SESIÓN DIEZ

Joder, anoche sí que tuve un momento de gloria, doctora. Estaba durmiendo —en mi cama, le alegrará saberlo— cuando me entraron ganas de ir a mear y me fui a trompicones al cuarto de baño. Cuando volví a la cama, me di cuenta de lo que había hecho, y vaya si me despertó semejante acontecimiento: naturalmente, estaba tan entusiasmada que me desvelé y no pude volver a dormir en toda la noche.

Sólo era una vieja costumbre, levantarme para ir al baño en plena noche, pero eso es buena señal porque significa que estoy recuperando mis viejas rutinas, ¿no? Y a lo mejor eso significa que me estoy recuperando, y recuperándome a mí misma. Descuide, no me olvido de lo que dijo respecto a aprender a aceptar que nunca volveré a ser exactamente la misma persona que era antes del secuestro. Pero aun así, algo es algo.

A lo mejor salió bien porque estaba dormida y no tuve ocasión de pensarlo antes. Siempre me ha gustado esa expresión: «Baila como si nadie te estuviera mirando». Puedes estar sola en tu casa y de pronto suena en la radio una canción marchosa, a lo mejor empiezas a mover un poco el cuerpo, la música te da buenas vibraciones, te pones a seguir el ritmo, estás disfrutando. Mueves las piernas a un lado y a otro, levantas las manos en el aire y le das un meneo al culo de mucho cuidado. En cambio, en cuanto estás en un lugar público, crees que todo el mundo te está mirando, que todos te están juzgando. Y te dices: ¿estaré meneando demasiado el culo? ¿Estoy siguiendo el ritmo? ¿Se están riendo de mí? Y entonces dejas de bailar.

Todos y cada uno de los días que pasé en la montaña, él me ponía a prueba. Si estaba contento, me concedía algún privilegio extraordinario. Si no hacía algo lo bastante rápido o lo bastante perfecto, cosa que no ocurría muy a menudo porque siempre iba con mucho cuidado, me daba una bofetada o me quitaba alguna dispensa.

Mientras el Animal estaba ocupado evaluando mi comportamiento, yo analizaba el suyo. Ni siquiera después de nuestra charla sobre su madre conseguí figurarme qué cosas podían sacarlo de quicio, y cada situación era una pista que poder guardar y archivar en mi memoria. Interpretar sus deseos y necesidades se convirtió para mí en una tarea a tiempo completo, así que estudiaba todos y cada uno de los matices de la expresión de su cara, todas y cada una de las inflexiones de su voz.

Los años de convivencia con una madre cuyo estado de sobriedad había aprendido a calibrar por el ángulo exacto de la caída de sus párpados me habían entrenado para aquella misión, pero en la escuela de mamá también había aprendido que es como intentar predecir la reacción de un tigre: nunca sabes si estás a punto de ser su compañero de juegos o de convertirte en su próxima cena. Absolutamente todo dependía de su estado de ánimo, de su humor. A veces, cometía un error grave y él apenas reaccionaba, mientras que otras veces, metía la pata por alguna tontería y él se ponía hecho una furia.

Hacia el mes de marzo, cuando yo estaba de unos seis meses, apareció un día después de una de sus salidas para ir a cazar y dijo:

—Necesito tu ayuda aquí fuera.

¿Fuera? ¿Quería decir fuera de la cabaña? Lo miré fijamente, tratando de buscar alguna señal de que estaba bromeando o planeaba matarme allí fuera, pero su semblante no mostraba ningún rastro de emoción.

Me tiró uno de sus abrigos y un par de botas de goma.

—Ponte esto.

Antes incluso de que me hubiera subido la cremallera del abrigo, me agarró del brazo y me empujó hacia la puerta.

El olor a aire puro me golpeó en la cara como si me hubiera dado de bruces contra una pared, y se me hizo un nudo en el pecho de la emoción. Quise examinar el paisaje a mi alrededor mientras él me llevaba hasta los restos de un ciervo muerto, a unos seis metros de la cabaña, pero era un día soleado y el resplandor que irradiaba la nieve hacía que me lloraran los ojos. Tan sólo acerté a ver que estábamos en un claro del bosque.

