Hoy, cuando iba de camino a su consulta, he pasado por un tablón de anuncios y me ha llamado la atención el cartel de un concierto. Lo estaba leyendo, a punto de tomarme un sorbo del café, cuando me he fijado en parte de otro anuncio que había debajo. Había algo que me resultaba familiar, así que lo he sacado. Joder, doctora, ¿sabe lo que era? Un letrero con mi cara —¡con mi cara!—, con las palabras «Agente inmobiliaria desaparecida» debajo. Me he quedado allí pasmada, mirándolo, y hasta que me ha aterrizado una gota en la mano, ni siquiera me he dado cuenta de que estaba llorando.
Tal vez debería haber colgado mis propios carteles: «Sigue desaparecida». Esa cara sonriente pertenecía a la mujer que era antes, no a la que soy ahora. Luke debió de darles la foto; la sacó nuestra primera mañana de Navidad juntos. Me acababa de dar una preciosa tarjeta navideña y yo le sonreía de pura felicidad. La mano me temblaba como si sujetara hielo en lugar de café hirviendo.
He tirado el letrero a la papelera que hay en la puerta de su consulta, pero todavía me dan ganas de volver y sacarlo de ahí. A saber lo que haría con él…
Ahora que ya se me ha pasado el susto de ver mi propia foto, la verdad es que quiero hablar de lo que pasó cuando al fin me senté a hacer una lista de todas las personas que hay en mi vida, tal como usted me sugirió. Sí, Fräulein Freud, he puesto en práctica una de sus ideas. Joder, algo tenía que hacer, no podía quedarme ahí acojonada pensando en el incidente del robo en casa.
Mi banda sonora interior para meterme miedo en el cuerpo dice algo así como: «Mi coche estaba aparcado en la entrada, así que el ladrón debió de verme salir con Emma. ¿Cuánto tiempo llevaba vigilando la casa? ¿Días, semanas, meses incluso? ¿Y si no era un ladrón?».
Luego me paso la siguiente hora diciéndome que era una idiota, que la policía tenía razón, que sólo podía tratarse de un hecho aislado, un ladrón estúpido al que le entró el pánico cuando se conectó la alarma. Pero entonces vuelve a asaltarme el maldito pensamiento: «Alguien te está vigilando en estos momentos. En cuanto bajes la guardia, irá a por ti. No puedes confiar en nadie».
Como le he dicho, tenía que hacer algo.
Empezando por las personas más cercanas a mí —Luke, Christina, mamá, Wayne, y familiares como Tamara, su hermano Jason, la tía Val y su marido, Mark— hice una columna al lado de cada una con las razones que podrían tener para querer hacerme daño, y me sentí como una idiota porque, naturalmente, no hay nada que poner en esa columna.
A continuación amplié la lista a cualquiera a quien pueda haber cabreado de algún modo: antiguos clientes, compañeros de trabajo, ex novios. Nunca me han denunciado, el único agente inmobiliario que podría haber tenido algún problema conmigo es el «misterioso» agente con el que estaba compitiendo para conseguir aquel proyecto cuando me secuestraron, y a pesar de que he roto algún que otro corazón, nunca he hecho nada que mereciese una venganza después de tanto tiempo. Hasta escribí los nombres de un par de ex novias de Luke; una de ellas aún estaba colada por él cuando empezamos a salir, pero se fue a vivir a Europa antes de lo del secuestro incluso. También anoté el nombre del Animal y escribí «muerto» al lado.
Me quedé allí sentada, mirando aquella lista ridícula con sus notas de «conseguí una de las promociones que él quería», «no le contesté a un mensaje», «no vendí su casa lo bastante rápido», «me quedé con uno de sus CD» en la columna de al lado, y cuando intenté imaginarme a alguna de aquellas personas merodeando por mi casa o forzando la puerta para «desquitarse», me entró la risa ante mi locura.
Pues claro que sólo fue un ladrón, seguramente algún drogata adolescente en busca de algo para financiarse su siguiente colocón, y no va a volver ahora que sabe que tengo alarma en la casa.
