A la mañana siguiente, la luz que se colaba por la ventana me fue despertando poco a poco. Me llevó varios minutos darme cuenta de que un brazo, que no era mío, se colaba bajo mi camiseta y una mano aprisionaba uno de mis pechos. Abrí los ojos con lentitud, aturdida por una punzada que se extendía desde la parte posterior de mi cabeza hacia las sienes, y miré por encima de mi hombro.
Lucas me aprisionaba contra su cuerpo, que estaba casi encima mío. A pesar de la amplitud de la cama, nuestras piernas se habían enrollado durante la noche y, por lo que parecía, sus manos habían buscado el lugar más cómodo para descansar.
Suspiré, demasiado consciente del tacto de su mano sobre mi piel caliente, e intenté zafarme de él. Tras varios intentos me di por vencida; si quería moverme iba a tener que despertarlo.
—Lucas —lo llamé en voz baja—. ¡Lucas!
Le clavé un codo en las costillas y solo conseguí que me apretara con más fuerza.
—¡Lucas! —chillé esta vez, al mismo tiempo que lo empujaba con todo mi cuerpo.
Abrió los ojos de repente y permaneció inmóvil durante cinco segundos que a mí se me antojaron eternos. Su mirada fue de mí a la cama, vuelta a mí, y de ahí a su mano.
—¿Ari?
Al darse cuenta de lo que sujetaba, se apartó de mí azorado, incluso diría que sus mejillas adquirieron un matiz rojizo. No podía creer que Lucas, el gran conquistador, tuviera la capacidad de ruborizarse.
—¿Esperabas a otra? —inquirí molesta.
—Joder, Ari, pues sí que te has levantado susceptible hoy. —Esbozó una sonrisa descarada y se tendió de nuevo sobre la cama, sin dejar de observarme.
Comprender que estaba enamorada de Lucas no hacía que las cosas resultaran más fáciles. Todo lo contrario. Los muros de contención que había ido levantando entre mi corazón y él a lo largo de los últimos meses habían volado por los aires la noche anterior. Me levanté de la cama, decidida a ampliar la distancia entre nosotros para evitar que se diera cuenta de que había empezado a temblar.
Él, semidesnudo sobre la cama y con el pelo revuelto, me sonreía como si supiera exactamente lo que mi cuerpo ansiaba. Aun con el pómulo hinchado y el corte que adornaba su mejilla, cualquier chica con ojos en la cara se hubiera lanzado sobre su boca. Cualquier chica menos yo.
Yo quería algo más que unas horas de cama, mientras que él… Él había dejado claro que ni siquiera deseaba eso.
—Debería llamar a Eric —dije en voz alta, dándole la espalda.
Escudarme tras mi aparente atracción por su amigo suponía una cobardía por mi parte. A pesar de que Eric me gustaba, sabía que no podía competir de ninguna de las maneras con mis sentimientos por Lucas. Pero era lo único que me quedaba, un puerto seguro para no dejar que mi deseo por Lucas se desbordara y asolara todo a su paso.
—Le debo una explicación —añadí con toda la firmeza que fui capaz de reunir.
—Ari, sobre lo de anoche…
—Tú también tendrías que hablar con él —lo interrumpí, demasiado trastornada por el sonido de su voz.
Exhaló un pesado suspiro, pero no dijo nada más. Creí que con su silencio me estaba dando la razón. Sin embargo, unos instantes más tarde, sus manos se instalaron en mis caderas y sus labios rozaron mi hombro con suavidad. Y durante unos preciosos segundos, todo lo que pude percibir fue ese contacto húmedo palpitando sobre mi piel.
—Lo volvería a hacer, Ari —musitó él con dulzura.
—No necesito que defiendas mi honor, Lucas —le espeté resentida. No precisaba su lástima, ya me ahogaba yo sola en mi propia autocompasión.
Y antes de que todas mis reservas de valor se diluyeran, pronuncié la mayor mentira que he articulado jamás.
—No te necesito.
Sus dedos se crisparon, para luego liberarme de su agarre, dejando tras de sí un rastro amargo. Permanecí de espaldas a él y reprimí las ansias de darme la vuelta para abrazarlo, porque sabía que mis ojos le revelarían que todo aquello no era más que un burdo embuste.
