SESIÓN UNO

Verá, doctora, no es usted la primera psicóloga a la que voy desde que regresé. El idiota que me recomendó mi médico de cabecera justo cuando volví a casa, ése sí que era una auténtica joya… El tipo llegó incluso a fingir que no sabía quién era yo, pero eso no había quien se lo tragara, habría que ser ciego y sordo para no haberse enterado. ¡Pero si a la que me doy la vuelta, sale otro capullo con una cámara de entre los arbustos para sacarme la puñetera foto…! Pero ¿antes de toda esta mierda? Antes, la inmensa mayoría de la gente ni siquiera había oído hablar de la isla de Vancouver, conque mucho menos de Clayton Falls. Ahora, sólo tiene que mencionarle a alguien el nombre de la isla y le apuesto lo que quiera a que lo primero que saldrá de su boca será: «¿No fue ahí donde secuestraron a esa de la agencia inmobiliaria?».

Incluso la consulta del tipo era como para echar a correr: sofás de cuero negro, plantas de plástico, escritorio de cromo y cristal. A eso lo llamo yo hacer que tus pacientes se sientan cómodos, sí señor. Y naturalmente, todo estaba bien ordenado y colocado encima del escritorio. Los clientes eran lo único que tenía torcido en su maldita consulta, y si quiere que le dé mi opinión, a mí, alguien que necesita ordenar todo lo que tiene encima de la mesa pero que no se arregla los dientes me da mala espina, qué quiere que le diga…

Lo primero que hizo fue preguntarme por mi madre y luego se empeñó en convencerme para que pintase el color de mis sentimientos con lápices de cera en un bloc de dibujo. Cuando le dije que si me estaba tomando el pelo, me contestó que me resistía a exteriorizar mis sentimientos y que necesitaba «abrazar el proceso de curación». Bueno, pues a la mierda él y su proceso. Sólo duré dos sesiones. Me pasaba la mayor parte del tiempo dudando entre matarlo a él o matarme yo.

Así que he tardado hasta diciembre —cuatro meses desde que volví a casa— para probar de nuevo con todo este rollo de la terapia. Ya casi hasta me había resignado a seguir así de jodida, pero la idea de vivir el resto de mi vida sintiéndome de esta manera… Lo que tenía escrito en su página web era gracioso, para ser psicóloga, y por su aspecto, parecía agradable… bonita dentadura, por cierto. Y lo que es aún mejor, detrás del nombre no lleva un montón de iniciales que sabe Dios qué significan. No quiero al mejor ni al no va más en terapias psicológicas, eso sólo significa un ego más grande y una factura aún mayor. Ni siquiera me importa tener que conducir una hora y media para llegar hasta aquí; así salgo de Clayton Falls y, de momento, todavía no he encontrado ningún periodista escondido en el asiento de atrás de mi coche.

Pero no me malinterprete: que usted tenga aspecto de tierna abuelita —debería estar tricotando, y no tomando notas—, no significa que a mí me guste estar aquí, en absoluto. ¿Y dice usted que quiere que la llame Nadine? No estoy segura de a qué viene todo eso pero déjeme que lo adivine: me ha dicho su nombre de pila, así que ¿se supone que debo sentirme como si fuésemos amigas del alma y contarle cosas de las que no quiero acordarme, así que mucho menos hablar de ellas? Lo siento, pero no le pago para que sea mi amiga, así que si no le importa, seguiré llamándola «doctora».

Y ya que estamos aquí para lavar los trapos sucios, vamos a establecer algunas reglas básicas antes de empezar este viaje trepidante. Si vamos a hacer esto, tendremos que hacerlo a mi manera, y eso significa que no quiero oír una sola pregunta de su boca. Ni siquiera una preguntita inofensiva del tipo: «¿Cómo se sintió cuando…?». Le contaré la historia desde el principio, y cuando me interese oír qué es lo que tiene usted que decir, se lo haré saber, descuide.

