Después de nuestra última sesión, me paré a poner gasolina de camino a casa, y justo al lado de la caja, los estantes estaban llenos de bolsas de golosinas. Tenía prohibidas toda esa clase de chucherías arriba, en la montaña, y durante mucho tiempo eché de menos un montón de cosas, cosas tontas y cotidianas; luego, a medida que iba pasando el tiempo dejé de echarlas de menos, porque ya no me acordaba de qué era lo que me gustaba. Mientras estaba ahí de pie, mirando todas aquellas golosinas, recordé que me gustaban, y me entró un arrebato de ira.
La cajera me preguntó: «¿Quiere algo más?», y me oí decir a mí misma: «No». Pero, acto seguido, empecé a arramblar con bolsas y bolsas de golosinas, arrancándolas de los estantes: gominolas, chicles, serpientes de gelatina… cualquier cosa. Tenía gente detrás de mí en la cola, observando como una loca hacía acopio de un arsenal de caramelos como si fuera Halloween, pero me importaba un bledo lo que pensasen.
Una vez en el coche, abrí las bolsitas con desesperación y empecé a atiborrarme de gominolas. Estaba llorando —no sabía por qué ni me importaba—, y me comí tantas que al llegar a casa vomité y se me llenó la lengua de llagas. Pero seguí comiendo más, muchísimas más, y muy rápido, como si temiera que alguien fuera a impedírmelo en cualquier momento. Quería ser esa chica a la que tanto le gustaban las golosinas y los caramelos, doctora. Tanto, tanto, tanto…
Me senté a la mesa de la cocina, rodeada de envoltorios y bolsas vacías, y no pude dejar de llorar. Me dio un subidón de azúcar, iba a vomitar otra vez, pero lloraba porque las golosinas no tenían el sabor que yo recordaba. Nada tiene ya el sabor que yo recuerdo.
El Animal nunca llegó a decirme por qué había vuelto a Clayton Falls ni qué había hecho allí aparte de espiar a mis supuestos seres queridos, pero la primera noche después de su regreso estaba de un humor radiante. No hay nada que alegre más a un psicópata como decirle a una chica que su vida ya no le importa a nadie. Mientras preparaba la cena, se puso a canturrear y a dar pasos de baile en la cocina como si estuviera en un puto programa culinario.
Cuando lo fulminé con la mirada, se limitó a sonreír y me hizo una reverencia.
Si había ido y vuelto de Clayton Falls en cinco días, eso significaba que no podía estar tan lejos ni tan al norte, a menos que hubiese aparcado la furgoneta en algún sitio y se hubiese subido a un avión. Daba lo mismo, nada de eso parecía importar ya. Tanto si estaba a cinco como a quinientos kilómetros de casa, la distancia era insalvable. Cuando pensaba en mi casa, que tanto me gustaba, en los amigos y la familia, en los equipos de búsqueda que habían abandonado la búsqueda, lo único que sentía era un manto inmenso de fatiga que me envolvía y me arrastraba hacia el fondo de algo. «Tú duerme. Deja que todo se pase durmiendo».
Podría haberme sentido así indefinidamente, pero dos semanas después del regreso del Animal, hacia mediados de febrero, cuando estaba ya de cinco meses, noté que el niño se movía. Fue una sensación muy rara, como si me hubiera tragado una mariposa, y a partir de entonces el niño dejó de ser un ente diabólico, dejó de ser algo relacionado con él. Era mío, y no tenía por qué compartirlo.
A partir de ese momento, empecé a disfrutar de mi embarazo. Cada semana, a medida que iba engordando y mis formas se iban redondeando, me maravillaba que mi cuerpo estuviese gestando una nueva vida. No me sentía muerta por dentro, sino muy viva. Ni siquiera la renovada obsesión del Animal con mi cuerpo logró alterar mis sentimientos con respecto al embarazo. Me hacía colocarme de pie delante de él mientras me recorría el vientre y los pechos con las manos. Durante uno de aquellos «reconocimientos», que yo pasaba contando muescas en el techo, me dijo:
—No sabes la suerte que tienes de que tu hijo vaya a nacer lejos de esta sociedad de hoy en día, Annie. Lo único que hacen los seres humanos es destruir: destrozan la naturaleza, el amor, las familias, con sus guerras, con sus gobiernos, con su avaricia… Aquí, en cambio, he creado un mundo puro, un mundo seguro, para que podamos criar a nuestro hijo.