Todo mi cuerpo ardía de frío. La nieve sólo me llegaba hasta los tobillos, pero no estaba a acostumbrada a la intemperie, y llevaba las piernas al descubierto. Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la intensidad de la luz, pero antes de que pudiera asimilar gran cosa, me obligó a arrodillarme junto a la cabeza del ciervo. Todavía le manaba sangre de un orificio detrás de la oreja y de un tajo en la garganta que había teñido de color rosado la nieve alrededor. Intenté apartar la mirada, pero el Animal me volvió la cara hacia el cadáver.

—Presta atención: quiero que te arrodilles detrás del ciervo y, cuando lo coloquemos boca arriba, quiero que le mantengas separadas las patas traseras mientras yo lo destripo. ¿Lo has entendido?

Había entendido lo que quería que hiciera, pero no por qué me lo pedía, nunca antes lo había hecho. Tal vez sólo quería que viera lo que era capaz de hacer o, para ser más exactos, lo que era capaz de hacerme a mí.

Sin embargo, asentí con la cabeza y, procurando evitar los ojos vidriosos del ciervo, me coloqué de cuclillas en el otro extremo y le sujeté las patas traseras, completamente rígidas. El Animal, sonriendo y canturreando, se arrodilló junto a la cabeza y entre los dos lo pusimos boca arriba.

A pesar de que ya sabía que estaba muerto, me causaba desazón ver al ciervo tan indefenso y grotesco en aquella postura, de espaldas y despatarrado. Nunca había visto un animal muerto tan de cerca. Al percibir mi inquietud, tal vez, el bebé se puso a dar patadas insistentemente.

Se me hizo un nudo en el estómago al ver como la punta del cuchillo del Animal se hincaba en la entrepierna del ciervo como si fuera de mantequilla. Percibí el olor metálico de la sangre mientras trazaba un círculo en las entrañas del ciervo para, acto seguido, rajarle el estómago de arriba abajo. Me vino la imagen de él mismo rajándome a mí, con la misma expresión de serenidad en la cara. Di un respingo y me fulminó con la mirada.

Murmuré un «lo siento», apreté los dientes por el frío y me obligué a inmovilizar todos los músculos. Él reanudó su labor de destripamiento y su canturreo.

Mientras él estaba ocupado en la operación, yo me puse a inspeccionar los alrededores del claro. Estábamos rodeados por un extenso grupo de abetos, todos con las ramas combadas por el peso de la nieve. Unas huellas de pisadas, de haber llevado algo a rastras y de lo que parecía alguna que otra gota ocasional de sangre desaparecían por el costado de la cabaña. El aire olía a limpio, a humedad, y la nieve crujía bajo mis pies. He esquiado en algunas montañas de la parte continental de Canadá, y la nieve huele diferente en otras partes, como más seca, y hasta parece distinta. La modesta cantidad de nieve y la forma del terreno, junto con el olor, me hicieron albergar la esperanza de que todavía me encontraba en la isla, o al menos en algún lugar de la costa.

El Animal me hablaba mientras se afanaba con el cuchillo.

—Es mejor para nosotros comer los alimentos procedentes directamente de la tierra, comida que sea pura, que nunca haya sido tocada por la mano del hombre. Cuando fui a la ciudad compré algunos libros sobre cómo curar la carne y hacer conservas de alimentos. Al final seremos completamente autosuficientes, y nunca tendré que dejarte sola en casa.

No es que me pusiera a dar saltos de entusiasmo, pero debo admitir que me hacía cierta ilusión la idea de hacer algo nuevo, lo que fuera.

Cuando terminó de destripar por completo al ciervo y ya le sobresalía la bolsa del estómago, levantó la mirada del cuerpo y dijo:

—¿Has matado alguna vez en tu vida, Annie?

No se conformaba con llevar un cuchillo en la mano para resultar amenazador, que además tenía que ponerse a hablar de matar.

—Nunca he ido a cazar.

—Responde a la pregunta, Annie.

Nos miramos fijamente por encima del cadáver del ciervo.

—No, nunca he matado nada ni a nadie.

Sujetando el cuchillo por la punta del mango, empezó a hacerlo oscilar en el aire, como si fuera un péndulo. Con cada balanceo, repetía:

—¿Nunca? ¿Nunca? ¿Nunca?

—Nunca…

—¡Mentirosa!

