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El día de mi vigésimo primer cumpleaños no tenía grandes planes, estaba demasiado ocupada con los exámenes del primer cuatrimestre para molestarme en preparar una fiesta o celebrarlo de cualquiera de las maneras. Así que al llegar al piso de Lucas, se me desencajó la mandíbula al encontrármelo lleno de gente, globos de colores y una gran pancarta colgada en mitad del salón.

Todo el mundo se había vuelto en dirección a la puerta, gritando y aplaudiendo. Lucas, que se había aliado con Alba, mi compañera de piso, se acercó hasta mí y me envolvió con sus brazos. La mezcla de su colonia y el aroma de su piel me aturdió los sentidos cuando escondí la cara en el hueco de su cuello, avergonzada por el inesperado recibimiento.

—Felicidades, princesa —susurró en mi oído.

Su boca permaneció unos segundos más de lo estrictamente necesario rozándome el lóbulo de la oreja y, aunque creía estar inmunizada frente a sus innumerables encantos, no pude evitar que mi corazón se acelerase.

—¿Cuándo has preparado todo esto? —le pregunté, tras separarme de él.

Esa misma tarde Lucas y yo debíamos presentarnos a un examen de Microbiología. Al entrar en el aula había buscado su cara entre los alumnos, sin éxito.

Desechó mi pregunta con un gesto de su mano, restando importancia al hecho de que aquello iba a repercutir de forma negativa en su expediente.

—No deberías… —le regañé. Miré a mi alrededor y distinguí a varios compañeros de laboratorio dando buena cuenta de las existencias de alcohol.

—No parecía que fueras a celebrarlo, y todos agradecen tener un pretexto para escaquearse de la biblioteca.

—Y que lo digas —repliqué, consciente de que mis amigos y los suyos tampoco es que necesitasen excusas para montarse una buena juerga.

—Dime que bailarás conmigo —me pidió, atrayéndome de nuevo hacia él.

Sus manos ciñeron mi cintura con naturalidad. Tal vez otra se hubiera sonrojado, pero yo lo conocía demasiado bien.

—Antes de que digas adiós.

El último baile siempre se lo dedicaba a él, pasara lo que pasara. Siempre me buscaba antes de marcharse y bailábamos juntos una única canción. Luego él era libre de perderse con el ligue de esa noche. Alba decía que era algo enfermizo por nuestra parte. Y en alguna ocasión, la chica elegida por Lucas se marchaba indignada por nuestro proceder. Pero para nosotros era una forma de despedirnos como otra cualquiera.

Lucas puso en mi mano una cerveza helada y, con una sonrisa, se marchó con mis libros y mi bolso para ponerlos a salvo de lo que seguramente terminaría por convertirse en una de sus épicas fiestas. Una morena, a la que no reconocí, ataviada con un vestido que dejaba más bien poco a la imaginación, se lanzó tras él. Podría jurar que iba relamiéndose mientras se abría paso entre la gente para seguirlo.

Eran como una plaga. Lucas contaba con una auténtica legión de fanáticas que babeaban a su paso y a las que yo no les caía precisamente bien. Si alguna de ellas había venido a mi fiesta, no era precisamente porque quisiera desearme un feliz cumpleaños. Podía entenderlas en parte, no solo porque Lucas fuera muy atractivo, sino porque además era encantador. Pero si se hubieran molestado en conocerlo un poco más, hubieran sabido que nunca repetía chica, por lo que todo a lo que podían aspirar era a pasar una noche en su cama y luego decirle adiós definitivamente.

La gente fue acercándose para felicitarme y, durante algo más de un hora, agradecí su asistencia y recogí regalos de todo tipo. Hasta que Alba se empeñó en aderezar la celebración con varias rondas de chupitos. Decir que mi compañera de piso era pésima preparando combinados era quedarse corta; sus chupitos resultaron ser armas de destrucción masiva.