Mientras lo escuchaba, pensé en el conductor borracho que había matado a mi padre y mi hermana. Pensé en los médicos que habían atiborrado de pastillas a mi madre, en los agentes inmobiliarios que sabían que yo era capaz de cualquier cosa con tal de cerrar una venta, en mis amigos y mi familia, que seguían adelante con sus vidas, en las fuerzas policiales, que debían de estar formadas por una panda de ineptos integrales porque, de lo contrario, a esas alturas ya me habrían encontrado.
Me repugnaba estar dando crédito a la opinión de un psicópata, pero si alguien te dice que el cielo es verde, a pesar de que sabes que es azul, y se comporta como si el cielo fuera verde y sigue diciendo que es verde, un día y otro día, como si de veras creyera que lo es, al final podrías acabar dudando de tu propia cordura por pensar que es azul.
Muchas veces me preguntaba: «¿Por qué a mí?». ¿Por qué, de entre todas las chicas a las que podría haber elegido, tuvo que escoger a una agente de la propiedad inmobiliaria, una mujer consagrada a su carrera? Es imposible que una mujer así reúna los requisitos necesarios para ser la esposa montañera ideal. No es que se lo desease a nadie, pero ¿no querría a alguien que supiese que iba a ser una mujer débil? ¿A alguien a quien supiese que no le iba a costar mucho doblegar? Pero entonces me di cuenta de que sí lo sabía. Lo había sabido desde el primer momento.
Creía haber superado mi infancia, mi pasado familiar, mi dolor, pero cuando te has revolcado por el estiércol el tiempo suficiente, no hay forma de quitarse de encima el olor a mierda. Puedes comprar todos los putos jabones del mercado y restregarte la piel hasta dejarla en carne viva, pero entonces, un día, sales a la calle y se te acerca una mosca. Y luego otra, y otra más… porque lo saben… Saben que debajo de toda esa piel recién restregada, sólo hay estiércol. No eres más que mierda. Puedes lavarte todo lo que quieras, que las moscas siempre saben dónde aterrizar.
Ese invierno el Animal ideó para mí un sistema de premios y recompensas; si estaba contento conmigo, me daba cosas: una tajada extra de carne para la cena o una pausa adicional para orinar. Si doblaba la ropa perfectamente, daba su permiso para que me echara un poco de azúcar en el té. Después de uno de sus viajes a la ciudad, me dijo que había sido una buena chica y me dio una manzana.
Me había quitado tantas cosas que cuando me daba algo, aunque fuera algo tan insignificante como una manzana, para mí suponía un gran acontecimiento. Me la comía con los ojos cerrados, y me imaginaba que estaba sentada a la sombra de un árbol en verano… casi hasta podía sentir el calor del sol en mis piernas.
Seguía castigándome si hacía algo mal, pero no me había pegado en mucho tiempo, y a veces deseaba que lo hiciese. Cuando me pegaba, aquel acto físico provocaba en mí una actitud desafiante. Pero ¿la mierda psicológica? Eso sí que me dejaba destrozada, y con el paso de los meses, las voces de mis seres queridos fueron perdiendo fuerza hasta convertirse en murmullos, y sus rostros se desdibujaron. Poco a poco, día a día, el cielo se volvió verde.
Siguió con las violaciones después de que se me empezase a notar la barriga, pero a partir de entonces eran distintas, como si fuese él quien estaba interpretando un papel. De vez en cuando incluso adoptaba una actitud atenta y cariñosa, pero luego se contenía y se ruborizaba, como si mostrar consideración fuese una equivocación.
Un par de veces se detuvo sin más y se quedó descansando a mi lado, con la mano en mi vientre, y entonces me hacía preguntas: ¿qué se sentía estando embarazada? ¿Notaba las pataditas del niño? Si no tenía ganas de sexo, aun así tenía que ponerme el vestido, y normalmente nos quedábamos en la cama, con su cabeza apoyada en mi pecho.