Ah, y por si se lo está preguntando ahora mismo: no, no he sido siempre así de hija de puta.

Me quedé remoloneando en la cama un poco más de lo habitual la mañana de aquel primer domingo de agosto, mientras mi golden retriever, Emma, me roncaba al oído. No disponía de muchas ocasiones para remolonear. Ese mes estaba trabajando como una mula para hacerme con una promoción de apartamentos en primera línea de mar. Para Clayton Falls, un complejo de cien apartamentos era un proyecto descomunal, y la cosa estaba entre otro agente inmobiliario y yo. No sabía quién era mi competidor, pero el promotor me había llamado el viernes para comunicarme que se habían quedado muy impresionados con mi presentación y que me darían una respuesta al cabo de unos pocos días. Estaba tan cerca de conseguir el contrato del siglo que casi hasta paladeaba el sabor del champán. Lo cierto es que sólo había probado aquella porquería una vez, en una boda, y había acabado cambiándolo por una cerveza —no hay nada que destile más clase como la imagen de una chica vestida de dama de honor bebiendo a morro un botellín de cerveza—, pero estaba convencida de que aquel contrato me transformaría en una sofisticadísima mujer de negocios. Algo así como la conversión del agua en vino… o en este caso, de la cerveza en champán.

Tras una semana de lluvia incesante, el sol había salido al fin, y hacía suficiente calor para poder lucir mi traje chaqueta favorito. Era amarillo claro y estaba hecho de la tela más suave del mundo, y me encantaba el modo en que me resaltaba los ojos de color avellana, en lugar de hacer que pareciesen de un castaño aburrido. En general, suelo evitar ponerme falda porque siendo un retaco de poco más de metro cincuenta, parezco una enana cuando las llevo, pero el corte de ésa en concreto me estilizaba las piernas, que parecían más largas. Incluso decidí ponerme tacones. Acababa de cortarme el pelo, de manera que me caía perfectamente a la altura del mentón, y después de darme un último repaso de emergencia en el espejo del recibidor para detectar las canas —el año pasado cumplí sólo treinta y dos, pero con el pelo negro, esas cabronas se ven enseguida—, me dediqué un silbido de admiración, le di un beso de despedida a Emma —hay quienes tocan madera antes de salir de casa, yo toco a mi perra—, y salí por la puerta.

Lo único que tenía que hacer ese día era ofrecer una jornada de puertas abiertas en una casa para que los interesados en comprarla pudieran visitarla libremente, sin cita previa. Habría estado muy bien poder tener el día libre, pero los dueños estaban desesperados por venderla. Eran una encantadora pareja de alemanes, y la mujer me preparaba pastel bávaro de chocolate, así que no me importaba pasar allí un par de horas para tenerlos contentos.

Mi novio, Luke, iba a venir a cenar cuando acabase la jornada en su restaurante italiano. La noche anterior había trabajado hasta tarde, así que le mandé un correo electrónico del tipo «Me muero de ganas de verte, luego, más tarde». Bueno, al principio quise enviarle una de esas tarjetas electrónicas de amor que él acostumbraba a mandarme, pero todas las opciones eran muy cursis —conejitos besándose, ranas besándose, ardillas besándose—, de modo que al final opté por enviarle un simple correo, sin más. Él ya sabía que las palabras no eran mi punto fuerte, precisamente, que yo era más bien una chica de acción, pero las semanas anteriores había estado tan concentrada en el asunto de la promoción en primera línea de mar que no le había enseñado al pobre chico demasiada acción, y sabe Dios que él se merecía mucho más. No es que se quejase, porque nunca lo hacía, ni siquiera el par de veces que había tenido que cancelar alguna de nuestras citas en el último suspiro.

Empezó a sonarme el móvil mientras trataba, no sin dificultad, de meter el último cartel de las puertas abiertas en mi camioneta sin mancharme el traje de tierra. Ante la remota posibilidad de que fuese el promotor quien me llamaba, saqué el teléfono de mi bolso.

