¿Qué tal le han ido las Navidades, doctora? Espero que Santa Claus le haya traído un montón de regalos, porque teniendo que tratar a una tarada como yo todas las semanas, se merece que la haya incluido a usted en la lista de los que se han portado bien. ¿Que cómo me han ido a mí las fiestas? Bueno, pues a pesar de mi firme intención de evitar cualquier forma de alegría o espíritu navideño, éste se empeñó en llamar a mi puerta. Literalmente. Unos boy scouts vinieron a venderme árboles de Navidad y yo, inspirada por su corona de la puerta, tal vez, o… qué sé yo… a lo mejor simplemente por la valentía que demostraron al llamar a la única puerta que no tenía luces navideñas, el caso es que acabé comprándoles un abeto.
El problema era que mi madre había tirado a la basura todos mis adornos navideños, y cada vez que pensaba en tener que entrar en una tienda… Bueno, aunque la gente no se me quedase mirando con los ojos abiertos como platos como si tuviera monos en la cara, preferiría mil veces bailar descalza encima de los pedazos rotos de unas bolas de Navidad antes que entrar en un centro comercial en estas fechas tan señaladas. Al final, me harté de mirar el maldito árbol desnudo y triste en el rincón del salón y lo llevé hasta el albergue para los sin techo que hay en el centro de la ciudad. Pensé que, ya puestos, era mejor que otro lo disfrutase.
Además, en casa ni siquiera había nada para poner debajo del árbol. Les dije a mi familia y amigos que no quería regalos, y tampoco fui a ninguna fiesta de Navidad. Considero ése mi regalo al resto de la humanidad. No hay ninguna necesidad de deprimir a todo el personal. Comparada con la del año pasado, esta Navidad ha sido un éxito apoteósico.
La mañana después de que el Animal intentara violarme, me obligó a ducharme con él. Me lavó como a un niño sin descuidarse ni un centímetro. Luego me hizo lavarlo a él, cada rincón de su cuerpo.
Tuve que ponerme de cara a la pared, de espaldas a él, mientras se afeitaba el cuerpo. Me entraron unas ganas irresistibles de hacerme con la navaja. Quería cortarle la polla. Esta vez no me afeitó.
—El afeitado es para la hora del baño —dijo.
Cuando acabamos de ducharnos, me trajo algo de ropa.
—¿Qué has hecho con mi traje?
—No te preocupes, nunca más tendrás que volver a la oficina.
Sonrió. Ese día, el modelito volvía a ser ropa interior sexy, en color blanco novia, y un vestido recto con un estampado campestre con corazoncitos de color rosa sobre un fondo de color crema. El tipo de vestido que yo nunca habría escogido, demasiado tierno y dulce para alguien como yo. Después de darme unas zapatillas para que me las pusiera, me hizo sentarme en el taburete mientras preparaba el desayuno, copos de avena con arándanos secos. Mientras comía, se sentó frente a mí y me explicó las nuevas normas que regirían mi vida a partir de entonces. Aunque en realidad, primero me explicó lo realmente jodida que estaba.
—Estamos a kilómetros de distancia de cualquier ser humano, así que aunque lograses escapar, no durarías ni un par de días ahí fuera. Y si te preocupa cómo vamos a sobrevivir los dos, no tienes por qué. Me he encargado de todo. Viviremos del campo, y el único momento en que tendrás que quedarte sola es cuando salga a cazar o vaya a la ciudad a por provisiones.
Sentí que el corazón me daba un brinco de esperanza: el hecho de que fuese a la ciudad implicaba que había un vehículo.
—No encontrarías la furgoneta ni en un millón de años, y aunque la encontrases, me he asegurado de que no puedas hacerla arrancar.
—¿Cuánto tiempo tienes planeado retenerme aquí? Tarde o temprano se te acabará el dinero.
Su sonrisa se ensanchó aún más.
—Yo no me merezco esto, mi familia no se merece esto… Dime lo que tengo que hacer para que me dejes marchar y ya está. Lo haré, te lo juro, haré lo que sea…
—Ya he intentado jugar a esos jueguecitos femeninos en otras ocasiones, con resultados desastrosos, y no pienso cometer ese mismo error otra vez.
—El olor a perfume en la parte de atrás de la furgoneta, en la manta… ¿es que hay… otra mujer? ¿Has…?
—¿Es que no entiendes el regalo tan fantástico que supone esto para ti? Es tu redención, Annie, nada más y nada menos…
—No entiendo nada de todo esto. No tiene ningún sentido. ¿Por qué me haces esto a mí?
Se encogió de hombros.
—Surgió una oportunidad y ahí estabas tú. A veces, a las buenas personas les pasan cosas buenas.