Una noche, el peso de su cabeza sobre mis senos despertó en mí el instinto maternal y empecé a fantasear con el bebé. Sin pensar, empecé a cantar «Duérmete niño, duérmete ya» en voz alta. Me callé en cuanto me percaté de lo que estaba haciendo. Él desplazó la cabeza a la altura de hombro y luego me miró a la cara.
—Mi madre solía cantarme esa canción. ¿La tuya te cantaba canciones, Annie?
—No, que yo recuerde.
Traté de pensar en maneras de mantener la conversación. Quería saber más cosas sobre él, pero no es que pudiera soltarle así como así: «Oye, ¿y tú cómo te convertiste en semejante psicópata?».
—Tu madre debió de ser una persona muy interesante —comenté, confiando en no estar pisando terreno minado, pero no dijo nada—. ¿Quieres que te cante algo especial? No sé muchas canciones, pero podría intentarlo. De pequeña fui a clases de música.
—No, ahora no. Quiero que me cuentes más cosas sobre tu infancia.
Mierda. ¿Podría conseguir sonsacarle algo importante hablando de mi desgraciada infancia?
—La verdad es que mi madre no era de las que cantan canciones de cuna por las noches, precisamente —dije.
—¿Y las clases de música? ¿Fueron idea tuya?
—Todo eso era idea de mamá.
Me pasé toda mi infancia probando cosas nuevas: clases de canto, clases de piano y, por supuesto, patinaje sobre hielo. A Daisy se le dio bien desde el principio, cuando era aún muy pequeña, pero yo no duré ni dos días. Pasaba mucho más tiempo con el culo en el hielo que en el aire. Mamá también intentó apuntarme a clases de ballet, pero se acabaron cuando, haciendo piruetas, me di de bruces con otra de las niñas y por poco le rompo la nariz.
Ni siquiera el accidente detuvo a mi madre. En todo caso, la muerte de su niña bonita acentuó su necesidad de que yo sobresaliese en algo, lo que fuese. Bueno, pues a mí lo que de verdad se me daba bien era destrozar cosas. Es increíble las mil maneras en que puedes romper un instrumento musical o hacer jirones los vestidos de lentejuelas.
—¿A clase de qué te habría gustado ir?
—Me gustaba el arte, la pintura, el dibujo… esa clase de cosas, pero a mi madre, no.
—Entonces, como a ella no le gustaban, ¿a ti tampoco podían gustarte? —Arqueó las cejas—. No parece una persona demasiado justa, ni tampoco divertida.
—Cuando éramos más pequeñas, antes de que Daisy muriese, era muy divertida. Por ejemplo, todas las Navidades hacíamos casas enormes con galleta de jengibre y ella jugaba a los disfraces con nosotras todo el tiempo. A veces construía fortines en medio del comedor con Daisy y conmigo, y también nos quedábamos levantadas hasta tarde viendo películas de miedo.
—Pero ¿a ti te gustaban las películas de miedo?
—Me gustaba estar con Daisy y con ella… Sólo que tenían un sentido del humor distinto del mío. A mi madre le encanta gastar bromas y todas esas cosas, como aquella vez en Halloween cuando se dedicó a echar ketchup por todo el suelo, al lado de mi cama, para que cuando me despertara y lo pisara, creyese que era sangre. Ella y Daisy estuvieron riéndose durante varios días. —Todavía odio el ketchup.
—Pero a ti no te hizo ninguna gracia, ¿a que no?
Me encogí de hombros. El Animal daba señales de empezar a aburrirse, y trasladó el peso de su cuerpo al otro lado como haciendo ademán de levantarse. Mierda. Tenía que empezar a mostrarle algunos sentimientos verdaderos si quería abrir una vía de comunicación con él.
—Me puse a llorar a lágrima viva. A mamá aún le gusta contarle a todo el mundo cómo me engañó. Eso de engañar a la gente le encanta. Si hasta jugaba a «truco o trato» con nosotras.
