SESIÓN TRECE

Me alegro de tenerla de vuelta, doctora. Al menos una de las dos está relajada. Sólo era una broma: no dudo ni por un momento que necesitaba usted un descanso de tanto pensamiento negativo. Lo disimula muy bien, pero yo sé que todo esto la afecta. Ya en nuestra primera sesión me fijé en que, cuando le hablo de algún episodio intenso, arranca una esquinita de su bloc y hace una bola con ella con los dedos. Cuanto más rápido hace la bola, más la trastorna toda esta mierda. Todos nos delatamos siempre de un modo u otro.

Como le digo, me alegro de que lo haya pasado bien, pero me alegro mucho más de tenerla por fin de vuelta. La semana pasada me habría venido de perlas una sesión con usted. Y no, no sólo por esa manía mía de la que le hablé la última vez, de que alguien quiere hacerme daño, aunque ese buitre aún sigue al acecho… No, pasó otra cosa. Vi a mi ex, en un supermercado, cogiendo manzanas y acompañado de una chica… Dios, la forma en que le sonreía me dejó hecha polvo. Y el modo en que ella echaba la cabeza hacia atrás, con su suéter blanco de cuello alto y sus vaqueros de diseño exclusivo, riéndose de algo que él había dicho…

Antes de que me vieran y tuviera que presenciar cómo la preciosa sonrisa de Luke se transformaba en una mueca compasiva, me escabullí por la esquina. Dejé la cesta tirada en medio del supermercado, salí, agachando la cabeza, y me metí de un salto en el coche con el corazón latiéndome más deprisa que el de un adicto al crack. Tratando de no hacer chirriar las ruedas en mi desesperación por largarme pitando de allí, me dirigí a la parte de atrás del supermercado, aparqué lejos de cualquier otro coche y, enterrando la cabeza en el volante, me eché a llorar a lágrima viva.

Ella no tenía que estar ahí. El era mío. Debería haber sido yo la chica que estaba escogiendo con él las manzanas. Al final, me fui a casa, pero no podía dejar de llorar, y no llegué a comprar nada de nada. Esa noche acabé comiendo queso duro con tostadas rancias mientras me los imaginaba haciéndose carantoñas en la cama el domingo por la mañana, o a él besándola con las manos enterradas en aquella preciosa melena. Joder, para cuando terminé de imaginármelos, ya formaban una pareja estable y estaban pensando nombres para sus futuros hijos.

Durante aquellos pocos segundos, Luke parecía increíblemente feliz, y yo que quería ser la única mujer que le hiciese sonreír de esa manera… El solo hecho de hablar de ello ya me revuelve las tripas por dentro. Ya sé que se supone que debería desearle lo mejor y querer que sea feliz y todo ese rollo, pero Dios, Dios, Dios… ¿Tiene que ser con alguien como ella? La Rubia Perfecta, tan limpita, con su jersey blanco de cuello alto que me siento sucia sólo de mirarla… Yo antes solía llevar ropa como la suya, solía hasta querer llevar ropa como la suya…

Me pregunto si esa mujer, si esa extraña, lo sabrá todo acerca de mí. Seguro que, encima, es buena persona, porque no lo veo saliendo con alguien que no lo sea. A lo mejor siente lástima por mí. Dios, espero que no. Eso ya se me da estupendamente a mí solita.

Después de que el Animal matara al pato, fue como si me arrancaran un pedazo de mí y dejaran una especie de agujero negro en su lugar. El terror se instaló a sus anchas en mi interior y trajo consigo una manaza gigantesca que me atenazaba el estómago y el corazón. Durante los dos días siguientes, cada vez que lo veía tomar a mi hija en brazos, examinarla… joder, hasta el mero hecho de que pasase por delante de su cuna hacía que apretase la mano con más fuerza.

Una mañana en que la niña refunfuñaba en su cuna y estaba a punto de cogerla en brazos, él se me adelantó. Un débil gritito escapó del bulto que llevaba en los brazos; todavía estaba envuelta en el arrullo mientras él la acunaba. Acercó su cara a la de ella y dijo:

—Cállate.

Contuve la respiración, pero la niña se calló, y él sonrió, orgulloso. Yo sabía que era el hecho de que la estuviese meciendo en sus brazos, y no las palabras, lo que la había calmado, pero no contaba con el suficiente instinto suicida para sacarlo de su engaño.