—¿Estás en casa?

«Hola a ti también, mamá. ¿Cómo estás tú?».

—Estoy a punto de irme a la jornada de puertas abiertas de la casa…

—¿Así que al final sigue en pie lo de las puertas abiertas? Val me ha dicho que últimamente no ve muchos carteles tuyos.

—¿Has hablado con la tía Val?

Cada dos meses o así, mamá se peleaba con su hermana y juraba y perjuraba que nunca volvería a dirigirle la palabra.

—Primero me invita a almorzar como si la semana pasada no me hubiese puesto de vuelta y media, pero yo también sé jugar a ese juego, y luego, antes de que hayamos pedido siquiera, lo primero que me suelta es que tu prima ha conseguido vender unas casas en primera línea de mar de su cartera de pisos. ¿Te puedes creer que Val se va mañana en avión a Vancouver sólo para ir de compras con ella y comprarse ropa nueva en la calle Robson? Ropa de diseño, nada menos.

«Así se hace, tía Val», pensé, apenas sin poder aguantarme la risa.

—Me alegro por Tamara, pero la verdad es que está estupenda se ponga la ropa que se ponga.

Lo cierto es que no había vuelto a ver a mi prima en persona desde que había dejado la isla y se había ido a vivir a la parte continental del país, nada más acabar el instituto, pero la tía Val siempre estaba enviando por e-mail fotos de «mira lo guapos que están mis hijos».

—Le dije a Val que tú también tienes ropa bonita. Sólo que tienes un estilo más… conservador.

—Mamá, tengo un montón de ropa bonita, pero yo…

Me contuve a tiempo. Me estaba echando el anzuelo, y mi madre no era de las que pescan a su presa y luego la sueltan. Lo último que quería era pasar los siguientes diez minutos discutiendo acerca del atuendo más adecuado para ir a trabajar con una mujer que se ponía unos tacones de diez centímetros y un vestido para salir a recoger el correo. No servía absolutamente de nada, eso seguro. Puede que mi madre fuese bajita, apenas metro y medio de estatura, pero era yo la que nunca estaba a la altura.

—Antes de que se me olvide —dije—, ¿puedes pasar luego por casa a devolverme la cafetera para hacer capuchinos?

Se quedó callada un momento y luego exclamó:

—¿La quieres hoy mismo?

—Por eso te lo he pedido, mamá.

—El caso es que acabo de invitar a algunas de las mujeres del parque a tomar un café mañana. Desde luego, tienes el don de la oportunidad, como siempre.

—Oh, vaya, lo siento, mamá, pero Luke va a quedarse aquí esta noche y quiero prepararle un capuchino para el desayuno. Pensaba que ibais a compraros una y que sólo querías probar la mía primero.

—Sí, es cierto, íbamos a comprarnos una, pero ahora tu padrastro y yo andamos un poco justos de dinero. Bueno, llamaré a las chicas esta tarde para anularlo y se lo explicaré.

Genial, ahora me sentía como una bruja.

—No importa, no te preocupes, ya me la traerás la semana que viene o cuando te vaya bien.

—Gracias, Annie, tesoro.

Ahora era «Annie Tesoro».

—De nada, pero de todos modos la necesito…

Colgó el teléfono.

Lancé un gruñido y volví a meter el teléfono dentro del bolso. La mujer nunca me dejaba terminar una maldita frase a menos que fuese algo que quisiese oír.

Paré en la gasolinera de la esquina a pillarme un café y un par de revistas. A mi madre le encanta la prensa rosa, pero yo sólo compro revistas sensacionalistas para tener algo que hacer si nadie entra en las casas en las que hay una jornada de puertas abiertas. En la portada de una de ella aparecía la foto de una pobre chica desaparecida. Miré su cara sonriente y pensé: «Antes se limitaba a vivir su vida tranquilamente, y ahora todo el mundo cree que lo sabe todo acerca de ella».

