3

En aquel momento, yo creía que mi mente actuaba de forma racional. Aunque a la mañana siguiente, con una resaca de las que hacen historia, me diera cuenta de que me había comportado como una auténtica desquiciada.

Lucas me alcanzó justo cuando me disponía a salir de su dormitorio. Me acorraló contra la puerta, situando las manos sobre la madera y ejerciendo presión con todo su cuerpo para evitar que pudiera moverme. Tenía su pecho contra mi espalda, y el calor que emanaba de su cuerpo traspasaba incluso su camiseta.

—Mierda, Ari —farfulló sobre mi cuello.

Su aliento me erizó la piel, y me removí inquieta por albergar pensamientos que en ningún caso me perdonaría tener en ese momento, medio desnuda y con Lucas tan cerca de mí.

El movimiento de mis caderas provocó que Lucas se apretara más contra mí y, o bien llevaba el móvil en el bolsillo delantero de los vaqueros, o su cuerpo lo estaba traicionado. Por el gemido que se le escapó, me imaginé que se trataba de lo segundo.

—Si quieres irte de tu fiesta de cumpleaños, puedes hacerlo —articuló con esfuerzo—. Pero ponte algo de ropa, por favor.

A la mierda la fiesta de cumpleaños, pensé, y empujé las caderas levemente hacia atrás. No, definitivamente no era su teléfono.

—Ari —gruñó en mi oído.

Todas las alarmas interiores, o al menos las que no se habían fundido con el alcohol, se encendieron. Si había habido un momento en el que debería haber desistido de mi locura, fue aquel. Pero percibir las yemas de sus dedos deslizarse por mis brazos y mis hombros, para luego trazar líneas sobre mi espalda, arrasó con la escasa lucidez mental que me quedaba.

La boca de Lucas sustituyó a sus manos. A pesar de no poder verlo, podía imaginar a la perfección los movimientos de sus labios carnosos y húmedos sobre mi piel. Me estremecí cuando alcanzó mi cuello y se empleó a fondo con el lóbulo de mi oreja.

—Lucas —gemí, sin poder evitarlo—, esto está mal.

—Muy mal —confirmó él, pero no se detuvo.

—So… somos… amigos —tartamudeé, excitada por sus besos.

—Íntimos —puntualizó.

Desabrochó mi sujetador y se quitó la camiseta en apenas unas milésimas de segundos. Yo me concentré en continuar respirando. Al percibir su piel contra la mía, supe que no tenía escapatoria. Daba igual los argumentos que mi yo prudente tratara de esgrimir contra mi otro yo, este último estaba desesperado por sentir a Lucas tan cerca y tan dentro como fuera posible.

—Dime que esto no es lo que quieres. —Su voz, ronca por el deseo, parecía suplicar una réplica—. Dime que no lo has imaginado una y mil veces.

Traté de girarme para mirarlo a los ojos, pero él me lo impidió. Trazó la curva de mi cintura con sus manos y sus dedos juguetearon con el elástico de mis braguitas. Arqueé la espalda ante el roce y su erección se hizo aún más evidente.

—Vas a volverme loco, Ari —masculló entre dientes.

Mi pulso se disparó cuando sus dedos se hundieron en mí, y mis gemidos se entremezclaron con su respiración agitada. Cuando los retiró, las rodillas se me doblaron y Lucas tuvo que sostenerme. Esta vez fue él quien me dio la vuelta para poder verme la cara.

—¿Estás bien? —Su expresión era una mezcla de culpabilidad y deseo.

Me puse de puntillas para alcanzar su boca y acaricié sus labios con la punta de la lengua. Sus brazos alzaron mi cuerpo sin esfuerzo y rodeé su cintura con las piernas, aferrándome a él. Caímos en la cama en un lío de brazos, piernas y besos cargados de deseo.

Lucas dejó caer la cabeza sobre la almohada y colocó mi cuerpo sobre el suyo. Se quedó mirándome en silencio. Sus pupilas estaba tan dilatadas que el iris se reducía a una pequeña franja de un matiz verde oscuro.

Sin apartar la vista de él, desabroché uno a uno los botones de sus vaqueros e introduje la mano en sus boxers. Con el primer roce, gimió mi nombre y cerró los ojos con fuerza. Sus manos se cerraron en torno a mis pechos. Yo no dejaba de pensar que todavía había demasiada ropa entre nosotros.

Lucas giró sobre sí mismo para arrastrarme bajo su cuerpo. Apartó los dedos de mis pechos solo para dejar sitio a su boca, y su lengua trazó pequeños círculos en torno a mis pezones sonrosados. Los succionó, lamió y mordisqueó hasta que pensé que no iba a resistir sus caricias ni un minuto más. Lo deseaba dentro de mí, lo deseaba más de lo que nunca había sido capaz de desear a nadie.