—Es obediente —dijo—. Pero a esta edad sus cerebros son como esponjas, fácilmente influenciables por la sociedad, que los envenena. Menos mal que está aquí. Aquí aprenderá valores verdaderos, valores que yo mismo me encargaré de inculcarle, pero sobre todo, aprenderá lo que es el respeto.

Mierda, ¿cómo demonios iba a solucionar aquello?

—Verás, a veces los niños ponen a prueba sus límites y es posible que ella no entienda todavía lo que intentas… enseñarle. Pero eso no significaría que fuera mala o que no te respeta, sólo es lo que hacen los niños.

—No, no es lo que hacen los niños: es lo que los padres les permiten hacer.

No parecía incómodo con la conversación, de modo que añadí:

—A lo mejor es bueno que un niño sienta curiosidad y ponga a prueba la autoridad. Tú me dijiste que las mujeres a las que habías conocido siempre se equivocaban tomando decisiones con los hombres y sus carreras, pero a lo mejor sólo estaban rebelándose porque no les dejaron pensar por sí mismas cuando eran más jóvenes.

Sin perder la calma, repuso:

—¿Es eso lo que hizo tu madre contigo? ¿Te educó para que pensaras por ti misma, con libertad?

Sí, ya lo creo, era muy libre de pensar exactamente igual que ella.

—No, pero por eso quiero darle a mi hija una vida mejor. ¿No quieres que tu hija tenga una vida mejor que la que tú tuviste?

Dejó de acunarla.

—¿Qué quieres decir con eso?

Oh, no, mierda…

—¡Nada! Sólo me preocupa que tengas ciertas expectativas que no…

—¿Expectativas? Pues claro que tengo expectativas, Annie. Espero que mi hija respete a su padre. Espero que mi hija se convierta en toda una señora cuando sea mayor, y no en una puta que se abre de piernas ante el primero que pasa. No creo que eso sea esperar demasiado, ¿no te parece? ¿O es que pretendes criar a mi hija para que sea una puta cuando crezca?

—Eso no es lo que trato de decir, en absoluto…

—¿Sabes lo que les pasa a las chicas que crecen pensando que pueden hacer lo que les da la gana? Durante un tiempo trabajé en la industria maderera. —¿El Animal había sido leñador?—. Conmigo trabajaba una mujer piloto de helicópteros. Decía que su padre le había dicho que podía llegar a ser lo que quisiera. Ese hombre era un idiota. Cuando la conocí, su novio, uno de esos leñadores subnormales del aserradero, acababa de dejarla.

Bueno, no parecía tener muy buena opinión de los leñadores, así que a lo mejor había trabajado de capataz o en las oficinas.

—Estuve escuchando sus penas sobre aquel Neandertal y dejando que derramara todas aquellas patéticas lágrimas encima de mi hombro durante seis meses. Empezó a decir cuánto le gustaría encontrar un hombre bueno, así que le pedí que saliera conmigo, pero me contestó que no estaba preparada. Así que esperé. Entonces un día me dijo que quería ir a dar un paseo. Sola. Pero lo vi a él salir del aserradero al cabo de unos minutos y decidí seguirlo.

Mecía a la niña cada vez más rápido, y ella empezó a protestar.

—Estaban en el bosque, encima de una manta, y ella estaba dejando que aquel hombre, el hombre al que despreciaba, el hombre que se la había quitado de encima como si fuese basura, le hiciese cosas. Así que esperé hasta que él se hubo ido y luego intenté hablar con ella, intenté decirle que aquel hombre sólo volvería a hacerle daño, pero me contestó que no metiera las narices donde no me llamaban y me dejó allí plantado. ¡Me dejó allí plantado! Después de todo lo que había hecho para intentar protegerla iba a volver con aquel hombre. Tenía que salvarla. No me dejó elección.

Estrechó al bebé con más fuerza en sus brazos.

Di un paso adelante extendiendo las manos.

—Le estás haciendo daño.

—¡Ella me lo hizo a mí! —Ladeó la cabeza cuando la niña empezó a berrear y luego bajó la vista y la miró como si no entendiera cómo había ido a parar aquello a sus brazos. La arrojó a los míos, dejando que casi cayera al suelo, y se dirigió ofuscado hacia la puerta. Agarrando el marco con las manos, dijo por encima del hombro—: Si cuando sea mayor se convierte en una de ellas… —Sacudió la cabeza—. No puedo dejar que eso suceda.

