Muy bien, doctora, empiezo a cuestionarme de verdad mi actitud negativa. Sí, sí, ya sabía que la tenía, pero ahora está empezando a entorpecer mucho las cosas. Sí, cosas como mi vida. Verá, no es que antes fuera la alegría de la huerta, antes de que me pasara todo esto, y tenía buenas razones, ya lo creo: hermana muerta, padre muerto, madre alcohólica, padrastro idiota… Pero al menos intentaba no tomarla con el mundo entero. ¿Ahora? Joder, parece ser que no hay nadie que no me ponga de los nervios: usted, los periodistas, la poli, el cartero, una piedra en mitad de la carretera… Bueno, puede que con la piedra no tuviera ningún problema. Y el caso es que antes me gustaba la gente. Joder, si hasta podría decirse que era una persona puñeteramente sociable. Pero ¿ahora?
Lo de mis amigos, por ejemplo. Me llaman o intentan venir a verme, siguen invitándome a todo, pero enseguida empiezo a pensar que lo único que quieren es saber de primera mano cómo va la investigación, o que me invitan porque piensan: «La verdad es que tendríamos que invitar a la pobre chica, es nuestra obligación». Y entonces, cuando digo que no, seguro que se pasan un buen rato hablando de mí a mis espaldas.
Y ¿lo ve? Está muy mal por mi parte pensar eso, es muy infantil, así que imagínese decirlo en voz alta, porque debería estar agradecida de que a la gente le importe lo bastante para intentarlo al menos, ¿no?
El caso es que en mi vida no pasan demasiadas cosas que quiera compartir con los demás, y no sé de qué va ni la mitad de las tonterías de las que hablan. Estoy desfasada por completo en cuestión de cine, acontecimientos mundiales, tendencias y tecnología, así que si me tropiezo con alguien conocido durante una de mis breves incursiones en el mundo exterior, les pregunto por su vida y ponen cara de alivio y empiezan a hablar sin parar sobre una crisis mundial o un nuevo novio o el próximo viaje que van a hacer. Yo me digo a mí misma que casi es reconfortante oír que, a pesar de que mi vida está destrozada, la gente se levanta todos los días y sigue adelante con la suya. Algún día yo también podría estar echando pestes de mi trabajo.
Pero después de despedirnos y de ver cómo se marchan y vuelven a sus preciosas vidas normales, vuelvo a experimentar el mismo cabreo de antes. Los odio por no sentir el dolor que yo siento, los odio por poder ser capaces de disfrutar de la vida y divertirse. Y me odio a mí misma por sentir todo eso.
Hasta he conseguido perder de vista a Christina, aunque se ha resistido lo suyo. Al principio, cuando empecé a vivir en mi casa de nuevo, se dejó la piel adecentándolo todo, colocando los muebles en su sitio y dando de alta todos los servicios. Hasta me llenó la nevera. Antes, su actitud de «yo me ocupo de todo» era una de las cosas que más me gustaban de ella. Joder, si antes estaba encantada de la vida dejando que Christina se encargara de todos mis asuntos… Pero cuando empezó a pasearse por la casa con su libro de feng shui en la mano, tratando de recolocar las cosas para que atrajese energía curativa, trayéndome listas de teléfonos de psicólogos —eso fue antes de que diera con usted— y folletos de retiros de fin de semana para víctimas de violación, empecé a ponerme cada vez más intransigente y ella, cada vez más agresiva.
Y entonces le dio por el rollo de querer que habláramos de lo ocurrido, y se traía botellas de vino y sus cartas del tarot. Hacía una tirada y luego leía frases clave del libro, como por ejemplo: «Has sufrido mucho y lo has pasado muy mal. Ha llegado la hora de que compartas la carga de tu sufrimiento con tus seres más queridos». Para asegurarse de que captaba la indirecta, después de cada una de sus frases me miraba a los ojos y hacía una pausa. Toleraba más o menos aquellas visitas, a pesar de que no me resultaban agradables, pero cuando un día dejó las cartas en la mesa y dijo: «Nunca superarás lo que te ha pasado si no empiezas a hablar de ello», perdí la paciencia.
—Tu vida debe de ser una auténtica mierda si tan desesperada estás por meter las narices en mis miserias, Christina.
Por la expresión de su cara, vi que aquello le había dolido mucho. Mascullé una disculpa, pero se marchó al poco rato.
