Una daga a sus espaldas
Aunque apenas se colaba luz por las ventanas cubiertas con cortinas, él se mantenía completamente oculto bajo su capa porque así era su existencia; reservada y solitaria. El estilo de un asesino.
Mientras otras personas se pasaban la vida disfrutando de la luz del sol y de la tranquila familiaridad con sus vecinos, Artemis Entreri permanecía en sombras, con las dilatadas pupilas fijas en el estrecho camino que debía seguir para cumplir su última misión.
En verdad, era todo un profesional, posiblemente el mejor de su oscuro oficio en el reino entero, y, cuando le seguía el rastro a una presa, la víctima nunca escapaba. El asesino se encontraba a sus anchas en la casa vacía que había encontrado en Bryn Shander, la ciudad principal de las diez colonias situadas en la gran extensión del valle del Viento Helado. Entreri sospechaba que el halfling había huido de Diez Ciudades, pero no le importaba; si aquél era el mismo halfling que venía siguiendo desde Calimport, a más de mil kilómetros hacia el sur, había progresado más de lo que pudiera esperar. No le llevaba más que un par de semanas de ventaja y las huellas estarían todavía frescas.
Entreri paseó por la casa en silencio y con calma, buscando indicios de la vida del halfling en ese lugar que pudieran proporcionarle cualquier ligera ventaja en su inevitable confrontación. El desorden reinaba en todas las habitaciones. El halfling habría salido a toda prisa, probablemente al darse cuenta de que el asesino se estaba acercando. Entreri consideraba que eso era una buena señal y que acrecentaba aún más sus sospechas de que ese halfling, Regis, era el mismo Regis que había servido al bajá Pook durante aquellos años en la distante ciudad del sur.
El asesino esbozó una sonrisa diabólica al pensar que el halfling sabía que alguien le seguía los pasos, lo cual añadía al desafío propio de la caza la posibilidad de confrontar su habilidad como perseguidor con la astucia de la víctima por ocultarse. Sin embargo, Entreri era consciente de que el resultado final podía predecirse, ya que una persona asustada acaba cometiendo invariablemente un error fatal.
El asesino encontró lo que buscaba en un cajón del escritorio del dormitorio principal. Al huir a toda prisa, Regis había olvidado tomar las precauciones necesarias para ocultar su verdadera identidad. Entreri sostuvo el diminuto anillo ante sus radiantes ojos, estudiando la inscripción que identificaba claramente a Regis como miembro del gremio de ladrones del bajá Pook en Calimport. Entreri encerró el sello con el puño mientras la sonrisa diabólica de su rostro se ensanchaba.
—¡Te encontré, ladronzuelo! —Su carcajada resonó en la habitación vacía—. Tu destino está sellado. ¡No tienes ningún lugar adonde huir!
Su rostro cambió bruscamente convirtiéndose en una mueca de alerta, cuando el sonido de una llave en la puerta delantera de la casa resonó por el vestíbulo de la escalera principal. Entreri introdujo el anillo en la bolsa que llevaba colgada del cinturón y se deslizó, silencioso como la muerte, hacia las sombras de los barrotes superiores de la enorme baranda de la escalera.
Las amplias puertas dobles se abrieron de par en par y un hombre y una mujer joven entraron desde el porche, seguidos de dos enanos. Entreri conocía al hombre: Cassius, el portavoz de Bryn Shander. Aquélla había sido su casa en el pasado, pero se la había cedido a Regis varios meses atrás, tras las heroicas acciones del halfling en la batalla de la ciudad contra el diabólico brujo, Akar Kessell, y sus secuaces goblins.
Entreri había visto también con anterioridad a la joven, pero todavía no había descubierto su relación con Regis. Las mujeres hermosas escaseaban en ese remoto lugar, y aquella joven era en verdad la excepción. Brillantes bucles rojizos bailaban alegremente alrededor de sus hombros y la intensa vivacidad de sus ojos azul oscuro bastaba para liar desesperadamente a cualquier hombre.
El asesino se había enterado de que su nombre era Catti-brie. Vivía con los enanos en su valle, situado al norte de la ciudad, en particular con el jefe del clan, Bruenor, quien la había adoptado como hija propia hacía varios años, después de que una incursión de goblins la dejara huérfana.