Luego se marchó dando un portazo y dejándome a mí la tarea de consolar a la niña y el deseo intenso de ponerme a llorar y gritar yo también.

Volvió al cabo de una hora con el gesto sereno y se dirigió a la cesta de la niña.

—Creo que si piensas en todo lo que le estoy ahorrando, Annie, las enfermedades, las drogas y esos pedófilos que campan a sus anchas por todas partes, y luego te preguntas si de verdad quieres lo mejor para ella o, en cambio, lo que crees que es mejor para ti… —Se inclinó sobre la niña y sonrió—. Te darás cuenta de que ya es hora de que antepongas su bienestar por encima del tuyo. —Su sonrisa se esfumó cuando levantó la vista para mirarme fijamente—. ¿Sabrás hacer eso, Annie?

Desplacé la mirada hasta sus manos, que descansaban sobre el cuerpo diminuto de la niña, unas manos que habían asesinado al menos a una persona y sabe Dios qué cosas a aquella mujer piloto.

Con la cabeza inclinada, contesté:

—Sí, sí que sabré.

Durante el resto de ese día, cada músculo de mi cuerpo me gritaba que echase a correr, y las piernas me dolían de la dosis de adrenalina acumulada que circulaba por ellas. Me temblaban las manos, se me caían los platos, la ropa, el jabón… todo. Cuanto más frustrado se sentía él, más cosas se me caían a mí de las manos, y más me dolían las piernas. Pegaba un brinco ante el menor ruido, y si él empezaba a moverse más rápido, se me agolpaba la sangre en las venas y me ponía a sudar a mares.

Al día siguiente, se preparó una pequeña bolsa de viaje con una muda de ropa y se largó sin decir una sola palabra sobre adonde iba. Mi sensación de alivio se vio superada por el terror que sentí de que, finalmente, se hubiese cansado de nosotras y no fuese a regresar. Registré de nuevo la cabaña de arriba abajo con dedos frenéticos, pero no había forma de salir de allí. Regresó al día siguiente, y yo seguía sin tener ni idea de cómo iba a sacar a mi hija de aquel infierno.

De dondequiera que hubiese estado, se trajo consigo algún virus o bacterias, y no tardó en empezar a toser y estornudar. Como era de esperar, era un mal enfermo, muy exigente. No sólo tenía que encargarme de la niña y de hacer mis tareas, ahora además tenía que enjugarle la frente cada cinco putos segundos, ocuparme de que no se apagara el fuego, y llevarle mantas calientes recién salidas de la secadora —idea suya, no mía— mientras él languidecía en la cama. Yo rezaba por que le diese una neumonía y se muriese.

Me hacía leerle hasta que se me quedaba la voz ronca. Yo habría preferido jugar al póquer con él, como hacía con mi padrastro. Wayne no era el enfermero más solícito del mundo, y eso a mí no me importaba, pero sí que me enseñaba a jugar a las cartas cuando estaba enferma. Ante el primer indicio de un resfriado, sacaba la baraja y nos pasábamos horas jugando. Me encantaba el tacto de las cartas en mis manos, los números, el orden de la baraja. Más que otra cosa, me gustaba ganar, y cada vez tenía que enseñarme partidas más difíciles para poder ganarme de vez en cuando.

Al segundo día, los ataques de tos eran tan fuertes que hice una pausa de mi lectura y dije:

—¿Tienes algún medicamento?

Como si estuviera amenazándolo con meterle algún brebaje por la garganta en ese mismo momento, me agarró del brazo, me clavó las uñas y exclamó:

—¡No! ¡Nada de medicamentos!

—Podrían ayudarte.

—Los medicamentos son veneno, ¿me oyes? —Noté en el brazo el ardor de la fiebre.

—A lo mejor si fuese a la ciudad a ver a un médico…

—¡Los médicos son aún peores que los medicamentos! Los médicos mataron a mi madre. Si me hubiesen dejado cuidar de ella, todo habría ido bien, pero le metieron en las venas todos sus venenos y se puso cada vez más enferma. Ellos la mataron.

Incluso con la nariz completamente congestionada, cada palabra estaba impregnada de desprecio.

Al cabo de unos días dejó de toser, pero entonces la niña empezó a llorar por las noches y a despertarse cada una o dos horas. Cuando la tocaba con la mano, la notaba caliente. Intentaba consolarla en cuanto se despertaba, pero una vez no actué con suficiente rapidez y él le arrojó una almohada a su cuna.