«Lo perderás, vas a perderlo». Por primera vez, una única voz retumbaba en mi cabeza, sabedora de que alejar a Lucas de mí me destrozaría por dentro. Y aun así, apreté los labios mientras él recogía su ropa y abandonaba la habitación en silencio.
Aparté la cortina de la ventana y esperé hasta que Lucas salió por la puerta que daba a la piscina del complejo. Ahogué un gemido al verlo entrar en el apartamento que estaba tan solo dos puertas más allá del nuestro.
Los siguientes días pasaron sin más, como una sucesión interminable de segundos, minutos y horas que no me hubiera importado perderme. Lucas no me llamó ni yo lo llamé a él, y debió hacer un verdadero esfuerzo por no coincidir conmigo, porque nuestros caminos no volvieron a cruzarse.
Y mientras Lucas me evitaba a mí, yo me escondía de Eric. Había convertido la cobardía en mi especialidad. Ni siquiera Lola, que rara vez cejaba en su empeño cuando se trataba de sonsacarme información, se atrevió a interrogarme al respecto. Mi cara debía reflejar a la perfección cómo me sentía.
La noche antes de mi regreso a Madrid, Lola se plantó ante mí con tal expresión de determinación que supe que mi tiempo de duelo había concluido.
—Ya vale, Ari.
Alcé las cejas y esbocé una sonrisa inocente, como si pudiera engañarla.
—¿Es que no ves lo que esta situación te está haciendo? ¡Te estás desmoronando ante mis ojos! —exclamó, alzando las manos.
—Lo superaré —afirmé. Pero el temblor de mi voz indicaba lo contrario.
—Llámalo —me ordenó—. O mejor aún, ven conmigo.
La mano de mi amiga se cerró en torno a mi muñeca y tiró de mí con decisión, obligándome a seguirla. Su ímpetu me desconcertó tanto que no opuse resistencia hasta que comprendí a dónde se dirigía.
—No, no, no —repetí aterrada cuando llamó al timbre de la casa en la que había visto entrar a Lucas.
El rubio del tatuaje en el hombro nos abrió la puerta. Gotas de sudor helado me resbalaban por la espalda. De aquello no podía salir nada bueno.
—¿Lucas? —inquirió Lola.
—Está durmiendo —contestó el chico.
Lola lo apartó de un empujón y yo deseé que me tragara la tierra. No pareció molestarle porque, con gesto divertido, nos indicó una puerta que supuse era la del dormitorio de Lucas. Mi amiga me arrojó dentro y cerró la puerta tras de mí.
Forcejeé con el pomo, intentando escapar del encierro y sin atreverme a mirar el cuerpo que reposaba sobre la cama. Maldije para mí misma al darme cuenta de que Lola debía estar tirando de él desde el otro lado.
Suspiré resignada y me giré hacia el interior de la habitación, luchando por controlar el pánico. La persiana estaba echada casi por completo. Pero una vez que mis ojos se adaptaron a la penumbra, vislumbré a Lucas acostado boca abajo con un brazo colgando del borde y las piernas enredadas entre las sábanas, sin más ropa que unos boxers negros. La visión duplicó la velocidad de mi, ya de por sí, acelerado corazón. Tuve que inspirar y espirar varias veces para tranquilizarme.
De puntillas, avancé unos pasos y me incliné sobre su rostro. Me recreé en el sonido pausado de su respiración. Le había echado tanto de menos que tuve que contener las ganas de abalanzarme sobre él y rogarle que no volviera a separarse de mí.
Durante más de media hora, me limité a contemplarlo mientras dormía sin hacer nada por despertarlo. Sentada en el suelo y con la espalda apoyada contra la pared, tracé con la mirada una y mil veces la curva de sus hombros, sin otra intención que llenarme los ojos de él y grabar su imagen serena en mi mente.