La mañana de la jornada de puertas abiertas fue más bien tranquila. Supongo que la mayoría de la gente estaba fuera, disfrutando del buen tiempo, que es lo que yo debería haber hecho. Unos diez minutos antes de que terminara el plazo fijado, empecé a recoger mis cosas. Cuando salí a meter unos folletos en mi coche, una furgoneta de color tierra y aspecto flamante se detuvo y aparcó justo detrás de mi coche. Un tipo mayor, de unos cuarenta y largos, se dirigió hacia mí con una sonrisa.

—Vaya, veo que ya te marchas. Me está bien empleado, por dejar lo mejor para el final. ¿Te importaría mucho si echo un vistazo muy, pero que muy rápido?

Durante una fracción de segundo, pensé en decirle que ya era demasiado tarde. Una parte de mí sólo tenía ganas de irse a casa, y todavía tenía que ir a comprar un par de cosas al supermercado, pero mientras dudaba, se puso las manos en las caderas, retrocedió un par de pasos y examinó la fachada de la casa.

—¡Caramba! Qué maravilla… —exclamó.

Lo miré de arriba abajo. Llevaba los pantalones caquis perfectamente planchados, y eso me gustó. Ahuecar la ropa en la secadora es mi alternativa a usar la plancha. Sus deportivas eran de un blanco inmaculado, y llevaba una gorra de béisbol con el logo de un campo de golf local en la visera. Su chaqueta de color beis lucía el mismo logo en el bolsillo delantero. Si pertenecía a ese club de golf, era sinónimo de que tenía dinero. Las jornadas de puertas abiertas solían atraer a los vecinos o a la gente que salía a dar un paseo el domingo y se encontraba con las casas por casualidad, pero cuando eché un vistazo a la furgoneta de aquel tipo, vi nuestra revista de la inmobiliaria en el salpicadero. Bah, total, no iba a morirme por enseñar la casa unos minutos más…

Le dediqué una sonrisa radiante y dije:

—Pues claro que no me importa. Para eso estoy, ¿no? Me llamo Annie O’Sullivan.

Alargué la mano, y cuando se acercó para estrechármela, tropezó con las losas del camino. Para no caer de rodillas, extendió las palmas de las manos y acabó con el culo en pompa. Traté de ayudarlo a levantarse, pero se incorporó en un visto y no visto, riéndose y sacudiéndose de las manos la suciedad del suelo.

—Ay, Dios… Cuánto lo siento… ¿Estás bien?

Sus enormes ojos azules, en aquel rostro de expresión afable y abierta, le chispeaban, risueños. Cuando se reía, las arrugas de expresión de las comisuras de los ojos terminaban en unas mejillas sonrosadas, y entrecomillaban una amplia sonrisa de dentadura blanca y perfecta. Era una de las sonrisas más francas que había visto en mucho tiempo, y un rostro al que sólo cabía devolverle la sonrisa.

Hizo una reverencia teatral y dijo:

—Desde luego, yo sí que sé cómo hacer una entrada triunfal, ¿no crees? Deja que me presente, soy David.

Incliné la cabeza levemente y contesté:

—Encantada de conocerte, David.

Ambos nos echamos a reír, y él añadió:

—Te lo agradezco de todo corazón, y te prometo que no te robaré mucho tiempo.

—No te preocupes, date una vuelta por la casa y tómate todo el tiempo que necesites.

—Eres muy amable, aunque seguro que estarás deseando irte, para disfrutar del buen tiempo. Seré muy rápido.

Madre mía… Qué maravilla encontrar un posible comprador capaz de tratar con consideración a una agente inmobiliaria. Por lo general, siempre suelen comportarse como si nos estuvieran haciendo un favor.

Lo llevé dentro y le hablé de la casa, explicándole que era la típica casa estilo Costa Oeste, con el techo abovedado, revestimiento de madera de cedro y espectaculares vistas al mar. A medida que iba siguiéndome, sus comentarios eran tan entusiastas que incluso también a mí me parecía estar viendo la casa por primera vez, y me sorprendí ansiosa por resaltar todas las virtudes de la vivienda.