Otra de las veces no me dejó acudir a su lado, y me dijo:

—Sigue leyendo. Sólo quiere llamar la atención.

Yo quería cuidar de mi hija, quería mantenernos a las dos con vida. Seguí leyendo.

Sus berridos se hicieron más insistentes. Él me arrancó el libro de las manos.

—Haz que se calle o lo haré yo.

Con el tono de voz más sereno y reconfortante que fui capaz de articular, la saqué de su cunita y dije:

—Creo que a lo mejor ella también está cayendo enferma.

—No le pasa nada. Sólo tienes que aprender cómo controlarla. —Enterró la cabeza bajo la almohada. Yo sentí la descabellada necesidad de ir corriendo y apretar aquella almohada con todo el peso de mi cuerpo, pero entonces asomó la cabeza y dijo—: Tráeme un vaso de agua, y que sea fresca esta vez.

Le dediqué una sonrisa risueña mientras, en mi interior, otra parte de mí estallaba en mil pedazos y desaparecía para siempre.

A la mañana siguiente, más pronto que de costumbre, la niña se despertó llorando. La tomé enseguida en brazos y me puse a caminar de puntillas, tratando de tranquilizarla, pero era demasiado tarde. El Animal se levantó de la cama de un salto y se vistió mientras me lanzaba una mirada asesina.

—Lo siento, pero creo que está enferma de verdad.

Salió de la cabaña muy malhumorado. Volví a meterme en la cama y me dispuse a darle de mamar. Era una de las cosas que más me gustaba hacer con ella. Me encantaba cómo levantaba la cabecita para mirarme, apoyando una mano minúscula en mi pecho, cómo se le hinchaba el estómago cuando ya estaba llena, cómo su culito se amoldaba perfectamente a mi mano. Todo en ella era tan delicado… sus manitas, con sus pequeñas líneas y sus uñas diminutas, sus suaves mejillas, sus pestañas oscuras y sedosas…

Normalmente, cuando acababa de darle de mamar, me ponía a darle besos por todas partes, empezando por los pies y su delicado empeine. Cuando llegaba a la altura de sus manos, hacía como que le mordisqueaba los deditos y luego iba subiendo poco a poco por el brazo. Como apoteósico final, le hacía pedorreras en la barriga hasta que la niña emitía unos graciosos grititos de alegría.

Sin embargo, aquel día, mi niña habitualmente feliz estaba inquieta y llorona, y cada vez que intentaba darle el pecho apartaba la boca de mi pezón de inmediato. Tenía la piel caliente al tacto, y las mejillas eran dos redondeles colorados, como si alguien le hubiese pintado una cara de payaso. Tenía la barriga hinchada y pensé que tal vez tendría gases, de modo que empecé a pasearla en brazos, pero lo vomitó todo encima de mi hombro y al final se quedó dormida llorando. Nunca en toda mi vida me había sentido tan impotente. Me aterrorizaba la reacción del Animal si se lo decía, pero tenía que conseguir ayuda para ella.

—La niña está muy enferma, necesita un médico —dije en cuanto regresó.

Me miró fijamente.

—Prepara el desayuno.

Durante el desayuno, la pequeña empezó a llorar en su cesta y yo me acerqué a tomarla, pero él levantó la mano y dijo:

—Déjala. Tomándola en brazos sólo refuerzas su mal comportamiento. Acábate el desayuno.

Sus berridos desgarraban el aire, y entre un sonoro aullido y el siguiente, cuando se paraba a respirar, creí detectar un espasmo en sus bronquios.

—Está muy malita. ¿Podemos llevarla a un médico, por favor? Ya sé que tu madre murió, pero tenía cáncer… no fueron los médicos los que la mataron. Puedes atarme en el interior de la furgoneta y llevarla a ella. —Vacilé por un instante—. O esperaré aquí y tú la llevas, ¿de acuerdo?

¿De verdad acababa de decir aquello? ¡La niña se quedaría a solas con él! Pero al menos obtendría ayuda.

Masticaba muy lentamente. Al final, hizo una pausa, se enjugó la boca con la servilleta, bebió un sorbo de agua y dijo:

—Los médicos hacen preguntas.

El llanto de la niña había alcanzado un volumen capaz de romperle el corazón a cualquiera.

