Ayer estuve un rato en la iglesia. No entré a rezar, porque no soy creyente, sino sólo a sentarme un rato para disfrutar del silencio. Antes del secuestro, seguramente había pasado por delante de esa iglesia cien mil veces sin reparar en ella. No somos una familia de las que suelen ir a misa, que digamos; por lo general, los domingos por la mañana mi madre y mi padrastro están demasiado ocupados durmiendo su «religión» particular, pero yo he ido un par de veces estos últimos meses. Es una iglesia muy antigua y huele a museo, en el buen sentido de la palabra, como esos edificios que han sobrevivido a un montón de catástrofes y todavía siguen en pie. Hay algo en los cristales de esas vidrieras que también me resulta reconfortante. Si me diera por ponerme profunda con usted, podría decir que la idea de que todos esos pedazos rotos puedan unirse hasta formar algo tan sumamente bonito me seduce bastante. Por suerte, no soy tan profunda.
La iglesia suele estar vacía, gracias a Dios, pero aunque haya alguien dentro, nadie se dirige nunca a mí, ni me mira siquiera. Aunque no es que fuese a mirarlos a la cara yo tampoco.
Cuando recobré el conocimiento después de que el Animal me hubiese dejado inconsciente, me dolía todo el cuerpo, y tardé un buen rato en lograr levantar la cabeza lo suficiente para mirar a mi alrededor. Una oleada de náuseas me recorrió el cuerpo. El lado derecho del pecho me ardía cada vez que inspiraba aire. Tenía un ojo casi cerrado, y con el otro lo veía todo bastante borroso, pero podía ver el contorno de las cosas. Él no estaba por ninguna parte. O estaba durmiendo en el suelo o había salido. Permanecí inmóvil.
Necesitaba ir urgentemente al cuarto de baño, pero no sabía si podría llegar tan lejos; además, me aterrorizaba la idea de que me pillase intentando orinar fuera del horario establecido. Debí de desmayarme otra vez, porque no me acuerdo de nada hasta que me desperté de un sueño en el que estaba corriendo por la playa con Luke y nuestros perros. Cuando recordé dónde estaba en realidad, me eché a llorar.
La vejiga me estaba matando; si esperaba mucho más, acabaría meándome en la cama. A saber cuál de las dos cosas lo cabrearía más. No pensaba volver a ponerme aquel vestido, de manera que fui a gatas, desnuda, al cuarto de baño. Cada pocos segundos, me detenía, esperaba a que desapareciesen los puntos negros que me nublaban la vista, luego avanzaba gateando otros cuantos centímetros más, sin dejar por un momento de gimotear. A él le habría encantado.
Paralizada de miedo a usar la taza del inodoro por si él entraba, me puse de cuclillas en el sumidero de la bañera. Apoyando la cabeza en la pared lateral, intenté aspirar la cantidad exacta de aire para que no me doliese y recé por no morir allí. Al final, volví a gatas a la cama y perdí el sentido de nuevo.
Me dolía la cabeza, pero era un martilleo distante, como un ruido de fondo. Seguía sin saber dónde estaba el Animal, y por mi mente desfilaron unas imágenes aterradoras de aquel monstruo secuestrando a Christina. Recé por que mis intentos por manipularlo no lo hubieran enviado directamente hacia ella.
No estaba segura del tiempo que llevaba perdiendo y recobrando el conocimiento, pero calculaba que al menos había pasado un día entero. Cuando recuperé un poco de energía, me dirigí a la puerta. Seguía cerrada. Mierda. Puse la cabeza bajo el grifo, me lavé de la cara la sustancia pegajosa que supuse que era sangre y bebí con ansia para calmar mi sed. En cuanto el agua fría me cayó en el estómago, me agarré del fregadero y me puse a vomitar.
Cuando al fin conseguí desplazarme ya sin la sensación de estar a punto de marearme en cualquier momento, registré de nuevo la cabaña. Exploré con los dedos todas las rendijas y cerrojos. De pie sobre la encimera de la cocina, le di una patada a la persiana con tanta fuerza que creí que me había roto los músculos de la pierna. Mis pies no dejaron una sola marca. Estaba muy malherida y no recordaba la última vez que había comido algo, pero aun así me habría arriesgado a huir por la montaña, sólo que no había forma humana de salir de aquella maldita cabaña.
