SESIÓN DIECISIETE

Verá usted, doctora, durante todo este tiempo, incluso cuando me sugería distintas técnicas para analizar mis miedos o explicar qué podía estar causándolos, no dejaba de decirme a mí misma que al final acabarían desapareciendo solos, sobre todo después de haber leído todos esos artículos sobre la superación de la pérdida y el dolor. Pero entonces, esta semana, un capullo entró a robar en mi casa.

Volví de mi sesión matinal de jogging y me encontré la alarma de la casa activada a todo volumen, varios coches patrulla aparcados delante de la entrada, el marco de la puerta trasera destrozado y la ventana de mi dormitorio abierta de par en par. A juzgar por las ramas rotas de mis arbustos, ese cabrón debió de salir por allí. No parecía que se hubiese llevado nada, y la policía me dijo que ellos no podían hacer mucho a menos que les dijese si se habían llevado algo. También me dijeron que recientemente se habían producido un par de allanamientos de morada en mi barrio, pero que en esos casos tampoco habían encontrado huellas, como si supusiesen que eso iba a hacer que me sintiera mejor.

Cuando todos se hubieron marchado y el temblor generalizado de todo mi cuerpo fue cediendo hasta convertirse en sacudidas ocasionales, me dirigí al dormitorio a cambiarme. A medio camino, me detuvo un pensamiento: «¿Por qué se arriesgaría alguien a entrar en una casa y no llevarse nada?». Allí pasaba algo raro.

Rodeé mi casa muy despacio, intentando pensar cómo actuaría un ladrón. Bien, destrozo la puerta de atrás, corro escaleras arriba, y luego ¿qué? Me dirijo hacia la sala de estar: allí no hay nada de valor que sea pequeño y visible, el estéreo y el televisor son demasiado grandes para llevárselos, sobre todo si hay que ir a pie. Corro pasillo abajo hacia el dormitorio, ¿registro los cajones en busca de objetos de valor?

Examiné cada uno de ellos con cuidado. Todos estaban bien cerrados y con mi ropa perfectamente doblada en el interior. Todo seguía colgado en orden en el armario, y la puerta estaba bien cerrada; a veces, uno de los lados se atasca. Retrocedí unos pasos y examiné el dormitorio. Un canasto con la ropa que acababa de sacar de la secadora seguía intacto en el mismo sitio, la enorme camiseta con la que dormía seguía tirada en el suelo, a los pies de la cama. La cama.

¿No era aquello de ahí una marca, en la orilla? ¿Me había sentado ahí para ponerme los calcetines? Me acerqué e inspeccioné cada centímetro de la cama. Examiné cada cabello. ¿Era mío? ¿Era de Emma? Acerqué la nariz al edredón de pluma y lo olisqueé por completo. ¿Olía a rastro de colonia? Me levanté de nuevo.

Un extraño había forzado la puerta de mi casa, había estado en mi dormitorio, examinando mis cosas, tocando mis cosas… Se me puso la carne de gallina.

Deshice la cama, recogí mi camiseta, lo metí todo en la lavadora con litros de lejía y limpié a conciencia cada una de las superficies de mi casa. Después de tapar con tablones la puerta de atrás y la ventana —la casa parecía un auténtico bunker para cuando hube terminado—, me llevé el teléfono inalámbrico al armario de la entrada y me quedé allí escondida el resto del día.

Gary, el poli del que le he hablado alguna vez, me llamó luego para asegurarse de que estaba bien, todo un detalle por su parte, sobre todo teniendo en cuenta que él no se ocupa de los robos. Confirmó el dictamen de los otros polis: lo más probable es que fuese un suceso aislado y que el ladrón entró a llevarse lo que pudiera, pero que de pronto le entró el pánico y se largó por la vía más rápida. Cuando le llevé la contraria y le insistí en que aquella reacción era de estúpidos, me contestó que los delincuentes cometen un montón de estupideces cuando están asustados. También me sugirió que llamase a alguien para que se quedase haciéndome compañía en casa o que me fuese a dormir a casa de un amigo hasta que me arreglasen la puerta.