Joder, por idiota que me sintiera haciendo esa lista, me alegro de haberla hecho. Hasta conseguí dormir de un tirón en mi cama esa noche. Para cuando Luke vino el sábado por la tarde a instalarme ese programa de contabilidad, estaba todo lo preparada que podía llegar a estar.
Me puse a hurgar entre las cajas de ropa de Christina en busca de algo informal pero sin pasarme, y encontré unos pantalones tipo cargo de color beis y una camiseta azul verdoso. Una parte de mí quería ponerse un chándal y volver a desordenar la casa, pero cuando me miré al espejo, no me importó lo que vi.
Todavía no he encontrado el momento de ir a cortarme el pelo, así que me lo lavé y me lo recogí hacia atrás. Por fin he ganado algo de peso —nunca pensé que eso fuese a ser algo bueno— y se me ha llenado un poco la cara.
Estuve sopesando la posibilidad de maquillarme —mi madre me trajo un neceser de cosmética al hospital—, pero no había ningún color ni ninguna marca que me gustaran. Además, aunque no hubiese oído la voz del Animal diciéndome que el maquillaje era para las putas, no me decidía a llamar tanto la atención sobre mi cara. Al final me puse un poco de hidratante, un brillo de labios de color rosa pálido y máscara de pestañas. Seguramente no estaba tan estupenda como en los viejos tiempos pero, sin lugar a dudas, había tenido peor aspecto otras veces.
Luke, en cambio, estaba radiante cuando le abrí la puerta. Debía de haber venido directamente del trabajo, porque llevaba pantalones negros de vestir y una camisa naranja que le resaltaba la piel aceitunada y los reflejos ámbar de sus ojos castaños.
Emma se puso a rodar por el suelo y se retorció a sus pies. Respondí a su «hola» con otro casi inaudible y luego retrocedí un paso para que entrara. Nos quedamos un momento incómodos en el recibidor. Levantó un brazo como si fuera a tocarme o darme un abrazo pero se lo pensó mejor. Teniendo en cuenta mi reacción las dos últimas veces que había intentado tocarme, no me sorprendió.
Se agachó para acariciar a Emma.
—Está estupenda, ¿verdad? Había pensado en traerme a Diesel, pero no sabía si sería demasiado jaleo.
—No soy una inválida —le dije a la coronilla de su cabeza.
—Nunca he dicho que lo fueras. —Todavía en cuclillas, levantó la vista y me miró a los ojos con una sonrisa—. Bueno, ¿le echamos un vistazo al programa? Ah, por cierto, tú también estás estupenda.
Lo miré fijamente mientras mis mejillas se teñían de rubor. Sonrió de oreja a oreja. Me volví tan rápido que estuve a punto de tropezar con Emma y dije:
—Vamos al estudio.
La siguiente hora se nos pasó volando, mientras me enseñaba a instalar el programa y repasábamos juntos el funcionamiento. Me gustaba aprender algo nuevo y me alegraba que tuviéramos algo en lo que concentrarnos aparte de nosotros mismos, pues ya me estaba costando bastante esfuerzo acostumbrarme a tenerlo sentado a mi lado. Estaba explicándome los rudimentos de una parte del programa cuando le espeté:
—¿Te acuerdas de la vez que me viste saliendo del supermercado? Te vi con una chica. Por eso me fui con tanta prisa.
—Annie, yo…
—Y cuando me viste en el hospital, estuviste tan puñeteramente amable conmigo, con esas flores y ese golden retriever de peluche… pero es que no podía… no sabía cómo reaccionar, ni contigo ni con nada. Después de eso les pedí a las enfermeras que te dijeran que sólo me permitían recibir visitas de mi familia y de la policía. Y odio haber hecho eso, después de lo bien que te portaste conmigo, siempre te portas tan bien, y yo soy tan…
—Annie, el día en que te secuestraron… Llegué tarde a nuestra cita para cenar.
Vaya, aquello era una novedad.
