Tras regresar al apartamento, había recogido mis cosas y obligado a mi amiga a llevarme al aeropuerto inmediatamente, asegurándole que necesitaba salir de allí cuanto antes. Ella había accedido al comprobar mi lamentable estado, aunque podía ver las preguntas que se acumulaban tras sus ojos.
—Me he acostado con Lucas —confesé, mientras metía mi equipaje en el maletero del coche.
—Eso es ¿malo? —aventuró ella, enarcando las cejas. Negué con la cabeza—. ¿Y por qué estás huyendo en mitad de la noche como si lo fuera?
—No soy una ingenua, Lola. No voy a quedarme aquí esperando a que toque a mi puerta y me diga que quiere pasar el resto de su vida a mi lado —repliqué con sarcasmo.
—No tiene por qué ser así.
—Solo trato de facilitarle las cosas.
—No puedo creer que seas tan cobarde.
No quise escucharla. Aferrarme a la idea de que lo nuestro podía ser distinto para Lucas suponía darle la posibilidad de destruirme si no era así. El pavor a ver indiferencia en sus ojos no dejaba espacio en mi cabeza para ningún otro pensamiento.
—¿Y qué se supone que tengo que decirle cuando venga a buscarte?
—No vendrá —le aseguré.
Lola suspiró.
—Espero que sepas lo que haces.
Una vez en Barajas, encendí el móvil y me entraron una decena de llamadas perdidas, todas de Lucas. El teléfono vibró en mi mano. Tomé aire y pulsé el botón de descolgar. La voz de Lucas tronó en mi oído sin darme opción a contestar.
—¿Dónde demonios estás?
—En Madrid —afirmé con fingida naturalidad.
—¿Y qué estás haciendo ahí?
—Vivo aquí, Lucas.
Farfulló una maldición e inspiró con fuerza.
—Tenemos que hablar, Ari.
—¿De qué? —pregunté, simulando que lo sucedido no tenía mayor importancia.
—No intentes hacerme creer que no recuerdas lo de hace unas horas porque no voy a tragármelo.
—Lucas, somos amigos —le aseguré, y un dolor sordo se instaló en mi pecho—. No tiene por qué cambiar nada entre…
—¿Amigos? —me interrumpió—. No me dio esa sensación anoche, cuando gemías bajo mi cuerpo.
Recordarlo me aceleró el pulso. Apreté con fuerza el teléfono, tratando de calmarme.
—¿Me estás echando en cara que me acostara contigo?
Él ignoró mi pregunta.
—¿Estás enfadada conmigo, Ari? Me he despertado y no estabas, y no conseguía localizarte…
—Nada va a cambiar —repetí, sin saber qué más decir.
—Mi vuelo sale esta tarde, podríamos cenar juntos y hablar—sugirió él, y se me hizo un nudo en la garganta solo de pensar en tenerlo delante y no poder tocarlo.
—He quedado con Alba para ponernos al día —mentí—. Nos vemos mañana en clase.
—Dime que bailarás conmigo, Ari —suplicó con tono atormentado—. Dímelo.
—Adiós, Lucas.
Colgué sin esperar su respuesta. Aunque Lucas tratara de suavizarme el mal trago, yo sabía que mantener las apariencias de nuestra amistad iba a resultar una tarea ardua y agotadora.
No le conté nada a Alba al llegar a casa. Una vez más, enterré los recuerdos en el fondo de mi alma, creyendo ser capaz de hacerlos desaparecer. Me metí en la cama alegando que apenas había dormido durante las vacaciones y pasé el resto del día escondida bajo el edredón.
Lucas no apareció por la facultad al día siguiente, ni el resto de la semana. Y yo me sumí en la rutina del inicio del curso: nuevas asignaturas, nuevos profesores. En las clases que compartíamos permanecía mirando la puerta, esperando verle entrar y que me iluminara el día con su sonrisa. Pero eso no sucedió.
Empezaba a arrepentirme de haber claudicado a mi deseo por él. Si perdía a Lucas como amigo, una parte de mí se apagaría junto con nuestra amistad. Habíamos pasado juntos infinidad de momentos, de esos que con el paso del tiempo se graban a fuego en tu memoria, de esos que aunque lo intentes nunca consigues olvidar.