—Esto no es algo bueno. Esto es malo. —Lo fulminé con la mirada—. No puedes ir y arrancarme de golpe de todo mi…
—¿De qué te he arrancado exactamente? ¿Del lado de tu novio? Ya hemos hablado de él. ¿Tu madre? En general, la gente me resulta muy aburrida, pero ¿viéndoos a las dos almorzar juntas? Las personas revelan tantas cosas a través de su lenguaje corporal… La única relación auténtica que mantienes es con tu perra.
—¡Tengo una vida!
—No, simplemente te limitabas a existir, pero yo te estoy dando una segunda oportunidad, y te sugiero que prestes atención, porque no vas a tener una tercera. Todas las mañanas, después del desayuno, será la hora de hacer ejercicio, y luego una ducha. Hoy nos hemos duchado antes de desayunar, pero de ahora en adelante nunca más volveremos a incumplir el horario, ¿me oyes?
Se dirigió al armario ropero y lo abrió.
—Yo escogeré la ropa que llevarás todos los días.
Acto seguido sacó un par de vestidos de corte similar al que me había puesto, uno con corazones de color azul marino sobre un fondo azul pastel y el otro de color rosa claro, completamente liso. Mi odio por el color rosa iba en aumento. Varias pilas de lo que seguramente era el mismo vestido en distintos colores inundaban el estante superior. Hurgó en el fondo y sacó una chaqueta de punto de color lila.
—Aquí en invierno puede llegar a hacer mucho frío.
El estante inferior estaba ocupado por varios conjuntos de la misma combinación que llevaba él, camisa y pantalones beis. A un lado vi un par de suéteres beis. Me siguió la mirada, sonrió y dijo:
—El único color que necesito eres tú. —Y siguió hablando—. Cuando te hayas vestido, yo saldré a hacer mis tareas; tú te encargarás de las de la casa: fregar los platos, hacer la cama y lavar la ropa. —Sacó un plato del armario de la cocina y lo estrelló contra la encimera—. Increíble, ¿no te parece? Los fabrica la misma empresa que hace los vasos. —A continuación sacó una cazuela y la arrojó por el aire como si fuera una gorra de béisbol—. Ligero como una pluma, y de una sola pieza, además. No sé cómo lo hacen. —Meneó la cabeza—. Yo me encargaré de limpiar todas las superficies.
Abrió el armario de debajo del fregadero y extrajo un bote de limpiahogar. Vi que era biodegradable, pero no reconocí la marca.
—El limpiahogar permanecerá guardado bajo llave a todas horas, y no podrás usar agua caliente ni ningún utensilio que considere poco seguro. Cuando hayas acabado con las tareas de limpieza, querré que te encargues de tu aseo personal. Tus uñas, que llevas hechas un asco, deberán estar perfectas, y yo mismo te las limaré. Tus pies tienen que estar suaves, y llevarás pintadas las uñas de los pies. Las mujeres deberían llevar el pelo largo, así que te pondré suavizante para que te crezca más rápido. No llevarás maquillaje.
»Nuestra jornada empezará a las siete de la mañana, el almuerzo es a las doce en punto, y pasarás las tardes estudiando los libros que yo te indique. Supervisaré tus tareas a las cinco, la cena será a las siete y después de cenar, te encargarás de nuevo de recoger y luego me leerás un rato. Después de la hora de lectura, te bañaré, y a las diez será la hora de apagar las luces.
Me enseñó un pequeño reloj de bolsillo con un temporizador, como una especie de cronómetro, que guardaba colgado de una cadenita en el bolsillo delantero. En la cabaña no había más relojes, así que yo no sabía qué hora era a menos que él me lo dijese.
—Podrás ir al baño cuatro veces al día. Esas pausas estarán supervisadas, y tendrás que dejar abierta la puerta del cuarto de baño. De hecho… —Consultó el reloj—. Ahora mismo es la hora de tu primera pausa para ir al baño. —Rodeé la cocina siguiendo el camino más largo, dejando el máximo espacio posible de separación entre él y yo—. Annie, no te olvides de dejar la puerta abierta.
Cuando ya llevaba un par de días allí, él estaba fuera cuando decidí ir a orinar a hurtadillas al cuarto de baño. Volvió adentro justo cuando acababa de tirar de la cadena, así que todavía se oía el ruido de la cisterna. Me quedé de pie junto a la cama, simulando estar haciéndola todavía. Pensé que tal vez no oiría el ruido del agua, pero justo cuando iba a abrir el grifo de la cocina para llenarse un vaso se detuvo, ladeó la cabeza y se metió en el baño. Al cabo de unos segundos, se dirigió hacia mí a grandes zancadas, con la cara lívida y los labios contraídos en una mueca. Me encogí en el rincón y luego intenté escabullirme, pero me agarró del pelo.
