Espero que esta semana se encuentre mejor, doctora. Supongo que no puedo reprocharle que cancelara nuestra última sesión, sobre todo teniendo en cuenta que seguramente fui yo la que le contagió el resfriado. Yo también me encuentro mucho mejor, respecto a un montón de cosas. Para empezar, la policía me llamó esta semana para informarme de que han detenido al tipo que ha estado entrando a robar en todas esas casas, y sí, sólo era un adolescente.
También le alegrará saber que no he dormido en el armario desde la última vez que nos vimos, y he dejado de darme un baño por las noches. Ahora puedo afeitarme las piernas en la ducha y ni siquiera necesito lavarme el pelo ni ponerme suavizante dos veces. Más de la mitad de las veces puedo mear sin tener que respirar hondo y comer cuando lo necesito. A veces ni siquiera oigo la voz del Animal cuando quebranto alguna de sus reglas.
Lo único que me sigue incordiando es esta estúpida foto que el Animal tenía de mí, la más antigua. Ni siquiera había pensado en ella desde que volví, tenía demasiadas cosas en que pensar, pero luego, después de mencionársela a usted el otro día, di con ella cuando estaba rebuscando en una cajita donde guardo las cosas que me traje de la montaña, durante uno de mis múltiples registros de la casa, pensando: «Seguro que ese cabrón debió de llevarse algo».
En la agencia inmobiliaria para la que trabajaba había cubículos, y yo tenía un tablón de corcho encima de mi mesa con fotos clavadas en él, así que supuse que tal vez el Animal la habría sacado de ahí. Si fue diciendo que estaba interesado en comprar una casa, podría haber estado en la oficina, haberse entrevistado quizá con alguno de los otros agentes. Hasta pudo ser ésa la primera vez que me vio, quién sabe. Pero ¿por qué habría clavado una foto donde estoy yo sola en el tablón de mi despacho? ¿Y por qué me estoy volviendo loca tratando de averiguarlo? A estas alturas, ya ni siquiera importa. Joder, a veces pienso que mi cabeza se inventa cosas con las que obsesionarse. Es como intentar acostar a un grupo de niños pequeños: cuando uno ya está dormido por fin, los demás siguen corriendo y saltando.
Esta semana estaba pensando en que, antes, Christina y yo nos habríamos pasado una tarde entera hablando de la visita de Luke, analizándola escena por escena, y de pronto la eché mucho de menos. Tras recordar el alivio que había sentido cuando hice mi lista al fin, y lo orgullosa que me había sentido de enfrentarme a Luke, marqué el número de su móvil antes de que pudiera arrepentirme.
—Christina al habla.
—Hola, soy yo.
—¡Annie! Espera un segundo… —Oí el murmullo apagado de Christina hablando con alguien y luego volvió a ponerse al teléfono—. Perdona, Annie, es que esta mañana estoy muy liada, pero me alegro muchísimo de que me hayas llamado.
—Mierda, es día de visitas, ¿verdad? ¿Quieres que te llame más tarde?
—Ni hablar, querida, no voy a dejar que te escapes tan fácilmente. Llevo esperando demasiado a que me contestes al teléfono.
Las dos nos quedamos calladas.
Sin saber darle una explicación de por qué había estado evitándola, a ella y a todos los demás, dije:
—Bueno… ¿qué tal estás?
—¿Yo? Aquí andamos, como siempre, igual que siempre.
—¿Y Drew?
—Está bien… Está bien. Ya nos conoces, nosotros siempre igual. ¿Qué tal estás tú?
—Bien, supongo… —Rebusqué en mi cerebro tratando de dar con algo interesante sobre mi vida que compartir con ella—. Le estoy llevando la contabilidad a Luke.
—Ah, pero ¿volvéis a hablaros de nuevo? —Se puso a imitar un acento extranjero—: Carramba, carramba, carramba, eso está perro que muy bien…
—No es lo que te imaginas, son sólo negocios —dije, más rápido de lo que pretendía.