«Ésta puede ser una reunión interesante», reflexionó Entreri, colocando el oído entre los barrotes de la baranda para escuchar la conversación que tenía lugar en el piso inferior.
—¡Ha estado fuera una semana! —exclamó Catti-brie, enfadada.
—Una semana sin recibir noticias suyas —espetó Cassius, muy preocupado—. Y mi hermosa casa vacía y sin vigilancia. ¡Bueno, la puerta principal no estaba cerrada con llave cuando vine hace varios días!
—Diste la casa a Regis —le recordó Catti-brie.
—¡Se la dejé prestada! —gruñó Cassius, aunque en realidad la casa había sido un regalo. El portavoz se había arrepentido enseguida de haber dado a Regis la llave de ese palacio; era la casa más hermosa al norte de Mirabar. Si recordaba en retrospectiva lo ocurrido, comprendía que se había visto atrapado por el fervor de aquella terrible victoria sobre los goblins, y sospechaba que Regis había interferido en sus emociones utilizando los conocidos poderes hipnóticos del mágico medallón de rubíes.
Como las demás personas que habían sido embaucadas por el persuasivo halfling, Cassius había llegado a diferentes conclusiones acerca de los acontecimientos ocurridos, unas conclusiones que no favorecían en absoluto a Regis.
—El apelativo que utilices no tiene mucha importancia —reconoció Catti-brie—. No deberías apresurarte al determinar que Regis ha abandonado la casa.
El rostro del portavoz enrojeció de ira.
—¡Lo quiero todo fuera hoy mismo! —ordenó—. Tienes mi lista. ¡Quiero que saques todas las pertenencias del halfling de mi casa! Todo lo que quede aquí cuando vuelva mañana pasará a ser mío por derechos de posesión. Y, te lo advierto, exigiré una cara compensación si echo en falta algo de mi propiedad o descubro que algo ha sido dañado. —Giró sobre sus talones y salió dando un portazo.
—A éste se le ha acabado del todo la paciencia —rio entre dientes Fender Mallot, uno de los enanos—. Nunca había conocido a nadie cuyos amigos pasaran con tanta facilidad de la lealtad al odio como sucede con Regis.
Catti-brie asintió en señal de conformidad ante la observación de Fender. Sabía que Regis jugaba con hechizos mágicos y suponía que sus paradójicas relaciones con las personas que lo rodeaban eran la desafortunada consecuencia de sus aficiones.
—¿Crees que se fue con Drizzt y Bruenor? —inquirió Fender. En lo alto de las escaleras, Entreri aguzó el oído ansiosamente.
—Sin lugar a dudas —respondió Catti-brie—. Durante todo el invierno han estado pidiéndole que se una a ellos en la búsqueda de Mithril Hall y, con toda seguridad, la incorporación de Wulfgar ha sido un punto de presión más.
—Así que el tipo estará camino de Luskan, o tal vez más lejos —razonó Fender—. Y Cassius está en su derecho de reclamar de nuevo su casa.
—Bueno, entonces pongamos manos a la obra —prosiguió Catti-brie—. Cassius tiene suficientes cosas de su propiedad para tener que añadir a su tesoro las pertenencias de Regis.
Entreri recostó la espalda en la baranda. El nombre de Mithril Hall le era desconocido, pero sabía muy bien el camino hacia Luskan. Sonrió de nuevo, preguntándose si le daría tiempo a alcanzarlos antes de que llegaran siquiera a la ciudad portuaria.
Sin embargo, sabía que primero podía recoger más información valiosa en aquel lugar. Catti-brie y los enanos se enfrascaron en la tarea de recoger las pertenencias del halfling y, a medida que pasaban de habitación en habitación, la sombra negra de Artemis Entreri, silenciosa como la muerte, les seguía los pasos. Nunca llegaron a sospechar su presencia; nunca adivinaron que el suave roce de las cortinas era algo más que una corriente de aire procedente de las ventanas entreabiertas, ni que la sombra de detrás de una silla era desproporcionadamente larga.
