SESIÓN VEINTIUNO

Bueno, al final he tenido noticias de Gary, doctora, pero no estoy segura de que eso me haga sentir mejor. No me ha dicho dónde ha estado —no se lo he preguntado y él no ha dicho nada—, lo que me ha molestado un poco. Cuando le he hablado de las horas de los robos y mi nueva teoría del «amigo chiflado», me ha dicho que el chico pudo haber alterado su modus operandi para despistar a la policía, o que tal vez aprovechó la oportunidad: puede que pasara por allí y nos viera salir de la casa a mí y a Emma.

Aún estaba asimilando sus palabras cuando añadió:

—Esos tipos normalmente actúan solos. —¿Normalmente? Le pregunté qué coño quería decir con eso, y me contestó que sabía de un par de casos en los que dos hombres actuaban juntos, uno era el encargado de buscar a las posibles víctimas y otro el autor material de los hechos, pero que dudaba que ése fuera el caso porque no encajaba con el perfil del Animal. Luego dijo—: Y exceptuando su comentario de que había sido difícil adecentar la cabaña, nunca hizo ni dijo nada que te hiciera pensar que tenía un cómplice, ¿verdad que no?

—Supongo que no, pero tenía una foto antigua de mí, y eso me tiene completamente desquiciada.

—¿Qué foto? No habías dicho nada de ninguna foto.

Luego empezó a hacerme las mismas preguntas que me he estado haciendo yo. ¿De dónde podría haberla sacado el Animal? ¿Por qué querría esa foto en concreto? Y luego dijo algo que sigue sin tener sentido.

—Entonces cualquiera podía tener fácil acceso a la foto si estaba en tu despacho.

Su última pregunta fue:

—¿Sabe alguien que ahora la tienes tú?

Cuando le contesté que no, me dijo que siguiera sin decírselo a nadie.

Que yo recuerde, ha sido la primera vez que me he quedado peor después de hablar con él. Me ha puesto de tan mal humor que la he pagado con Luke. De todos modos, no sé qué está pasando entre nosotros últimamente. Pensaba que después de sincerarnos el uno con el otro, nos sentiríamos más unidos, pero cada vez que hemos hablado estos últimos días, notaba el aire un poco enrarecido, y la última vez que me llamó casi le colgué el teléfono, le dije que me iba a la cama. Ni siquiera estaba cansada.

Por lo visto, no consigo quitarme de la cabeza que Luke llegó tarde a nuestra cita para cenar. ¿Estaría siendo simpático con alguna clienta mientras a mí me secuestraban? ¿Por qué no se fue directamente a las puertas abiertas en cuanto vio que no estaba en casa? ¿Y por qué diablos no llamó a la policía en cuanto descubrió que pasaba algo raro? Podría haber esperado para llamar a mi madre. Ya sé que soy horriblemente sentenciosa, porque sabe Dios cómo habría manejado yo el asunto de haber estado en su lugar, pero no dejo de pensar que cada segundo que perdió para alertar de mi desaparición redujo mis posibilidades de ser encontrada.

Durante nuestra relación, me parecía un hombre relajado y tranquilo, pero ahora empiezo a preguntarme si no será simplemente pasivo. Siempre se está quejando de alguna camarera o de algún cocinero, pero nunca hace nada al respecto.

Durante todo el tiempo que estuvimos juntos, Luke siempre se mostró paciente, cariñoso, sincero… un hombre bueno. A veces, como antes de mi secuestro, me preguntaba si no debería aspirar a estar con alguien más que bueno, pero en la montaña, siempre que pensaba en él, me parecía un hombre excepcional y maravilloso. Ahora sigue siendo paciente, cariñoso y sincero… es el hombre más bueno que conozco. Así que, ¿qué diablos me pasa a mí?

La primera imagen que vi al abrir los ojos tras derrumbarme en la comisaría, fue de mamá y Gary a los pies de la cama de mi habitación en el hospital. No había rastro de Wayne. No me fijé en que Diane estaba sentada junto a mí en una silla hasta que la oí decir:

—Mirad quién está despierta.

Me dedicó una cálida sonrisa y recordé cuando me había estado acunando en sus brazos, y el recuerdo hizo que se me encendieran las mejillas. Luego, mi madre se dio cuenta de que estaba despierta y por poco me arranca de cuajo el gotero del brazo al encaramarse a mí, llorando a mares y diciendo:

—Mi hijita, mi pobrecilla, Annie, tesoro…

La mierda que me habían dado para sedarme empezaba a provocarme náuseas, de modo que anuncié:

—Tengo ganas de vomitar. —Y luego me eché a llorar.