Soltó su risa burlona y luego dijo:
—Si tú lo dices… Bueno, ¿y cómo está tu madre? La vi con Wayne en el centro el otro día y parecía mmm…
—¿Cabreada? ¿Desquiciada? Ésa parece ser la tónica últimamente. Aunque vino a casa hace un par de semanas a devolverme mi álbum de fotos y unas fotografías de papá y Daisy que no había visto nunca. Eso me dejó completamente de piedra.
—Creía que te había perdido para siempre, seguramente aún está intentando asimilar todo lo que ha pasado.
—Sí. —No me apetecía seguir hablando de mi madre, así que cambié de tema—: Me estaba preguntando cuánto crees que valdría mi casa ahora mismo.
—¿Por qué? ¿No estarás pensando en ponerla a la venta?
Tampoco me apetecía contarle que me habían entrado en casa, así que contesté:
—No es lo mismo desde que mi madre la alquiló, ni siquiera huele a mí.
—Creo que deberías pensártelo un poco antes de… —Se oyó una voz de fondo que le decía algo a Christina—. Mierda, han llegado mis clientes. Ya vamos tarde, así que tengo que colgar, pero llámame esta noche, ¿de acuerdo? Tengo muchísimas ganas de hablar contigo.
Durante y después de la llamada telefónica, eché de menos a Christina más que nunca, y sí pensé en llamarla esa noche, pero su despedida me sonó a que estaba preparando otra de esas charlas del tipo «y ahora tendrías que hacer eso y lo otro», y no me apetecía nada escucharla. Así que cuando oí que llamaban a la puerta el sábado por la tarde y, al asomarme a la ventana, me encontré con Christina, ella, que siempre va de punta en blanco, allí de pie ante mi puerta y con un peto blanco, una gorra de béisbol y una sonrisa de oreja a oreja, no supe qué diablos pensar. Abrí y vi que llevaba un par de brochas en una mano y una enorme lata de pintura en la otra. Me dio una brocha.
—Venga, veamos ahora qué se puede hacer con esta casa tuya.
—Hoy estoy un poco cansada. Si hubieras llamado…
Se coló en la casa como si nada, dejándome con un palmo de narices en la puerta.
Por encima del hombro, dijo:
—Sí, claro, como si fueras a contestarme al teléfono. —En eso no le faltaba razón—. Deja ya de lloriquear y empieza a mover el culo de una vez, mujer.
Se puso a empujar un extremo del sofá y, a menos que quisiera que me rayara el suelo de madera, no tuve más elección que ayudarla a retirar todos los trastos de mi salón. Siempre había querido pintar las paredes de beis, pero nunca había encontrado el momento. Cuando vi el precioso amarillo vainilla que había escogido, me arremangué y me puse manos a la obra, entusiasmada.
Estuvimos pintando un par de horas y luego hicimos una pausa para descansar y nos sentamos en el porche de atrás con una copa de vino tinto. Christina no bebe nada que cueste menos de veinte dólares por botella, y siempre se trae la suya. El sol acababa de ponerse, así que encendí todas las luces. Permanecimos sentadas en silencio unos minutos, viendo a Emma masticar su hueso ya roído, y entonces Christina me miró directamente a los ojos.
—Dime, ¿qué pasó entre nosotras?
Me puse a juguetear con el pie de mi copa y me encogí de hombros. Me notaba la cara caliente.
—No lo sé. Es sólo que…
—¿Qué? Creo que dos amigas de verdad tienen que ser sinceras la una con la otra. Tú eres mi mejor amiga.
