No sé si vio el artículo que apareció publicado en el periódico este fin de semana, doctora, pero han encontrado algunos de los objetos robados en el cobertizo de la casa de aquel adolescente. Bueno, de la de sus padres, mejor dicho. La cuestión es que llamé al policía que llevaba mi caso para ver si algo de lo que habían encontrado era mío, pero me contestó que habían localizado ya a todos los propietarios de los objetos robados. Luego me acordé de otra cosa que decía el artículo: todos los robos se habían perpetrado de noche.
Entonces, ¿por qué iba un ladrón, en especial un ladrón adolescente, a modificar su modus operandi sólo para entrar en mi casa? Tuvo que haberlo preparado a conciencia para saber a qué hora exacta salía yo a correr, así que ¿por qué no se llevó nada?
Empecé a pensar en que el Animal había calculado perfectamente el momento exacto en que me secuestraría, puesto que llegó al término de la jornada de puertas abiertas un día de calor sofocante, cuando sabía que no habría nadie. El Animal, que me había dicho que no había sido nada fácil adecentar aquella cabaña. El Animal, que pudo haber necesitado ayuda…
¿Y si tenía un cómplice?
Podía haber tenido un amigo, o algún hermano chiflado que esté cabreado conmigo por habérmelo cargado, yo qué sé… Había dado por sentado que la persona que había entrado en mi casa sabía que yo no estaba, pero ¿y si creía que sí estaba en casa? Mi coche estaba aparcado en la puerta, y era muy temprano. Pero ¿por qué venir a por mí después de todo este tiempo?
El lunes estaba tan obsesionada con la idea que decidí llamar a Gary y preguntarle si había alguna posibilidad de que el Animal hubiese contado con algún tipo de ayuda. Esta mierda es como el cáncer: si no aniquilas hasta la última célula, hasta la última ramificación, volverá a crecer y se convertirá en un tumor aún mayor. Pero tenía el teléfono apagado y cuando llamé a comisaría me dijeron que estaba fuera y que no volvería hasta este fin de semana.
Me sorprendió que no me hubiese dicho que se iba fuera porque, por lo general, hablamos una o dos veces por semana. Siempre se muestra muy amable cuando llamo, nunca dice cosas estúpidas del tipo: «¿Qué puedo hacer por ti?». Y menos mal, porque no sé exactamente por qué lo llamo. Al principio ni siquiera era un acto consciente; todo mi mundo estaba patas arriba, completamente fuera de control, y yo me encontraba con el teléfono en la mano. A veces ni siquiera podía hablar… por suerte existe el identificador de llamadas. Él esperaba un par de segundos y si seguía callada, empezaba a hablar del caso hasta que se quedaba sin novedades en la investigación. Luego me contaba divertidas historias de polis hasta que ya me encontraba mejor y colgaba, a veces sin decirle adiós siquiera. Un día se vio obligado a describir la forma correcta de limpiar un arma hasta que al fin le dije que lo dejara. No me puedo creer que el tipo siguiera contestando a mis llamadas.
Desde hace unos pocos meses, nuestras conversaciones han pasado a ser diálogos en lugar de simples monólogos, pero nunca me cuenta nada personal, y hay algo en él que me impide presionarlo para que me lo cuente. Seguramente por eso está fuera, por cuestiones relacionadas con su vida personal. Supongo que los polis también tienen.
Los polis a los que eché de la sala me dejaron allí sola unas dos horas, el tiempo suficiente para contar todos los ladrillos de cemento varias veces, y me pregunté si habrían llamado a mi familia y a quién iban a traer para hablar conmigo. Saqué la mochila, me la puse en el regazo y empecé a acariciar la tela áspera… el movimiento me resultaba reconfortante. A ninguno de aquellos bestias se le ocurrió preguntarme si necesitaba ir al baño, y menos mal que estaba acostumbrada a aguantarme las ganas, porque tampoco se me ocurrió levantarme de allí y largarme.
Al final, la puerta se abrió y entraron un hombre y una mujer, ambos con el rostro muy serio y unos trajes oscuros, uno muy caro en el caso del hombre. Por el pelo corto, entrecano, le eché unos cincuenta y pocos años, pero por su cara todavía parecía un cuarentón. Medía más de metro ochenta seguro, y por la forma en que erguía los hombros y la espalda, vi que se sentía orgulloso de su estatura. Parecía un hombre sólido. Tranquilo. Si aquel tipo hubiese viajado en el Titanic, se habría terminado su taza de café.