Un médico trató de asirme del brazo y yo lo aparté con virulencia. Luego acudieron más manos para retenerme y me puse a forcejear con todas ellas. Noté el pinchazo de una aguja en el brazo. Cuando volví en mí de nuevo, mi padrastro estaba sentado a mi lado con su sombrero de vaquero en las manos. En cuanto abrí los ojos, se levantó de la silla de un salto.

—Iré a buscar a Lorraine… acaba de ir a llamar por teléfono.

—Deja que termine de hablar —murmuré. Tenía la garganta ronca de tanto gritar, y los fármacos me la habían secado—. ¿Me das un poco de agua?

Me dio una palmadita en el hombro y dijo:

—Será mejor que vaya a buscar a alguna enfermera.

Y dicho eso, desapareció por la puerta, pero los medicamentos volvieron a surtir efecto y, para cuando acudieron, ya estaba dormida de nuevo.

Los hospitales son lugares muy extraños: los médicos y las enfermeras tocan y hurgan en zonas de tu cuerpo a las que no dejarías acercarse a ningún extraño normal y corriente, y ese primer día sufrí al menos dos ataques de pánico. Me administraron algo para aliviar la ansiedad, y luego otra cosa por la noche que me provocó resaca al despertar, y luego un fármaco para las náuseas. Era un hospital pequeño, de modo que casi siempre me tocaba la misma enfermera, y siempre me llamaba «cariño» con la voz más dulce del mundo. Me desgarraba por dentro cada vez que la oía, y quería decirle que no lo hiciera, pero en mi vergüenza me limitaba a volver la cabeza hasta que terminaba. Antes de salir de la habitación, me acariciaba la frente con la mano cálida y me apretaba los dedos de la mano.

El segundo día en el hospital, cuando ya estaba un poco más tranquila, Gary me dijo que la fiscalía estaba revisando toda la información que les había dado en comisaría, y que iban a decidir si presentaban algún cargo contra mí.

—¿Un cargo contra mí? ¿Por qué?

—Ha habido una muerte, Annie. A pesar de las circunstancias, tenemos que seguir todo el procedimiento.

—¿Me van a detener?

—No creo que la fiscalía opte por esa vía, pero sigo teniendo la obligación de informarte de cuál es la situación.

Al principio me asusté, y quise darme cabezazos contra la pared por no haber solicitado la asistencia de un abogado, pero cuando vi el rostro sonrojado de Gary me di cuenta de que se sentía completamente avergonzado.

—Bueno, pues si la fiscalía decide acusarme, parecerán una panda de ineptos.

Gary sonrió y dijo:

—En eso llevas razón.

Empezó a hacerme unas preguntas sobre el Animal y cuando levanté la mano para rascarme el cuello, vi que ya no llevaba la cadena.

—Los médicos te la quitaron cuando ingresaste —me explicó Gary—. Te la devolverán cuando te den el alta, está con todos tus efectos personales.

—La cadena no era mía, me la regaló él. Dijo que la había comprado para otra chica.

—¿Qué otra chica? ¿Por qué no habías dicho nada de esto hasta ahora?

Dolida por su tono brusco, dije:

—Ya me había acostumbrado a llevarla, así que se me olvidó. A lo mejor si no me presionaseis tanto con vuestros interrogatorios y me dejaseis respirar de vez en cuando, tendría ocasión de decíroslo. Además, por si no te has dado cuenta, he estado distraída con otras cosas. —Sacudí el brazo con el gotero en su dirección.

Con voz más pausada, dijo:

—Lo siento, tienes razón, Annie. Te hemos estado machacando con algunas preguntas muy duras, pero es de suma importancia que nos lo cuentes absolutamente todo.

A lo largo de los dos días siguientes, intenté contarle todo lo que sabía de la historia del Animal, incluido lo que sabía acerca de su madre, su padre y la mujer piloto de helicóptero. Gary me interrumpía constantemente para hacerme preguntas y a veces lo notaba tenso cuando se acercaba a mí para hablarme, pero tenía la precaución de mantener un tono de voz pausado y me dejaba contar la historia a mi propio ritmo. Cuando hablábamos de las violaciones, o del horario del Animal y su sistema de castigos, cerraba la mano con fuerza en torno al bolígrafo, pero lograba conservar el semblante neutro e inexpresivo. La mitad de las veces, no podía mirarlo a la cara. Me quedaba mirando a la pared, contando las grietas, y recitaba los abusos que había sufrido como si enumerase los ingredientes de una receta del infierno.