Los universitarios, que no eran muy selectivos con el alcohol, no les pusieron pegas. La música fue subiendo de volumen, el salón —casi sin mobiliario para la ocasión— se fue convirtiendo en una pista de baile y yo, poco habituada a mezclar bebidas, pasé de estar achispada a borracha en menos de lo que tardaron las parejitas en comenzar a meterse mano por los rincones de la casa.

—Los vecinos terminarán por llamarnos la atención —grité frente a Alba, en un ataque de responsabilidad.

Acto seguido me entró la risa floja, por lo que la pretendida reprimenda se diluyó al ritmo de la canción que sonaba. Alba despejó la mesa de las bebidas y el picoteo, el único mueble de la sala, y me lanzó una mirada desafiante.

—Es la tradición —me animó.

Yo lo sabía. En algún momento, que ni siquiera los más veteranos recordaban, se había instaurado en la facultad la costumbre de que el anfitrión de una fiesta debía marcarse un bailecito encima de cualquier superficie horizontal y elevada que hubiera disponible, a ser posible, un baile hot, como lo llamaban algunos. Los chicos tendían a quitarse la ropa en la mayoría de las ocasiones, mientras que las chicas solían ser algo más recatadas y brindaban únicamente un baile algo subido de tono.

Alba me empujó hacia la mesa, atrayendo la mirada de los asistentes, que comenzaron a silbar y a avivar los ánimos, ya de por sí enardecidos. Era una venganza justa. Yo me había asegurado de que mi compañera de piso no escurriera el bulto un mes atrás en su propia celebración, y ella ahora me devolvía el favor. Me tendió otro chupito para darme valor y me lo tragué sin pestañear, a pesar de que era obvio que no lo necesitaba. Tenía suficiente alcohol en sangre para fundir un alcoholímetro con mi aliento.

Tras encaramarme a la mesa, busqué a Lucas entre los rostros expectantes que me contemplaban. No había vuelto a verlo desde que me recibiera al entrar, pero sabía que no podía andar muy lejos. Estaba segura de que me iba a estar recordando aquel momento al menos durante un par de semanas. Pero eso no me detuvo.

Cuando You can leave your hat on, la canción de la película «Nueve semanas y media», comenzó a sonar a través de los altavoces, me dejé llevar por el insinuante ritmo de la melodía. Alba, sin duda, estaba disfrutando de su venganza y yo… Bueno, yo tenía uno de esos instantes en los que crees que puedes conseguir todas y cada una de las cosas que te propongas.

Adecué los movimientos de mis caderas al retumbar de los graves y los silbidos se extendieron como una marea. Cerré los ojos durante unos instantes, mientras me deshacía con deliberada lentitud de la camisa vaquera que llevaba sobre otra de tirantes blancas. No pensaba pasar de ahí, por muy cumpleaños mío que fuera.

Abrí los ojos de nuevo y me solté el apretado moño en el que había recogido mi melena castaña por la mañana, dejando que las ondas se esparcieran sobre mi espalda. Mi mirada vagó hasta encontrarse con un par de ojos verdes que no perdían detalle de lo que estaba sucediendo. Lucas estaba al fondo del salón, apoyado contra la pared, y me observaba frunciendo el ceño. Tenía el pelo revuelto y los labios ligeramente abiertos, como si le costara respirar.

No puedo decir que antes de aquella noche nunca me hubiera planteado que pudiera ocurrir algo entre nosotros, pero él nunca dio muestras de interesarse por mí de esa forma, y yo creía que la relación de amistad que manteníamos era lo mejor que me había pasado desde hacía mucho tiempo. Si a eso le sumaba que llevaba tiempo renegando de los tíos, no había mucho más que discutir. Pero en aquel momento, la intensidad con la que me contemplaba me descolocó. Jamás me había mirado así.