La primera vez que lo vi, Lucas trataba de mantenerse despierto en clase de Estadística. Yo llegaba tarde y mis ojos se desviaron hacia él en cuanto atravesé la puerta de acceso al aula. Se sujetaba la cabeza con las manos y miraba fijamente al profesor, aunque era obvio que no le prestaba la más mínima atención. Ni siquiera se molestaba en tomar apuntes.
Noches más tarde, me sorprendí al coincidir con él en un pub cercano al campus, donde Lucas trabajaba como camarero y repartía copas al mismo tiempo que sonrisas. Era imposible no fijarse en él. En aquel momento, yo ya me había propuesto mantenerme lo más alejada posible de los chicos en general, y de los ligones de sonrisa perfecta en particular. Y ese era precisamente su caso.
Durante toda la noche, cada vez que me acercaba a la barra y le pedía una bebida, Lucas había insistido en invitarme, y en todas las ocasiones yo me había negado a aceptar. Viendo que no accedía, había saltado por encima de la barra para arrodillarse frente a mí y rogarme que bailara con él.
—Dime que bailarás conmigo, Ariadna —gritó por encima de la música.
Me sorprendió que conociera mi nombre. Todo el mundo nos miraba y su jefe le reclamaba que volviera a su puesto de trabajo, por lo que para quitármelo de encima contesté casi sin pensar:
—Antes de que digas adiós.
Justo cuando el local se disponía a cerrar sus puertas, Lucas me había obligado a cumplir mi palabra. Y desde aquel momento esas dos frases se habían convertido en un ritual para nosotros.
Entré en la cafetería de la facultad, en busca de mi dosis diaria de cafeína, y me senté en una de las mesas. Las primeras semanas siempre resultaban caóticas. Las conversaciones se dividían entre los que relataban con melancolía sus aventuras durante el verano y los que gruñían sobre horarios maratonianos, temarios y asignaturas pendientes.
Mientras tanto, yo me abstraía de todo observando con fijeza la carpeta casi vacía que tenía frente a mí, la misma que al final de curso apenas sería capaz de cerrar. No me di cuenta de que Alba se encontraba a mi lado hasta que dejó caer sus libros delante de mis narices.
—No me habías contado que Lucas y tú… —Mi mente se desconectó a partir de ese punto de la frase.
Parpadeé para centrar mi atención en ella.
—¿Qué?
—Viste a Lucas en Tenerife. —No me lo estaba preguntando, y yo no había dicho una palabra a nadie.
Me removí nerviosa en el asiento.
—Sí —admití. Traté de sonreír pero me salió una mueca.
Alba arrastró una silla y se sentó. Tamborileó con los dedos sobre la mesa y me estudió con detenimiento.
—¿Por qué no me lo habías contado?
—No me pareció importante —contesté, encogiéndome de hombros.
Mi compañera de piso suspiró varias veces. Abrió la boca como si fuera a decir algo y volvió a cerrarla. Alcé las cejas, esperando a que se decidiera a soltar de una vez lo que quiera que hubiera venido a decirme.
—¿Pasó algo… entre vosotros? —La cautela con la que formuló la pregunta me dio a entender que ya conocía la respuesta.
—¿Cómo te has enterado, Alba?
Su silencio solo contribuyó a aumentar mi nerviosismo. Miré a mi alrededor y maldije por no haber prestado oídos a las conversaciones y rumores que llenaban la sala. Alba puso los ojos en blanco al percibir mi inquietud.
—No lo sabe nadie más —puntualizó para tranquilizarme—. Bueno, sí que lo sabe alguien…
—¡Quieres soltarlo ya! —la interrumpí, alzando la voz más de lo que hubiera deseado.
Algunos de mis compañeros volvieron la cabeza hacia nuestra mesa. Alba soltó una risita al ver cómo me encogía en el asiento.
—Carlos va a matarme por esto —murmuró mi amiga en voz baja, aunque no tanto como para que no pudiera escucharla.
—¿Carlos? —Cada vez entendía menos de qué iba todo aquello.