Mi madre insistió en quedarse a mi lado mientras él hablaba conmigo, y normalmente enviaba a mi padrastro a por un café; nunca había visto a un hombre sentirse tan aliviado. Si yo vacilaba aunque fuera un instante cuando Gary me formulaba alguna pregunta, mamá intervenía de inmediato diciendo que parecía cansada o pálida y sugería que llamásemos a uno de los médicos, pero a mí me parecía que más bien era ella la que estaba pálida, sobre todo cuando hablaba de las violaciones. Y adquirió la costumbre de arroparme ajustándome la manta con fuerza alrededor del cuerpo. Cuanto más duras eran las palabras, más fuerte me arropaba, como tratando de contenerlas en mi interior. No me gustaban nada aquellas atenciones, pero sabía que debía de sentirse bastante impotente, teniendo que oír por todo lo que había tenido que pasar, y qué diablos… si aquello la hacía sentirse mejor… Además, tampoco tenía energía suficiente para enfrentarme a ella.

Mi tercer día de estancia en el hospital, Gary me dijo que el hecho de que la cabaña estuviera tan adaptada les había ayudado a convencerse de que decía la verdad, y tenía el convencimiento de que la fiscalía no iba a presentar ninguna acusación contra mí. Para entonces, Diane ya había dejado de venir al hospital, y Gary me explicó que había vuelto a Clayton Falls a ocuparse de «otros aspectos de la investigación».

Intentaba armarme de paciencia cuando Gary me pedía que le describiera las mismas cosas una y otra vez, porque sabía que la identificación del Animal les estaba resultando difícil. No ayudaba en nada el hecho de que no tuviese huellas dactilares. Extrajeron algunas muestras de ADN, pero Gary me dijo que eso sólo era útil cuando tenían algo con lo que compararlo, y la base de datos del sistema no arrojaba ningún resultado. La cara del Animal no tenía muy buen aspecto después de permanecer encerrado en un cobertizo de paredes metálicas a pleno sol, de modo que tomaron una fotografía y la retocaron con el ordenador, pero no habían obtenido ninguna pista. Cuando le pregunté por los registros dentales, Gary me dijo que no eran concluyentes. Ni siquiera la furgoneta les estaba sirviendo de ayuda: había sido robada, junto con las placas de la matrícula de otra furgoneta, del aparcamiento de un centro comercial local que no disponía de cámara de seguridad.

—¿Crees que algún día descubriremos quién era? —le pregunté un día—. ¿O quiénes eran las otras chicas a las que hizo daño?

—Cualquier cosa que recuerdes puede resultarnos útil.

Me incorporé para poder mirarlo directamente a la cara.

—No me vengas con una frase del manual del buen policía. Quiero saber tu opinión, qué es lo que piensas realmente.

—La verdad, no lo sé, Annie, pero voy a hacer todo cuanto esté en mi mano para darte una respuesta. Te mereces eso al menos. —Había una feroz determinación en sus ojos, algo que no había visto hasta entonces—. Sería mucho más fácil si tu madre no estuviera presente cuando hablamos, ¿te parece bien?

—Sí, es bastante duro hablar de todo esto con ella delante.

Cuando mamá regresó a la habitación, apestando a tabaco, Gary dijo:

—Creo que sería mejor que le hiciese a Annie las preguntas a solas los dos, Lorraine.

Mi madre me cogió de la mano y repuso:

—Annie debería estar acompañada por su familia.

—Te afecta demasiado, mamá. —Le apreté la mano—. No pasa nada, estaré bien.

Nos miró a Gary y a mí alternativamente.

—Si eso es lo que quieres, Annie, tesoro… Wayne y yo estaremos sentados justo al otro lado de la puerta si nos necesitas.

Entre los interrogatorios de Gary, por un lado, y los reconocimientos médicos, por otro, los dos días siguientes conforman un recuerdo muy borroso en mi memoria. Ya tenía bastante con el hecho de que no me diesen el alta a causa de mi deshidratamiento, entre otras cosas. Después de derrumbarme en la comisaría y de mi reacción en el hospital, a los médicos les preocupaba que pudiese ser un peligro para mí misma y querían mantenerme en observación. Sin embargo, después de unas cuantas pesadillas dantescas y otro ataque de pánico, desencadenado por un interrogatorio de Gary, empezaron a juguetear con mis dosis: era como si me hubiese subido a una montaña rusa, y cada vez me costaba más distinguir entre mis sueños y la realidad. Oía llorar a un recién nacido y creía que habían encontrado al mío, o me despertaba y me encontraba con un médico inclinado encima de mí y, presa del pánico, creyendo que era el Animal, lo apartaba de mí empujándolo con todas mis fuerzas. Vivía constantemente aterrorizada otra vez, mientras los fármacos me arrebataban el último resquicio de control sobre mí misma y mi vida.