Se las arreglaba para estar bastante cerca y poder escuchar la mayor parte de la conversación, y Catti-brie y los enanos apenas hablaban de nada más que de los cuatro aventureros y su viaje a Mithril Hall. Sin embargo, Entreri averiguó poco a pesar de sus esfuerzos. Ya conocía a los renombrados compañeros del halfling…, todo el mundo en Diez Ciudades hablaba de ellos: de Drizzt Do’Urden, el elfo oscuro renegado, que había abandonado a su gente de piel morena en las entrañas de los Reinos y que vagaba por las fronteras de Diez Ciudades como un guardián solitario contra las invasiones al desierto del valle del Viento Helado; de Bruenor Battlehammer, el pendenciero jefe del clan de los enanos, que vivía en el valle cercano a la cumbre de Kelvin; y, por encima de todos, a Wulfgar, el poderoso bárbaro, que fue capturado y educado por Bruenor, que volvió con las tribus salvajes del valle para defender a Diez Ciudades del ejército de los goblins, y que concretó una tregua entre todos los pueblos del valle del Viento Helado. Un pacto que había salvado las vidas a todos los implicados, y augurado riquezas, además.
—Parece que te has rodeado de aliados formidables, halfling —musitó Entreri, recostándose en el respaldo de una enorme silla mientras Catti-brie y los enanos pasaban a la habitación adyacente—. Aun así, te van a servir de poca ayuda. ¡Eres mío!
Catti-brie y los enanos continuaron trabajando durante cerca de una hora, y acabaron llenando dos sacos enormes, principalmente de ropa. Catti-brie se quedó sorprendida al ver la cantidad de objetos que Regis había ido acumulando desde el momento en que había realizado sus heroicas hazañas contra Kessell y los goblins…, la mayoría regalos de ciudadanos agradecidos. Consciente del amor que profesaba el halfling a la comodidad, no podía comprender qué lo había impulsado a huir de la ciudad en pos de los demás. Pero lo que verdaderamente la confundía era que Regis no hubiera alquilado porteadores para llevarse al menos parte de sus pertenencias. Y, cuantos más tesoros descubría a medida que iba inspeccionando el palacio, más la inquietaba la escena de prisa impulsiva que veía ante ella. Todo aquello no parecía cuadrar con el carácter de Regis. Tenía que haber otro factor, algún elemento desconocido, que todavía no había sopesado.
—Bien, hemos recogido más de lo que podemos acarrear y la mayor parte de sus pertenencias —declaró Fender, al tiempo que se cargaba un saco sobre sus robustos hombros—. Propongo que el resto se lo dejemos a Cassius y que se las arregle.
—No voy a darle a Cassius el placer de reclamar ninguna de sus cosas —replicó Catti-brie—. Todavía debe haber algún objeto valioso que no hemos descubierto. Vosotros dos podéis llevar los sacos a nuestras habitaciones de la posada. Mientras, yo acabaré el trabajo.
—Oh, eres demasiado buena con Cassius —refunfuñó Fender—. Estoy de acuerdo con Bruenor, que lo define como un hombre que disfruta mucho contando lo que posee.
—Sé justo, Fender Mallot —fue la respuesta de Catti-brie, aunque una cómplice sonrisa restaba dureza a su tono de voz—. Cassius sirvió bien a las ciudades durante la guerra y ha sido un buen dirigente para la gente de Bryn Shander. Además, sabes tan bien como yo que Regis tiene talento para convencer a la gente.
Fender rio entre dientes y asintió.
—¡Por sus buenas artes para conseguir lo que quiere, el tipo ha dejado una fila o dos de perturbadas víctimas! —Le dio un golpecito en el hombro al otro enano y ambos se encaminaron a la puerta principal.
—No tardes, muchacha —gritó Fender a Catti-brie desde la entrada—. Hemos de regresar a las minas. ¡Mañana, como máximo!
—Eres muy impaciente, Fender Mallot —respondió Catti-brie con una carcajada.
Entreri meditó sobre lo que acababa de oír y una sonrisa volvió a dibujarse en su rostro. Conocía de sobra el origen de aquel hechizo mágico. Las «perturbadas víctimas» de las que acababa de hablar Fender describían perfectamente el tipo de gente a la que el bajá Pook solía engañar en Calimport. La gente se quedaba hechizada por causa del medallón de rubíes.
Las puertas dobles se cerraron con un suave crujido. Catti-brie estaba sola en la enorme casa…, o así lo creía ella.
Todavía seguía dándole vueltas a la insólita desaparición de Regis. Sospechaba que algo no iba bien, que faltaba una pieza del rompecabezas, y aquella sospecha empezaba a inculcar en ella la sensación de que algo tampoco iba bien en aquella casa.