Su mirada se cruzó con la mía y avanzó hacia mí con paso sereno y pausado y la mano extendida.
—Hola, Annie, soy el sargento segundo Kincade, de la Unidad de Delitos Graves de Clayton Falls.
No había nada en aquel tipo que me recordase a Clayton Falls, y no tenía ni idea de lo que era un sargento segundo, pero era evidente que estaba un peldaño por encima de Jablonski y su compinche. Me estrechó la mano con firmeza, y cuando me la soltó fue como si me hubiese hecho un callo y, por alguna razón, sentí un gran alivio.
En ese momento, la mujer que esperaba delante de la puerta se dirigió con paso decidido hacia mí. Tenía algunos kilos de más y unas tetas enormes, unos cincuenta y muchos años, pero llevaba sus curvas muy bien enfundada en su traje chaqueta. Llevaba el pelo corto y bien peinado, y habría apostado lo que fuese a que se lavaba las medias todas las noches y que siempre llevaba un sujetador de esos con refuerzo.
Me estrechó la mano, sonrió y, con un leve acento de Quebec, se presentó:
—Soy la cabo Bouchard. Me alegro mucho de verla al fin, Annie.
Se sentaron enfrente. Los ojos del sargento segundo se dirigieron a la puerta, donde el tipo más viejo intentaba meter a la fuerza una tercera silla.
—Nosotros nos encargaremos del interrogatorio a partir de ahora —dijo Kincade. Jablonski se detuvo en la puerta con la silla—. Agradecería un café.
Kincade se volvió hacia mí. Yo sofoqué una sonrisa, la primera que esbozaba desde que mi hija había muerto.
Me habían llamado por mi nombre de pila, como si fuesen amigos míos, pero yo no conocía el suyo.
—¿Me enseñan sus tarjetas de visita, por favor? —dije.
Se miraron el uno al otro. El hombre me sostuvo la mirada un momento y luego me pasó su tarjeta por encima de la mesa. Ella hizo lo propio. Él se llamaba Gary, y ella Diane. Gary habló primero.
—Bueno, Annie, como ya le he dicho, ambos formamos parte de la Unidad de Delitos Graves de Clayton Falls, y yo era el investigador principal encargado de su caso.
Y no veas lo mucho que me había servido eso.
—Por su aspecto, nadie diría que es usted de Clayton Falls —dije.
Arqueó una ceja.
—¿Ah, no? —Cuando no respondí, dijo—: Enseguida vendrá un médico. Querrá…
—No necesito ningún médico.
Nos sostuvimos la mirada un momento. Se dedicó entonces a hacerme preguntas de carácter general como mi fecha de nacimiento, dirección, profesión… cosas así. La tensión de mis hombros cedió un poco.
Empezó a encaminar sus preguntas hacia el día de mi secuestro y luego se interrumpió.
—¿Le importa si volvemos a poner en marcha la cámara de vídeo, Annie?
—Sí, Gary, me importa. —Me recordaba al Animal por aquella manía de repetir mi nombre de pila constantemente—. Y tampoco quiero que haya nadie detrás de ese espejo.
—No pretendía molestarla. —Con el mentón inclinado hacia abajo y la cabeza ladeada, levantó la vista para mirarme con aquellos ojos azul grisáceo—. Pero eso facilitaría enormemente mi trabajo, Annie.
Un intento de manipulación sensacional. Pero teniendo en cuenta que yo misma acababa de hacerle el trabajo encontrando el camino de vuelta yo solita, no veía por qué tenía que facilitárselo aún más. Ambos permanecieron en silencio esperando a que accediese a su petición, pero no dije nada.
—Annie, ¿qué hacía usted el cuatro de agosto del pasado año?
No recordaba la fecha en que me habían secuestrado.
—No lo sé, Gary. Si me pregunta por el día en que desaparecí, estaba trabajando en una jornada de puertas abiertas, era domingo y era el primer fin de semana del mes. Supongo que a partir de ahí tendrá que descubrirlo usted solo.
—¿Preferiría que no la llamase por su nombre de pila?