—Qué curioso… ¿Y por qué crees que a tu madre le gusta «engañar a la gente», tal como tú dices?
—Quién sabe, pero el caso es que se le da de maravilla. Así es como consigue casi todos sus cosméticos y su ropa: se ha metido en el bolsillo a todas las dependientas de la ciudad y alrededores.
No hicieron falta muchos frascos de perfume de imitación para que mamá saliese a embaucar a alguna pobre incauta de las que trabajan tras los mostradores de la sección de cosmética de los grandes almacenes. Las dependientas no sólo le hacían un cambio total de imagen a la guapa viuda doliente, sino que además le daban un montón de muestras gratuitas, sobre todo cuando a mamá se le daba tan bien exagerar las virtudes de los productos ante cualquier mujer que pasara por allí.
Aunque eso no era lo único que se le daba bien. Puede que tuviera las manos pequeñas, pero su vista era muy aguda, y esas manos suyas eran muy rápidas. La superficie de su tocador estaba plagada de botes medio vacíos de colonia, cremas y lociones de las que ya se había aburrido después de birlarlas de algún mostrador cuando la dependienta le daba la espalda. A veces llegaba a comprar algunas cosas, pero por lo general lo devolvía todo a los mismos almacenes de otra ciudad. Al final le dije algo al respecto, pero me contestó que con todas las ventas que estaba ayudando a hacer a aquellas mujeres, consideraba aquel frasco ocasional como su comisión.
Una vez que mamá se hubo dado cuenta de lo fácil que era robar perfume, se pasó a la ropa y la lencería. Y ropa cara, además, de las boutiques de diseño. Cuando me hice mayor, me negué a acompañarla. Estoy segura de que aún sigue haciéndolo, aunque no le pregunto, pero la mujer viste mejor que la mayoría de las modelos.
—A veces pienso que le gustaba más cuando era una niña —dije. Los ojos del Animal refulgieron intensamente al mirar los míos. Acababa de tocar alguna tecla.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, añadí:
—A lo mejor le parecía más graciosa cuando era pequeña, o tal vez sea porque empecé a tener mis propias opiniones y le llevaba la contraria. Sea cual sea la razón, estoy casi segura de que para ella ha sido una decepción que me haya hecho mayor.
El Animal carraspeó, hizo una pausa y negó con la cabeza. Quería decir algo, sólo necesitaba un empujoncito. Con la voz más dulce que fui capaz de articular, dije:
—¿Te sentiste tú alguna vez así, cuando eras niño?
Rodó en la cama hasta tumbarse boca arriba y fijó la mirada en el techo, apoyando aún la cabeza sobre mi brazo.
—Mi madre no quería que creciera.
—A lo mejor a todas las madres les entristece ver que sus hijos se hacen mayores.
—No, no era… no era eso.
Pensé en su absoluta falta de vello corporal y su obsesión con afeitarse. Me obligué a pasarle el brazo por debajo de la cabeza y apoyé la mano en su frente. Se sobresaltó, sorprendido, y luego me miró, pero no se apartó.
—De modo que su primer hijo murió… —dije. Su cuerpo se tensó a mi lado. Levanté la palma de la mano para acariciarle el pelo y hacer que se relajase pero, al no estar segura de cuál sería su reacción, al final opté por volver a colocar la mano despacio sobre sus rizos y me limité a apretar mi pierna contra la suya para que notase su calidez—. ¿Crees que eso tuvo algo que ver? ¿Te sentías como si tuvieses que hacer algo que compensara su pérdida…? ¿Como si fueras su sustituto…?
Su mirada se ensombreció mientras se apartaba ligeramente. Tenía que impedir que se encerrara en sí mismo.
—Antes me has preguntado por Daisy, y no he querido hablar de ese tema porque todavía me resulta muy difícil. Era estupenda, bueno, era mi hermana mayor y todo eso, así que supongo que a veces se enfadaba conmigo, pero a mí me parecía perfecta. A mamá también. Después del accidente, a veces la sorprendía mirándome muy fijamente, o pasaba por mi lado y me tocaba el pelo, y por la forma en que lo hacía, yo sabía que estaba pensando en Daisy.