—En el anuncio decía que la casa sólo tiene dos años, pero no se hacía ninguna mención al constructor —señaló.

—Se trata de una empresa local, Corbett Construction. Todavía cuenta con una garantía por un par de años más, que viene con la casa, por supuesto.

—Eso es estupendo. Toda precaución es poca con algunos de esos constructores. Hoy en día no se puede confiar en nadie.

—¿Cuándo has dicho que te gustaría mudarte a una casa nueva?

—No lo he dicho, pero soy flexible. Cuando encuentre lo que busco, lo sabré.

Le devolví la mirada y él me sonrió.

—Si necesitas pedir una hipoteca, yo te podría dar una lista de nombres.

—Gracias, pero la pagaría en metálico. —La cosa se ponía cada vez mejor—. ¿Está vallado el patio trasero? —preguntó—. Es que tengo perro.

—Ah, me encantan los perros. ¿De qué raza?

—Un golden retriever, un pura raza, y necesita un montón de espacio para correr.

—Lo entiendo perfectamente, yo también tengo una golden retriever, y se pone muy pesada cuando no hace suficiente ejercicio. —Abrí la puerta corredera de cristal para enseñarle la valla de madera de cedro—. ¿Y cómo se llama tu perro?

Mientras aguardaba su respuesta, me di cuenta de que estaba demasiado cerca de mí. Algo duro me apretaba la parte baja de la espalda.

Intenté dar media vuelta, pero me agarró del pelo y me tiró de la cabeza hacia atrás con tanta fuerza, tan rápido y haciéndome tanto daño, que creía que iba a arrancarme todo el cuero cabelludo. El corazón empezó a latirme a toda velocidad en el pecho, y la sangre se me agolpó en la cabeza. Ordené mentalmente a mis piernas que se pusieran a dar patadas, que echaran a correr, que hicieran algo, lo que fuese, pero no conseguía hacer que se movieran.

—Sí, Annie, es un arma, así que escúchame con atención. Ahora voy a soltarte el pelo y vas a estarte tranquilita mientras damos un paseo hasta mi furgoneta. Y quiero que conserves esa preciosa sonrisa en tus labios mientras seguimos andando, ¿de acuerdo?

—No… No puedo…

«No puedo respirar».

En voz baja y con calma, me dijo al oído:

—Respira hondo, Annie.

Tomé aire con fuerza.

—Y ahora, suéltalo despacio.

Exhalé el aire muy lentamente.

—Otra vez.

La habitación volvió a perfilarse ante mis ojos, ya enfocada.

—Buena chica.

Me soltó el pelo.

Todo parecía suceder a cámara lenta. Sentía que el arma se me hincaba en las lumbares mientras él la empleaba para empujarme y hacerme avanzar hacia delante. Me obligó a salir por la puerta y a bajar las escaleras, tarareando una pequeña melodía. Mientras nos dirigíamos a su furgoneta, me susurró al oído:

—Relájate, Annie. Sólo tienes que prestar atención a todo lo que te diga y no tendremos ningún problema. Y no te olvides de sonreír.

A medida que nos íbamos alejando de la casa, miré a mi alrededor, alguien tenía que estar presenciando aquello, pero no se veía a nadie por ninguna parte. Nunca me había percatado de la cantidad de árboles que rodeaban la casa, ni de que las dos viviendas vecinas daban hacia el otro lado.

—Me alegro mucho de que el sol haya salido para nosotros. Hace un día precioso para dar una vuelta en coche, ¿no te parece?

¿Lleva un arma en la mano y se pone a hablar del tiempo?

—Annie, te he hecho una pregunta.

—Sí.

—¿Sí, qué, Annie?

—Hace un día precioso para dar una vuelta en coche.