Para llevar la cuenta de los días que llevaba desaparecida, apartaba la cama de la pared y apretaba la uña contra la madera hasta que dejaba una leve marca. Si se veía luz al otro lado del pequeño agujero de la pared del baño, suponía que era por la mañana, y si todavía estaba oscuro, esperaba a que clarease un poco y entonces hacía otra señal. Había hecho dos marcas desde que el Animal me había dejado allí sola. Para seguir un horario similar al que me había impuesto él, sólo iba a orinar cuando ya no podía aguantar más, y únicamente en la bañera, aguzando bien el oído por si lo oía venir. Asustada como estaba para bañarme o ducharme por si llegaba justo en ese momento y me sorprendía, evitaba ambas cosas, y cuando las punzadas de hambre eran ya insoportables, me hinchaba el estómago de agua. Me imaginaba a todos los míos, en casa, organizando vigilias con velas, y me figuraba que todos mis amigos estarían organizando reuniones o repartiendo carteles con mi rostro sonriente. Mi madre debía de estar volviéndose loca. La suponía en casa, llorando, muy guapa, seguramente… la tragedia le sentaba de perlas. Los vecinos le llevarían guisos, la tía Val estaría respondiendo a las llamadas y mi padrastro la cogería de la mano y le diría que todo iba a salir bien. Pensé que ojalá tuviese yo también a alguien diciéndome eso. ¿Por qué no me habían encontrado? ¿Acaso habían abandonado la búsqueda? Nunca había oído de nadie que hubiese desaparecido y al que no hubiesen encontrado al cabo de varias semanas. A menos que ese alguien fuese ya cadáver.
A lo mejor Luke había salido por televisión suplicando que volviese. ¿O lo habría interrogado la policía? ¿No era siempre del novio de quien por lo general sospechaban primero? Seguramente estaban perdiendo el tiempo con él en lugar de concentrarse en buscar al Animal.
Me preocupaba Emma, y me pregunté quién se estaría ocupando de ella. ¿La estarían alimentando con la comida adecuada para su delicado estómago? ¿La estarían sacando a pasear? Básicamente, me pasaba el tiempo preguntándome si creería que la había abandonado, y eso siempre hacía que se me saltasen las lágrimas.
Para consolarme, no dejaba de rememorar mis recuerdos de Luke, Emma y Christina como si fueran vídeos caseros: pausa, rebobinar y repetir. Uno de mis favoritos de Christina era la vez que nos habíamos puesto hasta arriba de chucherías. El Halloween anterior, había venido a mi casa a jugar al Scrabble, y decidimos abrir una de las bolsas que había comprado para el «truco o trato». Una bolsa pasó a ser dos, y luego tres y hasta cuatro. Las dos llevábamos tal sobredosis de azúcar en el cuerpo que nuestra partida de Scrabble se disolvió en un revoltillo de palabras malsonantes y risas histéricas. Luego nos quedamos sin caramelos para los niños, así que tuvimos que apagar todas las luces de la casa. Nos escondimos a oscuras y escuchamos el ruido de los petardos y los fuegos artificiales, desternillándonos de la risa.
Pero entonces todos mis pensamientos volvían al Animal y en lo que podría estar haciéndole a ella en ese momento. Me la imaginaba en la oficina, trabajando hasta tarde tal vez, y luego veía al Animal esperando fuera, en la furgoneta. Mi impotencia me sacaba de quicio.
Cuando pasó otro día e hice una nueva señal en la pared, dejé de sentir punzadas de hambre, pero la sensación de que el Animal volvería de un momento a otro seguía intacta, y si quería sobrevivir, tenía que estar preparada. Mi anterior intento de seducción por poco había acabado conmigo, así que tenía que descubrir por qué se había puesto tan furioso cuando había fingido estar excitada sexualmente.
¿Y si era un sádico? No, no se excitaba pegándome. Era como si estuviera recreando algo. Aquel tipo seguía un mismo patrón de conducta. Empezaba con el baño —¿y si era ésa su versión de los preliminares del sexo?— y luego, más tarde, la cosa se iba poniendo cada vez más salvaje. ¿De qué coño iba aquel tipo?