De improviso, Catti-brie empezó a percibir todos y cada uno de los ruidos y de las sombras que se producían a su alrededor. El tictac de un reloj de péndulo. El crujido de papeles sobre un escritorio ante una ventana abierta. El roce de las cortinas. Los pasos de un ratón en las paredes de madera.
Sus ojos se clavaron en las cortinas, que todavía se balanceaban suavemente tras su último movimiento. Podía tratarse de una corriente de aire que atravesara un resquicio de la ventana, pero la mujer, alerta, tenía otras sospechas. Tras agacharse con calma y extraer la daga que llevaba en la cadera, se encaminó hacia la salida, situada varios metros al lado de las cortinas.
Entreri se había movido con rapidez. Convencido de que podía obtener todavía más información de Catti-brie y sin querer perder la oportunidad que le ofrecía la salida de los enanos, se había deslizado hasta la posición más idónea para un ataque, y ahora esperaba pacientemente sobre el estrecho listón de la puerta abierta balanceándose con tanta facilidad como un gato en el alféizar de una ventana, al tiempo que su daga daba vueltas fortuitamente entre sus manos.
Catti-brie percibió el peligro en cuanto se acercó a la puerta y vio la forma oscura que saltaba a su lado. Pero, por rápida que fuera su reacción, no consiguió siquiera desenvainar su daga antes de que los delgados dedos de una mano helada le cerraran la boca, ahogando un grito, y el extremo afilado de una daga de pedrería trazara una fina línea en su garganta.
Estaba atónita y aterrorizada. Nunca había visto a un hombre moverse con tanta rapidez, y la mortífera precisión de la embestida de Entreri la acobardaba. Una súbita tensión en los músculos del hombre la convenció de que si persistía en desenfundar su arma, estaría muerta antes de poder utilizarla, así que, tras soltar la empuñadura, no hizo movimiento alguno de resistencia.
La fuerza del asesino también la sorprendió, al ver con qué facilidad la levantaba para sentarla en una silla. Era un hombre de baja estatura, delgado como un elfo y apenas más alto que ella, pero todos los músculos de su sólida figura estaban entrenados hasta el límite de su capacidad de lucha. Su mera presencia exhalaba un halo de fuerza e imperturbable confianza en sí mismo, lo cual no hacía más que aumentar el temor de Catti-brie, porque no se trataba de la tosca seguridad de un joven impetuoso, sino del frío aire de superioridad de aquel que ha asistido a miles de batallas y siempre ha podido contarlo.
Los ojos de Catti-brie estaban fijos en el rostro de Entreri mientras éste se apresuraba a atarla a la silla. Sus rasgos angulosos, de prominentes mejillas y fuerte mandíbula, se veían todavía más afilados por llevar el cabello, negro como el cuervo, sumamente corto. La sombra de barba que le oscurecía la cara parecía inmutable, como si el afeitado no pudiera aclararla. Sin embargo, lejos de parecer descuidado, todos los detalles de aquel rostro traducían un absoluto control. Incluso podía considerarse atractivo, salvo por los ojos.
Su tono grisáceo no poseía ningún brillo. Eran ojos sin vida, desprovistos de cualquier asomo de compasión o humanidad, que marcaban a aquel hombre como un instrumento de muerte y nada más.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Catti-brie cuando consiguió dominar sus nervios.
Entreri le respondió con una bofetada en la mejilla.
—¡El medallón de rubíes! —respondió de pronto—. ¿Lleva todavía el halfling el medallón de rubíes?
Catti-brie luchó por ahogar las lágrimas que fluían a sus ojos. Estaba desorientada y, pillada por sorpresa, no pudo responder de inmediato a la pregunta del hombre.
La daga de pedrería relució ante sus ojos y, muy despacio, fue trazando en el aire el contorno de su rostro.
—No tengo mucho tiempo —declaró Entreri lisa y llanamente—. Me contarás lo que necesito saber. Cuanto más tardes en hacerlo, más dolor sufrirás.
Su voz era pausada, y la muchacha comprendió que hablaba en serio. A pesar de que la tutela de Bruenor la había endurecido, Catti-brie descubrió que se sentía atemorizada. Se había enfrentado antes con goblins, e incluso en una ocasión con un horroroso troll, y los había derrotado, pero aquel tranquilo asesino la aterrorizaba. Intentó responder, pero su temblorosa mandíbula le impidió pronunciar palabra alguna.