Su respetuoso tono de voz me había cogido desprevenida, por lo que escudriñé su rostro en busca de alguna señal que me dijera que se estaba burlando de mí. Lo único que encontré fue una sinceridad aplastante, lo que me hizo preguntarme si sólo era una treta para ganarse mi confianza o si la verdad era que le importaba una mierda.
—No pasa nada —contesté.
—¿Cuál es el segundo nombre de su madre, Annie?
—Mi madre no tiene nombre compuesto. —Inclinando el cuerpo por encima de la mesa, pregunté, con un susurro exagerado—: ¿He pasado ya la prueba?
Comprendía su necesidad de verificar la información, pero… joder… tenían fotos, ¿no? Y estaba segura de que no tenía pinta de haber pasado el mejor año de mi vida: estaba en los huesos, llevaba el pelo hecho una mierda y un vestido lleno de manchas de sudor.
Al final se decidió a preguntarme directamente qué había pasado. Le dije que el Animal me había secuestrado en la casa, durante la jornada de puertas abiertas. Aunque usé su verdadero nombre, o al menos el que él me había dicho. Iba a explicarles más cosas, pero Gary se me adelantó.
—¿Dónde está ahora?
—Está muerto.
Los dos me miraron de hito en hito, pero no pensaba seguir contándoles nada hasta que me contestasen algunas de mis preguntas.
—¿Dónde está mi familia?
—Hemos llamado a su madre, llegará mañana —dijo Gary.
Empecé a perder la entereza ante la perspectiva de volver a ver a mi madre, así que bajé la vista hacia la mochila y conté las líneas del tejido. Pero ¿por qué no estaba allí ya? Llevaba horas en aquel cuchitril. ¿Cuánto se tardaba en ir en coche hasta allí? Aquellos dos no habían tardado tanto…
—Quiero saber dónde estoy.
—Lo siento —dijo Gary—. Creí que sabía que estaba en Port Northfield.
—¿Podrían indicármelo en un mapa?
Gary hizo una seña a Diane, que salió de la habitación. Cuando regresó con un mapa, él señaló una ciudad al noroeste de Clayton Falls, a unos tres cuartos de la longitud total de la isla y a la orilla de la Costa Oeste. Las carreteras a cualquier ciudad alejada de las zonas más pobladas solían estar en un pésimo estado, de modo que había que conducir muy despacio. Calculé al menos cuatro horas en coche desde Clayton Falls.
—¿Y cómo han llegado ustedes tan rápido?
—Hemos venido en helicóptero —dijo Gary.
Ver llegar volando ese cacharro debía de haber sido un auténtico acontecimiento en aquel pueblo de mala muerte.
De modo que tenía razón, en ningún momento había llegado a estar demasiado lejos de casa. Me quedé mirando el dedo de Gary, apoyado en el punto que indicaba Port Northfield y me tragué las lágrimas.
—¿Cómo ha llegado aquí? —preguntó Gary.
—Conduciendo.
—¿Desde dónde ha venido conduciendo? —Golpeteó la mesa con los dedos.
—Desde una cabaña en la montaña.
—¿Cuánto tiempo ha estado conduciendo, Annie?
—Una hora aproximadamente.
Asintió y me enseñó una montaña en el mapa, cerca del punto de la ciudad.
—¿Es aquí? ¿En Green Mountain?
Alguien con muy poca imaginación le había puesto el nombre a esa montaña.
—No lo sé. Yo estaba arriba, no la he visto desde fuera.
Envió a Diane en busca de un mapa únicamente del pueblo. Gary y yo permanecimos sentados, mirándonos, hasta que regresó, y el único ruido era el golpeteo de su pie debajo de la mesa. Cuando la mujer volvió, Gary me dio un bolígrafo y me pidió que dibujara la ruta que había seguido. Traté de trazarla lo mejor que pude.
—¿Podría llevarnos hasta allí?
—No pienso volver ahí arriba, de ninguna manera. —Todavía llevaba las llaves de la furgoneta en la mano, las sujetaba con fuerza, y en ese momento se las arrojé a Gary por encima de la mesa—. La furgoneta está aparcada al otro lado de la calle.
Envió a Diane fuera con las llaves. Esta debió de dárselas a alguien más, porque regresó al cabo de un instante. Mi cabeza no dejaba de darle vueltas a algo: si sólo estaba a cuatro horas de distancia, mi madre podría haber salido enseguida y llegar a Port Northfield esa misma noche.