—Lo estoy intentando. Sólo necesito…
—¿Y has seguido alguna de mis sugerencias o ésas también las has bloqueado? Acaba de publicarse un libro sobre supervivientes de agresiones y violaciones que deberías leer, habla de que las víctimas intentan rodearse de muros para sobrevivir pero luego no pueden…
—Es eso, ¿lo ves? La presión. Son tus interminables y constantes «deberías hacer esto, deberías hacer lo otro»… Yo no quería hablar del tema, pero tú venga a insistir. Cuando quise decirte que no quería la ropa, fuiste como una apisonadora. —Me paré a recobrar el aliento. Christina parecía perpleja—. Ya sé que sólo intentas ayudarme, y lo entiendo, pero joder, Christina… a veces tienes que dejarme espacio para respirar…
Ambas nos quedamos calladas durante un minuto, y luego, Christina dijo:
—A lo mejor, si me explicases por qué no querías mi ropa…
—No puedo explicártelo, ése es el problema, y si quieres ayudar, entonces tendrás que aceptarme tal como soy. Deja de intentar hacerme hablar de esa pesadilla de mierda, deja de intentar curarme. Si no eres capaz de hacer eso, entonces no podemos vernos.
Me preparé para recibir el fuego de la artillería, pero Christina asintió un par de veces y dijo:
—Muy bien, intentaré hacerlo a tu manera. Te necesito en mi vida, Annie.
—Ah —dije—. Bueno, bien. Quiero decir, es estupendo, porque yo también te quiero en la mía.
Sonrió y luego se puso seria.
—Pero hay algo que tengo que decirte. Pasaron un montón de cosas mientras estuviste desaparecida… Todos estábamos muy afectados y nadie sabía cómo encajar todo aquello, y…
Levanté la mano.
—Déjalo. No podemos entrar en asuntos delicados. Es de la única forma en que puedo llevar esto.
—Pero Annie…
—No, nada de peros.
Tuve la sensación de que quería contarme que ella se había llevado el proyecto de los apartamentos —el día anterior había pasado por delante y vi sus carteles plantados—, pero lo último que quería era ponerme a hablar de las inmobiliarias. Además, tenía sentido que se lo hubiese quedado, y me alegré por ella. Joder, mucho mejor ella que aquel otro agente misterioso con el que yo estaba compitiendo.
Me miró fijamente unos segundos y luego negó con la cabeza.
—Está bien, tú ganas. Pero si no me vas a dejar hablar, entonces te haré pintar otra pared.
Lancé un gemido, la seguí de nuevo al interior de la casa y terminamos el resto del salón.
Cuando nos despedimos en el porche y estaba a punto de subirse a su BMW, se volvió.
—Annie, respecto a lo de antes, me estaba comportando contigo como siempre me he comportado, es por mi forma de ser.
—Ya lo sé. Pero yo ya no soy la misma.
—Nadie lo es —dijo y cerró la puerta.
Al día siguiente, decidí ordenar un par de cajas con mis cosas que había encontrado en la cochera de mi madre mientras tomaba prestadas unas herramientas de jardinería. La primera estaba llena de mis títulos certificados y mis placas de agente inmobiliaria, que dejé en mi estudio sin colgarlos. La segunda caja, con todos mis viejos utensilios de dibujo, mis pinturas y mis bocetos, me interesó mucho más. Entre las páginas de mi cuaderno de dibujo encontré un folleto de una escuela de Bellas Artes a la que había olvidado que quería ir. Por una vez, el viaje por el paseo de la memoria no estaba plagado de fantasmas horripilantes y el olor a carboncillo y a temperas y óleo me hizo sonreír.
Saqué mi cuaderno y un pincel, cogí mis lápices, me serví una copa de shiraz y me encaminé al porche de atrás. Durante un rato me limité a mirar la página en blanco. Emma estaba tumbada bajo los últimos rayos del sol crepuscular, que hacían brillar su pelaje y acentuaban las sombras que se proyectaban sobre ella. Con el lápiz tracé el contorno de su cuerpo en el papel, y entonces recuperé la magia en un instante. Mientras paladeaba la sensación del roce de mi mano sobre el papel crujiente, vi como mis simples líneas creaban una forma y a continuación emborroné algunas con los dedos para difuminarlas. Seguí dibujando, alternando el equilibrio de luces y sombras, y luego me detuve a contemplar unos segundos el pájaro que gorjeaba en un árbol cercano. Cuando volví a centrar la vista en el papel, me quedé asombrada; no, mejor dicho, me quedé perpleja. Había apartado la vista del dibujo de un perro, pero cuando volví a mirarlo, vi a Emma. Era ella de pies a cabeza, hasta el mechón de pelo de la punta de la cola.