La daga volvió a brillar ante sus ojos.
—Sí, Regis lo lleva consigo —gritó Catti-brie, mientras una lágrima solitaria se deslizaba por cada una de sus mejillas.
Entreri asintió y esbozó una ligera sonrisa.
—Está con el elfo oscuro, el enano y el bárbaro —dijo con tono indiferente—. Y van camino a Luskan. Desde allí, piensan dirigirse a un lugar llamado Mithril Hall. Me dirás dónde está Mithril Hall, preciosa. —Deslizó la hoja de la daga por su propia mejilla y la afilada cuchilla le rasuró limpiamente un pedazo de barba—. ¿Dónde está?
Catti-brie se dio cuenta de que el no poder responder significaría su fin, con toda probabilidad.
—Yo… no lo sé —balbuceó con energía, tras recuperar parte de la disciplina que le había enseñado Bruenor, a pesar de que no desviaba la vista de la mortífera cuchilla.
—Una pena —respondió Entreri—. Un rostro tan hermoso…
—Por favor —dijo Catti-brie con todo el aplomo que fue capaz de reunir mientras la daga se acercaba a ella—. ¡Nadie sabe dónde está! ¡Ni siquiera Bruenor! Han emprendido su búsqueda.
La cuchilla se detuvo de improviso y Entreri desvió la vista hacia un costado, con los ojos entornados y todos sus músculos tensos y alertas.
Catti-brie no había oído cómo giraba el pomo de la puerta, pero al oír la voz profunda de Fender Mallot resonando en el vestíbulo, comprendió la actitud del asesino.
—¡Eh, muchacha! ¿Dónde estás?
Catti-brie intentó gritar «¡Huye!», sin importarle lo que ocurriera con su propia vida, pero el rápido revés de Entreri la dejó aturdida y convirtió el grito en un ininteligible gruñido.
Con la cabeza inclinada hacia un lado, apenas consiguió centrar la vista en las figuras de Fender y Grollo, que irrumpieron en la habitación con las hachas de guerra en la mano. Entreri permanecía de pies, listo para recibirlos, con la daga de pedrería en una mano y un sable en la otra.
Por un instante, Catti-brie se sintió llena de júbilo. Los enanos de Diez Ciudades constituían un batallón de guerreros de puños de acero, y la destreza de Fender en la batalla sólo era superada por Bruenor.
Luego, de pronto, recordó con quién se enfrentaban y, a pesar de la aparente ventaja de los suyos, sus esperanzas se desvanecieron ante una oleada de innegables conclusiones. Había sido testigo de la rapidez de movimientos del asesino y de la extraordinaria precisión de sus cortes.
La angustia le atenazaba la garganta y ni siquiera pudo advertir a los enanos de que huyeran.
Sin embargo, a pesar de que hubieran sabido el terrible peligro que representaba el hombre que encontraban ante ellos, ni Fender ni Grollo se habrían echado atrás. El ultraje ciega a cualquier luchador enano, impidiéndole preocuparse por su seguridad personal, y cuando esos dos vieron a su amada Catti-brie atada a una silla, su único impulso fue atacar a Entreri.
Alimentados por una rabia desenfrenada, embistieron contra su oponente con toda la fuerza que pudieron reunir. En cambio, Entreri empezó muy despacio, encontrando su ritmo y permitiendo que la absoluta gracilidad de sus movimientos cobrara poco a poco ímpetu. De vez en cuando, parecía incluso incapaz de defenderse o evadir los furiosos golpes. Algunos fallaban su objetivo por sólo unos centímetros y la certeza de sus embestidas animaba el ataque de Fender y Grollo.
Pero, aunque sus amigos parecieran estar en la aventajada posición de ataque, Catti-brie comprendió que se encontraban en un apuro. Las manos de Entreri parecían hablar entre ellas, tan perfecta era la coordinación de sus movimientos al colocar la daga de pedrería o el sable. Los pasos sincronizados de sus pies lo mantenían en perfecto equilibrio durante la pelea. Bailaba una danza de evasivas, defensa y contragolpes.
Bailaba una danza de muerte.