Lanzó el cuchillo hacia arriba, lo atrapó por el mango en el aire y lo hundió en el cuello del ciervo, hasta la empuñadura. Asustada, perdí el equilibrio y caí de espaldas en la nieve. No dijo una palabra mientras trataba, no sin gran esfuerzo, de incorporarme. Cuando volví a sentarme en cuclillas, rápidamente sujeté las patas del ciervo y me preparé para que montara en cólera por haberme caído, pero se limitó a mirarme fijamente a los ojos. A continuación bajó la mirada hasta la raja del estómago del ciervo, la desplazó hasta mi barriga y volvió a mirarme a los ojos. Empecé a balbucear.

—Atropellé a un gato con el coche cuando era adolescente. Fue sin querer, pero volvía a casa muy tarde y estaba muy, muy cansada, cuando, de pronto, oí el topetazo y lo vi salir despedido por los aires. Lo vi aterrizar y desaparecer en el bosque y detuve el coche. —El Animal seguía mirándome fijamente y las palabras seguían saliendo a borbotones—. Me adentré en el bosque para buscarlo, llorando y llamándolo: «Gatito, gatito…», pero no lo encontré por ninguna parte. Me fui a casa y se lo conté a mi padrastro, y él me acompañó al lugar con una linterna y estuvimos buscándolo durante una hora, pero no conseguimos dar con él. Mi padrastro me dijo que seguramente no le había hecho nada y que se habría ido corriendo a casa, pero por la mañana, miré debajo de mi coche y vi toda aquella sangre y aquel pelo de gato en el eje.

—Estoy impresionado —comentó con una amplia sonrisa—. No creía que tuvieras las agallas suficientes.

—¡Y no las tengo! Fue un accidente…

—No, no lo creo. Creo que viste el reflejo momentáneo de sus ojos en los faros y te preguntaste qué se sentiría. Y de pronto, creció en ti un odio inmenso hacia el gato y pisaste a fondo el acelerador. Creo que el ruido del impacto cuando le golpeaste, cuando supiste que le habías dado, te hizo sentirte poderosa, te hizo sentirte…

—¡No! No, claro que no. Me sentí fatal… todavía hoy me siento fatal.

—¿Y seguirías sintiéndote igual de mal si el gato fuera un asesino? Seguramente había salido a cazar, ¿no crees? ¿Has visto alguna vez a un gato torturar a su presa? ¿Y si el gato estaba enfermo y no tenía hogar, y si nadie lo quería? ¿Haría eso que te sintieras mejor, Annie? ¿Y si supieras, con sólo mirarlo, que sus dueños lo maltrataban, que no le daban comida suficiente, que le daban palizas? —Alzó la voz—. ¡A lo mejor le hiciste el puto favor de su vida, ¿nunca se te ha ocurrido pensar eso?!

Era casi como si quisiese que le diese mi aprobación por algo que había hecho. ¿Quería confesarse o sólo pretendía volverme loca? Lo más probable era lo segundo, así que no estoy segura de quién de los dos se quedó más sorprendido cuando acerté a hablar al fin.

—¿Has… has matado alguna vez a otra persona?

Extendió la mano y acarició con delicadeza el mango del cuchillo.

—Una pregunta valiente.

—Lo siento, pero es que nunca he conocido a nadie que… ya sabes. He leído un montón de libros y he visto la tele y películas, pero nunca he hablado personalmente con nadie que lo haya hecho.

Era una forma sencilla de que pareciese que mi interés era genuino; siempre me había fascinado la psicología, especialmente los trastornos psicológicos. Decididamente, los asesinos formaban parte de esa categoría.

—Y si pudieras hablar personalmente, tal como tú dices, con alguien que lo haya hecho, ¿qué le preguntarías?

—Querría… querría saber por qué. Pero a lo mejor a veces, ni ellos mismos lo saben, ¿no? A lo mejor ni siquiera ellos lo entienden.

Debía de ser la respuesta correcta, porque asintió rotundamente con la cabeza y dijo:

—Matar es algo muy curioso. Los seres humanos han ideado todas esas reglas sobre cuándo consideran que está bien. —Soltó una risotada—. ¿Defensa propia? Ningún problema. Encuentras un médico que declara que estás loco, y no pasa nada. ¿Una mujer mata a su marido pero tiene el síndrome premenstrual? Si tienes un abogado medianamente bueno, tampoco pasa nada.

Con la cabeza ladeada hacia mí, se balanceaba hacia delante y hacia atrás sobre los talones, en la nieve.

—¿Y si supieras con certeza lo que va a pasar y pudieras impedirlo? ¿Y si pudieras ver algo, algo que los demás no ven?