Me quedé allí disfrutando de mi boceto unos minutos, deseando que hubiese alguien a mi lado para enseñárselo, y luego centré mi atención en el folleto. Cuando lo examiné, sonreí al ver las notas que había hecho yo misma en los márgenes, pero mi sonrisa se desvaneció en cuanto vi el círculo alrededor del precio de la matrícula y el gigantesco signo de interrogación que había hecho junto a él.
Mamá había heredado una suma de dinero de mi abuela cuando ésta murió, pero cuando le pregunté si podía prestarme algo para matricularme en la escuela, me dijo que estaba sin blanca. Si le quedaba algo en la época en que se casó con Wayne, sin duda se había volatilizado antes de que se secara la tinta del certificado de matrimonio.
Pensé en conseguir un trabajo a media jornada para pagarme las clases en la Facultad de Bellas Artes, pero mi madre no cesaba de repetirme que los artistas no ganaban dinero, así que no estaba segura de qué hacer y, al final, me puse a trabajar. Pensé que cuando hubiese ahorrado lo suficiente, me replantearía matricularme en la facultad, pero eso nunca sucedió.
Cuando Luke llamó anoche le conté que había pasado la tarde dibujando.
—Eso es genial, Annie. Siempre te ha gustado la pintura.
No me pidió ver mi dibujo, y yo no le pregunté si quería verlo.
Christina ha venido un par de veces a ayudarme a pintar las demás paredes de la casa. No tocamos temas delicados, tal como le pedí, pero todo parece un poco forzado de todos modos. No es que estemos tensas, sólo que se me hace raro. Pero en cuanto pienso en la posibilidad de contarle algo de lo que me pasó en la montaña, una inmensa ola de ansiedad se apodera de mí. De momento, de lo único que tengo ánimo de hablar es de chismorreos sobre las estrellas de Hollywood y la gente con la que trabajábamos. La última vez que la vi me habló de un policía idiota que le daba clases de defensa personal.
Lo que me hizo recordar con qué clase de agentes de la ley tuve que vérmelas nada más escapar de la montaña. Digamos, por decirlo suavemente, que puesto que mis expectativas estaban basadas en las reposiciones de series de televisión, si esperaba encontrar al infalible detective Lennie Briscoe, en su lugar tuve que aguantar al payaso de Barney Fife.
Me alegré de ver a una mujer detrás del mostrador de recepción de la comisaría, pero ni siquiera levantó la vista de su crucigrama.
—¿A quién busca?
—A algún policía, supongo.
—¿Supone?
—No, quiero decir, sí, quiero ver a un policía.
Lo que de verdad quería era marcharme de allí, pero hizo señas a otro tipo que acababa de salir del servicio de caballeros y se estaba secando las manos en los pantalones de su uniforme.
—El agente Pepper la ayudará —dijo.
Por suerte su rango no era de sargento, porque el hombre ya tenía bastante con lo suyo. Medía al menos metro ochenta de estatura y tenía una barriga tremenda, pero por lo demás, estaba casi en los huesos: parecía tener problemas para que su cinturón con pistolera no le resbalase por las estrechas caderas.
Me miró, cogió unos expedientes de la recepción y dijo:
—Acompáñeme.
Se detuvo un instante para servirse una taza de café de una cafetera destartalada —a mí no me ofreció— y le añadió leche y azúcar. Me hizo señas para que lo siguiera hasta el otro lado de un despacho acristalado y de tres policías que había en la sala principal apiñados alrededor de una mesa con un pequeño televisor portátil, viendo un partido.
Empujó una pila de informes hacia el lado de su mesa, dejó su taza de café y me indicó que me sentara en una silla que había delante. Estuvo al menos dos minutos rebuscando en su cajón para encontrar un bolígrafo y otros tantos sacando varios formularios y volviéndolos a guardar. Al final colocó ante sí un bolígrafo y un formulario.
—¿Su nombre, por favor?
—Annie O’Sullivan.