Puede que estuviese muerta de miedo, pero de ninguna manera iba a ir a casa de mi madre. ¿Y amigos? Bueno, aunque no fuese más paranoica que Howard Hugues, no estoy segura del número de amigos que me quedan estos últimos tiempos. Luke es prácticamente el único que me sigue llamando por teléfono. Cuando volví, todo el mundo —amigos, ex compañeros de trabajo, gente con la que fui a la escuela pero a la que hacía años que no veía— estaba todo el día encima de mí, no podía soportarlo. Pero ya se sabe, la paciencia de la gente tiene un límite, y si insistes en darles con la puerta en las narices, al final se cansan y se largan.

Christina es casi la única a quien se me ocurriría pedírselo, pero usted ya sabe lo que me pasó con ella, o al menos sabe tanto como yo, porque todavía no entiendo por qué me porté tan mal con ella. Seguramente sólo intenta ser una buena amiga dejándome en paz últimamente, pero a veces pienso que ojalá se armase de valor y viniese a sacarme a empujones, que ojalá me presionase como hacía antes.

Naturalmente, enseguida pensé en irme a vivir a otra parte, pero maldita sea… ¡me encanta mi casa! Si alguna vez la vendo, no será por culpa de un ladrón de mierda. Aunque tampoco podría, de todos modos. ¿Cómo diablos me iban a conceder una hipoteca? He pensado en buscar trabajo. Ahora sé hacer un montón de cosas nuevas, pero a saber qué clase de trabajo me darían…

Todo lo cual me lleva a la llamada telefónica que recibí de Luke cuando volví a casa después de nuestra última sesión.

—Mi contable se ha ido y me ha dejado en la estacada, Annie. ¿Hay alguna posibilidad de que puedas hacerte cargo hasta que encuentre a alguien? Sólo sería media jornada y…

—No necesito tu ayuda, Luke.

—¿Quién ha dicho que necesites ayuda? Se trata de mí, soy yo el que necesita tu ayuda… esos libros de contabilidad pueden conmigo. Me sabe mal hasta pedírtelo, pero es que eres la única persona que conozco a quien se le dan bien los números. Puedo llevártelo todo a casa, ni siquiera tendrás que desplazarte hasta el restaurante.

Creo que fue por vergüenza por lo que le dije que sí, que podía intentarlo, antes de darme cuenta de a qué me había comprometido. Luego fue otra historia: «¡No estoy lista para esto!», pensé. Estuve a punto de llamarlo y desdecirme, pero respiré hondo varias veces y luego me dije que debía meditarlo un poco, que ya lo decidiría al día siguiente. Por supuesto, el día siguiente fue cuando entraron a robar en mi casa. Con toda la conmoción y el consiguiente ataque de pánico, mi conversación con Luke se me fue por completo de la cabeza. Y entonces, anoche, me dejó un mensaje diciendo que vendrá a casa este fin de semana con un programa de contabilidad para instalármelo en el ordenador. Joder, sonaba tan aliviado y agradecido que no se me ocurrió ninguna manera de salir de aquel atolladero. Y, realmente, tampoco estaba segura de querer salir de él.

No dejo de repetirme que Luke sólo lo hace por su negocio, pero estoy segura de que no soy la única persona que puede llevarle la contabilidad… la guía telefónica está llena de nombres.

El pasado lunes por la noche, tenía un resfriado que amenazaba con ir a peor y estaba tumbada como una zombi en el sofá, con mi pijama de franela azul descolorido y mis zapatillas de erizo, una caja de Kleenex en el regazo y el televisor encendido pero casi sin voz. Oí el ruido de la puerta de un coche al cerrarse delante de mi casa. Contuve la respiración un segundo y agucé el oído. ¿Se oían pasos en la gravilla? Me asomé a la ventana, pero no veía nada en la oscuridad. Cogí el atizador de la chimenea.