—Había mucho trabajo en el restaurante, y se me fue el santo al cielo… ni siquiera te llamé cuando terminó tu jornada de puertas abiertas, como hacía normalmente, y cuando al final te llamé cuando iba de camino a tu casa, media hora tarde, y no me contestabas al teléfono, creí que estabas enfadada. Y cuando vi que tu coche no estaba, supuse que te habías entretenido con los clientes, así que me fui a casa a esperar. No fue hasta que seguiste sin devolverme las llamadas una hora más tarde cuando por fin me dirigí a donde habías dicho que ibas a enseñar la casa… —Inspiró hondo antes de continuar—. Dios, Annie, cuando vi tu coche en la entrada, y luego todas tus cosas ahí desparramadas… Llamé a tu madre enseguida.
Resulta que fue mi madre quien hizo que la policía se tomara en serio el asunto. Quedó con Luke en la comisaría, convenció al sargento de guardia de que yo era incapaz de dejar plantado a mi novio, y fue en la casa cuando la policía encontró mi bolso en un armario, donde lo guardo siempre por seguridad. Como no había señales de violencia, Luke fue su principal sospechoso desde el principio.
—Al cabo de unas semanas, empecé a beber en el restaurante todas las noches, después del cierre.
—Pero si tú nunca…
—Hice muchísimas tonterías entonces, cosas que no habría hecho nunca…
Me pregunté a qué se referiría con las tonterías de las que hablaba, pero estaba tan incómodo y se había ruborizado tanto que dije:
—No te fustigues, seguro que lo supiste llevar mejor de lo que lo habría hecho yo. ¿Sigues bebiendo más de la cuenta?
—Al cabo de unos meses supe que me estaba dejando arrastrar por el alcohol, así que lo dejé. Para entonces la mayoría de la gente te daba por muerta. Mi intuición me decía que no era así, pero todo el mundo se comportaba como si no fueras a aparecer nunca más, y casi todo el tiempo estaba enfadado contigo. Sabía que era una reacción irracional, pero en cierto modo, te echaba la culpa a ti. Nunca te lo había dicho, pero no me gustaba nada que hicieses esas jornadas de puertas abiertas, por eso siempre te llamaba después. Eras tan abierta y simpática que a veces los hombres pueden malinterpretarlo.
—Pero era mi trabajo, Luke. Tú también eres abierto y simpático en el restaurante…
—Pero yo soy un hombre, y oye, había cosas mías que tenía que solucionar yo solo. Me volví un poco loco.
Emma asomó la cabeza entre los dos y deshizo la tensión. Le dimos unas cuantas caricias y luego le pregunté dónde estaba su pelota y se fue.
—Salí un par de veces con la chica que viste, pero siempre acababa hablándole de ti y del caso, así que sabía que no estaba preparado. Lo que trato de decirte, Annie, es que yo estoy tan confuso como tú… y que los dos hemos cambiado. Pero sí sé que todavía me importas, y mucho, y que aún me gusta estar contigo. Sólo desearía poder ayudarte más. Antes siempre me decías lo segura que te sentías conmigo.
Esbozó una sonrisa triste.
—Me sentía segura contigo, pero ahora nadie puede hacer que me sienta segura. Tengo que conseguirlo yo sola.
Asintió con la cabeza.
—Lo entiendo.
—Muy bien. Y ahora, ¿me ayudas a entender este maldito programita tuyo?
Se echó a reír.
Terminamos unos veinte minutos más tarde, y justo cuando me estaba debatiendo entre invitarlo a que se quedara a cenar o no hacerlo, dijo que tenía que volver al restaurante. Una vez en la puerta, se acercó a mí, vaciló unos instantes y luego levantó las cejas y —sólo un poco— también los brazos. Me aproximé hacia él y me dio un abrazo. Por un minuto, me sentí atrapada y quise zafarme, pero enterré la nariz en su camisa e inhalé el aroma de su restaurante: orégano, pan recién horneado, ajo… Olía a cenas prolongadas entre amigos, a demasiado vino y risas, a felicidad. Me susurró al oído:
—Me he alegrado mucho de verte, Annie.