—¿Como qué?

—Es una pena que no encontraras al gato, Annie. La muerte tan sólo es una prolongación de la vida, simplemente. Y cuando presencias la muerte, la puerta a una nueva dimensión, te das cuenta de lo innecesario que resulta que te pongas limitaciones en ésta.

Todavía no había admitido que hubiese matado a alguien alguna vez, y me pregunté si no sería mejor dejar correr aquello por el momento, pero saber cuándo es el momento de echarse atrás nunca ha sido uno de mis puntos fuertes, precisamente.

—Bueno, ¿y qué se siente, cuando matas a alguien…?

Ladeó la cabeza hacia el lado opuesto y arqueó las cejas.

—Conque planeando matar a alguien, ¿eh? —Antes de que pudiera negarlo, siguió hablando, pero la conversación no derivó hacia la senda que yo esperaba—. Mi madre murió de cáncer, cáncer de ovarios. Se pudrió por dentro, y hacia el final, hasta podía oler cómo se iba muriendo. —Hizo una pausa un momento, con la mirada vacía, inerte. Estaba intentando pensar qué podía preguntarle a continuación cuando dijo—: Yo sólo tenía dieciocho años cuando enfermó, su marido había muerto un par de años antes, pero no me importaba cuidar de ella. Sabía cómo ocuparme de ella mejor que nadie. Pero ella no dejaba de llorar por él. A pesar de que le había dicho que la había abandonado y que ella no le importaba nada, no como a mí, lo único que quería mi madre era que fuese en su busca, que lo encontrara. Después de todo lo que yo había hecho por ella… vi lo que le hizo él. Lo vi con mis propios ojos, pero ella seguía llorando por él.

—No lo entiendo, has dicho que murió. ¿Qué quieres decir con eso de que le dijiste que la abandonó?

—Él se pasaba meses fuera, meses enteros, y estábamos bien. Y luego volvía a casa, y yo siempre sabía cuándo iba a volver, porque la ayudaba a ponerse el vestido para él, y se maquillaba. Yo le decía que no me gustaba que se maquillara, pero ella me contestaba que a él sí. Él ni siquiera permitía que comiera con ellos; sé que ella quería darme de comer, pero él la hacía esperar hasta que hubiera acabado. Para él, yo no era más que un perro callejero que su mujer había traído a casa de la perrera. Luego, después de cenar, se metían en el dormitorio y cerraban la puerta, pero una noche, debía de tener yo unos siete años, no la cerraron del todo. Y vi… ella estaba llorando. Las manos de él… —Su voz se fue apagando y se quedó con la mirada perdida.

—¿Tu padre le estaba pegando?

Ya había advertido antes que, cuando hablaba de su madre, la voz se le apagaba, y esta vez, cuando respondió, hablaba casi como un autómata.

—Yo era muy delicado… Siempre era delicado con ella cuando la tocaba. No la hacía llorar. Aquello no estaba bien.

—¿Le estaba haciendo daño?

Con los ojos fijos en el centro de mi pecho, y la mirada hueca, negó con la cabeza, una y otra vez, mientras repetía:

—Aquello no estaba bien…

Se acarició el mentón.

—Ella me vio… en el espejo. Me vio. —La piel de alrededor de sus dedos enrojeció al tiempo que, por unos segundos, cerraba la mano alrededor del cuello con fuerza; a continuación, se llevó la mano al muslo y se puso a restregarlo con ahínco, como si quisiese limpiarse algo de la palma. Con voz áspera, dijo—: Y luego… sonrió.

La boca del Animal esbozó una sonrisa beatífica, que fue ampliándose hasta casi convertirse en una mueca. Mantuvo aquel rictus tanto tiempo que tenía que dolerle por fuerza. Noté que se me aceleraba el corazón.

Me miró al fin a los ojos y añadió:

—A partir de ese día, siempre dejó la puerta abierta. Dejó la puerta abierta durante años… —La voz se le apagó de nuevo—. Cuando cumplí los quince, empezó a afeitarme a mí también, para que mi piel estuviese tan lisa como la de ella, y si la abrazaba con demasiada fuerza por las noches, se enfadaba. A veces, cuando soñaba, las sábanas… me hacía quemarlas. Estaba cambiando.

Procurando hablarle en voz baja y suave, pregunté:

—¿Cambiando?