Y sin previo aviso, se detuvo, alejándose de mí en dirección a los pies de la cama. Mi cuerpo protestó angustiado por la separación. Lucas fue a sentarse en el suelo. Se recostó contra la pared y cerró los ojos, negándose a mirarme. Ambos respirábamos con dificultad, con el mismo ansia carcomiendo nuestras entrañas.

—No puedo hacer esto —balbuceó en voz baja.

Estaba completamente desnuda, en su cama, temblando de deseo y con las huellas de sus besos aún presentes en la piel. Me llevó al menos un minuto largo comprender a qué se refería. Cuando mi mente procesó por fin sus palabras, mi cuerpo se enfrió con rapidez y la pasión que me quemaba momentos antes se diluyó al mismo ritmo que las lágrimas se agolpaban en mis ojos.

—No puedo, Ari —repitió.

El eco de mi nombre adquirió un matiz agridulce en sus labios. Fui consciente de que le había costado pronunciarlo. Alargué la mano para atrapar la sábana y cubrirme con ella. Mi desnudez parecía ahora fuera de lugar. Lucas seguía sin atreverse a mirarme, mantenía la vista fija en algún punto del techo y no parecía que fuera a decir nada más.

«Genial, Ari, simplemente genial», me reproché a mí misma.

El tío con mayor índice de conquistas por metro cuadrado de toda la universidad no podía acostarse conmigo. Imaginé el rumbo de sus pensamientos: el fatídico momento de la mañana después, cuando tuviera que enfrentarse a mí con cualquier frase hecha de esas que usaba con todas las tías.

¿Pero de verdad era eso lo que le retenía? Porque por mucho que intentaba desterrar la sensación de rechazo que me invadía, no podía evitar pensar que no me consideraba lo suficientemente buena como para tener algo conmigo. Su desprecio, fuera por el motivo que fuera, volvió a calentar la rabia en mi pecho. Y cuando vi que Lucas abandonaba la habitación para volver momentos después con una botella entre las manos, sentí ganas de abofetearlo.

¿Con qué clase de imbécil había estado a punto de acostarme? Uno que prefería continuar emborrachándose, y cuyo único objetivo ahora parecía olvidar todo lo sucedido por la vía rápida: sepultando la última hora de su vida bajo litros de whisky.

—Vete a la mierda, Lucas.

Salté de la cama y me vestí con mi ropa a toda prisa, entre furiosa y avergonzada. Reprimí los sollozos que me atenazaban la garganta para no darle el placer de contemplar lo afectada que estaba y salí de la habitación sin volver la vista atrás.

Cuando atravesé el salón, la fiesta se encontraba en su punto álgido, por lo que nadie me prestó atención. Mientras bajaba las escaleras hasta la calle, me convencí de que para Lucas nuestra amistad era más importante que un revolcón de una sola noche. Y eso me llevaba a una conclusión inevitable: él estaba tan seguro de que nunca tendría nada serio conmigo como para refrenarse en un punto en el que yo hubiera sido incapaz de dar marcha atrás. Lo que no tenía tan claro era cuándo había empezado yo a anhelar que fuéramos algo más que amigos y por qué me dolía tanto saber que eso sería algo que jamás ocurriría.

Mientras terminaba de arreglarme, Lola me había seguido por toda la casa en silencio, absorta en la narración de mi historia con Lucas. No había abierto la boca ni una sola vez, algo sorprendente para ella, que incluso cuando se enfadaba conmigo no podía aguantar más de dos minutos sin soltar algún comentario sarcástico.

—¿Ni una broma? ¿Ni una sola pulla? —pregunté, extrañada.

—No lo entiendo —replicó Lola con expresión confusa—. Os he visto esta mañana en la piscina y no he me ha parecido que os llevarais precisamente mal. ¿Qué pasó al día siguiente? ¿Cómo es que no le arrancaste los ojos cuando volviste a verlo?

Antes de contestar, recogí las llaves del apartamento y las metí en el bolso. Me miré en el espejo de la entrada. Llevaba unos pantalones cortos y holgados de seda negra y una blusa amplia de manga tres cuartos y en un tono coral que resaltaba mi bronceado. Había decidido dejarme el pelo suelto a pesar de que, con toda probabilidad, al final de la noche las ondas de mi melena castaña se habrían transformado en una maraña de rizos indómitos. Remataba el conjunto un par de cómodas cuñas negras que me permitirían bailar toda la noche sin destrozarme los pies.