Había dicho que las mujeres no queremos hombres buenos, que todas queremos que nos traten como a una mierda, y luego, cuando yo me había mostrado demasiado receptiva con mis maniobras de seducción, se había puesto hecho una fiera y me había llamado puta, invitándome a que ofreciera resistencia. Debía de creer que una «buena» chica, lo que quiere en el fondo es un hombre agresivo que se muestre duro con ella y la someta, pero en su mente, sólo una «puta» llegaría a demostrar realmente que es eso lo que le gusta: una buena chica se resistiría. Así que seguramente no se sentía como un hombre de verdad a menos que yo me asustase de verdad.
Estaba intentando complacerme… con miedo y dolor. Y cuanto más impasible me mostraba yo, más daño creía que tenía que hacerme. Joder, menuda mierda… Era un violador convencido de que todas las mujeres fantaseamos sexualmente con que nos violen. Por fin sabía lo que quería: tenía que esforzarme y mostrarle mi miedo y mi dolor.
Si hubiera tenido algo en el estómago, lo habría vomitado todo. En cierto modo, la idea de dejar que viese mis verdaderos sentimientos era peor que fingir que me gustaba que me violase.
El cuarto día sola en la cabaña, se me hizo más difícil distinguir los sueños de la realidad, dado que dormía más y permanecía menos tiempo despierta. Había veces en que casi tengo la certeza de que sufría alucinaciones, porque estaba completamente despierta y, a pesar de eso, oía la voz de Luke y olía su colonia, pero cuando abría los ojos, no había nada más que aquellas malditas paredes de la cabaña.
Me di cuenta de que estaba tan débil que podía llegar a olvidarme de mi plan, así que me inventé un pequeño verso que me ayudara a recordarlo. Lo repetía una y otra vez mientras me quedaba dormida y cuando volvía a despertar.
«El Animal es un enfermo, necesita dolor y miedo. El Animal es un enfermo, necesita dolor y miedo».
Al quinto día, empecé a temer que no volviera antes de que me muriera de inanición. Pasé la mayor parte del día en la cama o sentada apoyando la espalda contra la pared del rincón, esperando a que se abriera la puerta y entonando mi verso particular, sin dejar de dar cabezadas de vez en cuando. Creo que era el atardecer, pero estaba tan débil que parecía que fuese más tarde. Entonces, la cerradura de la puerta emitió un clic y entró él.
Me alegraba realmente de verlo, al menos así no me moriría de hambre. Me alegré especialmente de ver que iba solo, aunque luego me pregunté si Christina no estaría inconsciente y maniatada en la parte de atrás de la furgoneta.
Cerró la puerta y se quedó de pie inmóvil, mirándome. Su imagen se desdibujó ante mis ojos.
«El Animal es un enfermo, necesita dolor y miedo…».
Con el cuerpo y la voz temblorosos, dije:
—Gracias a Dios. Tenía tanto miedo… Creía… creía que iba a morir aquí, sola.
Arqueó las cejas.
—¿Preferirías morir aquí acompañada?
—¡No! —Cuando negué enérgicamente con la cabeza, la habitación empezó a dar vueltas—. No quiero que muera nadie. He estado pensan… —Mi cerebro en ayunas se esforzaba en recordar las palabras—. Pensando… He estado pensando en… cosas. Cosas que quiero decirte, pero necesito saber… —Con el corazón en un puño, pregunté—: ¿Christina… Christina está bien?
Se encaramó a uno de los taburetes, se acomodó y apoyó la barbilla en la mano.
—¿No te preocupa saber cómo estoy yo?
—Sí, sí, claro, sólo pensaba… sólo quería saber…
La imagen del Animal se hizo borrosa para, acto seguido, volver a aparecer nítida y enfocada antes de difuminarse de nuevo.
—Lo fastidié. Lo fastidié todo… la última vez.
Entrecerró los ojos y asintió con la cabeza.
—Pero tengo un plan. Verás…
—¿Tienes un plan?
Se incorporó en el asiento. ¿Qué coño le estaba diciendo?
Me hinqué las uñas en la mano. La habitación volvió a aparecer enfocada.
—Para que podamos hacer que las cosas funcionen.