Como si fuéramos dos vecinos charlando a través de la cerca del jardín. No dejaba de pensar que era imposible que aquel tipo estuviera haciendo aquello a plena luz del día. «Es una jornada de puertas abiertas, por el amor de Dios… He clavado un cartel a la entrada de la casa y de un momento a otro parará un coche».

Habíamos llegado a la furgoneta.

—Abre la puerta, Annie.

No me moví. Me apretó el cañón del arma contra la región lumbar. Abrí la puerta.

—Ahora, sube.

Me hincó el arma con más fuerza. Me metí dentro y cerró la puerta.

Cuando se volvió para alejarse, tiré con fuerza de la manilla y apreté el cierre automático repetidas veces, pero no funcionaba. Golpeé la puerta con el hombro. «¡Ábrete, maldita sea!».

Cruzó por delante de la furgoneta.

Aporreé el seguro de la puerta, el botón del elevalunas eléctrico y volví a tirar de la manija. Oí que se abría la puerta del conductor y me volví: en la mano sostenía el mando a distancia del cierre centralizado.

Lo levantó para enseñármelo y sonrió.

A medida que él daba marcha atrás por el camino de entrada y yo veía como se iba empequeñeciendo la casa, no me podía creer lo que estaba sucediendo. Nada de aquello era real. Al final del camino se detuvo un momento, para comprobar si venían coches. El cartel que había plantado en el césped anunciando la jornada de puertas abiertas ya no estaba. Miré en la parte de atrás de la furgoneta y lo vi, junto con los otros dos que había colocado al final de la calle.

Y entonces lo supe. Aquello no era fruto del azar: debía de haber leído el anuncio y comprobado la calle.

Me había elegido a mí.

—Bueno, ¿y cómo han ido las puertas abiertas?

Bien, hasta que él había aparecido.

¿Y si arrancaba las llaves del contacto? O al menos, podía pulsar el botón del cierre centralizado del mando y saltar por la puerta antes de que le diera tiempo a atraparme. Muy despacio, empecé a alargar la mano izquierda, manteniéndola abajo…

Me puso la mano en el hombro de golpe, y presionó sus dedos en torno a mi clavícula.

—Intento preguntarte qué tal te ha ido la mañana, Annie. No sueles ser tan arisca.

Lo miré fijamente.

—Que cómo te ha ido la jornada de puertas abiertas.

—No ha venido… No ha venido mucha gente.

—Entonces, ¡debes de haberte alegrado de verme!

Me dedicó aquella sonrisa suya que me parecía tan auténtica. Mientras aguardaba a que le respondiera, la sonrisa se le fue desdibujando y empezó a sujetarme con más fuerza.

—Sí, sí, me he alegrado mucho de que viniera alguien.

Volvía a sonreír. Me masajeó la zona del hombro donde había tenido la mano y me apoyó la palma en la mejilla.

—Intenta relajarte y disfruta del sol; últimamente pareces muy estresada. —Cuando volvió a mirar en dirección a la carretera, sujetó el volante con una mano y apoyó la otra encima de mi muslo—. El sitio adonde te llevo te va a gustar.

—¿Adónde? ¿Adónde me llevas?

Empezó a tararear.

Al cabo de un rato, tomó una carretera secundaria y aparcó. Yo no tenía ni idea de dónde estábamos. Apagó el motor, se volvió hacia mí y me sonrió como si aquello fuese una cita romántica.

—Ya no falta mucho.

Se bajó de la furgoneta, la rodeó por delante y a continuación me abrió la puerta. Vacilé unos segundos. Carraspeó y arqueó las cejas. Acto seguido, salí.

Me rodeó los hombros con el brazo, mientras con la otra mano sujetaba el arma, y nos dirigimos a la parte trasera de la furgoneta.

Inspiró con fuerza.

—Mmm… Huele este aire… Es increíble.