—Un día, llegué a casa de la escuela más temprano que de costumbre. Oí unos ruidos que procedían del dormitorio. Creía que él estaba de viaje, así que me acerqué a la puerta. —En ese momento se estaba frotando el pecho con fuerza, como si le costase respirar—. Él estaba detrás de ella. Y otro hombre, un extraño… Me fui antes de que ella me viera. Esperé fuera, debajo del porche…

Se interrumpió de golpe, y al cabo de unos segundos, dije:

—¿Debajo del porche?

—Con mis libros. Ahí es donde los escondía. Sólo se me permitía leer dentro si él estaba en casa. Cuando se iba, ella decía que interferían con nuestro tiempo a solas. Si me sorprendía leyendo alguno, le arrancaba las páginas.

Ahora ya sabía por qué siempre tenía tanto cuidado con los libros.

—Una hora después, cuando los hombres pasaron por encima de mi cabeza, todavía olían a ella. Iban a salir a tomar una cerveza. Ella estaba dentro de la casa… tarareando una canción. —Negó con la cabeza—. Mi madre no debería haberles permitido que le hicieran esas cosas. Estaba enferma. No veía que aquello estaba mal. Necesitaba mi ayuda.

—¿Y lo hiciste? ¿La ayudaste?

—Tenía que salvarla, tenía que salvarnos a los dos, antes de que cambiase tanto que ya no pudiese ayudarla, ¿lo entiendes?

Lo entendía. Asentí con la cabeza.

Satisfecho, siguió hablando.

—Una semana después, cuando ella había salido a comprar, le pedí a él que me acompañara con el coche para poder enseñarle una vieja mina que había en el bosque. —Se quedó mirando fijamente el cuchillo del cuello del ciervo—. Cuando mi madre volvió a casa, le dije que él había recogido todas sus cosas y se había marchado, que había conocido a otra persona. Ella lloró, pero yo cuidé de ella, como al principio, sólo que esta vez era aún mejor porque no tenía que compartirla con nadie. Luego se puso enferma e hice todo lo que a ella le gustaba, hice todo cuanto me pedía. Absolutamente todo. Así que cuando su estado empeoró y me pidió que la matara, creyó que yo sería capaz de hacerlo. Pero yo no quería. No podía. Me lo suplicó, me dijo que no era un hombre de verdad, que un hombre de verdad podría hacerlo. Dijo que él lo habría hecho, pero yo no podía.

Mientras hablaba, el sol había ido ocultándose y empezó a nevar, una fina capa de blanco nos cubrió a los dos y al ciervo de escarcha. Uno de los mechones rubios del Animal le había caído sobre la frente formando una onda, y las pestañas se le juntaron y le brillaron. No estaba segura de si era por la nieve o por las lágrimas, pero tenía un aspecto angelical.

Me dolían los muslos de estar tanto rato en cuclillas, pero ni loca iba a preguntarle si podía estirar las piernas. Puede que mi cuerpo estuviera inmóvil, pero la cabeza me daba vueltas sin cesar.

Negó con la cabeza y levantó la vista del cuchillo.

—Así que, en respuesta a tu pregunta, Annie, puede hacer que te sientas muy bien. Pero ahora más vale que terminemos, o algún animal salvaje olerá la sangre fresca y saldrá a cazarnos. —Ahora su tono de voz era alegre.

Por un minuto, no supe a qué pregunta se estaba refiriendo. Luego me acordé. Le había preguntado qué se sentía al matar a alguien.

Mientras yo seguía sujetando las patas del ciervo, él hurgó en el corte y sacó con cuidado la bolsa del estómago, más o menos del tamaño de una pelota de playa, y la depositó en la nieve. En uno de los extremos, todavía seguía sujeta por una especie de cordón umbilical, por debajo de la caja torácica. Extrajo el cuchillo del cuello, que se resistió a salir por un segundo antes de desprenderse con un ruido seco. A continuación volvió a removerle las entrañas con el cuchillo y extrajo lo que parecía el corazón y las otras visceras del ciervo. Los soltó junto al estómago como si fueran basura. El olor a carne cruda me provocó una arcada biliosa en la base de la garganta, pero logré reprimirla.