Fue durante aquella confusión interminable de preguntas, con una madre exageradamente abnegada y unos médicos que me atiborraban de pastillas para la felicidad, cuando Luke y yo tuvimos nuestro torpe reencuentro. Christina se ahorró el mal trago de recibir el mismo trato, puesto que por aquellas fechas estaba de crucero por el Mediterráneo. La tía Val también viajó hasta allí para verme, y me llevó un enorme ramo de flores, pero mamá sólo le permitió quince minutos de conversación trivial antes de decirle que yo necesitaba descansar. De hecho, la tía Val me pareció más sensible y atenta que de costumbre, incluso me preguntó si podía hacer algo por mí, «lo que fuese». Debió de decir algo que sacó de quicio a mamá, porque no volví a verla hasta que regresé a casa.

Llevaba ocho días allí cuando mi madre y Wayne emprendieron el camino de vuelta a Clayton Falls: el hotel era demasiado caro para ellos. Cuando se hubieron marchado, me di cuenta de que había estado dejando que mi madre, la policía y los médicos decidieran qué era lo mejor para mí. Había llegado la hora de tomar yo sola mis propias decisiones.

A la mañana siguiente, no permití a la enfermera que siguiera administrándome más fármacos. El médico al que llamó dijo que o bien me los tomaba o accedía a que me viera un psiquiatra. Me había estado negando a ver a alguno hasta ese momento, pero para entonces habría accedido a cualquier cosa con tal de que me dejaran largarme de allí de una puta vez.

El hospital era tan pequeño que no contaban con ningún servicio de psicología ni con ningún psiquiatra residente, de modo que me trajeron a un crío que seguramente acababa de salir de la facultad. A pesar de lo absurdo de sus preguntas, me las ingenié para contestarle como una persona cuerda derramando al mismo tiempo la cantidad precisa de lágrimas para que no pensara que estaba llevando todo aquello demasiado bien. Habría preferido revolcarme sobre ascuas de carbón encendido antes que contarle a aquel tipo cómo me sentía realmente en el fondo.

Los médicos me prohibían leer los periódicos, y el aburrimiento me estaba haciendo cada vez más insoportable y picajosa. Gary empezó a llevarme revistas de moda, seguramente para autodefenderse, cada vez que me visitaba para hablar conmigo.

—¿Quieres que te recorte algunos trajes de diseño? —le dije la primera vez que me las llevó.

Sonrió y arrojó un par de barritas de chocolate sobre la cama.

—Ten, a lo mejor con eso mantienes ocupada esa boca tuya de listilla.

También empezó a traerme café con un chorro de chocolate caliente, y en una ocasión vino con unos cuantos libros de crucigramas. Las preguntas no me molestaban tanto cuando me traía regalos. En realidad, Gary se estaba convirtiendo en el momento más interesante de mi día. Tampoco estaba mal que me hablase con aquella voz tan pausada y melodiosa; a veces, cerraba los ojos y me concentraba sólo en su voz. Tenía que repetir algunas de sus preguntas más de una vez, pero eso no parecía molestarlo… divertirlo, sí, pero nunca parecía molesto.

Cuando le pedí que me hablara de su trabajo y de su rango, me explicó que tenía un sargento, dos cabos y varios agentes como subordinados. De modo que él era el jefazo, no de todo el departamento, pero sí de la Unidad de Delitos Graves, y eso era muy tranquilizador, aunque siempre se cerraba en banda cuando le hacía alguna pregunta específica sobre la investigación, y se excusaba diciendo que me contestaría tan pronto tuviesen «información concreta».

Una vez llegó en la parte final de mi sesión con el psiquiatra y se volvió para marcharse, pero le pedí que se quedara.

—¿Cree que alberga ira o rencor contra el hombre que la secuestró? —quiso saber el loquero.

Gary me miró y arqueó una ceja, por detrás de la espalda del médico, y me costó mucho contener la risa.

Al cabo de unas dos semanas de médicos, gelatina de hospital y paseos arriba y abajo por mi habitación, el loquero me hizo una última evaluación psiquiátrica y dictaminó que no veía ninguna razón por la que no pudiese irme a casa, aun cuando los médicos tenían que aprobar el informe de evaluación antes de darme el alta. No tenía más libertad de la que disfrutaba en la montaña.