Me miró de hito en hito, escudriñando con la mirada cada centímetro de mi rostro, y luego se levantó tan rápido que derramó el café de su taza.
—Quédese aquí… tengo que llamar a alguien.
Sin importarle que el café empapara sus papeles, se metió en el despacho acristalado y se puso a hablar con un hombre bajito de pelo gris que supuse que debía de ser importante, porque era el único que tenía despacho privado. A juzgar por sus gesticulaciones, Pepper estaba muy nervioso. Cuando el agente me señaló, el hombre mayor se volvió para mirarme y nuestras miradas se cruzaron. Ya tenía esa sensación que me decía que lo mejor era que me largara de allí cagando leches.
Los polis que había junto al televisor bajaron el volumen y miraron primero al despacho y luego a mí, alternativamente. Cuando dirigí la vista a la recepción, la mujer me estaba mirando. Volví a mirar al despacho. El hombre mayor descolgó el auricular y se puso a hablar mientras se paseaba arriba y abajo por todo el despacho, tensando al máximo el cable del teléfono. Lo colgó, extrajo un informe de un cajón que tenía detrás, luego él y Pepper examinaron el informe, hablaron entre ellos, me miraron y volvieron a examinar el informe. Desde luego, aquellos tipos no eran sutiles precisamente.
Al final, el viejo y Pepper —con el informe en la mano— salieron del despacho. El viejo se inclinó hacia mí con una mano apoyada en la rodilla y extendiendo la otra. Habló muy despacio y pronunciando cada palabra con mucho cuidado.
—Hola, soy el sargento Jablonski.
—Annie O’Sullivan. —Le estreché la mano que me ofrecía. Era fría y seca.
—Me alegro de conocerla, Annie. Nos gustaría hablar en privado con usted, ¿le parece bien?
¿Por qué diablos arrastraba las palabras de aquella manera? «Hablo el mismo idioma que tú, imbécil», me dije para mis adentros.
—Supongo. —Me levanté.
Mientras cogía un par de blocs de notas y unos bolígrafos de su mesa, Pepper me dijo:
—Sólo vamos a llevarla a una de nuestras salas de interrogatorio. —Al menos aquél hablaba a velocidad normal.
Mientras nos alejábamos de la mesa, todos los policías de la sala se quedaron inmóviles. Pepper y Jablonski se situaron a un lado y a otro y Pepper intentó sujetarme del brazo, a lo que me negué. Parecía como si me estuviesen llevando a la silla eléctrica… juro que hasta los teléfonos dejaron de sonar. Pepper consiguió a duras penas esconder un poco de barriga y echó a andar con los hombros hacia atrás y sacando pecho, como si me hubiese cazado él sólito.
Decididamente, aquello era un pueblo. Hasta entonces sólo había visto a unos pocos policías, y la sala de cemento frío a la que me trasladaron era del tamaño de un cuarto de baño normal y corriente. Justo cuando acabábamos de sentarnos unos frente a otros en una mesa metálica, Pepper se levantó para abrir la puerta al oír que llamaban. La mujer de la recepción le dio dos cafés e intentó asomarse por detrás de su cuerpo, pero él se colocó delante de ella y le cerró la puerta en las narices. El viejo me hizo una seña.
—¿Quiere un café? ¿Un refresco?
—No, gracias.
En una de las paredes había un espejo de gran tamaño. Detestaba la idea de que pudiera haber alguien al otro lado observando todos y cada uno de mis movimientos.
Señalé al espejo.
—¿Hay alguien ahí?
—Ahora mismo, no —contestó Jablonski.
¿Significaba eso que lo habría más tarde?
Señalé con la cabeza hacia la esquina superior izquierda.
—¿Para qué es la cámara?
—Vamos a grabar la conversación en vídeo y audio; es el procedimiento estándar.
Eso era igual de malo que lo del espejo. Negué con la cabeza.
—Van a tener que apagarla.
—Ni se acordará de que está ahí. ¿Es usted Annie O’Sullivan de Clayton Falls?