Oí unas pisadas suaves en las escaleras; luego, silencio.

Sujetando el atizador con fuerza, me asomé a la mirilla, pero no vi nada.

Oí una especie de crujidos al pie de la puerta. Emma empezó a ladrar.

—¡Sé que está ahí! —grité—. ¡Será mejor que me diga quién es ahora mismo!

—Dios santo, Annie, sólo te estaba recogiendo el periódico.

Mamá.

Abrí las cerraduras; cuando vino el cerrajero a reparar el marco de la puerta, le pedí que me instalara una más. Emma olisqueó a mamá y luego se fue directa a mi habitación, donde seguramente se escondió debajo de la cama. A mí me dieron ganas de hacer lo mismo.

—Mamá, ¿por qué no has llamado antes de venir?

Sacudió la cabeza de modo que su cola de caballo quedó balanceándose en el aire, me colocó el periódico en la mano con malos modos y dio media vuelta para marcharse. La sujeté por los hombros.

—Espera, no quería decir con eso que te fueras, pero es que me has dado un susto de muerte. Estaba… medio dormida.

Se volvió y, con sus enormes ojos azules de muñeca clavados en la pared del fondo, por encima de mi hombro, dijo:

—Perdóname.

Bueno, eso me dejó sin palabras. A pesar de que había pronunciado aquel «perdóname» con cierto retintín, no recuerdo cuándo fue la última vez que mi madre había pedido perdón por algo.

Desplazó la mirada hasta mis zapatillas de erizo y arqueó las cejas. Mi madre lleva zapatillas de tacón con plumas de marabú, ya sea verano o invierno, y antes de que pudiera hacer algún comentario sobre las mías, le dije:

—¿Quieres pasar?

Cuando entró en la casa y se detuvo en el recibidor, me fijé en que llevaba en la mano una bolsa de papel marrón bastante grande, sujeta contra el pecho. Por un momento me pregunté si se habría traído una botella consigo, pero no, el paquete era plano y cuadrado. En la otra mano llevaba una fiambrera que me tendió en ese momento.

—Me ha traído Wayne, le iba de paso para ir a la ciudad. Te he hecho unas galletitas de oso.

Ah. Galletas de mantequilla de cacahuete con la forma de una zarpa de oso con trocitos de chocolate fundido en las uñas. Cuando era niña, me las hacía cuando yo estaba triste o si ella se sentía culpable por alguna razón, cosa que no ocurría a menudo. Debía de sentirse mal por nuestra discusión.

—Eres muy amable, mamá. Las echaba de menos.

No dijo nada, sino que se limitó a quedarse allí de pie, inspeccionando mi casa con ojos inquietos, y a continuación se acercó a la repisa de la chimenea para tocar con los dedos las hojas secas del helecho.

Antes de que pudiera criticar mis deficientes dotes para el cuidado de mis plantas, dije:

—No sé si querrás quedarte mucho tiempo, porque tengo un resfriado, pero si es así, puedo preparar té.

—¿Estás enferma? ¿Y por qué no has dicho nada? —Aquello la animó como si acabara de ganar la lotería de las madres—. Cuando vuelva Wayne, te llevaremos a mi médico. ¿Dónde tienes el teléfono? Llamaré a su consulta ahora mismo.

—Ya me han visto suficientes médicos. —Mierda, hablaba como el Animal—. Oye, si decido que necesito que me vea uno, puedo ir yo misma con el coche, pero da lo mismo, porque no nos van a dar cita tan tarde.

—Eso es absurdo, pues claro que mi médico podrá visitarte.

En toda mi vida, a mi madre nunca le ha dado la gana de tener que esperar para lo que fuese —una visita con el médico, una mesa en un restaurante, la cola del supermercado— y, desde luego, siempre se las ha ingeniado para conseguir una visita al momento, la mejor mesa y que el encargado del supermercado le abra otra caja sólo para ella.