La última vez que hablamos, hace meses, quedamos en que vendría a casa a traerme algo de ropa que ella ya no se ponía; yo intenté disuadirla, pero ella no aceptaba un no por respuesta, insistía en que la ropa me animaría. Cuando faltaba una hora para que llegara, me dolía el estómago por la sensación de ira y resentimiento. La llamé al busca y cancelé la cita, y luego salí a dar una vuelta en el coche, un paseo que duró tres horas. Cuando volví a casa, me encontré con una caja enorme en la puerta, que llevé al sótano inmediatamente.
Cuando me llamó al día siguiente, no respondí al teléfono, pero me dejó un mensaje, con voz nerviosa y entusiasmada, preguntándome si había visto la ropa y diciendo que se moría de ganas de vérmela puesta. Le devolví la llamada y le dejé un mensaje en el contestador dándole las gracias, pero después de eso ya no he vuelto a devolverle ninguno de sus mensajes.
¿Se puede saber qué coño me pasa? ¿Por qué narices estoy tan enfadada con todo el mundo?
Una noche, estoy segura de que oí al Animal pronunciar un nombre en voz alta. No era lo bastante audible para que entendiera qué había dicho exactamente, pero sí estaba segura de que no había dicho el mío. No era tan tonta como para preguntárselo, pero aquello me dio que pensar.
Era bastante rudimentario en materia de sexo. Gracias a Dios. Supongo que, para ser un psicópata, el que a mí me tocó no estaba del todo mal. Pero no se equivoque, no le estoy dedicando ningún cumplido. Lo único que quiero decir es que no me daba por el culo ni me obligaba a chupársela: seguramente sabía que si lo hacía, intentaría arrancarle la polla de un mordisco. Yo me había aprendido mi papel a las mil maravillas. Sabía exactamente dónde tocar, cómo tocar, qué decir y cómo decirlo. Hacía todo lo necesario para acabar con aquello cuanto antes y la verdad es que llegué a conseguir que se me diera de puta madre.
Físicamente, facilitaba mucho las cosas ayudarlo de aquella manera, pero emocionalmente, un parte de mí se rindió y empezó a apagarse.
En cuanto el Animal supo que estaba preñada, ya no parecía importarle tanto que lo hiciéramos todas las noches, pero los baños no se acabaron. A veces apoyaba la cabeza en mi pecho y me hablaba hasta quedarse dormido. Con voz apacible, me explicaba sus teorías sobre todo lo habido y por haber, pero más que con cualquier otro tema, tenía una fijación con el amor y la sociedad, tal como diría él, nuestra sociedad está obsesionada con adquirir y poseer… aunque no es que eso le hubiera impedido adquirirme y poseerme a mí.
La idea de que mis genes se mezclaran con los suyos para procrear algo me provocaba náuseas. Lo último que quería en el mundo era tener algún vínculo con él, y cuando nos acostábamos por la noche, le suplicaba a mi cuerpo que abortase aquel engendro. Dirigía todos los pensamientos negativos que se me ocurrían a aquel monstruo que crecía dentro de mi vientre y visualizaba cómo lo expulsaba de mi organismo. Casi siempre me despertaba empapada en sudores fríos después de sufrir pesadillas con fetos espeluznantes que me desgarraban las entrañas.
Pasé todo ese invierno teniendo visiones de mí misma dando a luz allá arriba con el Animal a mi lado. Cuando me hacía leer en voz alta un libro sobre el parto natural en casa, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para que las palabras salieran de mi garganta. Antes me tapaba los ojos cuando veía un parto por la tele, porque no podía soportar ver a la pobre mujer gritando mientras la desgarraban para sacarle aquella cosa de su cuerpo. Siempre había pensado que si alguna vez daba a luz, sería con un buen chute de anestesia y con un marido a mi lado dándome ánimos con un murmullo de voz mientras yo perdía el conocimiento.
El buen humor del Animal ante la noticia de mi embarazo sólo duró un par de meses. A partir de entonces, si un día estaba satisfecho con el aspecto de mis uñas, al día siguiente me ordenaba que me las arreglase otra vez. Si en un momento dado consideraba correcto orinar a las dos en punto, luego me sacaba a rastras del baño y me decía que esperase hasta las tres. Para una mujer embarazada que ya tenía la vejiga pequeña, aquello era insoportable.
Por la mañana, me ponía la ropa que había elegido para mí y luego, en mitad de ese mismo día, me decía que fuese a cambiarme. Si había aunque fuese una mota minúscula de suciedad en los platos cuando él los supervisaba, me obligaba a fregarlos todos de nuevo. Una vez me negué a volver a limpiar el cuarto de baño, insistiéndole en que estaba limpio, y me gané un buen revés en toda la cara y tener que dar un repaso entero a todo el suelo de la cabaña. Aprendí a conservar la dosis justa de vergüenza sumisa en la expresión de mi rostro, a obligarme a mí misma a bajar la mirada y a encoger los hombros como un perro apaleado.