Le di la espalda a Lucas y al resto del público, aunque mi fantasía desbocada ya había eliminado a todos los invitados y lo había convertido en un baile privado para él, y me contoneé de forma sugerente al mismo tiempo que deslizaba las manos por mis muslos. Sentía su mirada clavada en mi nuca, o puede que tal vez más abajo.

Me bajé de la mesa de un salto, dando por finalizado el espectáculo y radiante por haber conseguido llamar la atención de Lucas. Se oyeron gritos de protesta. Allí, de pie entre la gente, todos mis principios y mi estricta relación de amistad con Lucas se tambalearon. Alba me rescató de lo que quiera que mi mente se estuviera planteando y me puso una copa en las manos. Le di un buen trago.

—Creo que la mitad de los tíos no caben en sus pantalones —se rió mi compañera de piso, alabando mi bailecito.

—¿Y la otra mitad? —inquirí entre risas.

—Deben ser gays.

Alba dio su revancha por buena y me arrastró hasta el centro de la improvisada pista. Leo, el chico con el que formaba pareja de laboratorio en las prácticas de fisiología animal, me agarró por la cintura y me obligó a dar varias vueltas sobre mí misma.

—Quiero uno de esos bailes para mí solito —comentó con ese descaro tan propio de él.

Sacudí la cabeza, negando, pero sin poder reprimir la risa, y el gesto convirtió la habitación en un borrón. Mi compañera de piso se colgó de su espalda y supe, por la forma en que enarcaba las cejas, que acaba de tener una de sus geniales ideas, de esas en las que yo siempre terminaba metida en un lío.

—¿Ves aquella botella de ron? —Alba señaló el suelo y Leo asintió—. Si te la bebes entera, Ari te concederá ese privilegio.

—Ni de coña —exclamé. Pero Leo ya corría hacía ella.

—Diez pavos a que pota antes de beberse la mitad —propuso mi amiga cruzándose de brazos.

—Acepto —respondió Lucas por mí, que había aparecido junto a nosotras—. ¿Qué le habéis prometido al pobre infeliz para que beba con ese frenesí?

Leo ya había agarrado el ron, y se lo estaba tragando casi sin pararse a respirar.

—Ari bailará para él. En privado.

La sonrisa de complacencia que Lucas exhibía segundos antes desapareció de inmediato y se giró hacia mí con expresión hermética. A esas alturas de la noche, todo lo que me rodeaba ya había comenzado a dar vueltas. Se me escapó una risita al darme cuenta de que había tres Lucas mirándome completamente serios.

Él no dijo nada. Dio media vuelta y se dirigió a Leo, que había ingerido la mitad de la botella, pero ya no tragaba con tanto entusiasmo, y se la arrancó de las manos. Acto seguido, y antes de que nadie pudiera detenerlo, terminó lo que Leo había empezado.

—¡Eh! Eso es trampa —censuró Alba, mientras Lucas regresaba con nosotras.

—No me des las gracias —gruñó él al pasar por mi lado.

Miré a mi amiga, que al parecer también había escuchado el comentario malhumorado de Lucas.

—¿Qué mosca le ha picado?

—Esos dos nunca se han llevado bien —comentó Alba. Alzó los hombros para dejar claro que ni conocía los pormenores de su enemistad ni le importaba.

La dejé en brazos de Nykko, un estudiante de intercambio noruego que no debía haberse visto en una fiesta igual y que parecía derretirse ante la presencia de mi amiga, y me abrí paso, intentando seguirle la pista a Lucas. Antes de llegar al pasillo, algún iluminado me había bañado de pies a cabeza con sidra, o champán en el mejor de los casos. Adiós a la ocasión especial para la que Lucas estuviera reservando esa botella.

Encontré a mi amigo en su habitación, sentado en el suelo y con cara de estar incluso más borracho que yo. Cerré la puerta tras de mí y me planté delante suyo. Él ni tan siquiera levantó la cabeza.

—¿De qué va este rollo? —le pregunté sin rodeos.