—Mamá, déjalo ya, estoy bien, ¿de acuerdo? Los médicos no pueden hacer nada contra un resfriado… —Alcé la mano cuando la vi abrir la boca para interrumpirme—. Pero te prometo que si empeoro, iré al médico.

Suspiró, dejó su bolso y el paquete en la mesita auxiliar y dio unas palmadas en el sofá.

—¿Por qué no te tumbas y dejas que te prepare un té con miel y limón bien calentito?

Si le decía que yo solita me bastaba para hervirme el agua, me lanzaría una de sus miradas, así que me desplomé en el sofá.

—De acuerdo, está en el estante de arriba.

Una vez que me hubo traído una taza humeante y una bandeja de galletas de oso y que se hubo servido una saludable copa del vino tinto que tenía yo en la cocina, se sentó en el extremo del sofá y nos tapó a ambas con mi cubrecama.

Bebió un buen trago de vino, me dio el paquete y dijo:

—He encontrado ese álbum de fotos que me decías, debió de mezclarse con nuestras cosas, no sé cómo.

Sí, seguro. Pero no dije nada. Me había devuelto las fotos, y el té estaba recorriéndome el cuerpo con un agradable calor, incluso tenía los pies calientes debajo de la pierna de mi madre.

Cuando empecé a hojear el álbum, mi madre sacó un sobre de su bolso y me lo dio.

—Estas no las tenías, así que te he hecho copias.

Sorprendida ante aquel gesto inesperado, me concentré en la primera. Ella y Daisy estaban en una de las pistas de hielo de la ciudad, vestidas con trajes a juego, ambas con una cola de caballo a juego, e incluso con patines a juego. Daisy aparentaba unos quince años, así que seguramente había sido tomada justo antes del accidente, y con aquel traje rosa chillón, mamá casi aparentaba la misma edad. Se me había olvidado que a veces patinaba con Daisy, cuando entrenaba.

—La gente siempre estaba diciéndome que parecíamos hermanas —dijo.

Me dieron ganas de replicarle: «¿De verdad? Pues no entiendo por qué».

—Tú eras más guapa.

—¡Annie! Tu hermana era preciosa.

La miré a la cara. Tenía los ojos brillantes y sabía que estaba satisfecha, pero también sabía que estaba de acuerdo conmigo. Cuando se levantó por un poco más de vino, hojeé el resto de las fotos, y cuando volvió a sentarse a mis pies con una copa entera —esta vez se trajo la botella medio vacía consigo y la dejó en la mesita auxiliar—, me detuve en la última, de papá y ella en el día de su boda.

Al mirarla, vi que tenía la mirada fija en su copa. Tal vez fuese por culpa de la luz, engañosa, pero parecía, que tenía los ojos húmedos.

—Tu vestido era muy bonito.

Examiné el escote corazón y el largo velo de pedrería sobre su pelo rubio. Luego levanté la vista de la foto.

Se inclinó un poco hacia mí y me confió:

—Lo confeccioné a partir de un patrón que Val quería para su propio vestido de novia algún día. Yo le dije que no tenía pecho suficiente para llenarlo. —Mamá se echó a reír—. ¿Te puedes creer que todavía no me lo ha perdonado? Ni eso ni que saliera con tu padre. —Se encogió de hombros—. Como si yo tuviera la culpa de que él acabase prefiriéndome a mí.

Aquello era nuevo.

—¿La tía Val salía con papá?

—Sólo salieron unas pocas veces, pero supongo que ella se hizo ilusiones. En la boda se portó fatal, apenas me dirigió la palabra. ¿Te he hablado alguna vez de la tarta? Era de tres pisos y…

Mientras mamá recreaba paso por paso su banquete de bodas, cuyos detalles ya había escuchado un millón de veces, pensé en la tía Val. Con razón siempre estaba intentando vengarse de mamá… Puede que eso explicase también su actitud hacia mí y Daisy. Cuando éramos niñas, ella y mamá hacían eso tan típico de quedarse con los hijos de la otra el fin de semana, cosa que a mí y a Daisy nos aterraba. A mí la tía Val no me hacía prácticamente ningún caso, pero es que a Daisy la odiaba, y buscaba cualquier excusa para dejarla en ridículo y burlarse de ella mientras Tamara y su hermano se partían de la risa.