—Ya lo sé, pero tú eres listo, más listo que cualquier médico, y sabrás exactamente qué decir para que no sospechen nada.

—Exacto. Soy más listo que cualquier médico, y por eso sé que la niña no necesita ninguno. —Se fue derecho a su cuna, conmigo detrás, pegada a sus talones. Alzó la voz hasta competir con los berridos y dijo—: Sólo necesita aprender un poco de respeto.

—¿Por qué no descansas un poco y trato yo de calmarla?

—No, Annie. Es evidente que has estado haciendo algo mal.

Cuando la sacó de la cesta, me agarré la tela del vestido a la altura del muslo para evitar que mis manos se lanzaran a golpearle en la espalda y recé por que se calmase en sus brazos. Sin embargo, cuando la acunó en ellos, los gritos se intensificaron aún más.

—Por favor, dámela a mí. —Extendí las manos temblorosas—. Por favor… Está asustada.

Me miró fijamente a los ojos, con la cara lívida de ira, y acto seguido, lanzó las manos al aire y dejó caer a la niña. Conseguí atraparla, al tiempo que perdía el equilibrio y caía de rodillas en el suelo. Ya fuera por la sorpresa o por cansancio extremo, la pequeña emitió un hipido exhausto y se quedó callada en mis brazos. Él se arrodilló y acercó su rostro al mío, tan cerca que noté su aliento en mi cara.

—Has puesto a mi hija en mi contra. No me gusta, Annie. No me gusta nada.

Con voz trémula, acerté a susurrar:

—Yo nunca haría algo así… sólo está confusa, porque no se encuentra bien. La niña te quiere. Yo sé que te quiere, lo noto. —Ladeó la cabeza—. Cuando oye tu voz, sus ojos se mueven en esa dirección. Eso no lo hace conmigo cuando tú la tienes en brazos.

Me acababa de inventar aquella barbaridad, pero tenía que convencerlo.

Me horadó con la mirada durante un angustioso minuto. Luego juntó las manos y dijo:

—Vamos, que se nos enfría el desayuno.

Dejé a la niña en su cesta y lo seguí con el cuerpo en tensión, a la espera de oír su llanto de un momento a otro. Por suerte, se había quedado dormida.

Después de desayunar, el Animal se desperezó y se dio unas palmaditas en la barriga. Tenía que intentarlo de nuevo.

—A lo mejor, si me dejas echar un vistazo a los libros, tal vez encontrara alguna hierba o planta de las que crecen por aquí para dársela. Sería un remedio natural, y tú también podrías hojear los libros y ver qué podríamos darle.

Dirigió la mirada a su cuna y dijo:

—Se pondrá bien.

Pero no fue así. Durante los dos días siguientes, le subió la fiebre; su piel de seda ardía en mis manos, y no tenía la menor idea de qué podía hacer por ella. La tos la dejaba sin resuello, y yo le ponía paños calientes en el pecho para tratar de aliviarle la congestión, pero con eso sólo conseguía intensificar su llanto. Nada surtía efecto. Empezó a despertarse a cada hora por las noches, y yo no conseguía conciliar el sueño, sino que permanecía en un estado de duermevela constante, presa del miedo. A veces oía como se le congestionaba el aire en la garganta y mi corazón dejaba de latir hasta que la oía respirar de nuevo.

El Animal decidió que si lloraba durante el día, no teníamos que hacerle caso, para que aprendiese un poco de autocontrol, pero lo normal es que no aguantara más de diez minutos antes de salir por la puerta hecho una furia y gritando: «¡Haz que se calle!». Yo siempre la cogía enseguida por las noches, cuando lloraba, pero si lo despertaba, le arrojaba la almohada, a la niña, a mí, o se tapaba la cabeza con ella. A veces daba puñetazos a la cama.

Para que él pudiera volver a dormirse, yo me encerraba en el cuarto de baño con la niña hasta que se calmara. Una noche, con la esperanza de que el vapor la ayudase a respirar, abrí el grifo de la ducha, pero no tuve tiempo de averiguar si habría surtido efecto o no, porque apareció encolerizado por la puerta y gritándome que cerrase el agua inmediatamente.