Miré fijamente a la cámara. Pepper carraspeó y Jablonski repitió la pregunta. El silencio se prolongó otro minuto más y luego Jablonski hizo una rápida gesticulación con la mano a la altura del cuello. Pepper abandonó la sala durante un par de minutos y, para cuando regresó, la lucecita roja de la cámara se había apagado.
—Tenemos que dejar la grabadora de sonido encendida —dijo Jablonski—, no podemos tomarle declaración sin ella.
Me pregunté si sería un farol, porque en las series de televisión, a veces la usan y otras no, pero decidí dejarlo correr.
—Volvamos a intentarlo. ¿Es usted Annie O’Sullivan de Clayton Falls?
—Sí. ¿Estoy en la isla de Vancouver?
—¿No lo sabe?
—Por eso se lo pregunto.
—Sí, está usted en la isla —dijo Jablonski. Su habla lenta y precisa desapareció con la siguiente pregunta—. ¿Por qué no empieza por contarnos dónde ha estado?
—No lo sé, salvo que era una cabaña. No sé cómo llegué allí, porque estaba trabajando, en una jornada de puertas abiertas, cuando un hombre…
—¿Qué hombre? —preguntó Pepper.
—¿Conocía a ese hombre? —preguntó Jablonski.
Mientras me hablaban, los dos a la vez, acudió a mi mente la imagen del Animal saliendo de la furgoneta y dirigiéndose a la casa.
—No, no lo conocía. Casi había terminado mi jornada y salí a la calle a…
—¿Qué vehículo conducía?
—Una furgoneta.
Vi al Animal sondándome. Una sonrisa muy bonita. Se me hizo un nudo en el estómago.
—¿De qué color era? ¿Recuerda la marca y el modelo? ¿Había visto antes esa furgoneta?
—No.
Empecé a contar los ladrillos de la pared de cemento, a sus espaldas.
—¿No recuerda la marca y el modelo o no la había visto antes?
—Es una Dodge, Caravan creo, de color tierra y nueva, es lo único que sé. Ese hombre llevaba el folleto de la inmobiliaria. Había estado vigilándome y sabía cosas…
—¿No era un antiguo cliente, o tal vez un hombre al que había rechazado una noche en un bar, o con el que había chateado en internet? —quiso saber Jablonski.
—No, no y no.
Arqueó las cejas.
—A ver si lo entiendo. ¿Trata de decirnos que ese hombre la escogió a usted al azar?
—No trato de decirles nada, no sé por qué me escogió a mí.
—Queremos ayudarla, Annie, pero antes debemos saber la verdad. —Se reclinó en la silla y se cruzó de brazos.
Extendí el brazo como una flecha e hice que aquel estúpido bloc de notas y los cafés salieran disparados por los aires. Me levanté, incliné el cuerpo por encima de la mesa, apoyando en ella las palmas de las manos, y les grité a sus rostros mudos de asombro:
—¡Les estoy diciendo la verdad!
Pepper extendió ambas manos.
—¡Tranquilícese! Se está poniendo usted muy nerviosa…
Derribé la mesa y la puse de lado. Cuando intentaron apartarse de en medio y escabullirse hacia la puerta, les grité a la espalda:
—¡No pienso decir una puta palabra más hasta que me traigan aquí a unos polis de verdad!
Cuando me dejaron sola en la sala, me quedé mirando perpleja el caos que había armado, hasta les había roto una de las tazas. Enderecé la mesa, recogí el bloc de notas y traté de limpiar el café con un poco de papel. Al cabo de unos minutos, Pepper reapareció deslizándose en el interior y cogió el bloc de notas de encima de la mesa. Con la palma de una mano extendida hacia delante y aferrando con fuerza el bloc de notas contra su pecho, retrocedió lentamente hacia la puerta.
—Tranquilícese, ahora van a venir unas personas a hablar con usted.
Llevaba la parte delantera de los pantalones manchada con el café que se había derramado cuando tiré de la mesa. Quise darle los pedazos rotos de la taza y disculparme, pero ya había desaparecido por la puerta.
Estuve riéndome unos segundos y luego apoyé la frente en la mesa y me eché a llorar.