Nuestras familias dejaron de hacer cosas juntas después del accidente. Wayne y el tío Mark no tienen demasiado en común, y ni siquiera se caen bien, así que básicamente eran la tía Val y mamá. Cuando nos incluían a nosotros, los niños, mi primo Jason me hacía rabiar, pero Tamara guardaba las distancias; a mí me parecía una engreída, pero ahora me imagino que seguramente su madre la machacaba con respecto a mí tanto como a mí la mía con respecto a ella.

Una tarde, cuando ya me había mudado a mi casa, mi madre y la tía Val aparecieron tras una sesión de compras. La tía Val miró alrededor y luego me preguntó qué tal me iba en el mundo inmobiliario, si me gustaba y eso.

—Está muy bien, me gusta el reto.

—Sí, a Tamara también parece irle viento en popa. Este trimestre le han dado el premio del récord de ventas en su oficina. Ha ganado una botella de Dom Pérignon y un fin de semana en Whistler. ¿En tu empresa también son habituales esas prácticas, Annie?

Una pulla muy buena, aunque no demasiado sutil. La inmobiliaria para la que trabajaba era grande para tratarse de Clayton Falls, pero no tenía ni punto de comparación con la empresa de Tamara, en pleno centro de Vancouver; nosotros ya podíamos darnos con un canto en los dientes si nos regalaban una botella de vino y una placa de plástico.

Antes de que pudiera responderle, mamá dijo:

—Ah, pero ¿es que todavía está con las zonas residenciales? Annie lleva entre manos una promoción inmensa, todo apartamentos en primera línea de mar. ¿No me dijiste que iba a ser el edificio más grande de Clayton Falls, Annie, tesoro?

Sólo había estado hablando con un promotor, ni siquiera había hecho aún ninguna presentación, un detalle que mamá conocía perfectamente, pero disfrutaba tanto echando sal en la herida que no tuve el coraje para quitarle el salero de la mano.

—Es grande, sí —repuse.

—Estoy segura de que a Tamara también le encargarán una promoción entera uno de estos días, Val. A lo mejor Annie puede darle algunos consejos, ¿no es así? —Mamá sonrió a la tía Val, cuyo té, por su expresión, parecía haberse transformado en veneno en su boca.

Por supuesto, la tía Val no perdió la ocasión de contraatacar.

—Eres muy amable, pero ahora mismo Tamara gana mucho dinero con la venta de casas y no quiere pasarse años promocionando un proyecto inmobiliario que puede que ni siquiera se venda. Pero estoy segura de que a Annie se le dará de maravilla.

Mamá se puso tan lívida que, por un momento, llegué a preocuparme de verdad, pero acertó a esbozar una sonrisa forzada y cambió de tema. No quiero ni imaginar cómo se llevarían esas dos cuando eran niñas.

Mamá nunca habla demasiado de su infancia, pero sé que su padre se largó cuando ella era muy pequeña y su madre volvió a casarse con otro muerto de hambre. Su hermanastro, mayor que ella, Dwight, es el que está en la cárcel. Atracó un banco cuando tenía diecinueve años, justo antes de que mamá se casara, cumplió su condena y lo pusieron en libertad una semana después del accidente, aunque al cabo de unos pocos días se las arregló para que lo detuvieran otra vez. El muy idiota le pegó un tiro en la pierna a un guardia la última vez. Yo no lo conozco, y mamá se niega a hablar de él. Cometí el error de preguntar si podíamos ir a visitarlo una vez y se puso hecha una fiera y me gritó: «¡Ni se te ocurra acercarte nunca a ese hombre!». Y cuando le dije: «Pero Tamara me ha dicho que la tía Val los lleva a verlo, así que por qué no podemos…», me contestó con un portazo.