El Animal volvió a mirarme a la cara.
—¿Te dijo algo alguna vez?
—La verdad es que no. O al menos nada que pudiera llamarme la atención en ese sentido. Pero no hace falta oír las palabras para saberlo. Ella nunca lo admitiría, pero estoy segura de que piensa que ojalá hubiese sido yo la que traspasó aquel parabrisas. Y ni siquiera la culpo… porque durante mucho tiempo yo también pensé lo mismo. Daisy era la mejor. Cuando era niña, creía que ésa era la razón por la que Dios se la había llevado consigo…
No sé qué coño me pasó, seguramente fue por culpa de las estúpidas hormonas, pero me eché a llorar. Era la primera vez que admitía haber albergado esos sentimientos ante otra persona. Él abrió la boca y tomó aire como si fuera a decir algo, pero no lo hizo, sino que se limitó a cerrarla, me dio una palmadita en la pierna y volvió a clavar la mirada en el techo.
¿De qué tenía miedo? ¿Cómo diablos iba a conseguir que confiara en mí y se abriera? Hasta el momento, lo único que había conseguido era pasar por un infierno emocional desenterrando toda aquella mierda. Había oído que algunos niños sienten lealtad por las personas que abusaron de ellos en su infancia. ¿Era eso lo que lo estaba frenando?
—Seguramente ni siquiera debería hablarte de todo esto —dije—. Mi madre ha hecho tanto por mí a lo largo de todos estos años que si digo algo malo sobre ella me siento como si estuviera traicionándola. —Ladeó la cabeza hacia mí—. Pero supongo que, al fin y al cabo, los padres también son humanos, y también cometen errores. —Me esforcé por recordar todos los lugares comunes que había leído en los libros de autoayuda sobre cómo perdonar a los padres—. Siempre intento convencerme de que no pasa nada por hablar de estas cosas, que puedo querer a mi madre y no por eso tengo que estar siempre de acuerdo con todo lo que hace.
—Mi madre era una mujer maravillosa. —Hizo una pausa. Esperé—. Nosotros también nos disfrazábamos.
Aquello al fin se ponía interesante.
—Sólo tenía cinco años, pero todavía me acuerdo del día que vino a verme al hogar de acogida. El imbécil de su marido también estaba allí, pero apenas me miró. Llevaba un vestido blanco de tirantes, y cuando me abrazó, olía a limpio, no como la madre guarra y gorda de mi familia de acogida. Me dijo que me portase bien y que iba a volver a buscarme, y así lo hizo. Su marido estaba fuera, en otro de sus viajecitos, así que estábamos solos los dos, y cuando llegamos a casa, yo nunca había visto una casa tan limpia, me dio un baño.
Traté de no mostrar ningún rastro de emoción cuando hablé.
—Eso debió de gustarte mucho…
—Nunca había visto nada igual, había velas y olía muy bien. Cuando me lavó el pelo y la espalda, tenía las manos muy suaves. Dejó que el agua sucia se escurriera por el desagüe, añadió más y se metió en la bañera conmigo, para lavarme mejor. Cuando me besó los moretones, sus labios eran muy suaves, como de terciopelo. Y me dijo que estaba absorbiendo todo mi dolor a través de mi piel para llevárselo ella.
Me miró, y no sé cómo lo conseguí, pero asentí con la cabeza, como si lo que acababa de contarme fuese la cosa más natural del mundo.
—Me dijo que podía dormir en su cama porque no quería que pasara miedo. Nunca había sentido el contacto con la piel de otro ser humano, nadie hasta entonces me había abrazado siquiera, y sentí los latidos de su corazón. —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Le gustaba tocarme el pelo, igual que tu madre te tocaba el tuyo, y decía que le recordaba el pelo de su hijo.
La mano que había apoyado en sus rizos me escocía, y vencí el impulso de apartarla.
—No podía tener más hijos, y me dijo que había esperado mucho tiempo hasta encontrar a un niño como yo. Esa primera noche lloró… le prometí que sería un buen chico. —Volvió a quedarse en silencio.
—Has dicho que jugabais juntos a los disfraces… ¿Te refieres a esos disfraces de indios y vaqueros, por ejemplo?