—Interesante, pero yo también he estado pensando. Está claro que tengo que tomar algunas decisiones y creo que no te van a gustar las opciones.
Había llegado el momento de poner toda la carne en el asador. Me levanté muy despacio y la habitación empezó a dar vueltas de nuevo. Apoyé la mano en la pared para no perder el equilibrio, cerré los ojos e inspiré hondo varias veces. Cuando volví a abrir los ojos, el Animal me miraba de hito en hito. Completamente inexpresivo.
Me llevé la mano al vientre y avancé tambaleándome para sentarme en el taburete junto a él.
—Es comprensible, supongo. Te has tomado muchas molestias y yo te he dado muchos quebraderos de cabeza, ¿verdad?
Entrecerrando las pestañas, asintió despacio con la cabeza.
—El caso es que, la última vez que lo intentamos… algunas de las cosas que dije… Esa en realidad no era yo. Sólo creía que era lo que querías, lo que te haría feliz.
Seguía sin mostrar ninguna expresión, pero me miraba fijamente a los ojos. Los mejores mentirosos son los que siempre se mantienen pegados a la verdad. Volví a inspirar aire con fuerza.
—Tenía mucho miedo, mucho, de ti y de los sentimientos que estabas despertando en mí, pero no sabía…
Separó la barbilla de su mano y se incorporó en el taburete. Iba a tener que hablarle más rápidamente.
—Ahora ya lo entiendo; sólo tengo que ser sincera contigo, y también conmigo misma, y estoy preparada para eso. —Recé por ser capaz de reunir el valor para pronunciar las siguientes palabras—. Así que me gustaría intentarlo otra vez. Por favor, dame otra oportunidad, por favor…
Esperé durante una larga pausa y luego me preparé para lo peor cuando se levantó del taburete.
—Tal vez debería esperar y darnos un poco más de tiempo, Annie. No me gustaría precipitarme.
Se plantó delante de mí con los brazos abiertos y la cabeza ladeada.
—¿Qué me dices de un abrazo? —La sonrisa no le iluminaba los ojos. Me estaba poniendo a prueba. Me adentré en sus brazos y lo rodeé con los míos—. Christina está bien —dijo—. Pasamos una tarde maravillosa viendo casas. Desde luego, es muy buena agente inmobiliaria.
Exhalé el aire al fin.
—Siento los latidos de tu corazón en mi pecho. —Me estrechó con más fuerza. Luego me soltó y dijo—: Vamos a darte algo de comer.
Salió de la cabaña pero regresó al cabo de un momento con una bolsa de la compra de papel marrón.
—Sopa de lentejas, recién hecha en mi tienda de delicatessen favorita, y un poco de zumo de manzana orgánico. Las proteínas y el azúcar te sentarán bien.
Una vez que el Animal hubo calentado la olorosa sopa, me llevó un tazón humeante y un vaso de zumo. Traté de alcanzar la sopa con manos ansiosas, pero él se sentó a mi lado y colocó el tazón en la mesa delante de él. Se me saltaron las lágrimas.
—Por favor, tengo que comer… tengo mucha hambre.
Con voz amable, repuso:
—Lo sé.
Se llevó una cucharada a la boca y sopló para que se enfriara. Observé con tormento cómo se metía la cuchara en la boca. Asintió una vez con la cabeza y luego volvió a sumergir la cuchara en el tazón. Volvió a soplar de nuevo, pero esta vez acercó la cuchara a mi boca. En cuanto hice amago de alcanzarla con la mano, se detuvo y negó con la cabeza. Volví a dejar mi mano en el regazo.
El Animal me administró la sopa despacio, soplando cada cucharada primero y deteniéndose de vez en cuando para darme sorbitos de zumo de manzana. Cuando hube ingerido aproximadamente la mitad de ambas cosas, dijo:
—Eso es lo máximo que tu estómago puede tolerar de momento. ¿Te encuentras mejor?
Asentí con la cabeza.
—Bien. —Consultó su reloj y sonrió—. Es la hora del baño.
Esta vez, cuando me condujo del baño a la cama y empezó a bajarme la cremallera del vestido por la espalda, supe lo que tenía que hacer.
—Por favor, no me toques… no quiero hacer esto.