—¿Por qué tarda tanto mi madre en venir?
—Su padrastro trabaja esta noche y no pueden salir hasta mañana por la mañana.
Gary lo dijo como si fuera un simple hecho, de modo que lo asimilé como tal, pero me pregunté por qué no cogía el coche ella misma y venía sola. Además de otro pequeño detalle: ¿desde cuándo trabajaba Wayne de noche? Ya era bastante raro que tuviese un trabajo. Supuse que Gary les habría dicho que no llegasen hasta la mañana siguiente para poder interrogarme sin que estuvieran presentes.
Gary se disculpó y me dejó a solas en la sala con Diane unos minutos. Me quedé mirando la pared, por encima de su cabeza.
—Su madre llegará muy pronto. Se ha alegrado tanto de saber que la hemos encontrado… la ha echado mucho de menos.
Ellos no me habían encontrado, yo los había encontrado a ellos.
Cuando Gary volvió, dijo que había enviado a un equipo a buscar la cabaña; uno de los polis solía ir a cazar por esa zona, y pensó que tal vez sabría dónde estaba. Todavía no les había contado que había matado al Animal ni había hecho mención alguna del bebé, y ya me dolía la cabeza sólo de pensar en todas las preguntas que me harían al respecto. Necesitaba estar sola. Necesitaba alejarme de aquella gente.
—No quiero responder más preguntas.
Gary parecía dispuesto a seguir insistiendo, pero Diane dijo:
—¿Y por qué no nos vamos todos a descansar por esta noche y continuamos por la mañana? ¿Le parece bien, Annie?
—Sí, claro. Lo que sea.
Reservaron una habitación de hotel para mí y ocuparon sendas habitaciones contiguas. Diane me preguntó si quería que se quedara conmigo, pero la frené rápidamente: no iba a haber ninguna noche de confidencias entre chicas. También me preguntó qué me apetecía comer, pero tenía el estómago encogido y logré rechazar su oferta educadamente. No tenía ganas de encender el televisor, y en la habitación no había teléfono, así que me tumbé en la cama con la mirada fija en el techo hasta que oscureció y apagué la luz. Cuando estaba a punto de dormirme, sentí todo el peso de la oscuridad abalanzándose sobre mí y luego oí un ruido… ¿era eso el crujido de una puerta, una ventana al abrirse…? Me levanté de la cama de un salto, pero cuando encendí las luces, no había nada. Cogí una almohada plana, una manta y la mochila y me metí a gatas en el armario, donde dormí intermitentemente hasta que, a la mañana siguiente, oí a la encargada de la limpieza avanzar por el pasillo con su carro.
Diane llamó a mi puerta al cabo de escasos minutos, rebosante de energía, y me trajo café y una magdalena. Se sentó al borde de la cama y se puso a hablar a todo volumen, lo que me provocó un fuerte dolor de cabeza, mientras yo mordisqueaba la magdalena. No quería ducharme estando ella allí dentro, así que me limité a refrescarme un poco la cara y a pasarme un cepillo por el pelo un par de segundos.
Me llevó en coche de nuevo a la sala de paredes de cemento de la comisaría, donde Gary ya estaba sentado con una bandeja de cafés en tazas de poliestireno. Cuando Diane y yo tomamos asiento, una agente de policía joven y atractiva trajo unos cuantos blocs de notas, sonrojándose y lanzando miradas furtivas a Gary mientras los repartía. Él la miró para darle las gracias y luego centró su mirada en mí. Una expresión de decepción se apoderó del rostro de la joven policía al marcharse de la sala. Él llevaba otro de esos trajes caros, azul marino a rayas plateadas, y una camisa azul grisáceo que realzaba su pelo de canas cenicientas. Me pregunté si no lo habría elegido precisamente por eso.
Al verme lanzar una mirada asesina al espejo, Gary trató de tranquilizarme.
—No hay nadie al otro lado, y sólo volveremos a encender la cámara cuando usted nos diga que podemos hacerlo.
Presa del deseo de poder ver a través del cristal, miré con dureza al espejo y abracé con fuerza la mochila.
—¿Se sentiría más cómoda si pudiese comprobarlo usted misma?
Me sorprendió su oferta. Lo miré a la cara, decidí que lo decía en serio, de modo que no tenía sentido comprobarlo, y negué con la cabeza.