Por lo visto, el psiquiatra había concluido que mis actos eran «consistentes» con el trauma que había sufrido, y la fiscalía había optado finalmente por no presentar ningún cargo. Supongo que, después de todo, aquel pelagatos había servido para algo, pero seguía sin tener noticias de los médicos respecto a cuándo me darían el alta.

Gary me dijo que la policía federal estaba siguiendo mi caso con mucha atención porque necesitaban averiguar todo cuanto pudiesen sobre el Animal, no sólo para ayudar a resolver otros casos sino también para futuras investigaciones. A veces nos dábamos un respiro y dejábamos de hablar de la montaña y él me ponía al día en lo referente a la actualidad internacional, o nos quedábamos haciendo crucigramas los dos juntos. Habían transcurrido varios días desde la evaluación psiquiátrica del loquero.

—Tienes que sacarme de aquí —dije una mañana en que Gary entraba con un par de cafés—. El psiquiatra dijo que podía irme a casa, los médicos no hacen más que marearme y yo me estoy volviendo loca de verdad. Me tratan como si fuera una maldita prisionera. Se supone que aquí la víctima soy yo… esto es una mierda.

Dejó los cafés en la mesita de noche y, tras asentir con aire decidido, salió de nuevo por la puerta. Regresó al cabo de media hora.

—Sólo tienes que aguantar una noche más. Te dejarán salir por la mañana.

Me incorporé para sentarme y dije:

—¿No habrás tenido que matar a alguien…?

—No, no han sido necesarias medidas tan drásticas, sólo les he puesto un poco de pólvora en los pies.

Algo me decía que había hecho falta algo más, pero antes de que pudiera insistirle para que me contara más detalles, cogió el libro de crucigramas de encima de la mesa, se acomodó en la silla y dijo:

—Mmm… Tal vez no seas tan lista, después de todo… Conque no has podido acabar éste, ¿eh?

—Oye, que has entrado y me has interrumpido; lo estaba haciendo perfectamente.

Mientras estiraba sus largas piernas y las cruzaba a la altura de los tobillos, le sorprendí un amago de sonrisa en los labios y descubrí que acababa de hacer una maniobra maestra para cambiar de conversación.

En el hospital, mi madre me contó que mi casa estaba alquilada, y me alegré tanto de que no la hubiese puesto a la venta que no pensé en que no tenía adonde ir hasta que Gary me dijo que iban a darme el alta. Pensé en pedirle a Christina si me dejaría quedarme un tiempo en su casa, pero todavía seguía de crucero, y entonces mi madre llamó y me dijo que iban a volver para recogerme. Sabía que me montaría una escena si le decía que no quería quedarme con ellos, así que pensé que ya se me ocurriría algo cuando volviese.

La mañana en que me dieron el alta, Gary nos advirtió que seguramente habría fotógrafos esperando en la puerta y nos sugirió que saliésemos por la parte trasera, pero mamá y Wayne habían entrado por la puerta principal y no habían visto a nadie. Por supuesto, en cuanto asomamos la cabeza, un enjambre de periodistas se abatió sobre nosotros. Mamá se puso delante de mí e imploró a los medios que nos dieran «un poco de tiempo», pero casi ni se la oía a medida que nos abríamos paso a empellones entre la avalancha de gente.

Nos detuvimos en una gasolinera a las afueras de Port Northfield y mi madre entró a pagar mientras Wayne llenaba el depósito. Yo me escondí en el asiento trasero. Cuando mamá volvió a meterse en el coche, arrojó un periódico en el asiento y, negando con la cabeza, dijo:

—Alguien no sabe estar con la boca cerrada.

«La agente inmobiliaria desaparecida recibe el alta médica». Bajo el titular en primera plana había una antigua foto mía, profesional. Mientras Wayne arrancaba para alejarse de la gasolinera, seguí leyendo con estupor. Una «fuente anónima» les había informado de que ese día me iban a dar el alta del hospital. Según el sargento segundo Gary Kincade de Clayton Falls, yo no iba a ser objeto de ninguna investigación, era una joven muy valiente, estaban concentrando todos sus esfuerzos en identificar al autor de los hechos, que había muerto…

No le había dicho a la policía el nombre de mi hija, pero alguien le había contado a la prensa que había tenido una, porque el artículo citaba la opinión de un especialista sobre los efectos que la muerte de mi hija podría haber tenido sobre mí. Tiré el periódico al suelo y lo pisoteé.