Una mañana de finales de enero, acabábamos de terminar de desayunar y yo estaba fregando los cacharros. El Animal se me quedó mirando durante largo rato y luego anunció:
—Me voy a ir unos días de viaje.
Me lo dijo como quien dice que va a la calle a sacar la basura.
—¿Cuánto tiempo? ¿Adónde? No puedes dejarme sola aquí arriba…
—Yo pongo las reglas, Annie.
Su rostro era impasible.
—Podrías llevarme contigo. ¿No podrías llevarme atada en la furgoneta o algo así? Por favor…
Negó con la cabeza.
—Estás más segura aquí.
El Animal sacó algo de comida de los armarios, básicamente bebidas vitamínicas y proteínas en polvo de las que se mezclan con agua, y las dejó sobre la encimera. No sacó ningún utensilio.
Normalmente tenía prohibido acercarme a la cocina de leña, pero abrió el candado y retiró la pantalla protectora. A continuación metió un montón de leña dentro de la casa y me encendió el fuego. Yo no tenía ninguna hacha, ni ningún periódico ni nada con que encender otro fuego, así que más me valía asegurarme de que el maldito fuego no se apagara.
Hacía varios meses que no se iba, por lo que supuse que debíamos de andar escasos de provisiones y que iba a acercarse a la ciudad a por abastecimiento. Yo no tenía ni idea de dónde guardaba la comida, y todo lo que traía iba dentro de bolsas de plástico para congelar, por lo que no tenía manera de identificar ninguna tienda, pero me figuré que debía de tener un congelador y una bodega o un cobertizo fuera de la cabaña. Esperaba que el motivo de su viaje fuese únicamente la falta de víveres. ¿Tendría pensado ir a ver a Christina otra vez? ¿Y si encontraba otra mujer que le gustase más y se olvidaba de mí? ¿Cuánto tardaba un ser humano en morir de inanición? Tenía más miedo de quedarme sola allí en la montaña que de él.
Una chica había desaparecido en Clayton Falls un par de años antes que yo, y a mí me inquietaba tropezarme con su cadáver en el bosque cuando salía a pasear con Emma. En aquellos momentos me preguntaba si el mundo estaría lleno de chicas como yo. Sus familias habían pasado página y seguido adelante con sus vidas. Ya no aparecían en la primera plana de los periódicos. Estaban encerradas en alguna cabaña o mazmorra con su animal particular, esperando todavía a que alguien acudiera a rescatarlas.
Cuando hacía una nueva señal en la pared, procuraba no pensar en el tiempo que llevaba allí encerrada. Intentaba convencerme de que, cada día que pasaba, más próxima se encontraba mi liberación. Cuantos más días lograse permanecer con vida, más tiempo estaba dando para que alguien me encontrase. Pensaba en lo que podía ocurrir si me rescataban durante mi embarazo. Ya estaba casi de cinco meses, y tenía la certeza de que era demasiado tarde para abortar, pero tampoco creía que hubiese sido capaz de hacerlo a pesar de mis sentimientos hacia aquella criatura. Me preguntaba cómo reaccionarían mi familia y Luke ante mi embarazo. No me imaginaba a Luke acunando al hijo de mi violador en sus brazos y dándole la bienvenida a su vida. A mí misma ya me estaba costando horrores hacerme a la idea.
Sería lógico pensar que me sentí aliviada cuando el Animal se hubo marchado, pero lo cierto es que cada día me atenazaba más la angustia. Esperaba que la puerta se abriese en cualquier momento, ansiaba que la puerta se abriese en cualquier momento. Lo odiaba, pero me moría de ganas de que volviese. Dependía de él por completo.
Sin saber el tiempo que iba a estar fuera, decidí racionar la comida que me había dejado. Él no estaba allí para decirme a qué horas podía o no comer, así que intenté seguir el ritmo de mi cuerpo, pero tenía hambre todo el tiempo. Me consta que muchas embarazadas tienen náuseas al principio, pero yo nunca las sentí, sólo tenía sueño y hambre.