Se respiraba una calma absoluta, era una de esas calurosas tardes de verano donde la quietud te permite oír hasta el vuelo de una mosca. Pasamos junto a unos arbustos de arándanos cerca de la furgoneta, con los frutos casi maduros. Empecé a llorar y a temblar con tanta fuerza que apenas podía andar. Desplazó la mano de mi hombro hasta la parte superior de mi brazo, para sostenerme en pie. Seguíamos andando, pero yo no me notaba las piernas.

Me soltó un momento, se metió el arma en la cintura del pantalón y abrió las puertas traseras de la furgoneta. Me volví con la intención de echar a correr, pero me agarró por la parte posterior del pelo, me obligó a girar sobre mis talones para mirarlo de frente y me levantó en el aire, sin dejar de tirarme del pelo, hasta que los dedos de mis pies rozaron el suelo. Intenté darle una patada en las piernas, pero me sacaba más de una cabeza y me apartó de sí sin hacer el menor esfuerzo. El dolor era atroz. Lo único que podía hacer era patalear en el aire y golpearle el brazo con los puños. Grité con todas mis fuerzas.

Me dio un revés en la boca con el dorso de la mano y dijo:

—A ver, ¿se puede saber por qué has hecho semejante tontería?

Me aferré al brazo que me sostenía en el aire e intenté elevar el cuerpo para reducir la presión que ejercía sobre mi cuero cabelludo.

—Vamos a intentarlo otra vez. Ahora, te soltaré, y tú vas a entrar ahí dentro y a tumbarte boca abajo.

Bajó el brazo despacio hasta que mis pies tocaron el suelo. Se me había caído uno de los zapatos de tacón cuando había intentado darle una patada, de modo que perdí el equilibrio y me tambaleé hacia atrás. Me golpeé la parte posterior de las rodillas con el parachoques y aterricé con el trasero en el interior de la furgoneta. Había una manta gris extendida en el suelo. Permanecí allí sentada y me lo quedé mirando de hito en hito; temblaba con tanta violencia que me castañeteaban los dientes. El sol brillaba con fuerza por detrás de su cabeza, ensombreciéndole el rostro y recortando su perfil a contraluz.

Me empujó hacia atrás por los hombros, me tiró de espaldas y me dijo:

—Date la vuelta.

—Espera, ¿no podríamos hablar un momento? —Me sonrió como si fuera un cachorro mordisqueándole los cordones de los zapatos—. ¿Por qué haces esto? —dije—. ¿Quieres dinero? Si volvemos a buscar mi bolso, puedo darte el número PIN de mi tarjeta bancaria, tengo unos cuantos miles de dólares en mi cuenta. Y mis tarjetas de crédito… tienen unos límites de crédito muy altos…

Seguía sonriéndome.

—Si pudiéramos hablar con un poco de calma, estoy segura de que podríamos llegar a un acuerdo. Yo podría…

—No necesito tu dinero, Annie. —Echó mano de su arma—. No quería tener que recurrir a esto, pero…

—¡No! —Extendí las palmas de las manos hacia delante—. Lo siento, no pretendía molestarte, es que no sé qué es lo que quieres. ¿Es… es sexo? ¿Es eso lo que quieres?

—¿Qué te he pedido que hagas?

—Me has… me has pedido que me tumbe boca abajo.

Arqueó una ceja.

—¿Ya está? ¿Sólo quieres que me tumbe boca abajo? ¿Qué me vas a hacer si me tumbo boca abajo?

—Ya te lo he pedido dos veces por las buenas. —Acarició el arma con la mano.

Me tumbé boca abajo.

—No entiendo por qué haces esto. —Se me quebró la voz. Maldita sea… Debía conservar la calma—. ¿Nos conocemos de algo?

Estaba detrás, apoyando la mano en el centro de mi espalda, inmovilizándome en el suelo.

