dio media vuelta bruscamente y se encaminó hacia el puente sin mirar atrás.

Los atónitos jinetes no tenían ya la más mínima intención de poner más trabas al grupo del drow, y el arquero ni siquiera había ido en busca de su gorra.

Drizzt sonrió para sí al pensar que resultaba irónico que ni él mismo pudiera contradecir la leyenda que perseguía a su raza. Aunque por un lado se lo esquivaba y amenazaba, la aureola de misterio que rodeaba a los elfos oscuros le proporcionaba un arma suficientemente poderosa como para disuadir a la mayor parte de enemigos potenciales.

Regis se unió a ellos en el puente, con una pequeña piedra en la mano.

—Los tenía a todos a tiro —explicó respecto a su improvisada arma al mismo tiempo que la lanzaba al agua—. Si hubiera empezado la lucha, habría sido el primero en atacar.

—Si hubiera empezado la lucha —lo corrigió Bruenor—, habrías ensuciado el agujero donde te escondías.

Wulfgar meditaba sobre la advertencia que les había dado el jinete respecto al camino.

—Los Páramos de los Trolls —repitió con voz sombría, observando desde la cima de la pendiente la extensión de tierra que había ante ellos. Harkle también les había hablado de aquel lugar, de la tierra incendiada y cubierta de pantanos sin fondo, de los trolls y horrores todavía peores que ni siquiera tenían nombre.

—¡Nos ahorraremos un día o dos! —repetía Bruenor con tozudez.

Pero Wulfgar no parecía muy convencido.

—Puedes irte —dijo Dendybar al espectro.

Mientras las llamas volvían al brasero, privándolo de su forma material, Morkai reflexionó sobre aquel segundo encuentro. ¿Con qué frecuencia pensaba invocarlo Dendybar? Sabía que el mago moteado no se había recuperado por completo de su último encuentro y, aun así, se había atrevido a llamarlo de nuevo. ¡Sin duda, el asunto de Dendybar con el grupo del enano debía de ser muy urgente! La certeza de que así era no hacía sino incrementar el desprecio que Morkai sentía por sí mismo por tener que actuar como espía del mago moteado.

A solas en su habitación, Dendybar cambió de postura de meditación y frunció el entrecejo al pensar en la imagen que Morkai le había mostrado. Los compañeros habían perdido sus monturas y caminaban ahora por la zona más horrible del norte. Un día más y tendría a su propio grupo, volando sobre sus corceles mágicos, pisándoles los talones, aunque cuarenta y cinco kilómetros más al norte.

Sydney llegaría a Luna Plateada mucho antes que el drow.