Cuando ya nos habíamos mudado a la mierda de casa de alquiler, un buen día llegué de la escuela y me encontré a mamá sentada en el sofá, con la mirada fija en una carta que tenía entre las manos y una botella de vodka semivacía a su lado. Parecía como si hubiera estado llorando.

—¿Qué te pasa, mamá? —le pregunté, pero se limitó a seguir con la mirada clavada en la carta—. ¿Mamá? —insistí.

Había desesperación en su voz.

—No dejaré que vuelva a suceder. No lo permitiré.

Me invadió una oleada de miedo.

—¿Qué… qué es lo que no permitirás que vuelva a suceder?

Acercó un mechero a la carta y la dejó en el cenicero. Cuando el papel se hubo consumido, cogió la botella y se fue tambaleándose a su habitación. Encima de la mesa de la cocina encontré un sobre con el remitente de la dirección de una cárcel. El sobre había desaparecido a la mañana siguiente, pero ella no salió de casa durante una semana entera.

La voz de mi madre me hizo volver al presente:

—¿Sabes qué? Luke se parece mucho a tu padre.

—¿Tú crees? Supongo que sí, en algunas cosas. Es tan paciente como lo era papá, eso seguro. Hemos estado hablando mucho últimamente, voy a ayudarlo con la contabilidad.

—¿Con la contabilidad? —pronunció la palabra como si acabara de anunciarle que iba a dedicarme a la prostitución—. Pero si tú odias la contabilidad…

Me encogí de hombros.

—Necesito ganar algo de dinero.

—Entonces, ¿aún no has hablado con ningún agente ni con un productor?

—He decidido que no quiero sacar más dinero a costa de lo que me ocurrió. Me pone enferma que la gente, incluida yo, haya ganado dinero con una cosa así.

La primera vez que vi a una antigua amiga del instituto siendo entrevistada por televisión, me quedé anonadada en el sofá, al ver como aquella chica, a la que no había visto en diez años, le hablaba a la presentadora del programa de la primera vez que nos fumamos un porro, de la fiesta en que me emborraché y acabé vomitando en el asiento trasero del coche de un chico por el que estaba completamente colada, y luego leía en voz alta las notas que, supuestamente, nos pasábamos la una a la otra en clase. Y eso ni siquiera fue lo peor: el chico con el que había perdido la virginidad le vendió la historia a una de las revistas para hombres de mayor tirada. El muy capullo hasta les dio fotos de cuando estábamos juntos; en una de ellas, yo estaba en biquini.

—Annie, deberías pensarlo detenidamente —dijo mi madre—. No puedes permitirte el lujo de dejar pasar el tiempo. —Su rostro mostraba preocupación—. Tú no has estudiado ni has ido a la universidad. Lo único que sabes hacer, prácticamente, es vender, pero intenta vender algo ahora: la gente sólo ve en ti a una víctima de violación. ¿Y lo de llevarle la contabilidad a Luke? ¿Cuánto tiempo puede durar eso?

Recordé la llamada, unos días antes, de una productora de cine. Antes de que pudiera colgarle el teléfono, me dijo:

—Ya sé que debe de estar harta de que la gente la moleste, pero le prometo que si dedica sólo unos minutos a escucharme y todavía me dice que no, no volveré a llamarla nunca más.

Hubo algo en su tono de voz, el de alguien que no se anda por las ramas, que logró sintonizar conmigo, así que le dije que adelante, que la estaba escuchando.

Intento convencerme soltándome su discurso de que podría contar mi versión de lo sucedido, la auténtica, y que mi historia ayudaría a las mujeres del mundo entero. Luego dijo:

—¿Qué es lo que la frena? Tal vez si me dice de qué tiene miedo, pueda pensar en algo para remediarlo.

—Lo siento, puede hablar cuanto le plazca, pero contarle mis motivos a usted no formaba parte del trato.

Así que siguió hablando, y era como si supiese exactamente qué era lo que me preocupaba y qué era lo que quería oír: hasta me dijo que podría tener la última palabra con respecto al guión y decidir el reparto. Y me dijo que el dinero me dejaría la vida resuelta.