Yo asentí mientras nos separábamos lentamente, y no levanté la mirada hasta haber mantenido a raya las lágrimas con las pestañas. Más tarde, me pregunté si se habría quedado a cenar si se lo hubiese pedido, pero mi tristeza se equiparaba con el alivio que sentía por no tener que oírle decir que no. Antes se me daba muy bien tomar decisiones rápidamente, pero desde que maté al Animal he vivido en un mar de dudas constante. Recuerdo haber leído en algún sitio que si tienes un pájaro que ha vivido en una jaula mucho tiempo y dejas la puerta de la jaula abierta, el pájaro no se escapa enseguida. Nunca lo había entendido hasta ahora.
Me había quedado dormida en la cama, donde me había desplomado después de matar al Animal, y me despertaron las palpitaciones que sentía en los pechos: todavía no se me había retirado la leche. En lo primero que reparé fue en las llaves que llevaba en la mano. Las había sujetado con tanta fuerza mientras dormía que me habían dejado marcas en la piel. En mi adormecida confusión de por qué tenía aquellas llaves y ante el temor de que el Animal me sorprendiera con ellas, las solté. El estruendo que hicieron al caer en la cama me despertó de mi modorra. Estaba muerto. Lo había matado.
La vejiga me pedía a gritos que fuera al baño, pero consulté el reloj y vi que todavía tenía que esperar diez minutos. Cuando intenté ir de todos modos, se me paralizó la vejiga. Diez minutos más tarde, ningún problema.
De vuelta a la cama, mi pierna rozó la mantita de la niña, en su cesta. La recogí y me la apreté contra la cara; percibí los últimos restos de su olor. Mi hija seguía allí fuera… sola. Tenía que encontrarla.
Me puse un vestido blanco y me rellené el sujetador con paños humedecidos con agua fría a modo de almohadillas de lactancia. Me calcé unas zapatillas, me dirigí al río e inspeccioné ambas orillas, en una y otra dirección, hasta los árboles o los barrancos que impedían el paso. A lo lejos, cualquier roca de color claro y del tamaño de un bebé me dejaba con el alma en vilo hasta que me acercaba. Un fardo de ropa enganchado en un árbol en mitad del río hizo que me temblaran las rodillas hasta que salí vadeando del agua y descubrí que no eran más que trapos. Cuando no conseguí encontrar ninguna señal de ella allí, registré el claro centímetro a centímetro en busca de indicios de que la tierra hubiese sido removida recientemente, pero no encontré nada de nada.
Incluso escarbé con mis manos la tierra blanda del jardín que rodeaba la cabaña —no me habría extrañado que aquel hijo de puta enfermo la hubiese enterrado donde cultivábamos la comida— y me metí a gatas debajo del porche. Nada. El único sitio que aún no había registrado era el cobertizo.
El sol de la canícula había estado cayendo a plomo sobre el cobertizo de metal toda la mañana, y cuando se abrió la puerta, el olor de su cuerpo, ya en estado de descomposición, me golpeó con una oleada nauseabunda. Cogí un trapo con olor a gasolina del banco de trabajo y me tapé con él la parte inferior de la cara. Luego, concentrada en respirar por la boca, pasé de puntillas junto al cadáver. Las moscas que habían viajado a bordo de su cuerpo el día anterior zumbaban alrededor de la lona, haciendo tanto ruido como el generador.
Con manos temblorosas, saqué todo el contenido del congelador. Mi hija no estaba allí, y en los estantes no había nada más que faroles, baterías, queroseno y cuerdas. Encontré una trampilla con unas escaleras que conducían a una bodega donde el aire, a pesar de la humedad, olía a fresco en comparación con el hedor a muerte de arriba. Allí sólo había latas de conserva, artículos del hogar, un kit de primeros auxilios, algunas cajas y, en una vieja lata de café, un fajo de dinero con una goma de pelo de color rosa alrededor. Esperaba que la goma no fuese de otra mujer que también hubiese sido víctima suya. No era mucho dinero, así que supuse que tendría más guardado en alguna parte. Su cartera aún no había aparecido, no la llevaba en el bolsillo cuando le quité las llaves, ni estaba en ninguno de los armarios de la cabaña, pero lo cierto es que tampoco le había visto nunca ninguna. Una de las llaves no encajaba en ninguna de las cerraduras, y esperaba que fuese de la furgoneta, escondida en alguna parte, con su cartera dentro.