Alba se inclinó en mi dirección y yo imité su gesto. Nuestras cabezas quedaron a unos pocos centímetros de distancia.
—El compañero de piso de Lucas. Él y yo…
—¡Carlos y tú! —exclamé, comprendiendo al fin lo que se resistía a confesar.
Alba esbozó un mueca de disgusto.
—Puedes airearlo un poco más, creo que los de la mesa del fondo no se han enterado.
Ahora entendía por qué Alba no había querido acompañarme a Tenerife, tenía planes mejores.
—Me alegro muchísimo por ti, pero no entiendo qué tiene que ver todo esto conmigo.
Chasqueó la lengua, exasperada por mi impaciencia.
—¿Estás al tanto del problema de timidez de Carlos?
Asentí. Cuando lo conocí, pasé varias semanas burlándome de Lucas y su compañero de piso fantasma; siempre que visitaba a mi amigo, Carlos desaparecía por arte de magia. Me costó dos meses que se sentara a comer una pizza con nosotros.
—Bien, pues no te imaginas cómo se transforma bajo las sábanas —añadió, con expresión soñadora.
—Ahórrame los detalles —le pedí—. Al grano, Alba, por favor.
Puso de nuevo los ojos en blanco y yo estuve tentada de sacárselos con la cucharilla del café para que dejara de hacerlo.
—Ari, la has cagado con Lucas —soltó a bocajarro.
—¿Para eso tanto misterio? Dime algo que yo no sepa.
Ella cabeceó y se pinzó el puente de la nariz con los dedos.
—Dime tú que no es verdad que huiste como una delincuente después de acostarte con él, con nocturnidad y alevosía, además.
No suelo ruborizarme, pero el calor que emanaba de mi rostro me convenció de que mis mejillas se habían tornado rojo escarlata.
—No te hacía tan cobarde.
—Te sorprenderías.
—Deberías haberte quedado —me reprochó con dureza.
—¿Para qué? ¿Para oírle decir eso de «no eres tú, soy yo» o algo similar? —me defendí.
—No puedo creer que tengas que enterarte de esto por mí —gruñó, incómoda—. No, Ari, para que Lucas pudiera confesarte que lleva meses enamorado de ti.
Debí poner cara de póquer, porque Alba alzó las manos y negó con la cabeza para dar a entender que ella solo me contaba lo que sabía.
«No, no, no», gemí mentalmente. Si resultaba ser verdad, había metido la pata hasta el fondo. No me extrañaba que Lucas no diera señales de vida. ¡Lo había despreciado! ¡Fingí que hacer el amor con él no había significado nada para mí!
La voz sensata, a la que no había echado de menos en absoluto, reapareció en mi cabeza. Si Alba se equivocaba, si yo me permitía albergar la ilusión de que Lucas y yo podíamos estar juntos y luego todo se trataba de un malentendido, no lo superaría. La caída sería demoledora.
—Lleva toda la semana sin salir de casa salvo para ir al trabajo, y ha pedido el traslado de expediente a otra universidad.
—A la mierda —mascullé para mí misma.
Si existía la mínima posibilidad de que estuviéramos juntos, iba a aferrarme a ella hasta las últimas consecuencias. No pensaba dejar que Lucas saliera de mi vida.
La voz de Alba me devolvió a la realidad.
—¿Has entrado en shock?
—¿Dónde está Lucas? —la interrogué, poniéndome de pie y recogiendo mis cosas.
—No tengo las respuestas a todas tus preguntas, joven padawan —se burló mi amiga.
La atravesé con la mirada, odiando que sacara a relucir su vena friki en ese preciso momento. Saqué mi teléfono y dejé pulsado el uno hasta que el número de Lucas apareció en pantalla. Un tono, dos, tres, cuatro, y saltó el buzón.
Me di la vuelta y eché a correr por la cafetería, como si esta hubiera estallado en llamas. A mitad de camino, volví apresuradamente sobre mis pasos y abracé con fuerza a mi amiga.
—Gracias, Alba.
—Acaba con él, nena —me animó riendo.
—Es lo único que deseo —grité, ya en dirección a la salida.