—Sigue siendo un no —contesté—, pero si cambio de idea, usted será la primera a quien llame.

—Espero que lo haga, pero también espero que entienda que esta oferta tiene fecha de caducidad…

Tenía razón, y mi madre también. Si esperaba mucho más, iba a ser demasiado poco dinero, demasiado tarde. Pero no estaba segura de qué era peor, si hundirme en medio de tanta popularidad, tal como vaticinaba mamá, o hacerle caso.

Mi madre apartó la mirada del televisor y tomó otro sorbo de vino.

—¿Le has dado mi número a algún productor de cine?

Hizo una pausa, con la copa en la mano, y arrugó la frente.

—¿Es que te ha llamado alguien?

—Sí, por eso te lo pregunto. Mi número no sale en la guía.

Se encogió de hombros.

—Esa gente sabe cómo conseguirlo.

—No hables con ninguno de ellos, mamá. Por favor.

Nos sostuvimos la mirada un momento, y acto seguido dejó caer la cabeza hacia atrás, en el respaldo de mi sofá.

—Ya sé que fui dura con vosotras cuando erais niñas, pero lo hice porque quería que tuvierais más suerte en la vida de la que tuve yo. —Esperé a que añadiera algo más, pero se limitó a hacer señas hacia el televisor con la mano con que sostenía la copa—. ¿Te acuerdas de cuando os dejaba acostaros tarde a ti y a Daisy para poder ver eso?

Entonces me di cuenta de que había estado viendo un avance de Lo que el viento se llevó, una de sus películas favoritas.

—Claro que me acuerdo. Te quedabas despierta con nosotras y dormíamos en el salón.

Sonrió ante aquel recuerdo, pero la tristeza se reflejaba en su rostro. Se había vuelto pensativo cuando lo ladeó para mirarme.

—Empieza dentro de una hora. Podría quedarme a dormir, como estás enferma…

—Bueno, no sé, mamá, me he estado levantando a las siete para ir a correr, tú… —Volvió a concentrarse en el televisor. La súbita pérdida de su atención me dolió más de lo que estaba dispuesta a admitir—. Sí, claro, estaría bien tener un poco de compañía. Seguramente es una estupidez salir a correr con el constipado que tengo.

Me regaló una sonrisa y me dio una palmadita en el pie, por debajo de la manta.

—Entonces me quedaré, Annie, tesoro.

Retiró los cojines del otro sofá y empezó a improvisar una cama en mitad del suelo de la sala de estar. Cuando me preguntó dónde guardaba las mantas y la vi con las mejillas sonrosadas de entusiasmo, pensé que aquello era mucho mejor que pasar la noche en vela, encerrada en el armario, pensando: «¿Por qué no se llevó nada el ladrón?».

Más tarde, esa misma noche, después de que mamá enviara a Wayne a casa cuando vino a recogerla con el coche, después de que nos hubiésemos hinchado a palomitas, a galletas de oso y a helado mientras veíamos Lo que el viento se llevó, mamá se quedó traspuesta con su cuerpecillo acurrucado en mi espalda y las rodillas encajadas en mis corvas. Mientras su respiración me hacía cosquillas en la espalda y su brazo me rodeaba el cuerpo, me quedé mirando su mano diminuta, en contacto con mi piel, y caí en la cuenta de que era la primera vez que dejaba que alguien se acercara físicamente a mí desde que había vuelto de la montaña. Aparté la cara hacia un lado para que no notase mis lágrimas al caerle sobre el brazo.

Estaba pensando, doctora, que cada vez que digo algo malo sobre mi madre, justo después siempre siento la necesidad de enumerar todas sus cualidades buenas; mi propia versión de tocar madera. Y el caso es que mamá no es tan mala, pero ése es precisamente el problema. Me sería más fácil si pudiera odiarla sin más, porque son las raras veces en que se muestra adorable las que hacen las otras veces mucho más duras.