Me llevó a rastras al cuarto de baño y me hizo arrodillarme delante del retrete. Levantó la tapa y me metió la cabeza en la taza, estampándome la frente contra el asiento. Me tiró de la cabeza hacia atrás, sujetándome del pelo, y alargó el brazo que le quedaba libre para llenar el vaso con el agua de la taza del inodoro. Se agachó detrás de mí, volvió a tirarme de la cabeza hacia atrás y luego me acercó el vaso a los labios.
Traté por todos los medios de apartar la cara, pero él me apretó el vaso a los labios con tanta fuerza que creí que iba a romperlo. Parte del agua se me metió por la boca y otra parte me entró por la nariz. Antes de que pudiera escupirla, me amordazó la boca con la mano y me obligó a tragármela.
Después, me hizo cepillarme los dientes veinte veces —las contó en voz alta— y luego me abrió la boca a la fuerza para inspeccionarme los dientes. A continuación tuve que enjuagarme la boca con agua caliente y sal diez veces. Como colofón, cogió agua y jabón y me restregó los labios hasta que creí que me había arrancado al menos dos capas de piel. Después de aquello, nunca más volví a intentar una cosa así.
Siento que nunca voy a poder librarme de las desquiciantes reglas del Animal, doctora. Y le juro por lo que más quiera que eran desquiciantes. Da lo mismo que sepa que son una sarta de tonterías: las tengo grabadas en el cerebro y estoy bloqueada por ellas. Además de sus normas, mi psique ha añadido unas cuantas de su propia cosecha: si antes tenía alguna pequeña manía, ahora se ha multiplicado por veinte y me he convertido en una especie de híbrido raro recién salido del mismísimo infierno.
Siempre sigo el mismo camino para venir aquí, y me paro en la misma cafetería. Cuelgo el abrigo en la misma percha de su despacho en cada sesión, y me siento siempre en el mismo sitio. Debería ver la rutina que sigo antes de irme a dormir: puertas cerradas, todas las persianas bajadas, todas las ventanas con el pestillo echado. Luego me doy un baño y me afeito las piernas, primero la izquierda, luego la derecha, y dejo las axilas para el final.
Cuando acabo de bañarme, me unto leche hidratante por todo el cuerpo y antes de irme a la cama al fin, vuelvo a comprobar que todas las puertas y ventanas estén cerradas, pongo unas latas delante de la puerta y compruebo de nuevo que la alarma esté activada —las latas son por si falla la alarma— y luego, por último, me aseguro de que el cuchillo está debajo de la cama y el espray de pimienta en la mesilla de noche.
Muchas noches, cuando intento dormir en la cama, lo único que hago es quedarme allí tumbada, aguzando el oído a ver si oigo el más mínimo ruido, hasta que me levanto y me meto a gatas en el armario, arrastrando una manta conmigo; me muevo a gatas por si hay alguien espiando por las ventanas. Luego me encierro y coloco todos los zapatos de manera que estén delante de mí.
La última vez usted dijo que seguramente mis rutinas me proporcionan cierta sensación de seguridad y sí, ya me he fijado en esos «Para que reflexione» y «¿Ha pensado usted?» con los que ha empezado a salpicar sus frases de vez en cuando. Mientras no me acribille a preguntas, nos entenderemos de maravilla, pero le juro por Dios que si en algún momento me pregunta cómo me siento, se quedará con la palabra en la boca, hablándole a mi espalda, mientras atravieso como un rayo esa puerta y desaparezco para siempre.
Y bien, ¿dónde estábamos? Ah, sí, lo de las rutinas… Al principio creí que no daba usted una, pero luego, he estado dándole vueltas y supongo que lo cierto es que el ritual que sigo a la hora de acostarme sí me ayuda a sentirme segura… lo cual no deja de ser irónico, por decirlo suavemente. Lo que quiero decir es que, todo el tiempo que estuve ahí arriba, nunca llegué a sentirme segura. Era como estar en una montaña rusa en el infierno con el diablo manejando el panel de control, pero la maldita rutina era lo único con lo que podía contar: sabía que eso siempre sería igual.
Todos los días intento esforzarme un poco más, y hay ciertas cosas de las que sí me ha sido más fácil desembarazarme, pero ¿otras? Imposible. Anoche, sin ir más lejos, me bebí dos litros de té y me pasé casi una hora en el baño, o al menos me pareció una hora, intentando obligarme a mí misma a orinar fuera de un horario preestablecido. Varias veces estuve a punto de echar un chorrito, experimentando la increíble sensación de «Oh, Dios mío, estoy a punto de mear por fin», pero al final se me volvía a paralizar la vejiga. Lo único que conseguí con todo ese experimento fue otra noche en blanco.
Y esto me recuerda que ya he tenido suficiente por hoy. Tengo que ir a casa a orinar y no, no quiero usar su cuarto de baño. Me quedaría ahí sentada en la taza, pensando que está usted aquí fuera, preguntándome si se estará preguntando si he conseguido mear o no. No, gracias.