—Si he hecho algo que haya podido ofenderte, lo siento mucho, David, de verdad. Dime cómo puedo compensártelo y lo haré, ¿de acuerdo? Tiene que haber algún modo…

Me callé y agucé el oído. Percibí unos ruiditos a mi espalda, era evidente que estaba haciendo algo, preparándose para algo. Pensaba que, en cualquier momento, oiría el clic del arma al montarla. Todo el cuerpo me tiritaba de terror. ¿Ya estaba? ¿Ahí terminaba todo? ¿Mi vida iba a acabar tumbada boca abajo en la parte de atrás de una furgoneta? Noté el pinchazo de una jeringuilla en la parte posterior del muslo. Me estremecí e intenté estirar el brazo para tocarla, y sentí que un fuego abrasador me trepaba por la pierna.

Antes de que demos por terminada esta sesión, doctora, creo que tengo que ser justa con usted y confesarle una cosa: si voy a subir a bordo del tren de «se acabaron las tonterías», tendría que llegar hasta el final del trayecto. Cuando le dije que estaba bien jodida, lo que en realidad quería decir es que estaba muy, muy jodida… pero que muy jodida. Tan jodida como para no querer dormir en otro sitio que no sea mi armario todas las noches.

Todo era una mierda al principio, cuando volví, cuando tenía que dormir en mi antigua habitación, en casa de mi madre; me escabullía por las mañanas, para que nadie se diera cuenta. Ahora que vuelvo a vivir en mi propia casa, donde vivía cuando pasó todo, las cosas son un poco más fáciles, ahora que soy capaz de controlar todas las variables. Pero no puedo entrar en un edificio a menos que sepa dónde están todas las salidas, es algo superior a mí. Es de puta madre que tenga la consulta en la planta baja, se lo aseguro. No estaría sentadita aquí si su consulta estuviera más alta de la distancia que puedo cubrir de un salto.

Las noches… bueno, las noches son lo peor. No puedo tener a nadie en casa. ¿Y si se les ocurriera abrir algún cerrojo de las puertas? ¿Y si se dejan una ventana abierta? Si no fuera porque ya estoy coqueteando con la locura, yendo por todas partes comprobándolo todo mientras intento que nadie se percate de lo que estoy haciendo, acabaría loca de atar.

Al principio, cuando volví, se me ocurrió que si lograba encontrar a alguien que sintiese lo mismo que yo… Como soy tonta de remate, busqué un grupo de apoyo. Pues resulta que no existe ningún SPUDA, ningún grupo de Secuestrados Por Un Desgraciado Anónimos, ni en internet ni fuera. De todos modos, el concepto en sí de anonimato se va a la mierda cuando has aparecido en todas las portadas de las revistas, en las primeras páginas de los periódicos y en los programas de telebasura. Aunque consiguiera dar con un colectivo que hubiese pasado por lo mismo que yo, le apuesto lo que quiera a que alguno de sus integrantes, maravillosamente comprensivos y empáticos, le vendería mis miserias a la prensa amarilla en cuanto saliese por la puerta. Le vendería mi infierno a algún tabloide y, con el dinero, se iría de crucero o se compraría un televisor de plasma.

Ni que decir tiene, detesto hablar con extraños acerca de todo esto, especialmente con los periodistas que, la mayoría de las veces, lo pillan todo al revés y lo tergiversan todo. Pero le sorprendería saber cuánto dinero están dispuestos a pagar por una entrevista algunas revistas y ciertos programas de televisión. Yo no quería el dinero, pero no dejan de ofrecérmelo y… joder, el caso es que lo necesito. No es que pueda seguir dedicándome al negocio inmobiliario, la verdad. ¿De qué sirve una agente inmobiliaria a quien le aterroriza quedarse a solas con un desconocido?

A veces vuelvo al día del secuestro, rememoro y revivo mentalmente todo lo que hice hasta el momento de las puertas abiertas, escena por escena, como si fuera una película de terror que nunca se acaba y en la que no puedes impedir que la chica abra la puerta o entre en el edificio desierto… y me viene a la memoria la portada de aquella revista de la tienda. Se me hace muy raro pensar que ahora habrá alguna otra mujer mirando mi foto, pensando que lo sabe todo sobre mí.