—Leo es un mierda, te he ahorrado tener que soportar su babeo mientras tú… —gesticuló con las manos, señalándome con cierto desprecio—. Lo que sea.

En realidad no estaba enfadada. Lucas a veces pecaba de protector conmigo, y esta solo había sido una vez más. Pero su gesto me hizo apretar los dientes.

—Mira quién fue a hablar, el que cambia de chica casi más a menudo que de camisa —le reproché, con la rabia ascendiendo por mi garganta—. No creo que seas el más adecuado para juzgar a los demás.

—¿Desde cuándo te dedicas a apostarte tu cuerpo?

Palidecí ante la pregunta.

—¿De qué me estás acusando, Lucas? ¿Qué demonios te pasa?

—Responde a la pregunta —me ordenó con tono brusco.

—Estás borracho —constaté indignada, a pesar de que yo no me encontraba mejor.

—¿Y tú no? Hueles como una maldita destilería.

Solté una carcajada, más debida a la irritación que sentía que a que encontrara la situación graciosa. La cabeza me daba vueltas, o puede que fuera el resto del mundo lo que no dejaba de girar, la ropa se me pegaba al cuerpo y Lucas se estaba comportando como un imbécil.

«¡Feliz cumpleaños, Ari!», cantó una voz en mi mente.

Me deshice de la camiseta mojada sin ningún pudor y me desabroché el botón de los vaqueros. Fui hasta su cómoda y abrí un cajón, dispuesta a coger cualquier cosa seca que encontrara.

Lucas se levantó y cerró el cajón de un puñetazo. El golpe resonó no solo en la habitación, sino también en mi cabeza. Su desproporcionada reacción terminó de sacarme de quicio.

—¿De verdad me estás juzgando? —le interpelé, encolerizada—. Tú, precisamente tú, que eres incapaz de mantener una relación normal, que te follas a cualquier tía que se te ponga delante y al día siguiente te olvidas de ellas y las dejas tiradas.

Su mirada fue perdiendo brillo, hasta que sus ojos se volvieron de un verde opaco, pero yo había cogido carrerilla y continué con mi pequeña diatriba.

—Deberías felicitarme por mi actitud —afirmé con cinismo—. ¿O es porque yo soy una chica? ¿De eso se trata?

Sabía que mis comentarios le habían hecho daño y, aunque quería retirar lo que había dicho tan pronto como salió de mi boca, me quedé plantada frente a él sin decir nada para arreglarlo. Cabezota hasta el final.

—Eres imbécil, Ari.

—Bueno, al menos no soy una zorra —alegué con sorna—, que es lo que parecía que me estabas llamando.

Podría decir que el alcohol hablaba por mí, y puede que llevara algo de razón. Pero además de eso, detectaba cierto tono de resentimiento en mi voz.

Lucas se sentó en la cama y escondió la cabeza entre las manos. Por un momento pensé que iba a vomitar.

—Ponte algo, ¿quieres?

Bajé la vista y me encontré con el precioso sujetador que llevaba puesto. Aun viendo triple, fui consciente de que, además de estar empapado, era demasiado transparente como para andar por ahí sin nada más encima. Pero no contenta con mi penosa actuación anterior y contradiciendo la voz sensata que me rogaba que hiciera caso a Lucas, me lancé hacia la puerta de la habitación con la decisión firme de largarme de inmediato de su casa.

En cuanto se percató de mis intenciones, se abalanzó tras de mí y se aferró a mi brazo para detenerme.

—¿No has oído nada de lo que he dicho? —gritó como loco. Me agarró de los hombros y se encaró conmigo.

Tenía los ojos vidriosos y enrojecidos, e incluso parecía que le costaba mantenerlos abiertos. Me soltó para ir en busca de algo de ropa, pero en cuanto se dio media vuelta me quité a toda prisa los pantalones, dejando a la vista unas braguitas a juego con el sujetador. Si creía que podía decirme lo que tenía que hacer, se equivocaba.