Empezó pidiéndome que describiera lo más detalladamente posible cómo me había secuestrado el Animal. Cada vez que formulaba una pregunta, se reclinaba en la silla extendiendo ambas manos en la mesa ante él, y cuando era mi turno de responder, inclinaba el cuerpo hacia mí con ambos brazos planos sobre la mesa y la cabeza ladeada.
Traté de descubrir un patrón predeterminado en sus preguntas, pero no supe predecir cuál sería la siguiente, y ni siquiera entendía la pertinencia de algunas de ellas. Tenía el vello de la nuca empapado en sudor.
El hecho de volver a rememorar ese día y describir al Animal me dejó la boca seca e hizo que se me acelerara el corazón, pero logré mantener la compostura hasta que Gary me dijo que los polis que habían examinado la «escena del crimen» habían hallado el cadáver del Animal.
—Al parecer lo han golpeado con algo en la cabeza. ¿Fue así como murió, Annie?
Los miré a uno y al otro, alternativamente, deseando poder leerles la mente. El tono de Gary no era acusador, pero percibía la tensión que se respiraba en la sala.
Ni siquiera me había planteado qué podría pensar alguien que no hubiese estado allí sobre algunas de mis decisiones y mis actos. En la sala parecía hacer calor, y el perfume de Diane resultaba asfixiante en aquel reducido habitáculo. Me pregunté cómo se sentiría Gary si le vomitaba encima de su elegante traje. Lo miré a los ojos.
—Yo lo maté.
—Llegados a este punto, tengo que advertirla —dijo Gary—, de que no tiene que seguir hablando si no lo desea, y que cualquier cosa que diga podrá ser utilizada como prueba contra usted en un tribunal. Tiene derecho a un abogado y a que haya uno presente durante nuestro interrogatorio. Si no puede permitirse uno, podemos facilitarle algunos números de asistencia jurídica. ¿Lo ha comprendido?
Las palabras parecían rutinarias y no creía que fuera a meterme en ningún lío, pero consideré la posibilidad de solicitar un abogado. La idea de retrasar aquel proceso para hablar con otro hombre trajeado me daba dolor de cabeza.
—Lo he entendido.
—¿No quiere un abogado?
Lo dijo como si tal cosa, pero yo sabía que no quería que solicitara uno.
—No.
Gary anotó algo en su bloc.
—¿Cómo lo hizo?
—Lo golpeé en la nuca con un hacha.
Juro que mi voz retumbó en la sala, y a pesar de que hacía un calor infernal, se me puso la carne de gallina. Gary me perforó con la mirada como si tratase de leerme el pensamiento, y yo me dediqué a deshacer en pedazos pequeños mi taza de poliestireno.
—¿La estaba agrediendo en ese momento?
—No.
—¿Por qué lo mató, Annie?
Levanté la vista y lo miré directamente a los ojos. Menuda mierda de pregunta estúpida.
—Tal vez porque me secuestró, porque me pegaba, porque me violaba prácticamente todas las noches y… —Me interrumpí antes de decir algo sobre mi pequeña.
—¿Se sentiría más cómoda hablando a solas de esto con la cabo Bouchard? —Gary me miró con rostro grave mientras aguardaba mi respuesta.
Cuando volví a mirarlos a ambos, me dieron de ganas de borrar aquella expresión compasiva de la cara de Diane. Sabía que prefería vérmelas con la actitud decidida y directa de Gary que tener que soportar otra mirada de compasión de ella.
Negué con la cabeza y Gary volvió a hacer otra anotación. A continuación se inclinó tan cerca de mí por encima de la mesa que olí su aliento a canela.
—¿Cuándo lo mató? —hablaba en voz baja, pero no del todo serena.
—Hace un par de días.
—¿Por qué no se fue enseguida?
—No podía.
—¿Por qué no? ¿Estaba encerrada? —Gary tamborileó con los dedos en la mesa y ladeó la cabeza.
—No, no era por eso.
Quise levantarme y cruzar la puerta, pero la firmeza de su voz me retenía clavada a la silla.
—Entonces, ¿por qué no podía marcharse?
—Estaba buscando algo. —La bilis me subió por la garganta.
—¿El qué?
Sentí más frío aún, y el contorno de Gary se desdibujó ante mis ojos.