Tardó un buen rato en contestar. Cuando lo hizo, deseé que ojalá no lo hubiera hecho.
—Después de nuestro baño de todas las noches… —Oh, mierda…—. Me acostaba en su cama, eso la hacía sentirse más segura, pero las noches en que él regresaba de alguno de sus viajes, nos bañábamos más temprano y yo la ayudaba a vestirse… —Bajó el tono de voz—. A disfrazarse para él.
—Vaya, me imagino que eso hacía que en cierto modo te sintieras abandonado. La tienes a ella para ti solo y luego, en cuanto él vuelve a casa, te deja de lado.
—No le quedaba otro remedio, era su marido. —Volvió la cabeza para mirarme y, con voz firme, dijo—: Pero yo era especial para ella. Decía que yo era su hombrecito.
Ya.
—¡Pues claro que eras especial para ella! Ella te escogió a ti, ¿verdad?
Sonrió.
—Igual que yo te he escogido a ti.
Más tarde, cuando se metió en la cama junto a mí y apoyó la cabeza en mi pecho, me di cuenta de que sentía lástima por él. De verdad. Era la primera vez que había sentido algo que no fuese asco, miedo u odio por él, y eso me aterraba más que cualquier otra cosa.
Ese tipo me secuestró, doctora, me violó, me pegó, debería haberme importado un comino todo su sufrimiento, pero cuando me contó todas esas cosas sobre su madre —y estaba convencida de que debía de haber aún mucho más— sentí lástima porque hubiese tenido una madre tan jodida que le había jodido la vida. Sentí lástima porque hubiese estado en un hogar de acogida donde lo habían maltratado, lástima porque a su nuevo padre le importarse una mierda. ¿Era porque mi propia familia es disfuncional? ¿Por eso sentía en mis carnes su dolor, porque también yo lo siento? Lo único que sé es que no lo soporto, doctora, no soporto haber sentido aunque fuera una pizca de compasión por ese psicópata. Ni siquiera soporto estar ahora contándole a usted toda esta mierda.
La mayoría de la gente da por sentado que ese tipo me tuvo a punta de pistola todo el tiempo, y yo no les saco de su error. ¿Cómo podría explicárselo? ¿Cómo podría contarles que cuando me hablaba de todos esos lugares en el mundo como el Peñón de Gibraltar, donde están todos esos monos, me parecía alguien interesante, un hombre con don de palabra? Y que a veces, cuando me daba un masaje en los pies, los tenía tan increíblemente hinchados que… me gustaba. O que pudiera mostrar tanto entusiasmo y ser tan divertido cuando era la hora de la lectura, o que cuando estaba cocinando —se ponía a bailar un baile muy tonto cada vez que daba la vuelta a un huevo y hablaba imitando distintos acentos— yo veía al hombre que había conocido aquel día de puertas abiertas. ¿Cómo podría decirle a alguien que me hacía reír?
Siempre me he sentido muy orgullosa, orgullosa de ser tan fuerte. Siempre he sido una de esas chicas que proclaman: «Ningún hombre va a hacer nunca que cambie», pero él lo hizo. Él me cambió. Sentía que todavía mantenía viva una pequeña llama en mi interior que era yo, como uno de esos pilotos de luz en las chimeneas de gas, parpadeando al fondo, pero me preocupaba que algún día llegara a apagarse. Todavía me preocupa que eso suceda…
Luego están todos esos libros que dicen que nosotros tenemos las riendas de nuestro propio destino, que lo que creemos es lo que manifestamos con nuestros actos y nuestras palabras. Se supone que tenemos que ir por ahí con esa burbuja perpetua de pensamientos positivos en la cabeza, y que así nuestra vida será como un cuento de hadas. Pues no, mire usted por dónde. No me lo trago. Ya puedes ser la persona más feliz del mundo, como nunca antes en toda tu vida, que las desgracias te pasarán de todos modos.
Pero no sólo te pasan, sin más: se te echan encima, te tiran al suelo y te aplastan, porque alguna vez fuiste tan idiota como para creer en los cuentos de hadas.