Al cabo de unas cuantas noches así, me convertí en una zombi. La quinta noche que estuvo enferma, me parecía como si se estuviera despertando cada media hora, y cada vez me costaba más mantenerme despierta para anticiparme a su llanto. Recuerdo que me pesaban tanto los párpados que quise cerrarlos sólo un segundo, para descansar un poco, pero debí de quedarme dormida, porque me desperté de un sobresalto. Mi primer pensamiento fue en lo tranquila que estaba la cabaña y, aliviada porque la niña estuviese descansando al fin, dejé que se me cerraran las pestañas. Luego advertí que no notaba la presencia del Animal a mi lado y me levanté de golpe.

La cabaña estaba a oscuras. Aunque era verano, la noche anterior había refrescado, así que él había encendido un pequeño fuego, y por el resplandor de las ascuas vi su silueta dibujada a los pies de la cama. Estaba un poco encorvado hacia delante, así que pensé que la estaba tomando en brazos, pero cuando se volvió, vi que ya la tenía en su regazo. Medio dormida, extendí los brazos.

—Lo siento, no la he oído llorar.

Me dio a la niña, encendió la lámpara y empezó a vestirse. Yo no entendía por qué. ¿Acaso ya era hora de levantarse? ¿Por qué no había dicho nada? La niña estaba tranquila en mis brazos, y le retiré la manta de la cara.

Por primera vez en varios días, no la tenía contraída ni parecía incómoda, y no tenía las mejillas coloradas ni estaba sudorosa. Pero su palidez tampoco parecía completamente normal, y tenía la boquita de color azulado. Hasta los párpados los tenía azules. Los ruidos que hacía él al vestirse eran amortiguados por las palpitaciones de mi corazón en los oídos, y de repente, se hizo un silencio absoluto en mi cabeza.

Cuando le puse mi mano fría en la mejilla, ésta estaba más fría aún. No se movía. Acerqué el oído a su boca y noté cómo se me encogía el pecho mientras mis propios pulmones trataban con todas sus fuerzas de respirar. No oí nada. No percibí nada. Luego acerqué el oído a su pecho diminuto, pero lo único que se oía eran los latidos de mi corazón desbocado.

Le hice pinza con los dedos en la nariz diminuta, insuflé aire en su boquita y le apreté el pecho varias veces. Oí una especie de aullidos en la habitación. El corazón me dio un salto de alegría… hasta que me di cuenta de que era yo misma quien los emitía. Entre un intento de reanimación y el otro, acercaba el oído a su boca.

—Por favor, por favor, respira… Dios, por favor, ayúdame, Dios mío…

Era demasiado tarde. Estaba demasiado fría.

Me quedé paralizada a los pies de la cama y traté frenéticamente de negar el hecho de que estaba sosteniendo a mi hija muerta en mis brazos. El Animal nos miraba con gesto impasible.

—¡Te dije que necesitaba un médico! ¡Te lo dije…! —le grité mientras le golpeaba las piernas con una mano mientras me aferraba a la niña con la otra.

Me dio una bofetada en la cara y luego, con voz indiferente, dijo:

—Dame a la niña, Annie.

Negué con la cabeza.

Me agarró el cuello con una mano y cerró la otra en torno a su minúsculo cuerpo. Nos miramos. La mano que me rodeaba el cuello empezó cerrarse con más fuerza.

La solté.

Él la tomó de mis brazos y se la llevó al pecho, luego se incorporó y se dirigió a la puerta.

Quise decir algo, lo que fuese, para detenerlo, pero no conseguía que mi boca articulase ninguna palabra. Al final, levanté su mantita en el aire, quise arrojarla a su espalda en movimiento y, con un hilo de voz, acerté a decir:

—Frío… Tiene frío…

Se detuvo, volvió sobre sus pasos y se plantó delante de mí. Cogió la manta pero se limitó a quedársela mirando, en la mano, con una expresión indescifrable. Quise coger a mi hija y extendí los brazos, con ojos suplicantes. Su mirada se cruzó con la mía un instante, y por un momento creí ver algo atravesándole el rostro, un asomo de duda, pero al cabo de un segundo su mirada se ensombreció y su gesto se tornó severo. Movió la manta hacia arriba para taparle la cabeza.

Empecé a chillar.

Se dirigía hacia la puerta. Me levanté de la cama de un salto, pero era demasiado tarde.

Clavé las uñas desesperadamente, inútilmente, en la puerta. Le di patadas y la golpeé hasta que ya fui incapaz de levantar mi cuerpo magullado del suelo. Al final, apoyé la mejilla a la puerta y grité su nombre secreto hasta que se me secó la garganta.