Toda mi vida había preferido pasar el máximo tiempo posible al aire libre: iba a nadar todas las noches de verano y a esquiar todos los fines de semana de invierno. Y sin embargo, ahí estaba, entre aquellas cuatro paredes. Me paseaba arriba y abajo constantemente, en uno de los lados de la cabaña. Hace años vi en un zoo un oso que no dejaba de recorrer la misma valla, de un extremo al otro. Había dejado un surco muy profundo en el suelo. Recuerdo que me pregunté si no preferiría estar muerto a llevar una vida como ésa.
Cuando no estaba paseándome, me apoyaba en las paredes y me preguntaba qué habría al otro lado, o me sentaba en el baño acercando el ojo al agujero que había hecho en la pared. Si hacía sol, el agujero formaba un pequeño punto de luz en la parte de atrás de la puerta del baño, y yo me pasaba horas viendo como iba menguando poco a poco de tamaño hasta desaparecer por completo.
Sin él no había novelas, así que yo misma me inventaba fantasías cinematográficas. Me imaginaba a mi madre en casa rezando por que estuviese bien, hablando con la policía, implorando mi regreso a casa por televisión. Veía a Christina y a Luke peinando el bosque todos los fines de semana para tratar de encontrarme, acompañados de Emma para que rastrease mi olor. Y lo mejor de todo, me imaginaba que Luke irrumpía de golpe en la cabaña y me levantaba en sus brazos.
Hasta me imaginaba que mamá había dejado el alcohol y que había creado un grupo de búsqueda formado por madres como los que organizan esas madres de niños desaparecidos. Fantaseaba con una revelación sobre ella: después de reflexionar sobre cómo me había tratado durante toda la vida, quería compensarme por todo mi sufrimiento. Una vez que me rescatasen, estaríamos más unidas que nunca gracias a esta experiencia.
Nunca habría dicho que llegaría a echar de menos los estúpidos chistes de Wayne y el modo en que me alborotaba el pelo a veces, como si todavía tuviera doce años. Pero durante aquellos días, hacía tratos con Dios y le prometía que, si me concedía la gracia de poder volver a casa, escucharía atentamente todas sus rocambolescas ideas para montar un negocio.
Pasaba mucho tiempo tocándome el vientre y preguntándome qué aspecto tendría la criatura. Algunos de los libros mostraban fotos del feto en distintas etapas, y todas me parecían igual de repugnantes. Estaba segura de que físicamente mi hijo no tendría ningún defecto pero, con un padre como el Animal, ¿qué clase de niño iba a ser?
El Animal regresó al cabo de cinco interminables días.
—Siéntate en la cama, Annie —dijo en cuanto entró—. Tenemos que hablar.
Me incorporé de espaldas a la pared y se sentó a mi lado, sujetándome la mano.
—He ido a Clayton Falls y la verdad es que ojalá no tuviera que decirte lo que voy a decirte… —Sacudió la cabeza de un lado a otro, despacio—. Pero se han suspendido todas las labores de búsqueda.
¡No!
Empezó a dibujar con el pulgar círculos lentos sobre mi mano.
—¿Estás bien, Annie? Porque estoy seguro de que eso habrá sido para ti la última estocada.
Asentí con la cabeza.
—Tengo que admitir que me ha sorprendido ver tu casa a la venta tan pronto, pero supongo que han pensado que ya es hora de superarlo y seguir adelante.
La ira reemplazó al estupor ante la idea de que mi casa estuviera a la venta, un edificio Victoriano de tres plantas del que me enamoré en cuanto vi sus preciosas vidrieras de colores, sus techos de casi tres metros y los suelos originales de madera noble. ¿Podía hacer eso mi madre? A ella nunca le había gustado la casa, siempre le había parecido demasiado vieja, demasiadas corrientes de aire. ¿La habría ayudado Wayne a clavar el cartel de «SE VENDE» en el césped? Seguro que en realidad se alegraba de librarse de su hijastra respondona y sabelotodo.
—¿Cómo te has enterado?
—Eso no importa, lo que importa es que me preocupa lo bastante como para decírtelo. He averiguado algo más mientras he estado allí.
Hizo una pausa. Sabía que estaba esperando a que yo se lo preguntase, pero no quería darle ese gusto. Pero tenía que saberlo… lo que significaba que tenía que preguntárselo.
—¿Qué es esa otra cosa?
«¿Cómo piensas machacarme ahora, hijo de puta?».
—Algo sumamente interesante sobre Luke…
Esta vez me obligué a mí misma a permanecer en silencio. Él lo interrumpió al cabo de un par de segundos.
—Por lo visto, ya se ha cansado de esperarte.