Lola, por el contrario, había elegido un vestido palabra de honor en blanco y unos tacones de al menos diez centímetros. Era obvio quién de las dos acabaría con los zapatos en la mano al concluir la velada.

—Lucas lo olvidó todo —confesé de camino al coche—. Cuando nos volvimos a ver no se acordaba de nada.

—No me jodas, Ari.

—No puedo decir que no lo agradeciera —continué, mientras daba marcha atrás y sacaba el coche de alquiler del aparcamiento—. Al día siguiente me levanté con la mayor resaca de mi vida, y mentalmente me encontraba aún peor. Me negué a salir de la cama por miedo a encontrármelo en la facultad y no saber qué decirle.

A media tarde, Lucas se presentó en casa y Alba, que desconocía lo sucedido en la fiesta, lo dejó pasar.

Consulté de nuevo la dirección de la casa a la que nos dirigíamos para asegurarme de que conocía su ubicación, y evoqué los recuerdos de la conversación con Lucas.

Me encontraba tirada en la cama, con el estómago revuelto —castigo bien merecido por mis excesos— y la apariencia de alguien al que acaban de sentenciar a muerte. Mi estado de ánimo se había vuelto cíclico a lo largo del día: rabia, indignación, tristeza y vuelta al principio, una y otra vez.

Lucas entró sin llamar a la puerta y yo casi me caigo al suelo cuando se acercó hasta donde me encontraba.

—Dios, Ari, tienes una pinta lamentable —afirmó, una vez que posó sus ojos sobre mí.

No le crucé la cara en ese momento porque mi nivel de autocompasión ya había excedido cualquier límite. Me limité a concentrarme en no llorar.

Él, en cambio, lucía fresco y descansado; era la única persona que conocía a la que la resaca le sentaba bien. Me dedicó una sonrisa torcida antes de sentarse a mi lado. Me alejé lo más que pude y el gesto hizo aparecer una expresión culpable en su cara.

—Siento lo de ayer, no debería haber bebido tanto en tu fiesta de cumpleaños —se excusó.

Me permití fruncir el ceño cuando en realidad deseaba gritar hasta quedarme afónica. ¿Qué demonios pensaba que iba a conseguir Lucas con esa disculpa? ¿De verdad creía que me importaba lo más mínimo si estaba ebrio o no? Puede que sus intenciones hubieran sido nobles al rechazarme, pero yo estaba demasiado enfadada conmigo misma por haberme permitido imaginar que sentía algo especial por mí. A eso se reducía todo, ¿no? Al hecho de que él solo me veía como una amiga.

«Qué ingenuas somos las tías», pensé. Todas creemos que podemos domar al chico rebelde, que seremos nosotras las elegidas.

—¿Bailamos al menos la última canción?

La pregunta de Lucas trastocó el hilo de mis pensamientos. Lo miré perpleja, sin comprender a qué se refería.

—Llevo todo el día tratando de recordar cómo y cuándo terminó la fiesta —añadió. Pasó el brazo por mi espalda y me atrajo hacia él de forma despreocupada, tal y como hacía siempre—. Dime que no estás enfadada. Prometo compensarte.

—¿No te acuerdas de nada? —me atreví a preguntar.

De todas las posibles escenas que mi imaginativa mente había reproducido para nuestro reencuentro, esta no había sido contemplada de ninguna de las maneras.

—Sé que alguien se marcó un bailecito de lo más inspirador —dijo, dándome un codazo y riendo—. Después de eso hay un fundido en negro y… nada más.

No sabía si reír o llorar. ¡Ni siquiera recordaba que habíamos estado a punto de acostarnos! Para bien o para mal, sería únicamente yo la que arrastraría sobre mis hombros el… incidente.

«Puede estar fingiendo», sopesé en silencio. Tal vez lo avergonzaba que alguien se enterara de que nos habíamos liado o puede que me estuviera sirviendo en bandeja de plata una salida digna. Antes de que siguiera elucubrando, Lucas me preguntó algo y mis dudas se evaporaron.

—Oye, ¿ayer ligué?

Parecía confuso, y no le creía tan capullo como para hacerme esa pregunta si realmente no tuviera una gran laguna mental. Se me escapó una carcajada de alivio.

—¿No lo haces siempre? —repliqué, sintiéndome algo mejor.

Me acomodó entre sus brazos y nos quedamos tendidos sobre la cama, cada uno perdido en sus propios pensamientos.

—Bueno —contestó pasados unos minutos—, al menos espero que la chica se lo pasara bien.

«Más quisiera», me lamenté.