Estuvo sin aparecer unos dos días. No sé cuánto tiempo pasé junto a la puerta, gritando y suplicándole que me la trajera. Arañé la superficie hasta que me sangraron los dedos y me destrocé todas las uñas, sin conseguir dejar ni siquiera una marca. Al final encaminé mis pasos de nuevo hasta la cama y lloré hasta quedarme sin lágrimas.

En un patético intento de ganar tiempo para no sufrir, mi cerebro quiso racionalizar lo que había sucedido y tratar de encontrarle sentido, pero sólo podía pensar en que su muerte era culpa mía: me había quedado dormida. ¿Habría llorado? Tenía tan interiorizados cada uno de sus ruiditos que, de haber sido así, sin duda la habría oído. ¿O acaso estaba tan agotada que me había quedado profundamente dormida? Era culpa mía, todo era culpa mía, debería haberme despertado por la noche para ver cómo estaba.

Cuando abrió la puerta, estaba sentada en la cama con la espalda apoyada en la pared. No me habría importado que me hubiese matado allí mismo. Pero cuando se acercó a mí, me percaté de que llevaba algo en los brazos y el corazón me dio un brinco. ¡Todavía estaba viva! Me dio el fardo. Era su manta, sólo su manta.

Me abalancé sobre el pecho del Animal y empecé a golpearlo con todas mis fuerzas. Con cada golpe, repetía: «¡Maldito loco cabrón, maldito loco cabrón, maldito loco cabrón!». Me agarró por los brazos, me alzó del suelo y me sostuvo alejada de él. Como una gata callejera enloquecida, seguí dando zarpazos en el aire.

—¿Dónde está? —Escupía saliva por la boca—. Dímelo ahora mismo, hijo de puta. ¿Qué coño has hecho con ella?

Por su expresión, parecía confundido incluso cuando respondió:

—Pero… te he traído su…

—Me has traído una manta. ¡¿Una manta?! ¿Crees que eso va a reemplazar a mi hija? ¡Maldito estúpido de mierda! —Una risa histérica empezó a salirme a borbotones por los labios y se convirtió en carcajadas.

Me soltó los brazos, di con los pies en el suelo con un ruido sordo y me tambaleé hacia delante. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, tomó impulso con el brazo y me encajó un puñetazo en la mandíbula. Cuando el suelo se abalanzó sobre mí, toda la habitación se quedó a oscuras.

Me desperté sola en la cama, donde debía de haberme dejado él, con un doloroso martilleo en la mandíbula. La manta de mi hija estaba cuidadosamente doblada encima de la almohada, a mi lado.

Hasta este día, nadie sabe el nombre de mi hija, ni siquiera la policía. He intentado decirlo en voz alta, sólo para mí misma, pero se me queda atascado en la garganta, en el corazón.

Cuando el Animal salió por aquella puerta con ella, se llevó consigo todo lo que quedaba de mí. Sólo tenía cuatro semanas cuando murió… o fue asesinada. Cuatro semanas. Eso no es tiempo suficiente para haber vivido. Vivió nueve veces más en mi vientre de lo que llegó a vivir en el mundo.

Veo fotos en las revistas de niños de la misma edad que ella tendría ahora, y me pregunto si se parecería a ellos. ¿Tendría todavía el pelo oscuro? ¿De qué color serían sus ojos? Cuando fuera mayor, ¿habría sido una persona feliz o una mujer seria? Nunca lo sabré.

El recuerdo más nítido que tengo de aquella noche es el de él sentado a los pies de la cama con ella en brazos y pienso: «¿Y si lo hizo?». Luego pienso que aunque no fuese intencionadamente, él la mató al negarse a buscar ayuda para ella. Es más fácil odiarlo a él, culparlo a él. De lo contrario, no hago más que rememorar una y otra vez esa noche tratando de recordar en qué posición estaba la última vez que la dejé en su cuna. Durante un rato me convenzo de que estaba boca arriba y fue culpa mía porque seguramente tenía neumonía y se ahogó en la mucosidad. Luego pienso que no, que debí de ponerla boca abajo, y me pregunto si murió asfixiada estando yo durmiendo a menos de metro y medio de ella. He oído que se supone que una mujer sabe cuándo sus hijos están en peligro. Pero yo no presentí nada. ¿Por qué no lo presentí, doctora?