—No te creo. Luke me quiere…
—Ah, pues cuando lo vi paseando abrazado a esa preciosidad de rubia y se agachó a susurrarle algo al oído, no me pareció que estuviera diciéndole lo mucho que te quiere a ti, precisamente, Annie.
—Mientes, él sería incapaz…
—¿Sería incapaz de qué? Con la mano en el corazón, ¿de verdad vas a decirme que nunca has pensado que el bueno de Luke era demasiado perfecto para ser verdad? Es un hombre débil, Annie.
La cabeza me daba vueltas y fijé la mirada en la pared del fondo.
El Animal asintió con la cabeza.
—Pero ahora empiezas a darte cuenta. De todo lo que te he salvado.
¿Era posible que Luke estuviese saliendo ya con otra persona? Había una camarera rubia, no recordaba su nombre, pero me había parecido que estaba loquita por él. Luke me había dicho que eran imaginaciones mías.
La víspera de mi secuestro, Luke no mostró demasiado entusiasmo cuando lo invité a cenar a mi casa a la noche siguiente. Estaba en el restaurante, y me figuré que, simplemente, estaba ocupado… o que se temía que le volviese a anular la cena de nuevo. ¿Habría ya otra mujer en aquellos momentos? No, eso era imposible. Luke nunca me había dicho que no fuese feliz conmigo, ni una sola vez, y era incapaz de engañarme, él no era de ésos.
El Animal me cogió de la barbilla para obligarme a mirarlo a la cara.
—Yo soy lo único que te queda, Annie.
Todo era mentira, sencillamente. Todo aquello formaba parte de su última maniobra, la mejor, en su estrategia enfermiza. Nada le gustaba más que desquiciarme. Había otras personas que se preocupaban por mí, montones de ellas. Y no, no había sido la mejor novia del mundo, sobre todo justo antes de que me secuestraran, pero no por eso Luke iba a reemplazarme así como así. Y Christina me quería, había sido mi mejor amiga de toda la vida, y yo sabía que no iba a olvidarse de mí. Puede que mi madre y yo no fuéramos uña y carne —ella y Daisy siempre se habían llevado mucho mejor—, pero estaría destrozada por mi desaparición. Que hubiese puesto en venta mi casa no significaba nada, si es que era cierto. Seguramente lo había hecho con el fin de reunir el dinero para ofrecer una recompensa.
Pero ¿y si el Animal no mentía? ¿Y si de verdad habían suspendido la búsqueda? ¿Y si todos habían pasado página? Luke podía tener una nueva novia, alguien que no se pasase todo el tiempo trabajando. Mamá podía estar firmando un contrato de compraventa de mi casa en ese preciso instante, Emma también podía haberse olvidado de mí por completo. ¿Estaría viviendo con Luke y aquella rubia? Todos iban a seguir adelante con sus vidas y yo iba a quedarme encerrada con un violador psicópata y sádico para siempre.
El Animal hacía que todo aquello pareciese tan real… y ¿qué pruebas tenía yo de lo contrario? Nadie me había encontrado, ¿no? Quise plantarle cara y convencerlo de que había otras personas que me querían, pero cuando abrí la boca para hablar, fui incapaz de articular palabra. En vez de eso, me acordé de la perrera.
Solía ir allí a echar una mano de vez en cuando, básicamente para limpiar casetas y sacar a pasear a los perros. Algunos de ellos habían sido víctimas de maltrato y mordían a todo el que se les acercase. Había otros que no se permitían ni permitían hacia ellos ninguna muestra de cariño, de ninguna de las maneras, y otros que se volvían completamente sumisos o se hacían sus necesidades encima sólo de oír que alguien les alzaba un poco la voz. Y luego estaban los que habían arrojado la toalla y se limitaban a quedarse tumbados en las jaulas, con la mirada fija en la pared cuando algún posible nuevo dueño entraba en su morada.
Aquel perro en concreto, Bubbles, era una cosita feúcha con problemas dermatológicos, llevaba siglos allí dentro, pero en cuanto aparecía alguien nuevo, se acercaba de un salto a la parte delantera de la jaula como si fuese el animal más hermoso del mundo. Nunca perdía la esperanza. Yo quería llevármelo a mi casa, pero por aquel entonces vivía en un apartamento. Al final tuve que dejar de ir por culpa del trabajo, así que nunca llegué a saber si alguien lo había adoptado. Ahora yo era el perro idiota esperando a que alguien me llevase a casa. Esperaba que le hubiesen puesto a Bubbles una inyección antes de que dedujese por fin que nadie iba a ir a buscarlo.