Me dijo «quédate aquí» y desapareció en el interior de un cobertizo de grandes dimensiones que había junto a la cabaña. Volvió al cabo de unos segundos con una sierra mecánica y un trozo de cuerda. Me quedé sin respiración al verlo arrodillarse junto a la testuz del ciervo. El silencio prístino del páramo invernal se quebró con el ruido de la sierra al traspasar el cuello del ciervo. Quise apartar la vista, pero no pude. Dejó la sierra en el suelo, recogió el cuchillo y se desplazó a los cuartos traseros del ciervo. Me estremecí cuando quiso tocarme, lo que provocó su risa, pero sólo quería quitarme las patas del ciervo de la mano. A continuación usó el cuchillo para practicar un agujero a través del tobillo, justo por detrás del tendón de Aquiles de ambas patas, y pasó la cuerda a través del orificio.

Llevamos el cuerpo del ciervo a rastras hasta el cobertizo, cada uno sujetando sendas patas delanteras. Miré hacia atrás. El cadáver había dejado un reguero de sangre a nuestras espaldas, y una huella sanguinolenta en la nieve. Nunca olvidaré la imagen de la cabeza, el corazón y las otras visceras de aquel pobre ciervo a la intemperie helada.

El cobertizo estaba hecho de sólido metal, los animales salvajes no eran bienvenidos, y había un congelador enorme junto a una de las paredes. Algún aparato que supuse un generador zumbaba con insistencia al fondo, al lado de una bomba de agua que debía de ser para el pozo. Seis enormes barriles rojos identificados con la palabra diesel ocupaban la pared opuesta. Junto a ellos había un depósito de propano. No vi leña por ninguna parte, de modo que supuse que debía de almacenarla en otro sitio. El aire olía a una especie de mezcla de aceite, gasolina y sangre de ciervo.

Arrojó la cuerda atada a las patas traseras del ciervo por encima de una viga del techo, y luego los dos tiramos de ella hasta que el cuerpo quedó suspendido en el aire. ¿Colgaría de allí mi cadáver algún día también?

Creí que ya habíamos terminado cuando, de pronto, se puso a afilar el cuchillo con una piedra y empecé a temblar vigorosamente. Mirándome a los ojos, frotó el cuchillo hacia delante y hacia atrás con un movimiento rítmico, mientras una sonrisa le afloraba a los labios. Al cabo de más o menos un minuto, lo levantó en el aire.

—¿Qué te parece? ¿Ya está lo bastante afilado?

—¿Para… para qué?

Empezó a avanzar hacia mí. Me puse las manos delante del vientre. Sintiéndome torpe con aquellas botas de goma, me tambaleé hacia atrás.

Él se detuvo y, con el semblante confuso, dijo:

—¿Se puede saber qué te pasa? Tenemos que desollarlo. —Cortó la piel alrededor de cada tobillo y luego asió una pata—. No te quedes ahí, agarra la otra pata.

Tiramos de la piel hacia abajo para pelarla, y tuvo que hacer uso del cuchillo varias veces para que se soltase, pero básicamente sólo por la parte de las patas, y cuando llegamos a la zona del tronco, se despellejó como si fuera piel muerta después de una quemadura solar.

Cuando lo hubo despellejado, enrolló la piel y la guardó en el congelador. Luego me hizo quedarme fuera, donde pudiera verme, mientras él recogía la sierra, la devolvía a su sitio en el cobertizo y lo cerraba con llave. Le pregunté qué iba a hacer con las visceras y la cabeza y me contestó que ya se encargaría de ellas más tarde.

Una vez dentro de la cabaña, vio que estaba tiritando y me dijo que me sentase junto al fuego para entrar en calor. Nuestra charla no parecía haberle molestado. Sopesé la posibilidad de peguntarle si había matado a alguien más, pero se me encogió el estómago ante la idea de oír su respuesta. En vez de eso, pregunté:

—¿Puedo lavarme, por favor?

—¿Es la hora de tu baño?

—No, pero…

—Entonces ya sabes cuál es la respuesta.

Durante el resto del día, seguí empapada de sangre de ciervo. Se me ponía la carne de gallina, pero intenté no pensar en ello, intenté no pensar en nada, ni en la sangre, ni en ciervos muertos, ni en padres asesinados. Centré toda mi atención en el fuego y en observar cómo bailaban las llamas.

Más tarde, esa misma noche, cuando empezaba a vencerlo el sueño, dijo:

—Me gustan los gatos.

¿Que le gustaban los gatos? ¿A aquel pedazo de sádico asesino le gustaban los gatos? Por poco se me escapa una risotada histérica, pero me tapé la boca con la mano en la oscuridad.