Mientras me clavaba la barbilla en el hombro, me acarició el lóbulo de la oreja.
—Estás temblando. ¿De qué tienes miedo?
—De ti… Tengo miedo de ti. Eres fuerte y vas a hacerme daño.
Mi vestido resbaló hasta el suelo y él se desplazó delante de mí. A la luz de las velas, sus ojos resplandecían. Se quedó de pie frente a mí y me recorrió el cuello con el dedo corazón.
Deslizó el dedo hacia abajo y se detuvo justo donde empezaba mi hueso púbico.
El vello se me erizó.
—Descríbeme el miedo que sientes.
Su voz se demoró en la palabra «miedo».
—Las rodillas… me tiemblan las rodillas. Tengo un nudo en el estómago. No puedo respirar. Mi corazón, es como… es como si fuera a explotar.
Apretándome los hombros con las manos, me empujó hacia atrás, hasta que la corva de mis piernas chocó con el borde del colchón, y luego me dio un fuerte empujón, de modo que caí encima de la cama. Lo observé mientras se desnudaba.
Traté de desplazarme a gatas hasta el otro extremo de la cama, pero me arrastró de nuevo hacia atrás agarrándome del tobillo. Acto seguido, se encaramó encima de mí y me arrancó las bragas y el sujetador. Todo ocurrió muy deprisa. Se le puso dura y, un segundo más tarde, ya estaba dentro de mí. Grité. Él sonrió. Apreté los dientes, cerré los ojos con todas mis fuerzas, conté sus embestidas, forcejeando cuando él titubeaba, y me puse a rezar.
«QueseacabeyaQueseacabeyaQueseacabeya».
Cuando por fin se corrió, quise echarme lejía en la entrepierna y frotarme con agua hirviendo hasta despellejarme la piel, pero ni siquiera podía levantarme para lavarme. Cuando se lo pedí, dijo:
—No hace falta, tú sólo descansa.
Durante su placentero relajo poscoital, permaneció acostado a mi lado, acariciándome el pelo, y dijo:
—Mañana sacaré unas pechugas de pollo del congelador. —Me atrajo hacia sí y me acarició el cuello—. Podemos preparar chow mein juntos, ¿te parece? —Siguió abrazado a mí hasta que se quedó dormido.
Su semen seguía aún entre mis piernas, pero no lloré. Cuando pensé en Luke, estuve a punto de dejar escapar un sollozo, pero me mordí la parte interior de la mejilla, con fuerza. Susurré un «lo siento» a la oscuridad.
Antes veía programas de mujeres que siguen casadas años y años con tipos que les dan unas palizas de muerte —peor todavía, no sólo siguen al lado del tipo, sino que intentan desesperadamente hacerlo feliz, lo que, por supuesto, nunca ocurre— y siempre intentaba ser comprensiva con ellas, quería entenderlas, pero es que no lo conseguía, doctora. A mí me parecía la mar de sencillo: recoge tus cosas y dile adiós a ese cabrón, preferiblemente acompañándolo de una patada en el culo. Oh, sí, me creía una mujer muy dura de pelar. Bueno, pues sólo hicieron falta cinco días sola en aquella cabaña para que a esta mujer tan dura de pelar se le desprendiera toda la coraza. Cinco asquerosos días y ya estaba dispuesta a hacer todo lo que él quisiese. Y ahora me presentan por ahí como si fuera una heroína. Los héroes se arrojan de cabeza a edificios en llamas y salvan a niños. Los héroes mueren por una causa. Yo no soy una heroína, soy una cobarde.
Esta noche tengo que hacer otra entrevista, ponerme delante de una rubia dicharachera con su sonrisa de dentífrico que me preguntará: «¿Cómo te sentías cuando estabas encerrada en la cabaña? ¿Tuviste miedo?». No jodas, Sherlock. Esa gente no es mejor que él, son sólo sádicos con una nómina mucho más jugosa.
Es curioso que casi nadie me pregunte cómo me siento ahora, aunque tampoco se lo diría, la verdad. Lo que no acabo de entender es por qué nadie se interesa casi nunca por lo que viene después: sólo les interesa la historia. Supongo que creen que todo acaba ahí.
Ojalá.