Cuando se removió entre sueños, el pánico retornó. Me puse de pie, decidida a salir de allí antes de que despertara. Con algo de suerte, Lola se habría cansado de esperar y podría escaparme sin problemas. No quería enfrentarme a él y descubrir que mi comportamiento había abierto una brecha entre nosotros. Lo arreglaría, encontraría la forma de que pudiéramos ser amigos de nuevo, pero en ese momento no poseía fuerzas suficientes para hacer aquello.
Le aparté el pelo de la cara, deposité un beso en su sien y regresé junto a la puerta.
—Ari —me llamó Lucas, con voz somnolienta.
Me quedé quieta entre las sombras, como si mantenerme inmóvil fuera a hacerme desaparecer.
—Ari, por favor.
Así el pomo de nuevo y tiré de él una vez, y otra, y otra, espoleada por la certeza de que si Lucas se acercaba a mí, lo besaría sin importarme las consecuencias. Y si me rechazaba, mi cordura no podría resistirlo.
Al percibir el sonido de sus pies descalzos sobre el suelo, a punto estuve de emprenderla con la puerta a patadas. Pero cuando puso sus manos sobre las mías, su contacto calmó de inmediato mis nervios.
—¿Qué quieres de mí, Lucas?
Esa era la gran pregunta, el eterno interrogante que pendía sobre nuestras cabezas desde el día en que nos conocimos, solo que no me había dado cuenta de ello hasta el día del incidente.
Me obligó a darme la vuelta y me besó. La sorpresa hizo que se me escapara un gemido cuando su lengua se abrió paso a través de mis labios, moviéndose con avidez. Sus manos atraparon mis nalgas y me alzó en vilo. Yo enlacé su cintura con mis piernas, ansiosa por eliminar cualquier espacio entre nosotros.
—Tu cumpleaños. Lo recuerdo. Todo —confesó Lucas—. Recuerdo tus gemidos —añadió, y me alzó la barbilla para acceder a mi cuello. Fue dejando un reguero de besos hasta llegar al hueco detrás de mi oreja—. Recuerdo tu sabor en mi boca.
»Mierda, Ari, no he dejado de pensar en ello ni un solo día desde entonces —admitió, con la voz ronca por el deseo.
Buscó en mis ojos una reacción a sus palabras que, lejos de enfadarme, azuzaron aún más mi deseo. Quería terminar de una vez por todas con lo que habíamos empezado meses atrás. Lo necesitaba para aplacar la necesidad que mi cuerpo tenía de él.
—Esta vez no pienso dejarte marchar —murmuró para sí mismo.
Me separé de él lo justo para sacarme la camiseta por la cabeza y luché contra los botones de los shorts vaqueros que llevaba puestos. La ropa se me antojaba un estorbo, me sobraba todo lo que no fuera su piel contra la mía. Lucas retiró mis manos para sustituirlas por las suyas. Sus dedos se colaron entre la cinturilla de mis pantalones y mi ropa interior. Mientras se agachaba para quitármelos, no dejó de mirarme.
Ascendió de nuevo, pero esta vez recorriendo con su boca cada centímetro de mis piernas. Me estremecí cuando alcanzó la parte interna de mis muslos. Todo mi cuerpo ardía, como si sus caricias estuvieran propagando fuego por mis entrañas. De rodillas frente a mí, Lucas enlazó mis piernas con sus brazos y se puso de pie, alzándome con él. Caminó hasta la cama despacio, mientras su lengua, juguetona, entraba y salía de mi ombligo.
Depositó mi cuerpo sobre la cama y dio varios pasos hacia atrás. Por un momento temí que fuera a arrepentirse, pero se limitó a contemplarme con detenimiento, como si no terminara de creerse que me tuviera delante de él, en ropa interior y temblando de anticipación.
—Eres jodidamente perfecta —afirmó con vehemencia.
No tardó en inclinarse sobre la cama. La serenidad de sus movimientos, mientras acortaba la distancia entre nuestras bocas, no cuadraba en absoluto con su respiración ahogada y jadeante. Cuando sus ojos quedaron a la altura de los míos, elevé las caderas, reclamándole. Lucas cerró los ojos y gimió contra mis labios. Percibí cómo los latidos de su corazón me golpeaban el pecho y mi pulso terminó de acelerarse, acompasándose al suyo.