En una caja de madera encontré un rifle, una pistola y munición. Los examiné con atención. Nunca había llegado a ver el arma con la que me apuntó el primer día, sólo la noté encañonada en mi espalda y vi la culata asomando del cinturón de él. Parecía pequeña al lado del rifle, pero yo odiaba las dos: con una había matado al pato y con la otra me había obligado a entrar en aquel infierno. Toqué con la mano el punto de mis lumbares donde me había apoyado la pistola. Cerré la caja y la metí detrás de otras.
Cada vez que abría una caja temía encontrarme con el cuerpo de mi hijita dentro, como algo que había que guardar, ordenar y clasificar con la etiqueta de «Prácticas». Pero la última caja sólo contenía mi traje amarillo y todas mis fotos y los anuncios del periódico. Al abrirla, percibí el olor de mi perfume y me llevé el suave tejido a la nariz. Me probé la chaqueta encima de mi vestido, pero me sentí muy rara con ella, como si me hubiese puesto la ropa de una muerta. Dejé el traje en la caja y sólo me llevé la foto en que aparecía yo y que creía que era de mi despacho antes de dirigirme escaleras arriba, de nuevo a la luz.
La única zona que no había inspeccionado todavía era el bosque circundante, así que después de beber un poco de agua, llené una vieja mochila que había encontrado en la bodega con barritas de proteínas, el kit de primeros auxilios y un termo de agua. Estaba a punto de salir cuando vi la foto en la mesa, junto a la manta de mi hija y uno de sus peleles. Lo metí todo en mi bolsa del tesoro.
Poco después de adentrarme en el bosque del lado derecho de la cabaña, se fue apagando el murmullo regular del río y el gorjeo de los pájaros que solían congregarse en el claro, y sólo oía el ruido de mis pasos amortiguado por el manto de agujas de pino que cubría el suelo. Pasé el resto de la tarde encaramándome y reptando por debajo de troncos caídos, desenterrando cualquier montículo, por pequeño que fuese, y olisqueando el aire en busca de indicios de podredumbre. No me interné en el bosque más allá de un radio de quince minutos a pie desde la cabaña, y me encaminé al punto más alto del claro trazando un amplio círculo.
Cuando al fin llegué a lo más alto, divisé una estrecha pista forestal al borde de los árboles que marcaban el comienzo del bosque. Repleta de gaulterias y helechos hembra, la pista era una delgada línea que apenas se distinguía, sólo gracias a alguna que otra marca desdibujada de machete en los troncos de los árboles. Algunos de ellos, abetos de Douglas tan altos que la vista no me alcanzaba a ver dónde acababan, tenían aproximadamente medio metro de circunferencia, y sus troncos estaban recubiertos de musgo, lo que significaba que era un bosque húmedo. Seguramente todavía estaba en la isla de Vancouver.
Volví a mirar al claro por última vez y recé por que, si el cielo existía —y nunca como en ese momento he querido creer que existía—, mi hija estuviese con mi padre y Daisy.
Mientras avanzaba por la pista forestal, vi que la sucesión de árboles se interrumpía a lo lejos, y al cabo de otros cinco minutos salí del bosque y me encontré con una vieja carretera de tierra. A juzgar por los baches y la ausencia de huellas de neumático, hacía mucho tiempo que nadie circulaba por ella. Unos tres metros más adelante, la orilla se inclinaba ligeramente hacia la derecha.