Catti-brie había visto aquello con anterioridad: los reveladores métodos del mejor espadachín de todo el valle del Viento Helado. La comparación con Drizzt Do’Urden era ineludible: la gracia de sus movimientos era sumamente parecida, con todas las partes de sus cuerpos trabajando en armonía.
Aun así, existía una notable diferencia entre ellos, una polaridad de moralidades que alteraba sutilmente el ambiente de la danza.
El drow en plena batalla era un instrumento de belleza digno de contemplarse, un atleta perfecto llevando a cabo su elegida trayectoria de honradez con una pasión insuperable. Entreri, en cambio, era aterrador; un asesino despiadado que se deshacía con crueldad de los obstáculos que había en su camino.
Ahora, empezaba a flaquear el ímpetu inicial del ataque de los enanos y tanto Fender como Grollo observaban, confusos, que el suelo todavía no estaba teñido con la sangre de su oponente. Por el contrario, a medida que sus ataques perdían fuerza, el ímpetu de Entreri continuaba creciendo. Sus armas eran una imagen borrosa, y cada puñalada era seguida por otras dos que obligaban a los enanos a recular.
Los movimientos de él eran incansables; su energía, inagotable.
Ahora Fender y Grollo mantenían una actitud defensiva, pero, a pesar de que dedicaban todos sus esfuerzos a frenar el ataque, todos los presentes en la estancia sabían que era sólo cuestión de tiempo el que la cuchilla asesina atravesara la barrera.
Catti-brie no llegó a ver el corte fatal, pero vislumbró con toda viveza la brillante línea de sangre que apareció en la garganta de Grollo. El enano continuó luchando durante unos momentos, ajeno a la causa que le impedía respirar. Luego, alarmado, cayó de rodillas, sujetándose la garganta con una mano, y se sumergió en la oscuridad de la muerte.
La rabia espoleó a Fender hasta límites por encima de sus fuerzas. Su hacha se abalanzó hacia su oponente y trazó un corte en el aire, reclamando venganza. Pero Entreri se divertía con él y, al final, llevó el juego tan lejos que lo golpeó en la cara con el lado romo del sable.
Ultrajado, insultado y consciente de que su oponente lo superaba, Fender se lanzó a un ataque final, suicida, con la esperanza de tumbar al asesino con su propia caída.
Entreri dio un paso hacia un lado para esquivar la embestida desesperada y soltó una carcajada, antes de acabar la pelea hundiendo la daga de pedrería en el pecho de Fender y, aprovechando su traspié, partiéndole el cráneo en dos con el sable.
Demasiado horrorizada para llorar o para gritar, Catti-brie observó con ojos enturbiados cómo Entreri extraía la daga del pecho de Fender. Convencida de que su propia muerte era ya inminente, cerró los ojos al ver que la daga se acercaba a ella; sintió la calidez del metal, teñido por la sangre del enano, y apoyado ahora sobre su garganta.
Enseguida percibió el burlón roce del extremo afilado sobre su piel, suave y vulnerable, mientras Entreri giraba lentamente la mano.
La daga tentadora. La promesa, la danza de la muerte.
Luego, dejó de sentirla. Catti-brie abrió los ojos justo a tiempo para ver cómo la pequeña daga desaparecía en la funda que colgaba de la cadera del asesino. El hombre dio un paso hacia atrás.
—Ya ves —dijo, como simple explicación de su clemencia—. Mato sólo a aquellos que se atreven a oponerse a mí. Tal vez tres de tus amigos que van de camino a Luskan puedan escapar a mi espada. Yo sólo quiero al halfling.
Catti-brie intentó disimular el horror que la embargaba y, manteniendo la voz firme, respondió con frialdad:
—Los subestimas. Lucharán contra ti.
—Entonces, morirán también —replicó Entreri, con voz tranquila y confiada.
Catti-brie no podía impresionar al desapasionado asesino manteniendo la compostura. La única respuesta que tenía para él era su propio desafío, así que lo escupió al rostro, sin temer las consecuencias.
El hombre respondió con una simple bofetada con el revés de la mano. Catti-brie sintió que le ardían los ojos por el dolor y que las lágrimas estaban a punto de fluir; luego cayó en una profunda oscuridad. Pero, a medida que se sumía en la inconsciencia, oyó durante breves segundos cómo la carcajada cruel y despiadada del asesino se perdía en la distancia mientras el hombre se alejaba.
Tentadora. La promesa de la muerte.