Atrapó su boca con la mía y nuestras lenguas se entrelazaron frenéticas. Mientras me besaba, su mano liberó uno de mis pechos del sujetador y me pellizcó el pezón; el latigazo de placer que se extendió por mi espalda me obligó a cerrar los ojos. Quería más. Lo quería dentro de mí. Ahora.
—Te deseo —susurré en su boca.
—Abre los ojos. Mírame, Ari.
Hice lo que me pedía y me encontré con su rostro, devorado por la necesidad acuciante de poseerme.
—Repítelo —suplicó.
—Te deseo, Lucas.
Aquellas tres palabras eliminaron las ataduras que habían contenido a Lucas hasta ahora. Se deshizo de mi ropa interior apresuradamente y sus dedos se hundieron en mi interior sin titubeos. Me aferré a las sábanas para evitar gritar. Lucas gimió al percibir lo preparada que estaba para recibirlo.
Mis manos resbalaron por su espalda hasta alcanzar sus boxers y tiré de ellos, resuelta a suprimir la última barrera que quedaba entre nosotros. Lucas deslizó sus dedos fuera de mí y la sensación de vacío resultó casi dolorosa. Para cuando ambos estuvimos complemente desnudos, todo mi cuerpo palpitaba ansioso.
Con las manos apoyadas sobre el colchón, Lucas se dejó caer sobre mí y me penetró solo en parte. Esbozó una sonrisa torcida al percibir mi frustración.
—¿Quieres que suplique? —gruñí, al límite de mi resistencia.
Negó con la cabeza.
—Lo único que deseo es alargar este momento hasta que no pueda resistirlo más. Quiero ser totalmente consciente de todas y cada una de las veces que entre y salga de ti. Quiero…
Planté los pies sobre la cama y alcé las caderas, abarcándolo por completo. Sus palabras se transformaron en una serie de exhalaciones irregulares.
—Joder, Ari.
Era la primera vez que sobrepasábamos hasta ese punto los límites de nuestra amistad, bien pudiera ser la última, así que todo mi ser protestó rabioso cuando separé nuestros cuerpos. Yo también podía jugar a torturarlo.
Sin perder un segundo, Lucas me embistió con desesperación. Se deslizó dentro y fuera de mí, una y otra vez, con una lentitud deliberada pero sin darme tregua para reponerme tras cada una de sus acometidas. Apoyaba su frente contra la mía, con la vista fija en mis ojos, hasta que tuvo que besarme para acallar los gemidos que se escapaban de mi garganta.
—¿Ari? —gruñó contra mi boca. Y supe que luchaba por controlarse.
Una leve película de sudor recubría su piel. Le obligué a tumbarse a mi lado y me senté a horcajadas sobre él. Sus dedos se clavaron en mi cintura.
—Conseguirás que me vuelva loco.
—Bien, porque es justamente lo que pretendo. —Me mordí el labio de forma insinuante y, antes de que pudiera replicar, comencé a moverme sobre él.
Lucas cerró los ojos con fuerza. Respiraba con dificultad.
Con las manos firmemente apoyadas sobre su pecho, balanceé las caderas adelante y atrás, acoplando mi ritmo al suyo. Algo explotó dentro de mí. Un jadeo ronco brotó de su boca cuando las paredes de mi sexo se cerraron sobre él.
A pesar de que temblaba de pies a cabeza, no me detuve. Imprimí una mayor ferocidad a mis movimientos hasta que Lucas se estremeció bajo mi cuerpo, dejando escapar todo el aire de sus pulmones y repitiendo sin cesar mi nombre.
Nada de lo sucedido hasta ahora me había preparado para aquel momento. No encontraba las fuerzas necesarias para levantarme de la cama y separarme de él, ni palabras adecuadas para decirle adiós. Pero tampoco quería esperar a que Lucas despertara y me dijera lo que yo ya sabía. Estaba hecho, y yo me moría de miedo al pensar que habíamos quemado el último cartucho.
Me deslicé fuera de la cama y recogí mi ropa del suelo. Abandoné la habitación con las lágrimas asomando a mis ojos y la certidumbre de que todos los días de mi vida no serían suficientes para olvidarme de él.