—Encontramos una cesta —dijo—. Y ropa de recién nacido.
El desvencijado ventilador de techo crujía estúpidamente mientras daba vueltas y más vueltas, y por un minuto me pregunté si se me caería en la cabeza. Allí no había ventanas y me era imposible respirar un poco de aire fresco.
—¿Hay algún niño, Annie?
Me dolía la cabeza. No pensaba llorar.
—¿Hay algún niño, Annie?
No había forma de que Gary se callara la puta boca.
—No.
—¿Hubo algún niño, Annie? —hablaba con ternura.
—Sí.
—¿Dónde está ese niño ahora?
—Ella… mi hija. Murió.
—Lamento mucho oír eso, Annie. —Seguía hablando con ternura, en voz baja y delicada. Parecía como si lo dijera de corazón—. Eso es terrible. ¿Cómo murió su hija?
Era la primera persona que me expresaba sus condolencias, la primera persona que decía que importaba que mi hija hubiera muerto. Miré todos los trocitos de poliestireno de encima de la mesa. Alguien le respondió, pero yo sentía que era yo.
—Él… No lo sé.
Me aferré a la serenidad de la voz de Gary cuando dijo, con una ternura inmensa:
—¿Dónde está su cuerpo, Annie?
La extraña voz respondió de nuevo.
—Cuando me desperté, él la tenía en brazos. Estaba muerta. No sé adónde se la llevó, no quiso decírmelo. La busqué por todas partes. Por todas partes… Ustedes tienen que buscarla, ¿de acuerdo? Por favor, encuéntrenla, por favor… —Se me quebró la voz y me quedé callada.
Gary tensó la espalda, y su rostro enrojeció bajo la tez bronceada al tiempo que tensaba la mandíbula y cerraba las manos en puños encima de la mesa, como si quisiera pegar a alguien. Al principio creí que estaba enfadado conmigo, pero luego me di cuenta de que estaba furioso con el Animal. Los ojos de Diane brillaban bajo la luz fluorescente. Las paredes se cernían sobre mí. Tenía el cuerpo empapado en sudor, y las lágrimas pugnaban por salir a través de mi garganta, pero no podía respirar y se fueron acumulando hasta atragantarme por completo. Cuando quise ponerme en pie, la habitación se inclinó hacia un lado, así que tiré la mochila al suelo y me agarré al respaldo de la silla, pero se me resbaló de las manos. Me pitaban los oídos.
Diane corrió a mi lado y me ayudó a sentarme lentamente hasta quedar tumbada en el suelo, encima de ella, con la cabeza apoyada en su pecho mientras ella me rodeaba con los brazos. Cuanto más intentaba insuflar un poco de aire a mis pulmones, más se me cerraba la garganta. Iba a morirme allí mismo, en aquel suelo frío.
Llorando y atragantándome al mismo tiempo, me quité de encima las manos de Diane y traté de zafarme de ella, pero cuanto más forcejeaba, más me abrazaba ella. Oí unos gritos y me di cuenta de que era yo quien gritaba. No podía hacer nada por acallar los gritos, que resonaban en las paredes y me retumbaban en la cabeza.
El café y la magdalena salieron despedidos, y me empaparon a mí y a Diane, que a pesar de todo seguía sin soltarme. Mantuve la cabeza apoyada en sus enormes tetas, que olían a galletas de vainilla recién hechas. Gary se agachó delante de nosotras y dijo algo que no pude oír. Mientras Diane me acunaba en sus brazos hacia delante y hacia atrás, quise forcejear y recuperar el control, pero mi cerebro y mi cuerpo se negaban a cooperar. Me quedé allí tumbada, sollozando y gritando.
Los gritos cesaron al fin, pero tenía mucho frío, y las voces que me rodeaban parecían venir de muy lejos. Diane susurró:
—Todo va a salir bien, Annie… Ahora estás a salvo.
Menuda estupidez. Quise decirle que nunca volvería a estar bien, ni tampoco a salvo, pero cuando intenté articular las palabras, mis labios se quedaron paralizados. Luego vi otro par de pies delante de mí, junto a la figura agachada de Gary.
—Está hiperventilando —dijo una voz—. Annie, soy el doctor Berger. Intenta respirar hondo varias veces.
Pero yo no podía. Y después de eso, ya no recuerdo nada más.