Al avanzar descubrí que la inclinación en realidad indicaba el comienzo de una carretera más pequeña que se desviaba de la principal. El Animal habría tenido que aparcar la furgoneta cerca de la cabaña, de modo que decidí seguirla. Con un ancho apenas suficiente para el paso de una camioneta, estaba cubierta de hierba y seguramente pasaría desapercibida para cualquiera que circulase por allí en coche. Trazaba una curva para prolongarse en paralelo a la carretera principal, con una separación de unos dos metros de árboles entre ambas.
Un poco más adelante encontré un hueso blanco y pequeño, y los pies se me pararon a la vez que el corazón. Examiné el terreno palmo a palmo, y luego encontré un hueso demasiado grande para que perteneciese a mi hijita, y al cabo de dos o tres pasos a punto estuve de tropezarme con el esqueleto de un ciervo.
Seguí la carretera hasta que terminó en una pared de ramas y arbustos secos. Al pie, un trozo de metal relucía bajo el sol. Arranqué los arbustos con desesperación: tenía ante mis ojos la parte de atrás de la furgoneta.
Tras echar un rápido vistazo a la guantera, descubrí que allí no había ninguna cartera ni documentación de ninguna clase, ni siquiera un mapa. Escudriñando entre los asientos hacia la penumbra de la parte trasera del vehículo, vi algo hecho una bola y lo cogí con la mano. Era la manta gris, la que había utilizado para secuestrarme.
La sensación de la lana áspera en mi mano, combinada con el olor de la furgoneta, me resultaban demasiado familiares. Solté la manta como si me quemase y me volví en el asiento. Tratando de ahuyentar de mi mente lo que había pasado en aquella parte de atrás, me concentré en accionar la llave de contacto. Nada.
Contuve la respiración. «Por favor, arranca, por favor…», rogué, y probé de nuevo. Nada. Tenía el cuerpo empapado en sudor dentro de la furgoneta, donde hacía un calor abrasador, y las piernas se me quedaron pegadas al asiento de vinilo, por debajo del vestido. Con la frente apoyada en el volante ardiente, respiré profundamente unas cuantas veces para tranquilizarme y, acto seguido, abrí el capó. Enseguida vi que el cable de la batería estaba desconectado, lo conecté de nuevo y volví a intentar arrancar la furgoneta. Esta vez cobró vida al instante y la radio empezó a emitir música country con un ruido atronador. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había escuchado música, que me eché a reír. Cuando habló el locutor, sólo alcancé a entender: «… y ahora, de nuevo una hora ininterrumpida sin anuncios publicitarios». Pero no tenía ni idea de dónde estaba, y cuando quise sintonizar otra emisora, el dial se volvió loco.
Di marcha atrás con la furgoneta, recorrí la pequeña carretera, pasé por encima de algunos árboles jóvenes y me incorporé a la carretera principal. Hacía mucho tiempo que no conducía, así que me costó lo mío bajar de la montaña. Al cabo de media hora, la tierra se transformó en asfalto y, unos veinte minutos más tarde, la carretera empezó a discurrir en línea recta.
Al final, percibí el olor familiar a mar mezclado con el azufre de una fábrica de celulosa, y llegué a un pueblo. Me detuve en un semáforo y localicé una cafetería a mi izquierda. El olor a beicon se coló por la ventanilla abierta e inhalé el aroma con nostalgia. El Animal no me dejaba comer beicon, decía que me engordaba.
Empecé a salivar al ver como un hombre mayor sentado junto a la ventana se metía un trozo de beicon en la boca, lo masticaba rápidamente y luego se zampaba otro. Yo quería beicon, un plato entero, nada más, sólo tiras y tiras de beicon; luego, masticaría cada trozo despacio, saboreando el líquido salado y dulzón a la vez que soltaría con cada mordisco. Un enorme «jódete y mira cómo como beicon, hijo de puta» dedicado al Animal.
El hombre mayor se limpió las manos grasientas en la solapa de su camisa. El Animal me susurró al oído: «No querrás ponerte como una cerda, ¿verdad, Annie?».
Aparté la mirada. Al otro lado de la calle había una comisaría de policía.